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PLAQUETAS PARA ROSA AMELIA
Juan Carlos Galindo
Llegué al hospital a la hora que habíamos acordado. Le dije al celador exactamente lo que me había dicho que dijera Don Gustavo: “Voy para donde Rosa Amelia Martínez, voy a donarle plaquetas.” El Celador me preguntó qué en cuál habitación estaba. No sé, le dije; entonces, supe que yo no iba para la habitación de ella, sino para el banco de sangre. Así, sí me dejó entrar.
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Me registré en la recepción. En el camino supuse que debía haber fila, que tomaría un turno, me sentaría en una silla incómoda, vería la pantalla del televisor cada vez que hiciera tin tun, aun teniendo la certeza de que no era mi turno y, por último, haría una cuenta regresiva similar a la que uno hace cuando el año se está acabando. Cuando llegué a la oficina del banco de sangre, no había nadie, solo estaba una señorita detrás de un escritorio. Al verme sonrió como si la presa hubiera ido a su cazador. La saludé. Le hice saber que iba a donar plaquetas para Rosa Amelia Martínez, la esposa de Gustavo Angarita. Me pasó una tableta de madera que tenía enganchada una encuesta que debía llenar. Pase a la oficina, me dijo, ya el doctor la atiende. ¿El doctor? Pero si yo no tenía nada, ¿eso no era acaso una cosa de enfermeras? En la oficina solo se escuchaba la reverberación de la maquinita dónde tomaban el pulso, sabía que era una de esas maquinitas porque el cine o la tv no me fallaban.
Terminé de llenar la encuesta y esperé al doctor. Sólo tomará diez minutos, había pensado en la entrada, pero vi mi smartwatch y ya había pasado más de media hora, más de lo que podía soportar. Es por una buena causa, me dije, sí, es por una buena causa, hoy pudo haber sido al revés, tú en la sala de emergencia, y ella donando sangre para ti. Me acomodé en la silla, y seguí esperando al doctor.
Como no llegaba, ni el doctor, ni la enfermera, salí a buscar a alguien, a quién fuera. Vi vacía la sala de donación. Aproveché para husmear entre las cosas que había allí, no sabía los nombres de los aparatos, más bien sabía para qué eran, y por un instante pensé en que, dentro de unos momentos, una de esas agujas de tres metros se iba a incrustar en mis venas e iba a sacar la sangre que solo yo tenía para Rosa Amelia.
“Pues, fíjese, señor, que yo soy A Negativo”, le dije a Don Gustavo en la buseta el día anterior. —Señorita, ¿ya terminó de llenar la encuesta? —preguntó la enfermera al entrar a la sala.
Le hice un gesto afirmativo, le pasé la tabla y sentí mis mejillas calientes por haber sido pillada husmeando sus aparatos. Me hizo volver a la oficina, debían tomar mi ritmo cardíaco. Con la certeza de que estaría estable, me senté en la misma silla, aún estaba caliente. Le pregunté que cómo se llamaba el aparato que hacía ¡piiii! Es un tensiómetro, me dijo, sirve para medir la frecuencia cardíaca, entre otras cosas. Ah sí, le dije, tiene usted razón, tan mensa yo. La enfermera desabrochó el tensiómetro y me dijo que descubriera el brazo izquierdo. Tuvo que darle tres vueltas para encajarlo en mi brazo. Estás como flaquita, me dijo, y yo le hice cara de reproche. Una pinza para el dedo. Y estuvo. El ritmo cardíaco no subió de cincuenta latidos por minuto. Y la pantalla arrojó una alerta y un sonido agudo.
Entonces, ¿tenía algo malo?
La enfermera me dijo que tranquila, que volviéramos a hacer el procedimiento. Lo hizo de nuevo: menos de cincuenta latidos por segundo. Me sentí mareada. Aunque era raro porque hacía cinco minutos estaba bien.
—¿Comiste esta mañana?
—Sí. —Mentí.
—¿Comiste hace más de tres horas?
—Sí. —Volví a mentir.
—Estás pálida y baja de peso.
—No, yo soy así, yo como harto. Además, las agujas no me gustan, les tengo miedo.
—Debe ser eso… ve a tu casa y vienes después del almuerzo. Te metes un almuerzo bien cargado para que la señora Amelia pueda tener sus plaquetas.
—Okey. Entonces a la hora del almuerzo vuelvo.
Salí de la oficina dándole las gracias a la enfermera y reiterando que volvía después de comer algo. Al salir del hospital, Don Gustavo me esperaba afuera con los ojos hechos lagunas, pude ver mi reflejo a través de ellos. Me daba las gracias con su acento largo de hache.
—Sí, Don Gustavo, ya está hecho.
Me despedí. Fui a la avenida principal a esperar la buseta que me servía. Mi smartwatch vibró: ritmo cardíaco muy bajo.