narrati v a
Por JOSÉ MANUEL PIÑERO VELASCO
Leyenda de Nicolás y el cachorro
E
l fulgente sol enviaba sus destellos sobre el río desde el ocaso como una dulce despedida. El paisaje que se descubría en el paseo de la O respiraba paz. Cuando la naturaleza se entrega al reposo, el intelecto se retrae también a su más oculto seno. El atardecer era de otoño, cuando los árboles están ya desnudos de sus hojas y huelen intensamente en el aire fresco, todo era de una apariencia serena que en otro tiempo sosegaría el alma. Pero este año bisiesto de 2020 es distinto, una pandemia se ha adueñado del mundo, y, aunque nunca he sido supersticioso, tendré que darle razón al refrán que pregona “Año bisiesto, año siniestro”. Mientras tanto, en Triana, los comerciantes están al borde de la desesperación. Los estragos económicos que está dejando tras de sí este azote a la humanidad, a nuestro barrio y a la razón serán económicamente catastróficos. Todos confiamos en la solidaridad de los conciudadanos. Triana siempre ha consumido en Triana, forma parte de una forma de ser y un estilo propio, que hunden sus raíces en siglos de convivencia y tradición. En la Cava de los Gitanos, uno de los pocos corrales de vecinos que aún existe en el arrabal vivía Nicolás, personaje muy apreciado por sus convecinos. No tenía una economía muy estable y se dedicaba a pequeños trabajos eventuales aquí y allá, a veces, también a pequeñas sustracciones obligado por la acuciante necesidad. Siempre desorganizado, buscando la ausencia de compromisos, que él en su cabeza relacionaba con la libertad. La libertad no es poder elegir, no sabía el pobre Nicolás que la auténtica libertad es saber que es lo que
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R E V I S T A
T R I A N A
se elige. Las personas carentes de cultura o analfabetas jamás pueden ser libres, ocurre lo mismo con los pueblos atrasados. Este año del señor de 2020, la nefasta economía del alfoz empeoraba su situación, ya que vivía del trapicheo y encargos esporádicos que le encomendaban los pequeños empresarios que lo conocían. Con sus hoscos ceños pintaban el desencanto de su ánimo. Sabían que no era totalmente honrado, pero tampoco un canalla, solo un granuja bondadoso que disimulaba con picardías sus tremendas necesidades. La suave hipocresía es un vicio invisible para los hombres. El barrio siempre protegió a los suyos en la medida de sus prudentes posibilidades. Recuerdo cuando solicitó un puesto de conserje en un organismo oficial; previamente, enviaron agentes de la policía municipal para confirmar la dirección que había dado como referencia y regresaron diciendo que no era su domicilio y que nadie lo conocía. Llegaron a la lógica conclusión de que les había mentido y era un perfecto desconocido en el corral. Cuando de vuelta a su casa, indignado, pidió cuenta de lo que había sucedido, le explicaron con todo detalle, que tanto la familia como los vecinos negaron su empadronamiento en el lugar, debido a que al ver la llegada de los agentes investigando, pensaron que venían a detenerlo, pues no era la primera visita de la policía. La solidaridad, en este caso, no tuvo el efecto deseado. Quedó frustrado al no poder conseguir el trabajo y su imposible aclaración. El camino del fracaso está lleno de equivocadas buenas intensiones. Él no era un malvado y la complaciente bondad no ve mal alguno donde claramente no se descu-