5 minute read

LOS INOLVIDABLES “QUINCE” DE PERLA

Jessica Obando

Todas las paredes color lila, las sillas con tules del mismo color, bombas y centros de mesa puestos en su lugar, en la mesa principal un cisne enorme de hielo con otros dos un poco más pequeños. Quince años esperando para el gran momento, no se sabía quién esperaba más ese día, si Perla, quien ya se sentía como una mujer, o sus papás, que habían gastado una millonada para demostrar a los del barrio que finalmente hacían parte de una familia pudiente, incluso habían invitado a prácticamente cada uno de sus habitantes. Para el evento, se habían enviado tarjetas troqueladas con foto a full color, un lujo para la época, por poco y ninguna tipografía era capaz de hacerles el trabajo.

Advertisement

En casa todo era un boroló, a Perla la atendía la manicurista, el peluquero y la modista.

—¡Estás quedando como una princesa! —decía María, su madre, arreglando los detalles del banquete con el chef y los meseros al interior de la cocina.

—Todo debe ser perfecto, no quiero ningún error.

En la sala, frente al enorme cuadro del sagrado corazón de Jesús, Alberto, su padre, caminaba de lado a lado con aires de estratega militar, dando indicaciones sobre cómo los chicos escogidos llevarían a Perla en una procesión de varias calles hacia el salón comunal del barrio, guiados por las antorchas encendidas que habría a lado y lado de las cuadras.

—Usted, usted y usted... —señalaba Alberto, a los más fornidos dentro de un grupo de ocho muchachos enclenques y esgalamidos— van a cargarla por la calle, unas cinco cuadras, mientras la concha púrpura que mandamos a hacer se abre con ella adentro, justo enfrente del salón comunal.

—Yo veré, chinos, concentrados... cuando lleguen allá, usted y usted, ponen la escalerita para que el noviecito ese la reciba. ¿Entendieron?

—Sí señor —se escuchó con el típico ánimo adolescente.

Por fin, cuando llegó la hora, los invitados con sus trajes de gala alquilados en la misma tienda del barrio, familiares y uno que otro chismoso, empezaron a acumularse en el antejardín.

Todos estaban expectantes, se escuchaba gente hablar en voz baja, algunos recordando chismes pasados de la familia Gómez, contando anécdotas, riéndose o suponiendo lo que sucedería. Todo este evento se había convertido en un acontecimiento, llevaban meses hablando de la fiesta en todas partes: en la carnicería, en la panadería, en el parque, en el colegio, en las casas… no había nadie en el barrio que no supiera lo que sucedería en los quince de Perla.

Cuando al fin hubo silencio, todos presenciaron la salida de cuatro muchachos que llevaban en sus hombros una enorme concha marina de color lila, iluminada con varias lucecitas y fibras que daban un toque místico a la escena. Sin decir una palabra, los muchachos caminaron con decisión por entre la gente, guiados por las antorchas encendidas que, como don Alberto había indicado, estaban a lado y lado de la calle, y enfilaron la procesión que fue seguida de inmediato por los invitados.

El silencio era casi absoluto, excepto por el sonido del flash y del rebobinador del rollo de veinticuatro que tintineaba en algunas cámaras fotográficas. Pronto llegaron al lugar. Todos estaban expectantes de la entrada triunfal de la quinceañera al salón de baile, pero no pasaba nada, la gente se acumulaba cada vez más y se pegaban unos a otros en un tumulto inmenso frente a la concha.

—¿Puedes llamar a mi papi? —dijo una vocecita casi inaudible desde el interior de la concha.

El único camarógrafo, el que sostenía una Sony Handy en su mano, de inmediato enfocó al gran aparato lila que se negaba a abrirse y luego la cara del papá.

—¡Don Alberto! Lo necesitan aquí, venga, venga —dijo un tumulto de voces

En la cámara quedó grabado el momento en el que el padre, confundido y preocupado, salió a correr hacia el lugar del que provenía la voz.

—¿Qué pasó, mi Perlita?, salga de ahí que la estamos esperando.

—Papi, es que no se abre, estoy que le espicho y le espicho al interruptor y nada, ya me duele la espalda.

Don Alberto señaló al primer hombre que vio.

—¡Compadre, usted, venga me ayuda que esta mierda no se abre!

Ambos empezaron a meter los dedos por la hendidura de la concha y la forzaron, pero nada pasaba.

—Espere y traigo una palanca que tengo allí y la forzamos con eso, tranquila mamita, ya la sacamos de ahí.

Adentro, Perla lloraba.

—¡Qué oso papá, qué oso, qué boleta! —repetía.

El vecino llegó con la palanca en la mano, la camisa por fuera de su traje y la corbata desarreglada. Don Alberto se quitó su blazer y ambos empezaron a forcejear por un lado y por el otro, pero la concha seguía intacta.

—Mijo, el señor Eliecer está en Melgar. Ya lo llamé por teléfono a la casa, pero la mamá me dice que se fue de paseo, ¿Qué hacemos? —dijo la madre, que para ese momento tenía el maquillaje hecho un muladar.

—Pues mija, si el eléctrico no está, va a tocar llamar a los bomberos…

Los rescatistas, con las sirenas encendidas y a toda velocidad, llegaron media hora después de que María los llamó, analizaron la situación y empezaron a sacar las herramientas necesarias para liberar a Perla de la concha metafórica de la niñez y, también, del aparatejo físico que la atrapaba en la vergüenza.

Mientras tanto en el salón comunal las luces se movían al ritmo y el dj ponía una y otra vez Tiempo de vals de Chayanne. Con cada compás, con cada repetición de la canción, las gotas rodaban por los cisnes de hielo, que ya no tenían ni picos ni alas.

Luego de un par de horas, María decidió dejar seguir a los invitados al salón y repartir la comida. Afuera, la batalla por liberar a Perla seguía y se extendería hasta las tres de la madrugada, hora en que los invitados, luego de haber comido y bailado, vieron a Perla entrar al salón, despeinada y con esa belleza trágica que solo las jovencitas mantienen después de llorar.

—¡Feliz cumpleaños, Perla! —gritaron al unísono.

Perla sonrió, pero las lágrimas seguían saliendo de sus ojos. Con la dignidad hecha trizas, sin embargo, caminó por el gran tapete rojo instalado en todo el centro del salón. Allí la esperaba un enorme columpio con enredaderas de flores lilas. Perla se sentó en él mientras don Alberto, sudoroso y con la camisa empapada, cambiaba los tenis por tacones, acto que, de inmediato, fue seguido por un aplauso somnoliento, regalo único de todo el barrio.

This article is from: