narrati v a
Por ROSA DÍAZ
Elogio del ruido
S
i Erasmo de Rótterdam elogió a la locura, ¿por qué no voy a elogiar yo eso tan denostado que es el ruido? ¡Qué sensación de vacío origina su ausencia!
Porque la ciudad suena a la nada sin los ruidos que la caracterizan. Y me explico. Cuando la oscuridad va ganando enteros a las tardes y las aceras son parcas porque cierran los bares, las tiendas, los puestos de verduras y los locales de los “desavíos”, surge un momento incómodo que titubea entre lo patético del neurovegetativo y en seguir buscándole razones a la vida. Es el mundo del silencio el que te invade. Porque el silencio total existe, es catastrófico y además cosa de ciudad. Cosa de ciudad solamente porque el campo murmullea y sus habitantes jamás toman vacaciones. Allí están sus inquilinos según horario. Allí está el temblor de algo que hace ruido como hace ruido el mar. Nos hemos quejado tanto de la partitura que conlleva la civilización, de esa música que va del claxon al frenazo y de todo el ruido que emerge de las calles, que nos olvidamos que en ellos habitaban partículas de nuestra felicidad. Cuando no sabíamos de geles hidroalcohólicos ni de gotículas respiratorias, cuando no le temíamos a los besos. El ruido también es teoría de liberación, en la estampida que originamos cuando somos gente en busca de compartir la amistad. En busca del trabajo que revalida nuestra subsistencia. En busca de las manifestaciones del ocio y de la cultura. Su ausencia delata la fantasmagoría de los autobuses solitarios. Entra en la carestía de niños que desasisten los columpios, en nietos que te quedan lejos, en no saber cómo ahormar una comida con tus hijos. En verdad no estábamos preparados. Prendido en la historia del mundo se había olvidado el tufo a enfermedad contagiosa. Y ya que lo malo es menos malo cuando se pierde, tendré que confesarle mi amor al ruido. Suya es esta casa. Tengo las ventanas preparadas para que se deslice por ellas su querida máquina de vivir.
R E V I S T A
T R I A N A
P A G . 7 5