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CARTA A UN LADRÓN DE MARIDOS

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LAPSOS

LAPSOS

Juan Carlos Galindo

Sepa usted que no voy a andar con rodeos. Usted, Señor Gerente, me robó. Manuel nunca estaba en casa, se la pasaba viajando en el camión de un pueblo a otro. Cuando llegaba con su camisa manchada de estiércol, después de viajes interminables, traía todo lo que se le atravesara por el camino: hormigas culonas, chigüiro, culebra, conejo, cuy, armadillo, lechona, tamales, arepas, almojábanas, arequipes, dulces, bocadillos, naranjas, mandarinas, y hasta, una vez, tarántulas fritas. Todo eso.

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Pero sepa usted, Señor Gerente, que me ha robado. Manuel se metía en la cocina y duraba toda la tarde en la parrilla asando el almuerzo. Él se demoraba mucho, lo suficiente como para que me diera suficiente hambre y poder comer todo lo que sirviera. No conozco mejor cocinero que Manuel. Le daba un toque especial a las carnes, uno metía el tenedor y al cortarla las hebras se desprendían una tras otra dándole paso al jugo. Es que a mí me gusta hacerla sin tanto mejunje, me decía. Y yo le creía. No le echaba nada más que las yerbas traídas de por allá. ¿Cómo es que se llaman esas yerbas?, le pregunté. No me quiso decir. Sin embargo, le quité unas pocas, y pregunté en la plaza del pueblo si tenían algo parecido, pero no, nunca las encontré por acá. Así que debía esperar a la llegada de Manuel.

Su empresa… y, en especial usted, Señor Gerente, me han robado. ¿Acaso yo asalté, alguna vez, su casa con un revólver en la mano? No. No lo hubiera hecho. Usted y su esposa pueden tener la total seguridad de que van a seguir encontrando la paz que yo perdí desde que me robaron. Déjeme terminar. No voy a andar con rodeos. El tiempo pasa y usted, Señor Gerente, debe de tener idas a reuniones, conferencias y análisis; debe saber cuánto dinero ha ganado con los robos… debe tener un escritorio grande con papeles igual de grandes a este, el que ahora sostiene en sus manos. El tiempo pasa y todo acaba. Aquí en la cocina ya no huele a presa de pollo recién sacada del sancocho ni a frijoles con pezuña de cerdo. Manuel ya no asa las arepas que, con solo abrirlas, dejaban caer una cascada a la que tocaba, así estuviera caliente, ponerle la lengua para enrollar esos hilos de crema como si de pasta se tratara.

El día del robo le pregunté a Manuel qué me había traído. Te traje esto, respondió. Tenía la sonrisa de haber conseguido el mejor regalo que un esposo le puede dar a su esposa. Me contagió la sonrisa. Lo miré de arriba a abajo, parecía haber ido al gimnasio y, de nada más pensarlo, terminé mordiéndome los labios como una niña que vio un dulce en un mostrador. Me di cuenta de que Manuel, por su reacción, no esperaba mi beso. No sabía que usted, Señor Gerente, me estaba robando. Usted se había metido a mi casa en forma de caja y, con bonitos dibujos y un tablero con números digitales, había seducido a mi marido y me lo había robado… estaba besando a la mismísima traición. Le di las gracias cuando recibí la caja. Me dijo que la abriera. Sonrió de nuevo. Extrañé no verlo entrar en la cocina y echarle carbón al asador y prenderle candela. En cambio, se sentó en la mesa, me miró, y me dijo que sacara el horno microondas de la caja y le calentara la comida que traía en una caja de icopor.

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