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CRUCES A LA ORILLA DEL CAMINO

Wilson Amado Gamboa

Yo no hablo de venganzas, ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón.

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Jorge Luis Borges

“¿Cómo olvidar?”, se preguntó Dioselina, mientras, sentada en un gran pedazo de tronco, miraba hacia la orilla de la carretera. Apenas si lograba verla desde arriba de la colina de los arrayanes. “Ahora si se ven bonitas”, murmuró y suspiró a la vez que sus manos cuarteadas por los dedos del tiempo jugueteaban con una varita de limonaria.

Desde abajo, la miraban con un halo de tristeza dos cruces de color blanco nostalgia. “El esposo de la comadre Lucía las hizo. No salieron muy caras, pero tan mejor que los palos viejos que tenían. Ya no aguantaban ni una puntilla más. Y cómo no, si ya tenían diecinueve años”.

Pasaban los minutos y solo se veían mover los párpados que apenas cubrían las cuencas. Los suspiros revoloteaban junto con el eco de los silbidos de los pájaros arriba en las copas de los árboles. Tal vez se habían acostumbrado a ver a Dioselina todas las tardes en el mismo lugar bañándose con los recuerdos y dejándolos secar al sol. “La vieja Rogelia si jue más brava pa´ esas cosas. Y miren no más que ella si ta con su jamilia. Pero como yo no quise dejar a las dos niñas a su suerte, pues aquí toy. Y vean cómo son las cosas. A ustedes me los quitaron los desgraciados pistoleros y yo por quedarme con las niñas no me dejé matar”.

A veces las lágrimas regresaban y, resbalándose por las mejillas, como saltando en un campo arado para la siembra, caían luego sobre la varita de limonaria. Este día era especial porque se estaban estrenando dos cruces que a ratos Dioselina creía ver sonreír desde la orilla de la carretera. Entonces también sonreía. “Diecinueve años. Diecinueve”. Salió el número al viento halando detrás un largo suspiro. “Y como ya bustedes saben, cinco años después vinieron y se me llevaron las dos mujercitas. Hoy no sé todavía óndestan. Los cuatro ya no tan conmigo. Y como si de aposta, el tiempo se olvidó de llevame pa allá onde tan ustedes. Pero Dios sabe cómo hace sus cosas. Dejen un ratico más y allá también les llego.”

Dos cruces paradas en la orilla del camino semejaban a dos personas con sus brazos abiertos. Papá e hijo la miraban sin respiro, sin sonrisas ni palabras. “Y tan bonitas que quedaron las totumitas para el agua de las flores. Hasta les lucen las astromelidas. ¿Se acuerdan de que los primeros años les puse rosas? Pues me cansé de ver las mismas flores. A veces rojas, otras blancas pal niño, y hasta unas azules me consiguió la Rogelia. Se veían tan raras, pero también hubo amarillas y rosadas. Sino que siempre eran de la misma jorma. Entonces jue por eso que les cambié a otras flores. ¿Se acuerdan de las de un diciembre?”.

Su mirada se clavó en la mata de limonaria que le había regalado un gajito para jugar mientras pensaba bien adentro de su cabeza buscando la página en la que grabó ese diciembre. “¿Pa cuál diciembre jué? Ya ni me acuerdo. Pero bueno, el caso jue que eran orquídeas. ¡Ay! qué flores tan bonitas. Y después les puse petunias, la otra vez jueron… ¿cómo es que se llaman esas que tienen las hojitas delgaditas y los colores son como… ¡Ah! Esa memoria mía. Ya no me sirve como antes”.

Su mirada se fue hasta el final de la carretera, cerca de la loma, donde en la mañana se asoma el sol. “¿Será que si vienen mis chinas antes de que yo me valla?”

Como todos los atardeceres en que había sol, el blanco de las cruces fue más brillante. Sonreían desde abajo en la orilla del camino. Decían con su brillo amarillo tarde, “hasta mañana” y callaban luego adormecidas ante la mirada de Dioselina. Ella se ponía de pie como no queriéndolas despertar y entraba con un poco de torpeza a la casa, agarrándose de ambos lados de la puerta, no sin antes echar un último vistazo atrás.

Luego, sentada en el borde de la cama, rezaba todas las noches igual que en la mañana antes de levantarse. Igual que había hecho durante diecinueve años. Ponía en sus oraciones no solo a sus dos hijas ausentes y las dos cruces en el camino frente a su rancho, sino todas las cruces que demarcaban el camino desde un pueblo hasta el otro

y así en todos los caminos de todos los pueblos. De todos los países, de todo el mundo, decía ella. En ocasiones pensaba que había que restaurar muchas, tal cual acababa de hacer con las dos suyas pues, al arreglarlas, se arreglaba también esa cruz que marcaba con fuerza su corazón, aunque año tras año intentara borrarse de a poco.

Esa noche, como escuchada desde algún lugar en la profundidad de la vida, se acostó con un aire de tranquilidad diferente al de todas las noches. Un suspiro más profundo, unas sombras más oscuras, un sueño más pesado, algo había diferente. Y es que la misma vida o el tiempo o lo que sea que se encarga de darle orden o desordenar las cosas del mundo, decide cuándo y dónde efectuar sus movimientos.

La luna solo fue un testigo, como lo fueron el viento y la lluvia.

Los mismos hombres de hacía diecinueve años, o sus herederos o sus alumnos, llegaron tan silenciosos como las sombras y la brisa y, tan despacio como las lloviznas, fueron tan certeros como sus maestros, acabando con la respiración de aquellos que se quejaban de los dolores dejados por los hechos ocurridos hacía casi veinte años.

No hubo tiempo para correr, aunque en casos como el de Dioselina, no era necesario, ya sea por falta de fuerza, ya sea por falta de deseos o porque al fin se sintió escuchada por aquellas dos cruces a la orilla de la carretera frente a su rancho. Los gritos no salieron a correr por temor a las sombras o a quedarse solos otra vez. Las sombras no buscaron esconderse detrás de los rayos tenues de la luna, pues vieron que la lluvia, de pronto sin querer, no la dejó mirar y fue inocentemente cómplice de los hechos.

El día llegó igual de pacífico como todos los días, pero tan rojo como algunos atardeceres. Los ranchos ahora estaban en silencio como los mismos nidos de los pájaros, tan solitarios como aquellas cruces que solo estaban de a una en alguna orilla y tan perdidos en el campo como los pueblos a los que nadie se le ocurre visitar al menos una vez en la vida.

Pasados varios días, las cruces en las orillas de los caminos ya no eran de a una, dos o tres, sino que parecían un larguísimo cementerio regado en línea por todos los senderos y veredas de las montañas y valles. A ese cementerio, al que ayudaron a crecer los que morían de dolor o pena moral, otros tantos que morían de amor o de tristeza, los que murieron por gusto, otros que murieron del desespero y se colgaron con todo y el peso de su conciencia, también contribuyeron los que morían de dicha, los accidentados, los que murieron de envidia, los muertos de miedo y todos los que por algún motivo cargaran una cruz la hicieron llevar a alguna orilla para dejar marcada

su desgracia o su recuerdo. Cruces de dolor, cruces de olvido, de palo, de hierro o de cemento llegaban a cada instante y se clavaban en un espacio libre y en la memoria de quien pasara por allí. Las flores también hicieron lo suyo y se acomodaron en totumitas que alguien dejaba y se llenaban de agua lluvia, y otros que la recogían de los chorros que bajan de las montañas. Muchos llevaban el agua y la mezclaban con lágrimas para que rindiera.

Clavadas en el olvido, se ven brillar con más fuerza al atardecer, esperando quizás que lleguen a ser acompañadas por aquellos que por temor salieron sin rumbo de sus ranchos, abandonándolos con todo y siembras y animales. Quizás alguien se los llevó a otro lugar y los convirtió en pistoleros para matar también a los que sobrevivieron en otros ranchos, mientras sus maestros acababan con los que sobrevivieron en los suyos. O quizás ya no están y tienen una cruz en la orilla de algún camino.

Mañana alguien le pedirá al compadre que le pinte la cruz a Dioselina y le ponga una totumita para dejar, quizá, algunas orquídeas en agua, mientras crece libremente la limonaria cerca de la puerta. También, tal vez, cambiará los viejos palos llenos de puntillas por una cruz blanca más alegre que salude y diga “hasta mañana” desde la orilla de la carreta, al lado de sus otras dos cruces blancas en algún atardecer, mirando hacia la colina de los arrayanes.

¿Cómo olvidar? si mañana, igual que hoy, en todas partes habrá un alguien que pregunte: “¿de quién son esas cruces a la orilla del camino?”.

La fugacidad de la vida humana a mí no me inquieta; me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar. Al muerto más importante lo borra el siguiente partido de fútbol.

Fernando Vallejo Rendón

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