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TRANSLÚCIDO
Sinaí Arroyo
En los ojos de Joaquín había un velo opaco, como una capa de polvo formada con los años. De ese polvo que se levanta en el mes de mayo cuando el sol se deja caer sobre las calles como queriéndolo quemar todo. El humo, que salía de su boca con pesadumbre, dejaba rastros grises que flotaban desganados, arrastrados hacia arriba como quien va, no porque quiere sino porque ya no le queda más que seguir subiendo. Le pregunté si tenía un cigarro. Sacó una cajetilla y me la dio. Tomé el último que había y arrojé la cajetilla al piso. Odio venir al parque, dijo. No respondí, aunque lo miré esperando que dijera algo más. Todos los días lo veía sentado en el parque. Y todos esos días me daba la impresión de estar a medio camino de la ebriedad. Me voy, antes de que empieces a contarme tu vida, dijo mientras se ponía de pie, y se fue. Me quedé pensando si el tipo estaba loco.
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Lo volví a encontrar sentado en el parque la siguiente semana. Me senté cerca y encendí un cigarro. ¿Tienes otro? Me preguntó, saqué la cajetilla y le pedí que la conservara cuando el hizo un ademán para devolvérmela. Deberías dejar de fumar, estás muy chamaco, me dijo. Y tú estás muy viejo, le respondí. Estuvimos un rato fumando en silencio. Cada uno encerrado en su propio mar de pensamientos, con los ojos abiertos, pero viendo para adentro. Odio venir a sentarme al parque, dijo. Solo lo miré.
Unos días después, al llegar al parque, había varios policías hablando con él. Me acerqué y me di cuenta de que intentaban arrestarlo. Pregunté qué sucedía, el que estaba a cargo me dijo que una muchacha, había denunciado que un viejo degenerado estaba bebiendo en el parque y no dejaba de mirarla. Pues él no toma, le dije sin pensarlo, el policía me miró sin decir nada, se dio cuenta que estaba mintiendo y como no dejaba de mirarme, seguí mintiendo, es mi abuelo, está enfermo no puede tomar. Pues parece que se le olvidó, me dijo el policía muy serio. Está así por la medicina que toma, dije tratando de sonar igual de serio y además encabronado por decirle borracho a mi abuelo. Los policías nos dejaron ir. El capitán me dio una palmada en la espalda antes de subirse a la patrulla. Escuché que Joaquín balbuceaba algo, pero no entendí nada.
Nos sentamos en una banca al otro lado del parque. Le di un jalón a mi cigarro y Joaquín dijo, ya se está negreando el humo. Observé las volutas grises flotando en el aire frente a mi cara, sin poder ver nada negro en ellas. Giré hacia a él justo para verlo marcharse.
Yo también tuve amigos, me dijo un día, cuando estaba chamaco… veníamos al parque. Nos gustaba mirar a las muchachas y a veces parecía que a ellas les gustaba mirarnos. Hizo una pausa. Ya se murieron claro. Es lo que pasa cuando uno vive mucho, se le van muriendo los amigos… uno a uno, se fueron muriendo. A mí no me gustaba venir al parque, pero venía porque me gustaba mirarlos a ellos. Porque yo los miraba y sentía que esa alegría no tenía fin, que se podía ser así de feliz siempre, con los sueños tan grandes y los dolores tan livianos. Mientras Joaquín hablaba, recordé los días en que mis amigos y yo jugábamos al fútbol y cuando veníamos al parque a fumar ¿Me convertiría en Joaquín algún día? ¡Que se vayan a la mierda las palomas y sus mierdas! dijo de pronto y se fue. No había palomas en ningún lado. Volví la cara y ya se había ido.
Cuando por fin uno se va acostumbrando al calor, llegan las lluvias y se meten en los zapatos y los abrigos, como un inevitable allanamiento de la única morada. Las calles se inundan ante la menor precipitación como un niño llorón al que le niegan un dulce. Me resguardaba de un aguacero bajo la marquesina de una tienda cuando apareció Joaquín. Habían pasado varios días desde la última vez que lo había visto. La lluvia es la cosa más inútil en la ciudad, dijo, solo separa a la gente y bloquea calles. Debería llover en el campo… o deberían dejar de existir las ciudades. Lo miré, tiritaba un poco. Traté de imaginarme lo que se sentía estar así de viejo. Le di un cigarro y él lo prendió. Mojarse no está tan mal, dijo. El agua que corría por la calle le cubría los tobillos con cada paso que daba. Al llegar a casa le pregunté a mi madre por el viejo del parque, en un intento por descubrir algo más sobre aquel sujeto. ¿Viejo? Quién sabe quién será ese… me dijo desdeñosamente. Y aunque lo describí lo mejor que pude, no supo de quién le hablaba.
El parque se quedaba vacío cuando las lluvias llegaban. Solo una señora que vendía ponche en un triciclo; se enfrentaba estoicamente al agua con una sombrilla de playa y una escoba; con la que quitaba la basura que el agua arrastraba hasta las llantas del triciclo. Un compañero de la universidad y yo adquirimos el hábito de ir a comprar ponche a pesar de cualquier lluvia. Era lo menos que podíamos hacer por aquella señora. Me da un ponche grande, le pregunté. Miré el parque vacío, cubierto por esa fina capa de agua que se queda cuando la lluvia se apaga, parecía un espejo gigante. Los árboles se mecían suavemente aferrándose al disfrute del viento débil que deja la tormenta tras de sí.
Aquí no hay estaciones, solo es un chingo de frío o un chingo de calor, dijo mi compañero mientras la señora le servía su ponche. Yo no respondí, qué podía responder ante tal estupidez. Íbamos a terminar la carrera y él no sabía distinguir las estaciones del sitio en el que había vivido ya más de dos décadas. No he visto a Joaquín últimamente, le dije. ¿Quién? Me respondió. El viejo del parque, el que siempre está ahí sentado fumando. No doy, dijo como única señal de no saber de quién le hablaba.
Pasaron varias semanas sin que yo viera a Joaquín. Pregunté un par de veces, por si alguien sabía algo, pero nadie supo decirme nada. En el parque habían comenzado a colgar los adornos para navidad. El parpadeo multicolor de las luces contrastaba con el gris y blanco de la mierda de las palomas en el suelo. Bebí el último trago de mi ponche con piquete como quien toma un trago de valentía para seguir viviendo. Justo antes de levantarme una mano me ofreció una cajetilla de cigarros. Tomé uno, pensé que te habías muerto, le dije. ¿Conoces a Rosaura? Dijo él por respuesta, sacudí la cabeza sin voltear a verle. Por supuesto que no, nadie la conoce. Es la esposa del dueño de esa tienda, señaló la tienda al otro lado de la calle. Nadie sabe que es su esposa, para el mundo ella es translúcida, está ahí, pero como si no. Lo miré y de pronto me sentí diminuto, el mundo me pareció un lugar inmenso, infinito, atemporal. Cuánta gente notaba mi presencia, acaso era yo también translúcido. Me dieron ganas de llorar. Me terminé de ir.
Siempre es lo mismo… me dijo la última vez que lo vi, mientras exhalaba una bocanada de humo directo en mi cara. Somos reflejos de nuestra propia imaginación, esperando a que alguien nos vea. En ese momento escuché un leve temblor en su voz. Lo miré a través de la cortina gris de humo, y al verlo una tristeza inmensa me aplastó contra la banca. Todo es un reflejo dijo casi susurrando. Se quedó en silencio por un rato. El cigarro se me consumió en la mano y arrojé la colilla al suelo. Sueños repetidos, tragedias repetidas. Dijo otra vez con esa voz cansada y rasposa, quién iba a pensar que sobrevivir era así de doloroso… Se levantó y se fue.