SOBREVIVIENTES 3.0

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LOS INOLVIDABLES “QUINCE” DE PERLA Y OTROS RELATOS FUNZANOS

LOS INOLVIDABLES “QUINCE” DE PERLA Y OTROS RELATOS FUNZANOS

Carmen Dora Espinosa – Claudia Carvajal – Jessica Obando

Wilson Amado Gamboa – Sinaí Arroyo – Sandra Jimena Bacca

Juan Carlos Galindo – Marcela Adriana Alfonso – Alejandra Rebellón

Jimena Jiménez – Brian Juárez – Luisa Lovera Pestana

Paulina Karime Villarreal Centeno – Rocío Castañeda – Miguel Hernández

GANADORES CONCURSO MUNICIPAL DE CUENTO “FUNZA PARA CONTAR 2022”

Álvaro Nicolás Moreno Quiñonez – Julián David Peña Amórtegui

Samuel Guillermo Benavides Muñoz – Marco Antonio Hernández Galeano

LOS INOLVIDABLES “QUINCE” DE PERLA Y OTROS RELATOS FUNZANOS

Todos los derechos reservados © Alcaldía de Funza

Daniel Felipe Bernal Montealegre Alcalde

Juan David Barbosa Silva

Director Centro Cultural Bacatá

Lilian Andrea Sanabria Abdala Subdirectora Técnica Centro Cultural Bacatá

Víctor Manuel Mejía Ángel Coordinador Plan Municipal de Lectura Escritura y Oralidad de Funza - PMLEO

Aura García Fontecha

Coordinadora Escuela de literatura Centro Cultural Bacatá

Anderson Alarcón Plaza

Director Taller Funza para Contar –Relata–Corrección de estilo

Víctor Manuel Mejía Ángel Editor y compilador

Ilustración portada: Oscar Leonardo Cajamarca www.instagram.com/oscarillustrations

Diseño y diagramación: Leonardo Parra Avilán

Agradecimientos al equipo del Centro Cultural Bacatá, cuyo trabajo y compromiso hicieron posible la publicación de este libro.

La presente antología está conformada por cuentos, desarrollados en el marco de los programas de la Escuela de Literatura del Centro Cultural Bacatá y los ganadores del Concurso Municipal de Cuento “Funza para Contar 2022”. La selección da cuenta del trabajo realizado en el marco del Plan Municipal de Lectura, Escritura y Oralidad del Municipio de Funza, en aras de promover las habilidades lectoras y escritas de la población.

ISBN: 978-628-95411-0-6

Colombia 2022

©

AGRADECIMIENTOS A LA CORPORACIÓN CONCEJO MUNICIPAL DE FUNZA

HONORABLES CONCEJALES

Victor Manuel Torres Lorenzano

Raúl de Jesús Agudelo Sosa Nilson Leonardo Diaz Torres

Edwin Norman Zuluaga Gómez Jairo Castañeda Hernández

John Jairo Pérez Coronado Dairo German Pedraza Quiñonez Arvey Alfonso Tequi Nonsoque

Carlos Cesar Santamaría Suarez

Fernando Antonio Zuluaga De La Hoz

Gustavo Marín Betancourt

Marco Tulio Bernal Quiroga

Pablo Enrique Avendaño Alfonso Lamprea Pedraza

John Edisson Baquero Urbina

CONTENIDO

SEGUIMOS SIENDO SOBREVIVIENTES 13

Daniel Felipe Bernal Montealegre

LAS ARTES ESCRITAS HAN SIDO NUESTRA PRIORIDAD 14

Juan David Barbosa Silva

FUNZA PARA CONTAR: INCUBADORA 15 DE ESCRITORES FUNZANOS

Víctor Manuel Mejía Ángel

CUENTO

ACEVÉ 19

Carmen Dora Espinosa Correa

BAÑO EN EL RÍO 21

Carmen Dora Espinosa Correa

AURA 23

Claudia Carvajal

LOS INOLVIDABLES “QUINCE” DE PERLA 25

Jessica Obando

LA REDENCIÓN DE SANCHO 29

Jessica Obando

CRUCES A LA ORILLA DEL CAMINO 31

Wilson Amado Gamboa

TRANSLÚCIDO 35

Sinaí Arroyo

LAPSOS 39 Sinaí Arroyo

AMORES ENTEJADOS 45 Sandra Jimena Bacca

PLAQUETAS PARA ROSA AMELIA 47 Juan Carlos Galindo

CARTA A UN LADRÓN DE MARIDOS 51 Juan Carlos Galindo

HERENCIA 53 Marcela Adriana Alfonso

NUEVAS VOCES

EL ÚLTIMO BAILE 57

Alejandra Rebellón

EL ESCAPE 59 Jimena Jiménez

EL SABOR DEL FUTURO 63 Brian Juárez

SOLO ME DUELE LA CABEZA 65 Luisa Lovera Pestana

VARADO 69 Paulina Karime Villarreal Centeno

TRES PROMESAS 73 Rocío Castañeda

NI UNA SOLA GOTA DE AGUA EN EL MAR 75 Miguel Hernández

CUENTOS GANADORES

CONCURSO MUNICIPAL DE CUENTO “FUNZA PARA CONTAR 2022”

EL MISTERIO DE FUNZA 79 Álvaro Nicolás Moreno Quiñones

LA ARDILLA BLER 81 Julián David Peña Amórtegui

CUANDO CREZCAN FLORES EN EL PAVIMENTO 85 Samuel Guillermo Benavides Muñoz

UN LUNES DE CACHILA 89 Juan Carlos Galindo

UN NUEVO RUMBO 91 Marco Antonio Torres Galeano

SEGUIMOS SIENDO SOBREVIVIENTES

La colección de libros Sobrevivientes, hecha a pulso con puro talento funzano, llega a su tercer número y desde ya está haciendo historia en la literatura regional colombiana. Nunca antes una entidad pública le había apostado con tanto compromiso a exaltar sus letras locales.

Hay que recordar que el primer libro de la colección Sobrevivientes, fue merecedor de la Beca para antología de publicaciones de talleres literarios del Ministerio de Cultura en el año 2020 y permitió a los autores funzanos presentar piezas realizadas en el confinamiento, utilizando la forma literaria de la distopía, el ejercicio permitió, por una parte, mantener a los participantes activos en la escritura y por la otra, propiciar una terapia creativa tanto para autores como para lectores.

El segundo libro de los Sobrevivientes, presentó en el año 2021 historias variadas de una Funza llena de esperanza, historias llenas de creatividad, situaciones cómicas y algunos ejercicios de memoria del entorno funzano.

Hoy presentamos con orgullo, el libro Sobrevivientes III: “Los inolvidables quince de Perla y otros relatos funzanos”, una compilación de cuentos y piezas literarias muy funzanos, que muestran la madurez de un proceso y los resultados sobresalientes de la integración de nuestro Plan de Lectura, Escritura y Oralidad.

Los relatos dan cuenta de diferentes situaciones cotidianas, como dice el escritor y profesor Mario Lamo Jiménez, “grandes autores como Shakespeare o Dostoievski eran grandes observadores, pero, además, utilizaban lo que observaban no solo para entender el mundo que los rodeaba, sino para crear una nueva realidad a partir de él”.

Los invitamos a disfrutar de estos maravillosos relatos, un ejemplo de que el liderazgo de un gobierno también se puede leer.

Alcalde de Funza

2020 - 2023

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Los inolvidables “quince” de perla y otros relatos funzanos

LAS ARTES ESCRITAS HAN SIDO NUESTRA PRIORIDAD

En la mayoría de las secretarías o institutos de cultura municipales del país, son las escuelas artísticas de música y danza las que más recursos y atención reciben para su ejecución, también, porque históricamente han sido el eje de los programas de cultura a nivel nacional.

En el Centro Cultural Bacatá de Funza, hemos procurado tener un enfoque más abierto, apoyando de manera equitativa y en consonancia con su crecimiento y desarrollo, procesos de otras tendencias artísticas, es por ello que dimos inicio, cuando empezó nuestra administración, al Plan Municipal de Lectura, Escritura y Oralidad –PMLEO– el cual ha logrado articular todo el ecosistema de LEO de nuestro municipio.

Desde su creación, el PMLEO ha marcado el camino de la literatura en el municipio y como Centro Cultural le hemos brindado todo nuestro apoyo. Dentro de los logros, podemos citar la creación de eventos tan importantes como el Simposio Nacional de Escritura Creativa, el Festival Internacional de Poesía, la integración con la Red Nacional de Escritura Creativa –RELATA–, el fortalecimiento de la Feria del Libro de Funza, la creación del programa Cartografías del Silencio, el fortalecimiento del programa Funza para Contar, la cualificación de la Escuela de Literatura y la creación de la Red de Lenguaje, lo que ha permitido un contacto cercano con las actividades del núcleo escolar, estudiantes y docentes, fortaleciendo el Concurso Municipal de Ortografía y el Concurso Municipal de Cuento, entre otros muchos desarrollos.

Otra muestra de este compromiso es el apoyo a las publicaciones funzanas, hoy en día creando medios de gran importancia nacional como la Revista Literaria Alondra y la colección “Sobrevivientes”, lanzaremos también el primer libro sobre patrimonio local y un documento esperado por muchos, la crónica de la pandemia desde nuestra administración.

Me complace presentar Sobrevivientes III, un libro de alta calidad literaria, dedicado en buena parte a la cotidianidad de nuestros territorios, otra apuesta más de nuestra administración.

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FUNZA

PARA

CONTAR: INCUBADORA DE ESCRITORES FUNZANOS

En el año 2009 se creó el programa Funza para Contar, un pequeño grupo de entusiastas de la literatura. Jóvenes y adultos, de todos los sectores de Funza, hacían parte del naciente programa que, a la postre, se convertiría en el más antiguo creado en el Departamento de Cundinamarca.

En ese lejano 2009, el Centro Cultural Bacatá tenía pocos espacios y era necesario gestionar un salón adecuado para las clases; el Biblioparque Marqués de San Jorge no existía y entonces el Seminario de San Pablo le facilitó al naciente grupo de escritores, muy amablemente, un pequeño espacio.

Allí en donde los seminaristas aprendían de teología, se cocían las historias nacientes del taller Funza para Contar, que un año más tarde haría parte de la Red de Escritura Creativa, también pionero en Cundinamarca al pertenecer a la red.

Lo que nunca faltó fue el apoyo de la alcaldía, siempre se encontró estímulo para ese grupo de soñadores que andaban por ahí con una libreta tomando notas, haciendo entrevistas y construyendo una historia más grande de la que tenían en mente.

Hoy, Funza para Contar se consolida como uno de los talleres más maduros y destacados del país, eso lo confirma el hecho de que su director, el Licenciado y escritor Anderson Alarcón, resultara ganador del concurso Relata 2022 en la modalidad de director de taller.

Anderson hizo parte de ese grupo de soñadores del 2009 que hoy recogen frutos, como todos los que hicimos parte de ese proceso, del esfuerzo, la dedicación y el apoyo de la administración municipal de Funza, que ha sido exponencial en el periodo de la Funza Ciudad Líder.

Sobrevivientes III es una muestra de la calidad y del talento de las letras funzanas, cada vez más locales y al mismo tiempo más universales, cada vez más nuestras, pero también de todos. Bienvenidos a recorrer este viaje por nuestras historias.

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ACEVÉ

Te encuentras, esta vez en el cielo. O al menos eso parece. Hay mucho blanco, inmensidad y bellos colores, lo mejor es que los aromas son exquisitos. Sientes una paz absoluta. ¡Por fin! Tanta espera. Ya era justo. Estabas demasiado cansado. Levitas de alegría. Saliste del purgatorio. Y lo mejor de todo, no fuiste al infierno. Esperas a que todo sea como te lo decían, que San Pedro te dará la bienvenida y luego te llevará ante la presencia de Dios, ojalá no se demore. Piensas que no quieres volver a tener ninguna espera.

Recuerdas aquella mañana, quisiste levantarte a orinar, pero algo pasó. Tu lado izquierdo no respondía, por un momento creíste que podría ser un día de aquellos en que amanecías enguayabado, pero recordaste que la última vez que te echaste unas polas fue el siete de diciembre, noche de velitas. ¡Que carajo!

—Usted no va a tomar cerveza hoy, tiene la tensión alta —te dijo tu mujer cuando vio que te dirigías a beber.

Pero: ¿quién se podía resistir a compartir unas pocholas con los amigos en un día tan especial? Ellos te permitían ser tú mismo, se reían de tus chistes, a veces tan flojos, los mismos de los que te avergonzabas después de haberlos dicho. Pero se reían. Por el contrario, en tu hogar ni siquiera te sonreían. Tus hijos estaban demasiado ocupados en sus cosas, escasamente te saludaban de afán. Pero tú los amabas tanto que siempre los disculpabas diciéndote “no importa que no conversen conmigo: son tan buenas personas, tan honestos, nunca le han quitado nada a nadie, esas nimiedades son lo de menos”. Mientras piensas esto te llenas de orgullo, se han transformado en excelentes seres humanos.

Trabajaste duro para lograr eso. Tal vez el error fue ese, trabajar demasiado. Tanto trabajo te cansaba mucho, se cansaba tu cuerpo y tu mente. Por eso ibas a la tienda. La cerveza y tus amigos llenaban los vacíos del alma y ayudaban para que tu cuerpo descansara.

Esa mañana no pensaste demasiado, seguiste intentando moverte, sentías que tu vejiga no aguantaba más. Llamabas, gritabas, nadie te escuchaba. Sentiste pánico. Miedo. Tristeza, no podías creerlo, no aguantabas más. ¡Mojaste la cama! qué

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humillación, ahora iban a decir que eras un cochino. Fue entonces cuando, por fin, alguien irrumpió en el cuarto:

—Abuelito… ¿qué le pasa?

Querías hablar, pero tu lengua no se movía, tampoco tu brazo, ni tu pierna. Nada de tu lado izquierdo. Tu ojo te dolía, no lo pudiste abrir por más que lo intentaste.

Veías y escuchabas a tu nieto, de repente, también, a tu mujer y a tus hijos observándote con preocupación, no entendías nada. Te tranquilizaste. Quizá fuese una pesadilla y por eso mejor te dormiste nuevamente. No. No era pesadilla, era real. Notaste rostros angustiados, gritos. Oíste palabras que asustaban: hospital, ambulancia, agua, llorar, miedo, susto, no, no. Ese día empezó tu dolor, tu pérdida de memoria, tus limitaciones. No pudiste volver al baño a tu antojo, ni comer por tu propia mano. Médicos, enfermeras, camilleros, máquinas, ruidos. Todo por un accidente cardiovascular (ACV).

No supiste cuanto tiempo había pasado. Solo sabes que empezaste a recibir besos de tus hijos, estaban pendientes de ti. Te llevaban tus comidas favoritas, nunca lo habían hecho tan seguido, solo les faltó darte una cerveza. Últimamente has estrenado muchos pijamas y medias; hasta toallas para secar tu cuerpo te regalaron, ya era hora, la que tenías estaba desgastada, no te acordabas qué color tenía cuando era nueva.

Aun así, crecía más el amor por tus hijos y se te hinchaba tu pecho de la alegría al ver cómo todos se reunían alrededor tuyo. Pensabas que quizá habría sido mejor haber estado así cuando tu mente y tu cuerpo aún eran tuyos y disponías de pensamientos y movimientos propios. Pero lo aceptabas todo así. No importaba. Mejor tarde que nunca.

Esperas que todo esto no sea un sueño. Ojalá tu cuerpo sí se hubiera quedado en la cama, quieto, frío, pero con los ojos cerrados. Los dolores esos ya no los soportabas, además siempre estabas borracho, no te podías levantar de la cama por más que querías, sin importar la gran fuerza que hiciste muchas veces, nunca lo lograbas. Estabas aburrido, sin poder ni siquiera cagar tranquilo, todos sabían si lo hacías o no, si meabas o no. Odiabas todo eso, ya querías morir. Bueno, pero no querías ir al infierno. Buscas en tu mente y crees que no fuiste tan malo. Al cielo, quizá. ¿Purgatorio? Qué purgatorio, allá no irías porque ya, con todo ese dolor, estabas en él.

A lo lejos escuchas tu nombre ¿será San Pedro?, piensas, ya viene, te dices. Sin embargo, algo te da un sacudón, es la enfermera moviéndote para lado y lado. Te está cambiando el pañal de nuevo.

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BAÑO EN EL RÍO

Te acercabas cada vez más. A cada paso que dabas aumentaba el murmullo y en tu mente imaginabas una ola golpeando una piedra enorme, rebotando hacia atrás y buscando inmediatamente una salida para continuar, porque la naturaleza del río del nevado no le permitía detenerse. Un frío calador de huesos erizó tu piel. Te obligó a cruzar los brazos y a continuar más a prisa, querías llegar a la orilla de aquel río, conocerlo y reclamarle cómo fue qué no cumplió lo prometido.

Aún recordabas, a pesar de la cortísima edad que tenías, como fue el rito. Tu mamá quitó los trapos que te cubrían y, sin pensarlo, pasó tu pequeño cuerpo tibio a su hermano, quien con manos de gigante te metió de cabeza tres veces. Una para que tu alma fuera salva, otra para que encontraras un buen marido antes de cumplir los quince años (eso sí muy, muy rico) y la última para que tuvieras muchísimos hijos y así pudieras retener a quien sería tu esposo con el propósito de asegurar la manutención de tu madre, quien ya era viuda.

Sucedió tan rápido… recuerdas cómo se cortaba tu resuello con cada zambullida. En esa ocasión, el frío te congeló y a pesar de que han pasado tantos años, cada vez que escuchas el sonido del agua sientes el miedo que hace parte de ti, igual que tu respiración o el palpitar de tu corazón. Ese sentimiento nunca te ha abandonado y siempre tienes pánico de morir ahogada o congelada. Despiertas en las noches sintiendo que a tus pulmones les hace falta el aire o que tu estómago está lleno de cucarachas nadando entre el agua que tragaste aquella vez. Aunque tratas de vomitar hurgando tu garganta con los dedos, lo único que logras es lastimarte mientras sientes cómo aquellos insectos continúan en tu barriga.

Ahora piensas en la falsedad del río del nevado, tan ancho y profundo, pero sobre todo tan helado. No cumplió las promesas. Ya tienes veinticinco años y no ha aparecido ningún hombre que quiera casarse contigo.

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Te quedaste para vestir santos y aguantar los malos tratos de tu familia la misma que se pregunta por qué no funcionó aquel baño, si siempre ha dado tan buenos resultados, tal vez era menguante en vez de creciente, o quizá tu madre lloró cuando tu cuerpecillo tocó el agua fría, o sencillamente debías hacerle caso a tu prima Juliana cuando te dijo: “Mire, sumercé: quítese esas pichas de sus pobres ojos todos los días, parece que tuviera melao… y también lávese las muelas, aunque sea con carbón de palo, le jiede muy a feo esa jeta. Y límpiese ese pescuezo que se le ven gargantillas del puro tierrero que tiene pegao. Y de paso échese agua florida de Murray para que le aplaque un poco ese olor tan jediondo, porque así lo único que se le arriman son las moscas. Mejor dicho, prima, báñese todos los días”.

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AURA

Claudia Carvajal

Lanzo piedras al río mientras espero el murmullo de la naturaleza, es un llamado para que me sumerja en el agua y encuentre la cartera. Voy descalza, me arden las plantas de los pies, el agua se lleva la sangre. Hoy vi a tres parejas en el puente, cada vez son menos, se muerden la boca, algún día ellas también serán fantasmas. Una de las parejas me vio salir del refugio y huyó. Al correr, la chica dejó caer la cartera. Quiero un labial nuevo, un espejito como los que usaba mamá antes de ser fantasma.

Subo hasta el puente. Utilizo mi vista de búho. Superviso el río como quien no quiere la cosa, lo miro de reojo porque el río sabe que lo estoy mirando, pero no hay rastro de la cartera. Mientras me sujeto del barandal del puente, un hombre a la derecha me observa ¿Será un caníbal? Me hago la despistada, las mujeres dicen que si los ignoras se van. Mi corazón de pez arcoíris tiembla. Escucho que me llama mientras se acerca: Pist, pist, pist. Me pregunta qué busco. Me sorprende que no quiera correr como los demás, que ni siquiera me insulte, ni me escupa. Le cuento la historia de la cartera, el labial y el espejito de mamá fantasma. Se ríe y dice que me ayudará a buscarla.

Bajamos al río, me sigue, le muestro el refugio. Se quita la camisa, dice que es la mejor manera de buscar una cartera perdida en el fondo del río. Se lanza al agua y desde ahí me grita para que me sumerja con él. Creo que quiere ayudarme, que no le asustan mis pies descalzos, sucios y sangrientos.

En el agua nace un abismo, sus manos me aprietan la cintura. Intento zafarme, pero es más fuerte. Me rompe la camisa, me atraviesa el cuerpo con sus dedos, el río sangra conmigo. Me he convertido en una trampa.

Despierto en la orilla junto a la cartera. No hay labial, pero sí un espejo roto. Veo el rostro del hombre al interior del espejo. Llora, lloramos. Descubro que los fantasmas también sentimos dolor y que quizá tuve que ignorarlo con más fuerza.

Un grupo de adolescentes atraviesa el puente, gritan: “Loca Aura, Loca Aura”, lanzan piedras. Les digo que ya no soy loca, que soy fantasma, el fantasma del puente.

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LOS INOLVIDABLES “QUINCE” DE PERLA

Jessica Obando

Todas las paredes color lila, las sillas con tules del mismo color, bombas y centros de mesa puestos en su lugar, en la mesa principal un cisne enorme de hielo con otros dos un poco más pequeños. Quince años esperando para el gran momento, no se sabía quién esperaba más ese día, si Perla, quien ya se sentía como una mujer, o sus papás, que habían gastado una millonada para demostrar a los del barrio que finalmente hacían parte de una familia pudiente, incluso habían invitado a prácticamente cada uno de sus habitantes. Para el evento, se habían enviado tarjetas troqueladas con foto a full color, un lujo para la época, por poco y ninguna tipografía era capaz de hacerles el trabajo.

En casa todo era un boroló, a Perla la atendía la manicurista, el peluquero y la modista.

—¡Estás quedando como una princesa! —decía María, su madre, arreglando los detalles del banquete con el chef y los meseros al interior de la cocina.

—Todo debe ser perfecto, no quiero ningún error.

En la sala, frente al enorme cuadro del sagrado corazón de Jesús, Alberto, su padre, caminaba de lado a lado con aires de estratega militar, dando indicaciones sobre cómo los chicos escogidos llevarían a Perla en una procesión de varias calles hacia el salón comunal del barrio, guiados por las antorchas encendidas que habría a lado y lado de las cuadras.

—Usted, usted y usted... —señalaba Alberto, a los más fornidos dentro de un grupo de ocho muchachos enclenques y esgalamidos— van a cargarla por la calle, unas cinco cuadras, mientras la concha púrpura que mandamos a hacer se abre con ella adentro, justo enfrente del salón comunal.

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—Yo veré, chinos, concentrados... cuando lleguen allá, usted y usted, ponen la escalerita para que el noviecito ese la reciba. ¿Entendieron?

—Sí señor —se escuchó con el típico ánimo adolescente.

Por fin, cuando llegó la hora, los invitados con sus trajes de gala alquilados en la misma tienda del barrio, familiares y uno que otro chismoso, empezaron a acumularse en el antejardín.

Todos estaban expectantes, se escuchaba gente hablar en voz baja, algunos recordando chismes pasados de la familia Gómez, contando anécdotas, riéndose o suponiendo lo que sucedería. Todo este evento se había convertido en un acontecimiento, llevaban meses hablando de la fiesta en todas partes: en la carnicería, en la panadería, en el parque, en el colegio, en las casas… no había nadie en el barrio que no supiera lo que sucedería en los quince de Perla.

Cuando al fin hubo silencio, todos presenciaron la salida de cuatro muchachos que llevaban en sus hombros una enorme concha marina de color lila, iluminada con varias lucecitas y fibras que daban un toque místico a la escena. Sin decir una palabra, los muchachos caminaron con decisión por entre la gente, guiados por las antorchas encendidas que, como don Alberto había indicado, estaban a lado y lado de la calle, y enfilaron la procesión que fue seguida de inmediato por los invitados.

El silencio era casi absoluto, excepto por el sonido del flash y del rebobinador del rollo de veinticuatro que tintineaba en algunas cámaras fotográficas. Pronto llegaron al lugar. Todos estaban expectantes de la entrada triunfal de la quinceañera al salón de baile, pero no pasaba nada, la gente se acumulaba cada vez más y se pegaban unos a otros en un tumulto inmenso frente a la concha.

—¿Puedes llamar a mi papi? —dijo una vocecita casi inaudible desde el interior de la concha.

El único camarógrafo, el que sostenía una Sony Handy en su mano, de inmediato enfocó al gran aparato lila que se negaba a abrirse y luego la cara del papá.

—¡Don Alberto! Lo necesitan aquí, venga, venga —dijo un tumulto de voces

En la cámara quedó grabado el momento en el que el padre, confundido y preocupado, salió a correr hacia el lugar del que provenía la voz.

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—¿Qué pasó, mi Perlita?, salga de ahí que la estamos esperando.

—Papi, es que no se abre, estoy que le espicho y le espicho al interruptor y nada, ya me duele la espalda.

Don Alberto señaló al primer hombre que vio.

—¡Compadre, usted, venga me ayuda que esta mierda no se abre!

Ambos empezaron a meter los dedos por la hendidura de la concha y la forzaron, pero nada pasaba.

—Espere y traigo una palanca que tengo allí y la forzamos con eso, tranquila mamita, ya la sacamos de ahí.

Adentro, Perla lloraba.

—¡Qué oso papá, qué oso, qué boleta! —repetía.

El vecino llegó con la palanca en la mano, la camisa por fuera de su traje y la corbata desarreglada. Don Alberto se quitó su blazer y ambos empezaron a forcejear por un lado y por el otro, pero la concha seguía intacta.

—Mijo, el señor Eliecer está en Melgar. Ya lo llamé por teléfono a la casa, pero la mamá me dice que se fue de paseo, ¿Qué hacemos? —dijo la madre, que para ese momento tenía el maquillaje hecho un muladar.

—Pues mija, si el eléctrico no está, va a tocar llamar a los bomberos…

Los rescatistas, con las sirenas encendidas y a toda velocidad, llegaron media hora después de que María los llamó, analizaron la situación y empezaron a sacar las herramientas necesarias para liberar a Perla de la concha metafórica de la niñez y, también, del aparatejo físico que la atrapaba en la vergüenza.

Mientras tanto en el salón comunal las luces se movían al ritmo y el dj ponía una y otra vez Tiempo de vals de Chayanne. Con cada compás, con cada repetición de la canción, las gotas rodaban por los cisnes de hielo, que ya no tenían ni picos ni alas.

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Luego de un par de horas, María decidió dejar seguir a los invitados al salón y repartir la comida. Afuera, la batalla por liberar a Perla seguía y se extendería hasta las tres de la madrugada, hora en que los invitados, luego de haber comido y bailado, vieron a Perla entrar al salón, despeinada y con esa belleza trágica que solo las jovencitas mantienen después de llorar.

—¡Feliz cumpleaños, Perla! —gritaron al unísono.

Perla sonrió, pero las lágrimas seguían saliendo de sus ojos. Con la dignidad hecha trizas, sin embargo, caminó por el gran tapete rojo instalado en todo el centro del salón. Allí la esperaba un enorme columpio con enredaderas de flores lilas. Perla se sentó en él mientras don Alberto, sudoroso y con la camisa empapada, cambiaba los tenis por tacones, acto que, de inmediato, fue seguido por un aplauso somnoliento, regalo único de todo el barrio.

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CONSTRUCCIÓN Y MUERTE DE UN AMOR

Jessica Obando

El día en que su gato murió, fue el día en el que mis sentimientos por él desaparecieron. No lo amaba, pero había aprendido a quererlo, pensaba que podía llegar a amarlo, y esa idea fue la que me hizo daño.

Al principio todo fue bello, me esperaba afuera de mi trabajo y teníamos largas caminatas bajo la luna, después de cenar comida chatarra. Nos entendíamos bien, conocía casi cualquier referencia a la cultura popular de la que yo hablara y hasta mostraba interés por entenderme y escucharme. Obviamente nos unimos cada día más hasta que establecimos una relación y decidimos vivir juntos.

Vivir con alguien es otra cosa, empiezas a ver lo asqueroso que puede ser, aguantas sus mañas y acolitas su desorden, pero, progresivamente, empiezas más a odiarlo que a amarlo.

—No puedo imaginar mi vida sin ti —me dijo un día mientras lavaba la loza, una loza que siempre quedaba llena de grasa. Yo me limitaba a sonreír.

En la casa estaba el gato, uno de hermoso pelaje gris y abundante. Su nombre era Sancho. Sancho estaba en todas partes, en la cocina, en la sala, en el baño, incluso en nuestros momentos de intimidad, se quedaba parado en una esquina observando, me ponía incómoda, pero nunca dije nada.

A mí me parecía que él amaba más a su gato que a mí, creo que podría amar a cualquiera más que a mí, yo empezaba a odiar su forma de roncar en las noches con la mandíbula desencajada y su caja torácica haciendo eco del vibrato seco de sus cuerdas vocales; empezaba a detestar la manera en la que metía su cuchara en la boca a la hora de comer, con la comisura ligeramente torcida y los labios moviéndose torpemente para contener todo lo que entraba; aborrecía el tiempo que pasaba encerrado en el baño con su celular.

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Descubrir quién era él, modificó lo que sentía, a veces creo que lo odiaba más de lo que lo quería, pero, aun así, no quería dejarlo, sé que sufría de dependencia, yo era un poco como ese gato, arrimándome a sus piernas, enredándome en él, y luego mordiendo, rasguñando porque él siempre estaba demasiado cerca.

Una semana, Sancho desapareció. Él estaba desesperado, lloraba con sus ojos verdes que se enrojecían con cada lágrima, sorbía mocos como un niño pequeño, totalmente detestable. Cuando Sancho regresó, solo vino para morir en sus brazos, no sabemos cómo logró volver, el veterinario dijo que Sancho tenía las costillas rotas, la columna fracturada y una pata hecha pedazos.

Cuando volvió, el gato saltó como pudo por la ventana que dejábamos abierta para él y se arrastró a los brazos peludos, fuertes y toscos del hombre llorón y, luego de un débil maullar, murió. Fuimos a enterrarlo cerca de un árbol de Caballero de la noche, lo abracé y, unas horas después, tomé mis cosas y los dejé a ambos para siempre.

Me dolió mucho asesinar a Sancho, pero siempre supe que debía hacerlo para, con él, matar el último atisbo de amor que tenía por los ojos verdes de ese niño con cuerpo de hombre.

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CRUCES A LA ORILLA DEL CAMINO

Yo no hablo de venganzas, ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón.

¿Cómo olvidar?”, se preguntó Dioselina, mientras, sentada en un gran pedazo de tronco, miraba hacia la orilla de la carretera. Apenas si lograba verla desde arriba de la colina de los arrayanes. “Ahora si se ven bonitas”, murmuró y suspiró a la vez que sus manos cuarteadas por los dedos del tiempo jugueteaban con una varita de limonaria.

Desde abajo, la miraban con un halo de tristeza dos cruces de color blanco nostalgia. “El esposo de la comadre Lucía las hizo. No salieron muy caras, pero tan mejor que los palos viejos que tenían. Ya no aguantaban ni una puntilla más. Y cómo no, si ya tenían diecinueve años”.

Pasaban los minutos y solo se veían mover los párpados que apenas cubrían las cuencas. Los suspiros revoloteaban junto con el eco de los silbidos de los pájaros arriba en las copas de los árboles. Tal vez se habían acostumbrado a ver a Dioselina todas las tardes en el mismo lugar bañándose con los recuerdos y dejándolos secar al sol. “La vieja Rogelia si jue más brava pa´ esas cosas. Y miren no más que ella si ta con su jamilia. Pero como yo no quise dejar a las dos niñas a su suerte, pues aquí toy. Y vean cómo son las cosas. A ustedes me los quitaron los desgraciados pistoleros y yo por quedarme con las niñas no me dejé matar”.

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Los inolvidables “quince” de perla y otros relatos funzanos

A veces las lágrimas regresaban y, resbalándose por las mejillas, como saltando en un campo arado para la siembra, caían luego sobre la varita de limonaria. Este día era especial porque se estaban estrenando dos cruces que a ratos Dioselina creía ver sonreír desde la orilla de la carretera. Entonces también sonreía. “Diecinueve años. Diecinueve”. Salió el número al viento halando detrás un largo suspiro. “Y como ya bustedes saben, cinco años después vinieron y se me llevaron las dos mujercitas. Hoy no sé todavía óndestan. Los cuatro ya no tan conmigo. Y como si de aposta, el tiempo se olvidó de llevame pa allá onde tan ustedes. Pero Dios sabe cómo hace sus cosas. Dejen un ratico más y allá también les llego.”

Dos cruces paradas en la orilla del camino semejaban a dos personas con sus brazos abiertos. Papá e hijo la miraban sin respiro, sin sonrisas ni palabras. “Y tan bonitas que quedaron las totumitas para el agua de las flores. Hasta les lucen las astromelidas. ¿Se acuerdan de que los primeros años les puse rosas? Pues me cansé de ver las mismas flores. A veces rojas, otras blancas pal niño, y hasta unas azules me consiguió la Rogelia. Se veían tan raras, pero también hubo amarillas y rosadas. Sino que siempre eran de la misma jorma. Entonces jue por eso que les cambié a otras flores. ¿Se acuerdan de las de un diciembre?”.

Su mirada se clavó en la mata de limonaria que le había regalado un gajito para jugar mientras pensaba bien adentro de su cabeza buscando la página en la que grabó ese diciembre. “¿Pa cuál diciembre jué? Ya ni me acuerdo. Pero bueno, el caso jue que eran orquídeas. ¡Ay! qué flores tan bonitas. Y después les puse petunias, la otra vez jueron… ¿cómo es que se llaman esas que tienen las hojitas delgaditas y los colores son como… ¡Ah! Esa memoria mía. Ya no me sirve como antes”.

Su mirada se fue hasta el final de la carretera, cerca de la loma, donde en la mañana se asoma el sol. “¿Será que si vienen mis chinas antes de que yo me valla?”

Como todos los atardeceres en que había sol, el blanco de las cruces fue más brillante. Sonreían desde abajo en la orilla del camino. Decían con su brillo amarillo tarde, “hasta mañana” y callaban luego adormecidas ante la mirada de Dioselina. Ella se ponía de pie como no queriéndolas despertar y entraba con un poco de torpeza a la casa, agarrándose de ambos lados de la puerta, no sin antes echar un último vistazo atrás.

Luego, sentada en el borde de la cama, rezaba todas las noches igual que en la mañana antes de levantarse. Igual que había hecho durante diecinueve años. Ponía en sus oraciones no solo a sus dos hijas ausentes y las dos cruces en el camino frente a su rancho, sino todas las cruces que demarcaban el camino desde un pueblo hasta el otro

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y así en todos los caminos de todos los pueblos. De todos los países, de todo el mundo, decía ella. En ocasiones pensaba que había que restaurar muchas, tal cual acababa de hacer con las dos suyas pues, al arreglarlas, se arreglaba también esa cruz que marcaba con fuerza su corazón, aunque año tras año intentara borrarse de a poco.

Esa noche, como escuchada desde algún lugar en la profundidad de la vida, se acostó con un aire de tranquilidad diferente al de todas las noches. Un suspiro más profundo, unas sombras más oscuras, un sueño más pesado, algo había diferente. Y es que la misma vida o el tiempo o lo que sea que se encarga de darle orden o desordenar las cosas del mundo, decide cuándo y dónde efectuar sus movimientos.

La luna solo fue un testigo, como lo fueron el viento y la lluvia.

Los mismos hombres de hacía diecinueve años, o sus herederos o sus alumnos, llegaron tan silenciosos como las sombras y la brisa y, tan despacio como las lloviznas, fueron tan certeros como sus maestros, acabando con la respiración de aquellos que se quejaban de los dolores dejados por los hechos ocurridos hacía casi veinte años.

No hubo tiempo para correr, aunque en casos como el de Dioselina, no era necesario, ya sea por falta de fuerza, ya sea por falta de deseos o porque al fin se sintió escuchada por aquellas dos cruces a la orilla de la carretera frente a su rancho. Los gritos no salieron a correr por temor a las sombras o a quedarse solos otra vez. Las sombras no buscaron esconderse detrás de los rayos tenues de la luna, pues vieron que la lluvia, de pronto sin querer, no la dejó mirar y fue inocentemente cómplice de los hechos.

El día llegó igual de pacífico como todos los días, pero tan rojo como algunos atardeceres. Los ranchos ahora estaban en silencio como los mismos nidos de los pájaros, tan solitarios como aquellas cruces que solo estaban de a una en alguna orilla y tan perdidos en el campo como los pueblos a los que nadie se le ocurre visitar al menos una vez en la vida.

Pasados varios días, las cruces en las orillas de los caminos ya no eran de a una, dos o tres, sino que parecían un larguísimo cementerio regado en línea por todos los senderos y veredas de las montañas y valles. A ese cementerio, al que ayudaron a crecer los que morían de dolor o pena moral, otros tantos que morían de amor o de tristeza, los que murieron por gusto, otros que murieron del desespero y se colgaron con todo y el peso de su conciencia, también contribuyeron los que morían de dicha, los accidentados, los que murieron de envidia, los muertos de miedo y todos los que por algún motivo cargaran una cruz la hicieron llevar a alguna orilla para dejar marcada

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su desgracia o su recuerdo. Cruces de dolor, cruces de olvido, de palo, de hierro o de cemento llegaban a cada instante y se clavaban en un espacio libre y en la memoria de quien pasara por allí. Las flores también hicieron lo suyo y se acomodaron en totumitas que alguien dejaba y se llenaban de agua lluvia, y otros que la recogían de los chorros que bajan de las montañas. Muchos llevaban el agua y la mezclaban con lágrimas para que rindiera.

Clavadas en el olvido, se ven brillar con más fuerza al atardecer, esperando quizás que lleguen a ser acompañadas por aquellos que por temor salieron sin rumbo de sus ranchos, abandonándolos con todo y siembras y animales. Quizás alguien se los llevó a otro lugar y los convirtió en pistoleros para matar también a los que sobrevivieron en otros ranchos, mientras sus maestros acababan con los que sobrevivieron en los suyos. O quizás ya no están y tienen una cruz en la orilla de algún camino.

Mañana alguien le pedirá al compadre que le pinte la cruz a Dioselina y le ponga una totumita para dejar, quizá, algunas orquídeas en agua, mientras crece libremente la limonaria cerca de la puerta. También, tal vez, cambiará los viejos palos llenos de puntillas por una cruz blanca más alegre que salude y diga “hasta mañana” desde la orilla de la carreta, al lado de sus otras dos cruces blancas en algún atardecer, mirando hacia la colina de los arrayanes.

¿Cómo olvidar? si mañana, igual que hoy, en todas partes habrá un alguien que pregunte: “¿de quién son esas cruces a la orilla del camino?”.

La fugacidad de la vida humana a mí no me inquieta; me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar. Al muerto más importante lo borra el siguiente partido de fútbol.

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TRANSLÚCIDO

Sinaí Arroyo

En los ojos de Joaquín había un velo opaco, como una capa de polvo formada con los años. De ese polvo que se levanta en el mes de mayo cuando el sol se deja caer sobre las calles como queriéndolo quemar todo. El humo, que salía de su boca con pesadumbre, dejaba rastros grises que flotaban desganados, arrastrados hacia arriba como quien va, no porque quiere sino porque ya no le queda más que seguir subiendo. Le pregunté si tenía un cigarro. Sacó una cajetilla y me la dio. Tomé el último que había y arrojé la cajetilla al piso. Odio venir al parque, dijo. No respondí, aunque lo miré esperando que dijera algo más. Todos los días lo veía sentado en el parque. Y todos esos días me daba la impresión de estar a medio camino de la ebriedad. Me voy, antes de que empieces a contarme tu vida, dijo mientras se ponía de pie, y se fue. Me quedé pensando si el tipo estaba loco.

Lo volví a encontrar sentado en el parque la siguiente semana. Me senté cerca y encendí un cigarro. ¿Tienes otro? Me preguntó, saqué la cajetilla y le pedí que la conservara cuando el hizo un ademán para devolvérmela. Deberías dejar de fumar, estás muy chamaco, me dijo. Y tú estás muy viejo, le respondí. Estuvimos un rato fumando en silencio. Cada uno encerrado en su propio mar de pensamientos, con los ojos abiertos, pero viendo para adentro. Odio venir a sentarme al parque, dijo. Solo lo miré.

Unos días después, al llegar al parque, había varios policías hablando con él. Me acerqué y me di cuenta de que intentaban arrestarlo. Pregunté qué sucedía, el que estaba a cargo me dijo que una muchacha, había denunciado que un viejo degenerado estaba bebiendo en el parque y no dejaba de mirarla. Pues él no toma, le dije sin pensarlo, el policía me miró sin decir nada, se dio cuenta que estaba mintiendo y como no dejaba de mirarme, seguí mintiendo, es mi abuelo, está enfermo no puede tomar. Pues parece que se le olvidó, me dijo el policía muy serio. Está así por la medicina que toma, dije tratando de sonar igual de serio y además encabronado por decirle borracho a mi abuelo. Los policías nos dejaron ir. El capitán me dio una palmada en la espalda antes de subirse a la patrulla. Escuché que Joaquín balbuceaba algo, pero no entendí nada.

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Nos sentamos en una banca al otro lado del parque. Le di un jalón a mi cigarro y Joaquín dijo, ya se está negreando el humo. Observé las volutas grises flotando en el aire frente a mi cara, sin poder ver nada negro en ellas. Giré hacia a él justo para verlo marcharse.

Yo también tuve amigos, me dijo un día, cuando estaba chamaco… veníamos al parque. Nos gustaba mirar a las muchachas y a veces parecía que a ellas les gustaba mirarnos. Hizo una pausa. Ya se murieron claro. Es lo que pasa cuando uno vive mucho, se le van muriendo los amigos… uno a uno, se fueron muriendo. A mí no me gustaba venir al parque, pero venía porque me gustaba mirarlos a ellos. Porque yo los miraba y sentía que esa alegría no tenía fin, que se podía ser así de feliz siempre, con los sueños tan grandes y los dolores tan livianos. Mientras Joaquín hablaba, recordé los días en que mis amigos y yo jugábamos al fútbol y cuando veníamos al parque a fumar ¿Me convertiría en Joaquín algún día? ¡Que se vayan a la mierda las palomas y sus mierdas! dijo de pronto y se fue. No había palomas en ningún lado. Volví la cara y ya se había ido.

Cuando por fin uno se va acostumbrando al calor, llegan las lluvias y se meten en los zapatos y los abrigos, como un inevitable allanamiento de la única morada. Las calles se inundan ante la menor precipitación como un niño llorón al que le niegan un dulce. Me resguardaba de un aguacero bajo la marquesina de una tienda cuando apareció Joaquín. Habían pasado varios días desde la última vez que lo había visto. La lluvia es la cosa más inútil en la ciudad, dijo, solo separa a la gente y bloquea calles. Debería llover en el campo… o deberían dejar de existir las ciudades. Lo miré, tiritaba un poco. Traté de imaginarme lo que se sentía estar así de viejo. Le di un cigarro y él lo prendió. Mojarse no está tan mal, dijo. El agua que corría por la calle le cubría los tobillos con cada paso que daba. Al llegar a casa le pregunté a mi madre por el viejo del parque, en un intento por descubrir algo más sobre aquel sujeto. ¿Viejo? Quién sabe quién será ese… me dijo desdeñosamente. Y aunque lo describí lo mejor que pude, no supo de quién le hablaba.

El parque se quedaba vacío cuando las lluvias llegaban. Solo una señora que vendía ponche en un triciclo; se enfrentaba estoicamente al agua con una sombrilla de playa y una escoba; con la que quitaba la basura que el agua arrastraba hasta las llantas del triciclo. Un compañero de la universidad y yo adquirimos el hábito de ir a comprar ponche a pesar de cualquier lluvia. Era lo menos que podíamos hacer por aquella señora. Me da un ponche grande, le pregunté. Miré el parque vacío, cubierto por esa fina capa de agua que se queda cuando la lluvia se apaga, parecía un espejo gigante. Los árboles se mecían suavemente aferrándose al disfrute del viento débil que deja la tormenta tras de sí.

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Aquí no hay estaciones, solo es un chingo de frío o un chingo de calor, dijo mi compañero mientras la señora le servía su ponche. Yo no respondí, qué podía responder ante tal estupidez. Íbamos a terminar la carrera y él no sabía distinguir las estaciones del sitio en el que había vivido ya más de dos décadas. No he visto a Joaquín últimamente, le dije. ¿Quién? Me respondió. El viejo del parque, el que siempre está ahí sentado fumando. No doy, dijo como única señal de no saber de quién le hablaba.

Pasaron varias semanas sin que yo viera a Joaquín. Pregunté un par de veces, por si alguien sabía algo, pero nadie supo decirme nada. En el parque habían comenzado a colgar los adornos para navidad. El parpadeo multicolor de las luces contrastaba con el gris y blanco de la mierda de las palomas en el suelo. Bebí el último trago de mi ponche con piquete como quien toma un trago de valentía para seguir viviendo. Justo antes de levantarme una mano me ofreció una cajetilla de cigarros. Tomé uno, pensé que te habías muerto, le dije. ¿Conoces a Rosaura? Dijo él por respuesta, sacudí la cabeza sin voltear a verle. Por supuesto que no, nadie la conoce. Es la esposa del dueño de esa tienda, señaló la tienda al otro lado de la calle. Nadie sabe que es su esposa, para el mundo ella es translúcida, está ahí, pero como si no. Lo miré y de pronto me sentí diminuto, el mundo me pareció un lugar inmenso, infinito, atemporal. Cuánta gente notaba mi presencia, acaso era yo también translúcido. Me dieron ganas de llorar. Me terminé de ir.

Siempre es lo mismo… me dijo la última vez que lo vi, mientras exhalaba una bocanada de humo directo en mi cara. Somos reflejos de nuestra propia imaginación, esperando a que alguien nos vea. En ese momento escuché un leve temblor en su voz. Lo miré a través de la cortina gris de humo, y al verlo una tristeza inmensa me aplastó contra la banca. Todo es un reflejo dijo casi susurrando. Se quedó en silencio por un rato. El cigarro se me consumió en la mano y arrojé la colilla al suelo. Sueños repetidos, tragedias repetidas. Dijo otra vez con esa voz cansada y rasposa, quién iba a pensar que sobrevivir era así de doloroso… Se levantó y se fue.

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LAPSOS Sinaí Arroyo

No se dio cuenta de la hora, hasta que los tirones en la manga de su pantalón lo arrastraron a la realidad. Un pequeño Corgi mordisqueaba de forma amistosa la prenda.

—Hola, amiguito ¿Cómo estás? —Acarició su cabeza y el pequeño perro se dejó querer.

Miró alrededor, el parque estaba vacío. Era raro encontrarse un perro vagando solo tan tarde. Dio algunas vueltas esperando que alguien apareciera en busca del perro, pero nadie vino. Era tarde y tenía que volver a casa. El perro estaría bien, su dueño seguro estaba cerca. Caminó un par de cuadras antes de notar que el pequeño animal lo estaba siguiendo. Levantó la vista en busca de alguien, con la esperanza de ver al dueño correr detrás de su perro, no había nadie. No sabía qué hacer. Se agachó y buscó en la placa del collar alguna información que sirviera para contactar al propietario, solo había un nombre escrito: Otis.

—¿Así que te llamas Otis? —preguntó con tono de resignación, el perro movió la cabeza como si entendiera lo que él decía.

—¿Qué haré contigo? —Como respuesta, recibió una lengua húmeda en el rostro.

—Bien, entiendo, si me sigues hasta mi casa te quedarás esta noche, pero mañana volveremos al parque a buscar a tu dueño ¿trato?

Se levantó y caminó unos pasos, volvió la vista y el perro seguía sentado sobre su cola sin inmutarse. Dio unos pasos más y volteó, el perro no parecía tener intenciones de moverse.

—¿No vienes? —le preguntó.

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El animal dio dos pequeños pasos y ladró. Él se dio la vuelta y fingió caminar, pero escuchó un segundo ladrido. Entendió entonces lo que pasaba. Regresó hasta el perro que esperaba inmóvil, se agachó y extendió los brazos. Otis se acomodó en ellos y lo cargó todo el camino a casa. Al llegar lo puso en el piso mientras abría la puerta. El departamento estaba sucio, las bolsas y cajas de comida para llevar estaban en la mesa de centro. Los trastes del fregadero llevaban semanas ahí. El perro se quedó en la entrada.

—No me juzgues, pensaba limpiar mañana. —Se puso a recoger todo en una bolsa negra y salió a tirarla. Al volver, Otis estaba sentado en el sofá, encima de una de sus camisas limpias.

—¿Así es cómo correspondes mi hospitalidad? Tal vez tu dueño te abandonó —le dijo sonriendo. El pequeño perro se movió para que pudiera recoger su camisa.

—¿Tienes hambre? Te advierto que no tengo comida para perro, tal vez no tenga comida ni para humano —dijo mientras abría la puerta del refrigerador, en efecto solo había botellas de vino, latas de cerveza y un galón de leche.

—Esto servirá —sirvió leche en un plato y lo dejó en el suelo. Se sentó en el sofá. Por un momento pensó en coger el control remoto y encender la televisión, pero su mirada se posó unos segundos en un libro maltratado sobre la mesita de centro. Miró a su alrededor y por primera vez en muchos días notó la suciedad en la que había habitado los últimos meses. El perro terminó de beber la leche y se subió al sofá como si no quisiera ensuciarse las patas. Se sentó a su lado y se le recargó en el costado.

—También estás solo

Al otro día se levantó temprano, fueron a comprar croquetas y una correa, en el camino a la tienda, Otis había decidido que era buena idea iniciar una pelea con un labrador que le triplicaba el tamaño.

Al regresar, desayunaron ambos en la mesa del comedor hasta saciarse.

—¿Te gusta el jazz? —preguntó mientras buscaba en su teléfono a Chet Baker. Con los primeros sonidos melancólicos del saxofón, Otis se bajó de la mesa y comenzó a moverse al ritmo de la música.

—Te gusta.

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Hasta el mediodía se lo pasaron entre bailar y limpiar el departamento. Tuvieron que hacer un segundo viaje a la tienda. Se había roto la escoba, resultó que no estaba hecha con la calidad suficiente para barrer mientras se baila. Las bolsas de basura se llenaron con una facilidad impresionante. Para las tres de la tarde estaban cansados y hambrientos. Esta vez no hubo salida del departamento, solo una llamada por teléfono a la pizzería.

Por la tarde salieron a dar un paseo por el parque, aprovecharon para estrenar la correa nueva y darle uso a una vieja pelota de tenis que habían encontrado durante la limpieza. Fue una alegría para él descubrir que Otis sabía traer la pelota y además lo disfrutaba. Pasaron así la mayor parte del tiempo, hasta que el sol empezó a meterse, dieron una vuelta más por el parque en busca del dueño de Otis, sin éxito.

Al día siguiente, antes de salir al parque, decidió tomar un baño. Como de costumbre dejó la puerta abierta. Al terminar corrió la cortina, solo para encontrar a Otis parado justo detrás, quien levantó las patas y trató de entrar a la bañera.

—¿Te quieres bañar? Está bien, espera un segundo. —Salió del baño unos minutos y volvió vestido y además con unos guantes de hule y un delantal de plástico. Intentó tomar a Otis por el torso, pero este reculó un poco asustado.

—¿Sin guantes? Está bien.

Abrió la llave y dejó que el nivel del agua subiera un poco.

—No tengo jabón para perro, así que tendrás que usar el mío. No creo que pase nada, solo por esta vez.

Otis disfrutaba el agua y se dejaba enjabonar. Y aunque temía que el perro se sacudiera y salpicara agua por todos lados, esto no sucedió. El baño terminó sin accidentes. Otis se acomodaba de forma que secarlo fuera una tarea sencilla y solo se sacudió cuando estuvo fuera del baño. Una vez volvió de lavarse las manos y dejar el delantal en el armario, notó que el perro esperaba en la puerta del departamento con la correa en el hocico.

Al otro día hicieron una visita a la tienda de mascotas, compraron un par de juguetes para morder y champú especial para pelo de Corgi, según recomendación del veterinario.

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Al entrar al departamento miró sin querer una caja situada en el pequeño librero de la sala. En ella había unas fotos viejas. Hacía semanas que había pensado en tirarlas. Se detuvo un momento, miró la fotografía que estaba encima de las demás. Una joven de cabello castaño le devolvía la mirada con una especie de sonrisa. Cerró la caja y la fue a depositar al contenedor de reciclaje del edificio.

Los paseos por el parque habían resultado muy amenos. No sabía si Otis estaba aprendiendo nuevos trucos o si era él quien descubría las cosas que el perro sabía hacer. Ahora jugaban al escondite y a los encantados, además de traer la pelota.

Un día tuvo que salir por una visita al médico, pero no pudo llevar a Otis. Decidió dejarlo solo en el departamento. Solo serían un par de horas a lo máximo, ¿qué puede pasar? pensó. Al volver, Otis no estaba ni en la sala, ni en la cocina, ni en el baño. Entró al cuarto y lo encontró tirado sobre un montón de ropa roída y desagarrada.

—¿Qué has hecho? —le gritó— ¡Fuera de aquí, perro estúpido! —Otis salió despacio con la cola entre las patas. Él se quedó de rodillas sobre las prendas hechas trizas. Estuvo así un rato. Al final se levantó y recogió uno a uno los vestidos y las blusas, los puso en una bolsa y realizó otra visita al depósito de basura. Cuando volvió al departamento lloró un largo rato sentado en el sofá. Otis no se acercó hasta que tuvo hambre. Con la nariz empujó su tazón hasta donde él estaba.

—Perdóname, no estaba preparado para esto —le dijo, lo levantó del suelo, lo puso en la mesa y llenó su tazón con croquetas, comieron como siempre hasta saciarse. Cuando la hora del paseo llegó, como de costumbre, Otis ya había tomado la correa y esperaba en la puerta.

—Vámonos.

Jugaban al escondite. Tomaban turnos para esconderse y buscar. Otis tenía una clara ventaja pues no demoraba mucho en encontrarlo, su olfato resultaba muy útil. En uno de sus turnos, Otis resultó en extremo difícil de encontrar. La tarde estaba muriendo y se ponía más oscuro. Se empezó a desesperar pues no veía al perro por ningún lado.

—¡Otis! ¡Otis! —gritaba mientras volteaba la vista en todas direcciones, sin poder encontrarlo. Se asustó al sentirlo perdido. De pronto lo vio venir corriendo por detrás de un árbol y el alma le volvió al cuerpo. Lo tomó en sus brazos y lo besó una y otra vez.

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—No vuelvas a hacerme eso —le dijo casi a punto de llorar. Vio entonces que de la misma dirección donde había venido el perro se acercaba una chica.

—Hola —dijo ella.

—Hola —respondió él.

—Se llevan muy bien, por lo que veo —dijo ella refiriéndose a Otis.

—Es muy inteligente —contestó él con un aire orgulloso.

—Sí, lo es, desde que era cachorro.

Él la miró sorprendido y sintió miedo.

—Es tuyo…

—Sí.

Apretó al pequeño perro contra su pecho un momento y después se lo entregó. Ella lo recibió en brazos y Otis le lamió el rostro de forma efusiva.

—Adiós y gracias por todo, pequeño amigo —dijo él al tiempo que se acercó y le dio un beso.

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AMORES ENTEJADOS

Lo estoy viendo desde mi balcón, con su pelo negro y sus ojos como avellanas, ¡lo sé! suena cursi, pero así son. Ya se irá a juntar con alguna el desgraciado este, luego de que me ilusionó.

—Vladimir, ven para acá.

Sale su mamá, da la vuelta, regresa, lo acaricia y lo despide como si fuera un chiquillo.

Me mira, rápidamente me escondo tras la cortina mientras mi mamá grita:

—¡Aleida!, hora de cenar.

Limpio mis lágrimas y bajo a prisa, casi deslizándome por las escaleras.

—¿Es posible que tengas tristeza? Aleida, háblame, nadie te conoce como yo.

Qué más quisiera que decirle que el hermoso Vladimir, como lo llama, es un cretino que cada noche me buscaba en mi ventana y ahora ni me mira.

Cada noche escucho cómo el desgraciado ese se ríe con Linda, la novedad del barrio, la que tiene un pelo amarillo que destella con la luz del sol. Ya la odio, venir de la nada a quitarme a mi Vladimir…

Vuelvo a verlo desde el balcón. Arriba, en su ventana, sigue con la mirada a toda la que cruza la calle. Muchas sabían que era mío y no les importó, querían tener su historia con el más guapo del barrio. Ahora veo que llega Garabato, su amigazo. Se conocen de años, tiene manchas en la cara, su expresión dice “nada me importa” y convence a más de una por su agilidad.

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Conversan como si no hubiera nada más en el universo:

—Parce, qué divinura de hembra, mueve las caderas y tiene el mundo a sus pies.

—Le hace honor a su nombre. Fuera de linda es brillante, ha viajado por el mundo, su padre es un embajador.

Todas las noches es lo mismo…Vladimir sale detrás de Linda, duran largo rato susurrando, luego se esconden entre los arbustos del jardín, ella sale despeinada y él con cara de satisfacción. Es una fácil, cuánto la detesto y a él, más.

Hace menos de un mes mirábamos juntos la luna y cantábamos a pesar de los gritos de doña Eulalia que venia a darle quejas a nuestras madres y a recordar el comportamiento con el manual del buen vecino en la mano.

Yo nunca me había sentido así, como en una nube de algodón, caminaba sin tocar el piso, no necesitaba ya de mis amigas de la cuadra de atrás, Leidy y Dulce, siempre dispuestas a escuchar, nos conocemos desde que llegué al barrio. Con ellas nos entreteníamos con lanas de colores, tejiéndolas a nuestro antojo. Ahora sí las necesito, pero siguen enojadas por mi abandono.

Ahora mi mamá está hablando con un señor:

—Doctor, Aleida ya no quiere comer, qué ventaja que sea nuestro vecino.

—¡Lucas, no molestes a Aleida! —le dice el Doctor. Mis sentidos se agudizan. ¿Quién es ese? ¡Qué guapísimo es! Tiene una mirada que te hipnotiza, quiero ir y contarles ya a mis amigas sobre el nuevo bombón.

En ese momento me inclino por guardar la calma. Llueve y me arrulla tanto el sonido… Duermo, despierto y en la ventana está Lucas. Quiere saber cómo estoy, en principio pensé que todo era un sueño. Cuando logra convencerme, salgo, trepo rápidamente por el espiral, me ronronea, suspiro, cruzamos los tejados y entrelazamos nuestras colas.

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PLAQUETAS PARA ROSA AMELIA

Llegué al hospital a la hora que habíamos acordado. Le dije al celador exactamente lo que me había dicho que dijera Don Gustavo: “Voy para donde Rosa Amelia Martínez, voy a donarle plaquetas.” El Celador me preguntó qué en cuál habitación estaba. No sé, le dije; entonces, supe que yo no iba para la habitación de ella, sino para el banco de sangre. Así, sí me dejó entrar.

Me registré en la recepción. En el camino supuse que debía haber fila, que tomaría un turno, me sentaría en una silla incómoda, vería la pantalla del televisor cada vez que hiciera tin tun, aun teniendo la certeza de que no era mi turno y, por último, haría una cuenta regresiva similar a la que uno hace cuando el año se está acabando. Cuando llegué a la oficina del banco de sangre, no había nadie, solo estaba una señorita detrás de un escritorio. Al verme sonrió como si la presa hubiera ido a su cazador. La saludé. Le hice saber que iba a donar plaquetas para Rosa Amelia Martínez, la esposa de Gustavo Angarita. Me pasó una tableta de madera que tenía enganchada una encuesta que debía llenar. Pase a la oficina, me dijo, ya el doctor la atiende. ¿El doctor? Pero si yo no tenía nada, ¿eso no era acaso una cosa de enfermeras? En la oficina solo se escuchaba la reverberación de la maquinita dónde tomaban el pulso, sabía que era una de esas maquinitas porque el cine o la tv no me fallaban.

Terminé de llenar la encuesta y esperé al doctor. Sólo tomará diez minutos, había pensado en la entrada, pero vi mi smartwatch y ya había pasado más de media hora, más de lo que podía soportar. Es por una buena causa, me dije, sí, es por una buena causa, hoy pudo haber sido al revés, tú en la sala de emergencia, y ella donando sangre para ti. Me acomodé en la silla, y seguí esperando al doctor.

Como no llegaba, ni el doctor, ni la enfermera, salí a buscar a alguien, a quién fuera. Vi vacía la sala de donación. Aproveché para husmear entre las cosas que había allí, no sabía los nombres de los aparatos, más bien sabía para qué eran, y por un instante pensé en que, dentro de unos momentos, una de esas agujas de tres metros se iba a incrustar en mis venas e iba a sacar la sangre que solo yo tenía para Rosa Amelia.

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“Pues, fíjese, señor, que yo soy A Negativo”, le dije a Don Gustavo en la buseta el día anterior. —Señorita, ¿ya terminó de llenar la encuesta? —preguntó la enfermera al entrar a la sala.

Le hice un gesto afirmativo, le pasé la tabla y sentí mis mejillas calientes por haber sido pillada husmeando sus aparatos. Me hizo volver a la oficina, debían tomar mi ritmo cardíaco. Con la certeza de que estaría estable, me senté en la misma silla, aún estaba caliente. Le pregunté que cómo se llamaba el aparato que hacía ¡piiii! Es un tensiómetro, me dijo, sirve para medir la frecuencia cardíaca, entre otras cosas. Ah sí, le dije, tiene usted razón, tan mensa yo. La enfermera desabrochó el tensiómetro y me dijo que descubriera el brazo izquierdo. Tuvo que darle tres vueltas para encajarlo en mi brazo. Estás como flaquita, me dijo, y yo le hice cara de reproche. Una pinza para el dedo. Y estuvo. El ritmo cardíaco no subió de cincuenta latidos por minuto. Y la pantalla arrojó una alerta y un sonido agudo.

Entonces, ¿tenía algo malo?

La enfermera me dijo que tranquila, que volviéramos a hacer el procedimiento. Lo hizo de nuevo: menos de cincuenta latidos por segundo. Me sentí mareada. Aunque era raro porque hacía cinco minutos estaba bien.

—¿Comiste esta mañana?

—Sí. —Mentí.

—¿Comiste hace más de tres horas?

—Sí. —Volví a mentir.

—Estás pálida y baja de peso.

—No, yo soy así, yo como harto. Además, las agujas no me gustan, les tengo miedo.

—Debe ser eso… ve a tu casa y vienes después del almuerzo. Te metes un almuerzo bien cargado para que la señora Amelia pueda tener sus plaquetas.

—Okey. Entonces a la hora del almuerzo vuelvo.

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Salí de la oficina dándole las gracias a la enfermera y reiterando que volvía después de comer algo. Al salir del hospital, Don Gustavo me esperaba afuera con los ojos hechos lagunas, pude ver mi reflejo a través de ellos. Me daba las gracias con su acento largo de hache.

—Sí, Don Gustavo, ya está hecho.

Me despedí. Fui a la avenida principal a esperar la buseta que me servía. Mi smartwatch vibró: ritmo cardíaco muy bajo.

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CARTA A UN LADRÓN DE MARIDOS

Sepa usted que no voy a andar con rodeos. Usted, Señor Gerente, me robó. Manuel nunca estaba en casa, se la pasaba viajando en el camión de un pueblo a otro. Cuando llegaba con su camisa manchada de estiércol, después de viajes interminables, traía todo lo que se le atravesara por el camino: hormigas culonas, chigüiro, culebra, conejo, cuy, armadillo, lechona, tamales, arepas, almojábanas, arequipes, dulces, bocadillos, naranjas, mandarinas, y hasta, una vez, tarántulas fritas. Todo eso.

Pero sepa usted, Señor Gerente, que me ha robado. Manuel se metía en la cocina y duraba toda la tarde en la parrilla asando el almuerzo. Él se demoraba mucho, lo suficiente como para que me diera suficiente hambre y poder comer todo lo que sirviera. No conozco mejor cocinero que Manuel. Le daba un toque especial a las carnes, uno metía el tenedor y al cortarla las hebras se desprendían una tras otra dándole paso al jugo. Es que a mí me gusta hacerla sin tanto mejunje, me decía. Y yo le creía. No le echaba nada más que las yerbas traídas de por allá. ¿Cómo es que se llaman esas yerbas?, le pregunté. No me quiso decir. Sin embargo, le quité unas pocas, y pregunté en la plaza del pueblo si tenían algo parecido, pero no, nunca las encontré por acá. Así que debía esperar a la llegada de Manuel.

Su empresa… y, en especial usted, Señor Gerente, me han robado. ¿Acaso yo asalté, alguna vez, su casa con un revólver en la mano? No. No lo hubiera hecho. Usted y su esposa pueden tener la total seguridad de que van a seguir encontrando la paz que yo perdí desde que me robaron. Déjeme terminar. No voy a andar con rodeos. El tiempo pasa y usted, Señor Gerente, debe de tener idas a reuniones, conferencias y análisis; debe saber cuánto dinero ha ganado con los robos… debe tener un escritorio grande con papeles igual de grandes a este, el que ahora sostiene en sus manos. El tiempo pasa y todo acaba. Aquí en la cocina ya no huele a presa de pollo recién sacada del sancocho ni a frijoles con pezuña de cerdo. Manuel ya no asa las arepas que, con solo abrirlas, dejaban caer una cascada a la que tocaba, así estuviera caliente, ponerle la lengua para enrollar esos hilos de crema como si de pasta se tratara.

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El día del robo le pregunté a Manuel qué me había traído. Te traje esto, respondió. Tenía la sonrisa de haber conseguido el mejor regalo que un esposo le puede dar a su esposa. Me contagió la sonrisa. Lo miré de arriba a abajo, parecía haber ido al gimnasio y, de nada más pensarlo, terminé mordiéndome los labios como una niña que vio un dulce en un mostrador. Me di cuenta de que Manuel, por su reacción, no esperaba mi beso. No sabía que usted, Señor Gerente, me estaba robando. Usted se había metido a mi casa en forma de caja y, con bonitos dibujos y un tablero con números digitales, había seducido a mi marido y me lo había robado… estaba besando a la mismísima traición. Le di las gracias cuando recibí la caja. Me dijo que la abriera. Sonrió de nuevo. Extrañé no verlo entrar en la cocina y echarle carbón al asador y prenderle candela. En cambio, se sentó en la mesa, me miró, y me dijo que sacara el horno microondas de la caja y le calentara la comida que traía en una caja de icopor.

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HERENCIA

El cliente que se negaba a pagar la cuenta, se relamió mirándola con sonrisa confiada. Bárbara se acercó, le acarició con suavidad uno de los hombros y coqueta le dijo al oído:

Es claro que no me conoces ni has escuchado sobre mí, entonces, deja que te cuente un poco de mi historia. Si no te incomoda, claro. Tenía diez años cuando conocí de verdad a mi abuela. Mamá no le hablaba mucho y, si lo hacía, siempre había un bucle de reproches sin fin. La vieja tenía el cabello rojizo ondulado hasta los hombros. Vestía colorido con prendas ceñidas, aunque tenía el abdomen y la cintura abultados. Se movía con vigor contoneando las caderas y hacía sonar los tacones gruesos de charol. A pesar de vivir en la misma casa, tenía poco contacto conmigo porque mamá se lo tenía prohibido. Pero a cualquier descuido de ella, me lanzaba un beso con la mano o, con disimulo, me entregaba un dulce.

Ella salía de casa al caer la tarde, con los labios pintados de carmín encendido, un abrigo que le llegaba casi a los tobillos y gafas de sol con marco escarchado estilo “setentas”. Yo no entendía y me parecía estúpido que usara lentes oscuros en la noche. Una mañana, mi madre preparaba el desayuno —pues nunca faltó comida ni ropa en casa, aunque ella no trabajaba—, aproveché un descuido y corrí a la puerta de la habitación de la abuela. Giré el pomo y sin pedir permiso, entré.

—¿Qué quieres hermosa?, si tu madre te ve aquí va a castigarte.

Nunca había entrado a su dormitorio, era muy iluminado, tenía miles de bombillitos navideños por el techo y sobre los muebles. Olía a una mezcolanza de moho y perfume barato. Me senté en la cama que lucía perfecta con un cubrelecho peludo y suave como la piel de un oso polar.

—Tu madre me odia —dijo mientras buscaba algo en la cómoda.

—No te odia, abuela. Y yo te quiero.

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La vieja volteó y sonrió mostrándome los dientes postizos. Con un abrazo me puso en las manos un billete y dos pendientes descoloridos. Esa noche, me escabullí de casa y la seguí por las calles desiertas. Caminaba con afán y paso firme. Ingresó por la parte trasera de lo que parecía un bar, por donde también logré colarme.

El sitio de construcción laberíntica estaba en penumbra, sólo algunas luces de colores titilaban. Un humo dulzón inundaba el ambiente. La seguí por un zaguán hasta que entró por una puerta dejándola entreabierta. Se trataba de una especie de oficina.

Adentro, un hombre gordo y una chica que lloraba con el rostro golpeado y el maquillaje escurrido la esperaban. La abuela los saludó y se sentó detrás de un escritorio destartalado. Una pequeña lámpara colgante despedía luz amarillenta y tenue, lo que me permitió ver los labios finos y rojos de la vieja en una mueca grave.

El gordo vociferaba insultos cogiendo del cabello a la chica que chillaba. La vieja se abalanzó sobre él. Me asusté y me alejé un poco al sonar un estallido. Nadie se percató gracias al volumen de la música. En cambio, yo tenía un zumbido en los oídos. Por impulso regresé a la luz que dejaba la puerta. La abuela empuñaba un arma pequeña. El tipo yacía en el suelo en un charco de sangre moviendo la boca como un pez cuando lo sacan del agua. La vieja soltó una risotada, le apuntó a la panza y jaló de nuevo el gatillo. Fue entonces cuando me vio. Hizo una seña a la chica para que desapareciera. Con el arma en la mano, todavía echando humo, me abrazó. No pude verle los ojos a través de los lentes, nadie podía.

—No te preocupes, Barbie. Son gajes del oficio. Cuando seas grande entenderás —dijo pausado, rozando mi oreja.

Bárbara, con curvas peligrosas envueltas en un vestido y tacones de puntilla apretó el mentón del hombre que ya no sonreía.

—Lo que se hereda no se hurta —ronroneó acariciándole la mejilla al hombre con el cañón de su pequeña Smith & Wesson.

El humo, el licor y las putas detrás de la puerta bullían al son de la música.

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EL ÚLTIMO BAILE

Alejandra Rebellón

La policía había acordonado la zona tratando de evitar al máximo intrusos que pudieran filtrar lo truculento de la presente situación. Tarea imposible, pues en menos de media hora los principales medios amarillistas habían publicado las fotos de la masacre ocurrida horas antes en uno de los barrios más acaudalados de la ciudad.

La escena era siniestra: en la cocina se hallaba una mujer sin vida, sonriendo como si se encontrara en el sueño más plácido, pero, en contraposición, con los brazos convertidos en muñones sanguinolentos cubriendo de aquel vital liquido carmesí el triturador de alimentos automático, en cuyo interior se encontraban los restos de manos y dedos mutilados convertidos en una mezcla pulposa de carne y hueso.

Al parecer se trataba del cuerpo de la empleada de servicio de la familia Jaramillo, ellos encontraron aquel macabro escenario luego de haber salido a vacacionar durante el fin de semana a un pueblo cercano. En un principio se creyó que alguno de ellos podía ser el culpable, a pesar de no haber un motivo o móvil para el mismo, pues todos parecían llevarse bien con la empleada.

Por suerte, antes de que se complicara el asunto, con alguna orden de detención, el señor Mauricio Jaramillo, cabeza de la familia y dueño de una de las empresas floricultoras más importantes del país, dijo:

—Mire, señor agente, antes de que siga amenazándome con esas esposas le informo que esta es una casa inteligente y hay cámaras por todas partes, entonces lo invito a que veamos qué carajos pasó en esa cocina y se dé cuenta que por lo menos mi familia y yo no tuvimos nada que ver.

Su esposa, la señora Clara, esperaba fuera de su hogar junto a sus dos hijos, sentados en una patrulla. Los dos niños de no más de diez años no paraban de llorar por la difunta, quien los había cuidado desde que eran bebés.

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Ya dentro de la casa, en el cuarto de vigilancia, tanto el señor Jaramillo como los tres agentes de policía que habían llegado de primeras al lugar de los hechos, observaban atónitos lo que sucedió horas atrás dentro de las zonas comunes:

La empleada se había colado en horas de la tarde, y la casa, al reconocerla, le permitió el acceso sin mayor inconveniente. La muchacha, que no tendría más de 30 años, sonreía a las cámaras con coquetería y prendía velas alrededor de la cocina.

Fue entonces cuando, con delicadeza, puso música suave en el pequeño radio empotrado a la pared junto a la nevera, tomó en sus manos la nueva licuadora inteligente que se alineaba al sistema de la casa y empezó a bailar mientras musitaba con voz enamorada “amor mío, bailar contigo y bailar en ti me llena de vida”. En respuesta, la casa bajó la intensidad de las luces del recinto y reprodujo en la pantalla instalada frente al comedor auxiliar una película antigua, de esas de blanco y negro, donde una pareja de enamorados bailaba en un jardín.

Así estuvieron un rato, hasta que la mujer se detuvo de golpe, y besando el vaso de vidrio del electrodoméstico, dijo:

—Alma mía, hoy lo he decidido, que seremos uno solo… me uniré a ti y ya se cómo —la nevera se empezó a abrir y cerrar con un desespero impropio, como si deseara con todas sus fuerzas detener algo— no temas, mi cielo, todo saldrá bien, confía en mí.

Y es en este punto en el que la mujer, moviendo sus pies al son de la música, se fue hasta el triturador de alimentos, lo encendió de tal forma que la casa no podría acceder a su sistema, ni controlarlo, y con la misma sonrisa con la cual la encontraron horas después, empujó sus brazos contra la máquina mientras la casa desesperada abría y cerraba las puertas de todos los electrodomésticos, haciéndolos sonar ante la impotencia de no poder hacer nada más.

El resto es una historia que ni el señor Jaramillo ni los policías quisieron continuar viendo. Caso resuelto. Suicidio pasional.

Afuera, el hijo menor de los señores Jaramillo paró de llorar un momento y se consoló diciendo:

—Mira mami, hasta la casa esta triste y por eso está llorando.

La señora Jaramillo extrañada se preguntó por qué se había activado de la nada el sistema automático de limpieza de vidrios.

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EL ESCAPE

Jimena Jiménez

Entonces, es así como la Ley de Murphy se ha establecido una vez más, o solo es una profecía autocumplida a causa del estrés que conlleva esta misión. Aun así, no puedo desviar mi mente del objetivo principal antes de que sea demasiado tarde, hablando en términos relativos del tiempo inexistente en este punto particular.

Aunque esa fracción de segundo extra en condiciones normales hubiese ofrecido una gran ventaja para evitar esta situación, no he de pensar en el hipotético caso de un resultado diferente. Lo hecho, hecho está. Aceptar que el rango de probabilidad fue mayor a lo estimado es la mejor opción que tengo para continuar.

Si mis cálculos son correctos, debería encontrar la avería en el punto de refrigeración en el ala oeste. En efecto, ahí está. Pero el daño es significativo y no es seguro intentar una reparación manual. Será mejor que haga una inspección primero.

Sin comunicación con el centro de operaciones.

A un radio lejano de la base más cercana.

Sin respuesta con el sistema de conexiones inalámbricas.

Con el combustible al límite.

Con daños severos en el área vital de los suministros alimenticios y regulaciones en la temperatura del interior.

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***

En resumen: el límite previsible de fallo ha superado todas las expectativas. Resulta risible pensar que ni siquiera con toda la tecnología más avanzada se haya calculado un evento masivo como este, más no he de actuar de forma tan irracional para descargar la responsabilidad en un ordenador. Después de todo, no puedo exigirle la perfección a un objeto creado por seres imperfectos. Que irónico. Como sea, mis planes de la A a la D han sido descartados y tengo que analizar de nuevo mi estado actual.

Según el protocolo, hallar otras alternativas de solución es el eje por seguir. Sin embargo, considero que a estas alturas la misión puede catalogarse como un rotundo fracaso. No. Ya estaba predestinada a ser un fracaso desde el momento en el que fui seleccionado como candidato.

Este ni siquiera era mi sueño, y no estoy seguro de si alguna vez tuve un sueño propio que cumplir. Porque, incluso si lograra volver, no sería más que otro hombre que ha estado donde otros ya han estado. Y eso no me convierte en alguien extraordinario.

Solo soy un hombre ordinario que lleva el título de “Doctor” frente a un nombre común por el simple hecho de conocer conceptos y teorías que puede poner sobre un papel, pero que escapan de su control cuando se trata de la realidad.

No quiero rendirme tan pronto. Pues incluso si me considero como una marioneta ahora, siento que debería, por lo menos, hacer un único y quizás último intento para lograr siquiera el éxito en una tarea y, a pesar de todo pronóstico en contra, demostrar que siquiera valgo lo suficiente para enfrentarme a lo desconocido. Tengo que salir de aquí.

Personalmente, no me agrada estar encapsulado. Escuchar mi propia respiración no es interesante. Creo que es una parte del trabajo a la que nunca logré adaptarme, a diferencia de mis colegas. Es muy probable que alguno de ellos ocupase el sitio que ahora ocupo yo, de no haber sido por aquel incidente… Quizás, ellos sabrían qué hacer justo ahora.

La sensación de ingravidez ya no es una novedad. Mi cuerpo se siente tan ligero como la espuma mientras doy saltos en, literalmente, el medio de la nada. Aunque claro, fe de erratas aquí. Científicamente hablando, estoy rodeado de materia oscura que se desplaza a medida que mi volumen va deformando el espacio infinito o finito mientras me dirijo hacia el punto X, a falta de una orientación cardinal precisa.

Creo que, en el mejor de los casos, podría cerrar la abertura si el brazo hidráulico aún responde, pero… Es peor de lo que estimaba.

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Ni siquiera la más avanzada herramienta podría repararlo. Se convertirá en chatarra y probablemente se desintegre si es que en algún momento logra llegar a la atmósfera, aunque lo dudo. Así que mis opciones se han visto reducidas a un evidente exilio. Sin posibilidades reales de volver, considero que lo único que puedo hacer es dejar que mi mente divague hasta que deje de pensar.

Entonces, recapitulando… Soltarme del cordón fue el adiós definitivo a la existencia. Desde mi posición, soy un ser privilegiado. Un solo segundo más y hubiera acabado envuelto en medio del destello que puedo reconocer como mi hogar temporal. Resulta bastante gracioso, ahora que lo pienso, la situación que me trajo aquí: con una condición incurable, escapé de la Tierra buscando la vida, solo para que, al final, me encontrara cara a cara con mi condena. Abandoné un ataúd vacío en el cual Mary llorará, escapé de mi ataúd de metal en el espacio, y, ahora, estoy en un gran ataúd conocido como el universo observable.

Esto me recuerda a una muñeca Matrioska, donde hay muerte que encapsula a la muerte y, al mismo tiempo, vida que encapsula a la vida, pues la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma. Y es así como mi cuerpo volverá a su estado primigenio: polvo de estrellas. Me desintegraré, y desde el átomo más simple de mi ser se compondrá una molécula orgánica que viajará a miles de años luz hacia la tierra.

Pero ahora son estos mismos átomos lo que han dictado mi pena capital.

Un pedazo de meteorito rasgó mi manga. De seguro forma parte de la misma lluvia que averió la misión. Me quedan diez segundos terrestres antes de perder el conocimiento. Si he de despedirme así, sería prudente que deje alguna frase para la inmortalidad, pero me cuesta demasiado pensar con coherencia.

Me asfixio.

Necesito oxígeno.

Necesito volver a casa con Mary.

Necesito seguir pensando. Necesito seguir luchando.

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EL SABOR DEL FUTURO

Hace no mucho había leído de teléfonos inteligentes, más inteligentes que muchas personas. De hecho, aun me río de aquellos videos en los que un extraño con un micrófono en la mano prometía dar dinero a cambio de responder preguntas de cosas que todos debían aprender a los doce años: a cuánto tiempo equivale un siglo, el nombre completo del presidente de turno, qué día se celebra la independencia (el mismo que todos confunden con el de la revolución). Sin embargo, recuerdo también, todos fallaban en por lo menos una pregunta. Supongo yo que son los nervios, los mismos que no tiene mi teléfono cuando le digo “Okey, Google ¿qué día se celebra la independencia de México?”

A pesar de los teléfonos inteligentes y de todo lo que vino con ellos, nunca pensé que llegaría el día en el que toda nuestra casa fuera Smart: jamás imaginé que las ventanas se cerrarían solas y que las luces se apagarían cuando no hay nadie.

Recientemente, cansado de hacer los deberes del hogar, opté por comprar uno de esos refrigeradores futuristas con pantalla táctil, control de voz y, lo más importante, cocina automática. Qué maravilla, ya no tengo que comer las gorditas todas grasosas de la esquina por no tener tiempo para cocinar, ahora solo tendré que acercarme al refrigerador con su pantalla táctil que muestra una vasta cantidad de platillos que se pueden hacer con los ingredientes disponibles: enchiladas, tacos dorados, chilaquiles, burritos, sopa de frijoles… Todo eso solo con las tortillas del día de ayer, un poco de tomate, chiles, crema, queso y pollo deshebrado. Claro, es el refrigerador más grande que he visto, pero supongo que lo vale, pues remplazaría también la estufa, la licuadora y la sanguchera, una completa maravilla.

Finalmente, cuando lo pude instalar (en definitiva fue pesado, laborioso y demorado) como premio de victoria le pedí que me cocinara un huevo revuelto, algo simple, sin mucha dificultad, hasta yo podía hacerlo a los ocho años.

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Tras un par de minutos salió de un compartimento, con plato y todo, lo probé… no tengo palabras, en definitiva es más rápido, solo es poner los ingredientes y ya, no tiene cascarones, ni cabellos, no está crudo ni sobrecosido y, sin embargo, no sabe a lo que esperaba, no sabe a lo que estaba acostumbrado, no sabe bien, le falta algo y no sé qué es, simplemente no sabe bien. Bueno, después de tanto trabajo y de tanto esfuerzo instalando ese aparato supongo que deberé seguir comiendo las gorditas grasosas que venden en la esquina.

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SOLO ME DUELE LA CABEZA

Recuerdo la trocha, los huecos que me hacían tambalear tras el volante. Recuerdo que pensaba ¿a quién se le ocurre poner un colegio en medio de la nada?

Hay niños que viven en medio de esto, pero entonces ¿por qué todos tienen ruta? que desperdicio de recursos. Como si nos fueran a pagar lo del transporte…

Recuerdo la voz de Fito que salía como un fantasma del viejo reproductor del auto. ¿Dónde está ese cacharro? No lo veo y me duele moverme. ¿Qué pasó? Vamos, Juliana, busca en los recuerdos. Recuerdo el polvo pegándose al parabrisas. Pero el sol aún brillaba ¿Por qué está tan oscuro? No siento las piernas, aunque no recuerdo haberlas sentido nunca. En las películas usan frases muy extrañas.

Concéntrate, Juliana ¿dónde estás? Recuerdo el motor del carro ronroneando y el sonido del motor apagándose. Sí, primera pista, el carro se apagó. Maldito carro de mierda, justo ahí se le ocurre dejarme botada. Pero si el carro se apagó ¿dónde está? Aún era de día cuando eso pasó. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Recuerdo que llamé a Carlos, no contestó. El mensaje decía que el carro se había apagado, pero ¿dónde está mi celular? Recuerdo pensar en Superman. No, en los Simpson. “No soy un hombre de plegarias, pero si estás en el cielo, sálvame por favor, Superman.”

Tenía que salir antes de las seis de la tarde ¿por qué debía salir a esa hora? Carlos dijo algo sobre ser mujer sola y sobre la noche. Me duele mucho la cabeza. ¿Por qué está húmeda? Es sudor.

Juliana, concéntrate ¿dónde dejaste el carro? Tenía gasolina, recuerdo que las llamadas no salían. ¿Dónde están mis zapatos? ¿me los quité cuando empecé a caminar buscando señal? El cielo está muy estrellado, qué buen paisaje, no lo niego, pero me duele todo y no sé qué estoy haciendo en el piso. Carlos debe estar preocupado. ¿Yo le escribí? Si, yo le escribí. El carro está varado. Piensa, recuerda la pantalla del maldito celular ¿qué le dije? Soy una mujer independiente, yo puedo, Carlos, yo puedo sola. No, esa conversación fue después del desayuno. Quiero un cigarro. Los tenía en el bolsillo cuando dejé el carro y fui a buscar recepción o ayuda.

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Piensa, piensa. ¿Qué más pasó? Recuerdo que se empezó a oscurecer, sentí miedo y el celular no tenía señal. No debería estar sola por esta zona, eso pensé. Juliana ¿qué más pasó? El hombre, sí, recuerdo la energía del hombre que se acercó a preguntarme si necesitaba algo. Me dio miedo.

Me duele la cabeza, no puedo pensar. ¿Dónde putas estoy? No siento la mitad del cuerpo, solo el maldito dolor de cabeza. Esa cara, la recuerdo, sentí miedo. No necesito nada, ya vienen a buscarme. Pero el hombre se fue. ¿Entonces qué pasó? No aguanto a ese mosquito rondándome la cabeza. Es sudor, creo.

Déjame pensar, mosquito. ¿Qué le escribí a Carlos? La pantalla del celular, no, no estaba rota… ¿por qué lo recuerdo con la pantalla rota? Me duele respirar, no tengo fuerzas. Necesito saber dónde estoy. Recuerdo el miedo. ¿Por qué sentía miedo? El hombre me seguía, sí, lo vi. Recuerdo que le escribí a Carlos “un hombre me sigue”. El mensaje no salió. Recuerdo el pitido de la llamada sin conectarse y la pantalla rota. Recuerdo que estaba corriendo ¿por qué estaba corriendo? Eran las ocho de la noche cuando vi el celular en el suelo. Una rayita de recepción, los mensajes salieron. Lo recuerdo. ¿Pero dónde estoy? Necesito salir de aquí, Carlos debe estar preocupado. ¿Por qué estaba corriendo? El hombre que iba en la bicicleta me alcanzó, él rompió la pantalla del celular. Me duele la cabeza.

Piensa, Juliana. ¿Qué hizo el hombre? ¿Por qué tengo tanto sudor en la cara? Piensa, piensa. Está muy oscuro. Maldito pasto, me está picando la espalda. Mi blusa ¿por qué está rasgada? Recuerdo cuando Carlos me la regaló, era su favorita. No, eso no es lo importante. Carlos debe estar preocupado. Recuerdo al hombre, le tomé una foto. ¿Dónde está mi celular? ¿Dónde estoy? Carlos tiene la foto, pero no sabe dónde estoy, me habría encontrado. ¿Y si me están buscando?

Debería gritar, pero me duele mucho la cabeza. Piensa, Juliana, piensa. ¿cómo te metiste aquí? Recuerdo el dolor de cabeza, no el de ahora, el que me causó el hombre jalándome el cabello. Yo no me metí aquí, el hombre me arrastró.

No puedo pensar ¿por qué el hombre me arrastró? No llores, Juliana, no llores. No me puedo dar el lujo de llorar. El cielo está hermoso, despejado, después de tantas noches de lluvia hoy se ven las estrellas. Qué precioso paisaje. No puedo moverme. Ese olor tan cerca mío… Recuerdo el olor a sudor. ¿Por qué recuerdo eso? ¿Por qué el hombre me metió aquí? Carlos debe estarme buscando.

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Debes salir, debes levantarte, Juliana. Carlos debe estar preocupado. Me dijo que no debía salir sola de la trocha, que una mujer sola no podía manejar por esa zona y que el carro estaba fallando. No llores, Juliana, lo vas a volver a ver. Esto es un sueño, una pesadilla. Despierta, Juliana. Si es un sueño ¡sálvame, Superman! Ese olor me da nauseas. ¿En qué momento se fue el hombre? Recuerdo que me desmayé ¿qué me hizo? ¿Por qué no puedo mover las piernas? Piensa, Juliana, piensa. No puedes mover las piernas porque el hombre… el cuchillo… el dolor en la entrepierna. No llores, no puedes llorar, debes guardar la calma. Carlos debe estar preocupado, debe estar buscándome. Carlos, mi amor ¿dónde estás? ¿dónde estoy? Recuerdo la frase de Fito, la melancolía de morir en este mundo y de vivir sin una estúpida razón. ¿Quién pone un colegio en mitad de la nada? No me voy a morir, pero tampoco me puedo mover. Esto es una pesadilla. ***

Me duele mucho la cabeza. ¿Esas son luces? Sí y voces. Carlos debe estar buscándome. Aquí estoy, amor. ¿Me puedes ver? Cerca debe estar el auto, mi celular en el suelo y los zapatos. No me puedo mover o iría a buscarte. Lucas, peludo, ya te puedo sentir cerca, aquí estoy.

Debería gritar, no me puedo mover, pero debería gritar. Lucas, sí, soy yo, soy mamá. Vamos perrito, trae a Carlos. ¿Por qué lloras, perro tonto? Ve, él me va a encontrar. No me voy a morir. Ahí estás, amor mío. Pensé que no volvería a ver tus ojos. Amor, no llores, todo va a estar bien. Solo me duele la cabeza. No llores, amor.

Aquí estoy. Estoy bien. ¿Quiénes son esos? ¿Por qué viene la policía? No, no le digan eso. Amor te prometo que yo fui fuerte. No fue mi culpa. No fue mi ropa. Yo corrí y peleé. Yo no me lo busqué. No quería, no lo dejé tocarme. Yo te esperé, sabía que me encontrarías. Sí, fue el tipo de la foto, el que me seguía. No me mató, no le digan eso. Amor, yo no estoy muerta, yo fui fuerte. Aquí estoy. Aquí sigo a tu lado. Solo me duele mucho la cabeza.

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VARADO

Como si todo lo de antes no fuera suficiente. Como si todavía tuviera ganas de quedarme a la mitad de la nada —porque eso era la nada, a mí nadie me dice que no— en un día de trabajo, en el que, además, seguro estarían enviando hasta señales de humo informando que mi presencia era necesaria, porque así son los jefes, necios, imprudentes, les dices que te quedaste varado y te piden pruebas, es cuestión de minutos para que empiecen a pedirlas.

Sí, claro, ¿y qué quieres que haga? ¿Me tomo una fotografía y te la mando? “Los abuelos deberían ser eternos”, va a decir mi pie de foto, como las burradas esas que suben las chicas en calzones de las redes sociales. Y yo aquí, con mi cara de imbécil, varado en la nada, porque esta cosa decidió no avanzar más. Hizo un ruido bien extraño, y de pronto, ya no quiso caminar más. Como si supiera algo de mecánica, o de autos.

Sé conducir porque me enseñó a conducir mi hermano mayor, Joaquín, porque mi papá se ponía histérico. “¡Pisa el freno, Julián! ¡Nos vas a matar!”, me gritaba. Lo pisaba, y entonces todos se daban o con el tablero del auto o con el asiento de adelante. “No cabe duda que estás bien tarado para manejar”, me decía, “Y para otras cosas también”, agregaba, como si lo anterior no hubiera sido suficiente.

A veces creo que es verdad. Me di cuenta ese día en el trabajo, cuando me pidieron que solicitara compañía para ir a cuidar de las vacas. Miré a Lorena con ojos de súplica, pero no funcionó. Ella me sonrió de vuelta, eso sí, porque sabe que me gusta que lo haga. Es bonita, tiene el cabello negro y los ojos verdes, grandes y brillantes, y a veces imagino cómo sería si pudiera enredar mis dedos en su pelo. Ese día solamente me quedé como tonto mirándola sin poder decirle nada. Terminó yendo con Francisco a ver a los patos. Carajo.

Todo iba bien, sí, todo iba bien, ¿cuándo se fue todo a la mierda? No era demasiado complicado: ir a la ciudad, traer medicamentos y volver, lo de siempre, aunque nunca me habían mandado a mí, porque, según ellos, siempre tengo cara de pocos amigos.

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No es que tenga cara de pocos amigos, es que son bien mensos, ¿quién se pierde en camino a la ciudad? Como si existieran diez caminos, sólo hay uno, te vas derecho, camino a la ciudad, y se acabó.

¿Cómo se pierde uno yendo en un solo camino, que además no tiene curvas, que sigue derecho? Para mí que se van a otros lugares antes y por eso se pierden, y ahora… ahora estoy perdiendo yo mi dignidad, seguro creyeron que me perdí también, como todos los demás. A ver si mañana no comentan que me perdí yendo por el único camino posible.

No, lo caótico no termina allí. Está atardeciendo y pronto estará lo suficientemente oscuro como para que ni yo, ni nadie, pueda arreglar el cacharro este. Ya llamé a Lorena, le dije que esta cosa no camina, y dijo que alguien vendría a ayudarme. De eso tiene cuatro horas, y yo sigo aquí, sin poder hacer nada al respecto de esta cosa porque no se me ocurre qué hacerle.

Abrí ya el cofre y me asomé, puse cara de saber qué es lo que estaba haciendo, y la verdad es que todo se ve normal. Ojalá hubiera puesto atención antes, cuando mi papá me enseñó a manejar y a arreglar el coche… pero no. Querías ser veterinario de la granja, ¿no, Julián? Ya ni para quejarme me quedan ánimos.

Pedí ayuda, claro que lo hice. Era un hombretón gordo, grande, que me hizo la misma cara que yo puse cuando abrí el cofre, como si de verdad supiera qué estaba viendo. Negó con la cabeza mirando el motor, y sólo se fue diciéndome que no, que mejor alguien viniera a revisarlo. Pues gracias, que para esos diagnósticos de lo evidente se hubiera quedado mejor en casa, señor, quise decirle.

Me siento en la silla del copiloto y enciendo la radio. Bueno, al menos no es algo eléctrico, ¿no? Cierro los ojos un momento, qué calor hace, creo que este año hace más calor que ningún otro. Apenas es mayo y ya parece que estamos a mediados de julio, cuando en el supermercado sólo venden trajes de baño y vasos para la piscina… aunque la mayoría de las personas estemos trabajando en julio.

Sólo los niños dejan de ir a la escuela, y no tengo ganas de tener uno de esos. Dios, ni los ojos verdes de Lorena podrían convencerme de tener una de esas fábricas de caca, que eso son. Puros gritos, puros chillidos y pura caca, y tú tienes que poner cara de que verdaderamente sabes lo que haces, como ahora. Bueno, creo que prefiero estar atorado en medio de la nada, a decir verdad.

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Así me quedo, escuchando música, meditando en letras a las que jamás había puesto atención, sudando y pensando en que me voy a deshidratar, qué más da. A ver si mejor me reporto enfermo mañana como castigo por no haber venido pronto. Si se quieren deshacer de mí, deberían decírmelo. Claro que se quieren deshacer de mí. Sé que a la mayoría no le agrado, en especial al imbécil de Francisco. Como Lorena sí me mira a mí y no a él, escucho una voz que me hace saltar en el asiento, como si hubiese invocado a alguien, perturbando mi paz. ¿Qué pasa? ¿Quién es? Yo no llamé a nadie, justo cuando necesito no tengo forma de comunicarme más que con ellos.

Es entonces cuando la miro a través del cristal, con su sonrisa amplia y sus ojos bonitos. Es Lorena, ¿estoy soñando? ¿estoy alucinando? ¿es la deshidratación? No puedo evitar preocuparme, ¿cómo se les ocurre mandarla sola hasta acá, a la mitad de la nada, con este calor? Ella me sonríe, me dice que era más fácil para ella venir porque estaba desocupada. Le agradezco. Es mi ángel guardián, estoy seguro. La veo sonreír y creo que jamás he visto a una mujer más bonita. Ella ríe y se mueve con gracia, abre el cofre del auto y me suelta una pregunta que me hace volver al inicio, al mero inicio, cuando la cosa esta decidió no caminar más, antes de pensar en reportarme enfermo mañana y antes de pensar en Joaquín y mi papá cuando aprendí a manejar. Hace ella la pregunta más inocente del mundo y, al mismo tiempo, la que más me lastima.

—¿Tiene gasolina? —pregunta, con esa voz tan alegre, como confirmando que yo ya revisé eso.

¿Tengo cara de saber algo de autos? Creo que ya lo había dicho, que no sé nada de esto, que sé manejar porque de verdad Joaquín es buen profesor. Cuando le doy vuelta a la llave, prefiero no decirle nada, porque ya más herida mi dignidad no puede estar. Todo este tiempo, lo único que le faltó a la camioneta era gasolina, simple gasolina. Traigo como tres galones en la parte de atrás.

Pensándolo mejor, creo que mejor mañana voy a renunciar.

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SOBREVIVIENTES 3.0
Los inolvidables “quince” de perla y otros relatos funzanos

TRES PROMESAS

Rocío Castañeda

Que buena bailada nos echamos, verdá que sí, el compadre estaba zapateando como un endemoniado, pobre de la comadre lo estará llevando a rastras por la loma, seguro mañana lo saca corriendo a punta de escobazos, ja, ja, ja, ¿pero a quien no le gustan las fiestas patronales?, buena chicha, las muchachas bien bonitas, la comida nunca sobra y el cura con sus naguas tratando de salvarnos, ah, viejito, todos los años con sus cuentos. ¿será que si me salva? ¡Brincos diera, mi madrecita!

La Jacinta estaba bonita pero muy orgullosa, ni que no hubiera con quien más bailar, ella se lo pierde, por orgullosa a botar quimba pa´ llegar al rancho. Noche de luna llena, mi virgencita no me desampara, quiere que llegue con bien a mi casa, ¡pero si se ve rebonita la noche!, y ese cura diciendo que nos iba a castigar por la bailada. ¡Jesús bendito, de por Dios! que me voy por la loma, ¡esta yegua sí será tonta!, ¿cómo se iba a meter por ese barrizal? ahora si nos jodimos, las benditas palabras del cura se le están cumpliendo.

Jumm ¿ahora como saco ese animal?, ni el canchoso está pa´ que me acompañe, se largó con la Jacinta, por un pedazo de arepa, y que el perro es el más fiel, ¡que embuste!, aquí toy solo y él sí bien calentico, pero mañana que vuelva ya va a ver lo que le toca.

Y ahora esos perros aullando, no van a dejar que me escuchen donde mi compadre, ¡compadre!, ¡compadre!, que traiga una manila que me fui por la loma.

¿Qué era lo que decía mi madrecita?, ¿Qué es lo que pasa cuando pegan esos aullidos los perros?!, ¡ah, Virgen Santa!... que viene el diablo… ¡Brille para ellas la luz perpetua!, ave María santísima, bendita yegua donde tenía que venir a meterse, mucho me lo dijo mi madrecita: Santos, no te vayas a beber, mira que el diablo anda suelto, ¡pero no!, tenía que llevarle la contraria, ahora con esa yegua renga, ¡benditas almas, que no se me aparezca el diablo!

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SOBREVIVIENTES 3.0
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Ah, viejita esa con sus cuentos, me tiene asustado, y tenía que ser aquí, ¡Oh, Jesús, protégeme que ahora si vienen por mí! viejas agoreras, con sus cuentos, solo pa´ asustarlo a uno. Jesús bendito pa´ que se tiene que acordar uno de esas vainas en momentos como estos, al caído caerle, en primera me quedó renga la yegua y en segunda me acuerdo del diablo. Madrecita Santa, si me sacas de esta, te prometo que el otro año solo echo rosario, y con la Jacinta hay casorio y al pulgoso no le doy su latigazo.

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NI UNA SOLA GOTA DE AGUA EN EL MAR Miguel Hernández

Se empezó a esconder el sol, hace más de diez horas que debo estar acá, será que debo pasar la noche aquí, pero y el frío y el viento, me crujen las tripas… no, no, no alguien tuvo que extrañarme y seguramente se dio cuenta de que hace tiempo no asomaba y entonces fue y buscó a otro para salir a buscarme, claro que sí, están buscándome.

Seguro más tarde alguien aparece con luces y haciendo sonar la sirena. No creo que no se hayan percatado de mi ausencia. Lo correcto es que me llamen, si así es. No, que va, si aquí no hay señal, venga miro otra vez, no, está muerta. ¡Ahora sí el sol se fue!

Pero mire qué clarito más bonito allá, hace tiempo que no veía un atardecer así… me recuerda cuando era pelao y con los del barrio nos echábamos en la playa como a esta misma hora, cómo todos se ponían calladitos alegres y agitados mirando al sol cuando desaparecía. Ja, la sonrisa del negro, sentado, apoyado con las manos atrás… parecía una silla. Nunca lo volví a ver… ¡qué chino para darle duro al balón! que épocas… ¡Dios mío! No quiero estar aquí tan solo ¿por qué no puedo llorar? Tengo que pagar por ser así y salir de malas pulgas con todos ¡ero es que las vainas se hacen como yo digo!

El pescado se vende así y a ese precio y punto. Yo soy muy pendejo… cómo voy a salir sin mirar que el motor no tenía gasolina… No, no, no en la casa deben estar peor de mal conmigo, pensarán que estoy es mamando ron y me esperarán mañana, así los tengo acostumbrados… Nooo este viento esta penetrado. Uy no joda, qué vaina, emputarme por el precio del pescado, al fin y al cabo, todo eso queda en la casa y estoy acá es porque pensé en castigarlos con mi ausencia y mi rabia… ¡Dios mío, mírame que tengo las manos en la cabeza y las lágrimas no me salen!

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Tengo frío y no quiero quedarme aquí, y cuando empiece a picar el mar, ya nadie va a venir por mí, nadie. Solo con el sol de la mañana voy a ganarme una insolación… ¡AYUDA, PAPITO, AYUDA! Tanto silencio… No, esperemos, sí, mejor, alguien tiene que pasar y me verán y me salvarán.

Cuando llegue a la casa les pido perdón y les digo que, no que va, que todo lo solucionamos como la familia que somos y que me perdonen que no me les vuelvo a perder y full sancocho es que les hago y el domingo nos vamos pal rio… hoy, en esta balsa, solo puedo llorar.

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• GANADOR CATEGORÍA 7 A 10 AÑOS •

EL MISTERIO DE FUNZA

Álvaro Nicolás Moreno Quiñones

Hace mucho tiempo, Funza era diferente a como la conocemos. Con el tiempo ha ido creciendo, adaptándose y desarrollándose.

Robert despertó, fue a su laboratorio donde estaba trabajando en su proyecto: una máquina del tiempo para descubrir en el pasado los misterios de Funza.

Hizo los ajustes finales y se fue para el parque con su extraordinaria máquina, la idea era comenzar la prueba cuanto antes, toda la gente se reunió para ver lo que Robert estaba haciendo.

Robert estaba acompañado por Manuel, su asistente y amigo. Durante la prueba, Manuel, debía regresar al pasado por una moneda de cien pesos que él mismo había dejado una semana atrás en su escritorio de color azul. Manuel desapareció y un segundo después regresó con la moneda, ¡la máquina funcionó!

Ya no harían más pruebas, el día siguiente programaron la misión para viajar al pasado de Funza, decidieron viajar 500 años atrás. El viaje fue extraño, pero exitoso, Robert y Manuel sintieron como si se hubieran quedado dormidos y al abrir los ojos, y se abrió la máquina, pudieron recorrer un buen trecho, encontraron, en lugar del Biblioparque, la concha acústica y las casas de la ciudad, tinguas, cucaracheros, ranas sabaneras, pero muy diferentes, más grandes, con más plumas, más escamas. También encontraron en su recorrido eucaliptos, sauces, acacias y cipreses, algunos mucho más grandes, frondosos y llenos de olores y colores.

Siguieron su exploración subidos en la máquina, entonces escucharon un crujido, una parte del motor se había caído y rodado. Los viajeros ya habían tomado datos sobre todas las cosas de Funza, pero tuvieron que ir en búsqueda de la parte perdida de la nave.

Esto no fue casualidad, el aparato tenía ahora el espíritu de Funza que era el protector de las reliquias, y llevó a los viajeros a una cueva.

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SOBREVIVIENTES 3.0
Los inolvidables “quince” de perla y otros relatos funzanos

Buscaron adentro y encontraron minerales preciosos. Ellos cogieron unas muestras, pero cuando iban a salir de la cueva, la entrada por donde habían ingresado desapareció, el espíritu apareció atrás suyo y les hablo:

“No pueden llevarse esa información, todo esto pondría en riesgo el pasado y el futuro, los seres humanos podrían, además de utilizar los minerales y todos los datos de este tiempo para descubrir los secretos de Funza, lo que podría ser muy negativo para la fauna y flora. También podrían utilizar la máquina para traer más gente y poblar este paraíso tal como está pasando en el futuro. Devuelvan toda esa información y prométanme que al volver al futuro van a destruir la máquina y van a destrozar los planos. Si no cumplen mi orden, deberán quedarse aquí para siempre”

Robert y Manuel, muy asustados, tomaron la decisión de hacer lo que les ordenaba el espíritu, les fue devuelta la parte del motor que estaba perdida.

Al regresar, se untaron de aceite y dijeron que la máquina había fallado y que no había podido hacer el viaje. Los funzanos preguntaron si iban a arreglarla, pero Robert les dijo que la única fuente de energía que podía permitir un viaje en el tiempo era un mineral muy extraño que solo se encontraba en Marte y que no podían hacer nada, cuando fueron a su laboratorio quemaron los planos de la máquina y luego la destruyeron, pieza por pieza.

Al terminar de desmontarla, un mes después, se deshicieron de los materiales, y cuando ya no dejaron ningún tipo de rastro, decidieron comenzar otro proyecto.

Una noche, mientras dormían, el espíritu apareció en sus sueños y les agradeció por haber cumplido su petición, en recompensa el resto de las vidas de Robert y a Manuel, mientras estuvieran en Funza, sería productivo y feliz.

Sin embargo, Robert y Manuel habían cometido un pequeño error, no habían borrado los planos de la máquina del tiempo del teléfono…

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• GANADOR CATEGORÍA 11 A 13 AÑOS •

LA ARDILLA BLER

Bler era una ardilla que se la pasaba trabajando, era amable, pero no le gustaba compartir con los demás. Ella recolectaba comida para el gran invierno porque no tenía un lugar fijo para vivir. Le encantaba cambiar de árbol cada día para proteger su comida de otros animales. Entonces empezó a dejar su botín en una vieja madriguera abandonada, se enteró, porque escuchó a los animales, que era de un conejo que desapareció hace muchos años.

A Bler le gustaba de vez en cuando salir a hablar con Oso pardo y él le confirmó lo de la desaparición del conejo. A Oso lo veía pocas veces porque se la pasaba la mayor parte de su tiempo durmiendo, en la búsqueda de miel de abejas para saciar su voraz hambre y conseguir comida para el viejo Zorro, que estaba muy viejo para cazar.

Una noche Bler se encontraba durmiendo en la Madriguera después de recolectar mucha comida en la mañana. Despertó asustada porque escuchó un fuerte ruido. Se propuso mentalmente revisar su comida, luego empezó a ver unos ojos muy grandes y rojos. Pensó que era una araña y fue a hablar con ella para preguntarle qué hacía en su casa.

—¿Qué haces aquí?

La araña no respondió.

Tomó aire y habló más despacio.

—Oye, ¿qué haces aquí?

Como lo hacía su mamá, tomó más aire y, muy despacio, pero fuerte, le preguntó nuevamente y aún seguía sin responderle. Por más que tomó aire, sintió que sus manos temblaban, su párpado derecho se sacudía rápidamente y el corazón palpitaba muy acelerado. Se sintió muy estresada y muy rápido le dijo:

—¡Sal de la madriguera!

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La araña le hizo caso, pero se alejó llevándose con ella casi toda la comida que la ardilla con mucho esfuerzo había recolectado.

Al día siguiente, Bler fue hacia la cueva donde vivía su amigo Oso para contarle:

—¿Quién es esa rara araña y dónde puedo encontrarla?

Oso no se encontraba en su cueva y fue a buscarlo al bosque porque tal vez estaba en la búsqueda de la miel de las abejas. En el camino se percató de que entre los árboles había una enorme casa hecha de tela de araña, vio a Oso y le dijo.

—¡Me acompañarías a la casa de las arañas para investigar!

Pensaba que tal vez podía estar la araña que había ido a su casa. Oso lleno de miedo y angustia, respondió:

—Bler, esto es una mala idea.

Se pusieron de acuerdo para entrar, salía humo y pensaron que estaban cocinando. Al entrar vieron muchísimas arañas, eran miles.

—Yo me voy de aquí —dijo Oso.

—No te vayas, además no saben que estamos aquí, así que vamos a investigar un poco, ¿está bien?

Procedieron a adentrarse más, hasta encontrar unas pocas arañas que llevaban toneladas de comida en carruajes de tela improvisados hacia una misma dirección.

—Vamos, pero en silencio —dijo Bler.

Avanzaron hasta llegar a una especie de castillo, entraron, vieron que las arañas los rodeaban y los superaban en número. Pocos segundos después llegó una araña, pero no era como las otras, era más grande y de repente les dijo:

—¿Qué hacen en mi castillo?

—¡Nada!

Al observar sus ojos rojos como fuego, Bler dijo:

—Solo estamos buscando lo que nos robaron.

—Como que nos... —le dijo suavemente Oso.

—Solo sígueme la corriente —dijo Bler.

La gran araña les dijo:

—¿Acaso su almacén de alimento fue robado?.

La ardilla pensó: ¿cómo sabe que es comida?

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El Oso le dijo:

—Por tu culpa estamos en problemas, jamás me dijiste porqué tuvimos que venir a este lugar.

—Lo siento, okey, pero no peleemos, ¿está bien? —dijo Bler.

—Sí, pero piensa rápidamente cómo podemos salir de aquí, esa gran araña tiene intenciones de comernos —dijo Oso.

—Oso, vamos a salir corriendo.

Lo intentaron, pero no les salió muy bien ya que los atraparon y encerraron en el calabozo.

—Tenemos que buscar una forma de salir, podemos morir aquí —dijo Oso.

En el calabozo había una ventana por la cual se podía ver una especie de sala en la cual se almacenaba toda la comida que robaban, de repente de la sala salió una araña y detrás de ella otras arañas más pequeñas que comían toda esa comida en cuestión de segundos.

—Tal vez podamos encontrar algo lo suficientemente grande para romper los barrotes de la ventana, pero primero tenemos que esperar a que esas arañas se vayan de aquí.

Cuando se fueron las arañas, aprovecharon la oportunidad. Oso y Bler lograron escapar, pero una araña que hacía de guardia dio la alarma y la reina ordenó que los encontraran, así tuvieran que buscar hasta debajo de las piedras.

Oso y Ardilla querían huir rápidamente para pedir ayuda al Zorro, irse a vivir en su cabaña y esperar que el invierno llegara para hacer que las arañas los dieran por desaparecidos. ***

El niño guarda sus juguetes y baja a cenar. Debe madrugar para ir a estudiar en el Colegio Funza.

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• GANADOR CATEGORÍA 14 A 17 AÑOS •

CUANDO CREZCAN FLORES EN EL PAVIMENTO

Es en aquel arrabal pintado de verde donde la vida cobra sentido. En aquel museo desbardado, lleno de historias donde las aves navegan, sus alas despeinadas opacadas por el oscuro firmamento, comúnmente rompen el silencio. Este no es el caso, pues, alguien se les ha adelantado. Siendo las cuatro de la mañana el distintivo ruido del gallo inunda la vereda completa, el despertador primitivo funciona lo suficiente como para levantar a Jorge.

Se frota los ojos, las lagañas quedan en sus manos como prueba de su reciente reposo. De manera instantánea, posa sus pies sobre la pálida baldosa, estira sus brazos intentando tocar el cielo, al no conseguirlo se levanta de la cama. Su mente le habla, le recuerda la rutina crepuscular. Rápidamente busca una deshilachada toalla y entra al baño, no demora más de cinco minutos, se viste con el overol de su padre.

Los lugares comunes están descoloridos balanceándose entre un par de tonos grises. Viste sus pies con las botas de caucho, emblema de las zonas rurales. Cada filamento de su ropaje grita historias que jamás serán contadas, quizá queden en el olvido. Poco le importa, ya que sale de manera apresurada a ordeñar las vacas. La tarea mecánica de levantar las ubres le reconforta, el calor animal ataca el gélido ambiente situado en sus manos, recoge el producto en un antiguo balde, roto en algunas esquinas por el uso. Sin apuros se percata de la iluminación en su rostro, el firmamento se ha tornado claro, en su lógica, este color lo incita a emprender su aventura hacia un aula lejana, busca su uniforme, lo viste de manera apresurada, lustra sus zapatos con añejo betún, solidificado por el pasar de los meses.

Se siente preparado para la travesía, abre la puerta de su casa y busca su bicicleta, le gusta pensar que es un caballo metálico, cabalga su compañera “la bici” con un destino trazado.

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Los inolvidables “quince” de perla y otros relatos funzanos

La neblina terrosa dibuja su recorrido reciente, como si de una tormenta de arena se tratase, el polvo le inunda los ojos y los labios de manera progresiva desaparece lo que la naturaleza reclama como propio, el verde desaparece y las huellas de su caballo se hacen invisibles, pues el asfalto no funciona como la tierra, no es un lienzo en el que se pueda trazar un mapa, no es un jardín espontáneo donde abundan vestigios vegetales. Es simplemente asfalto, suelo gris y rugoso.

Al pedalear diez o veinte minutos, al pasar la polvareda y algunos charcos, cuando se aleja del enjambre de troncos repleto de insectos, cuando las llantas de la bicicleta agarran adoquín, comienza a ver edificios que se extienden por el cielo, ve postes con lámparas que resplandecen en las calles. La maleza es remplazada por cortinas de acero rotuladas, anunciando diversos productos. Veinte minutos en bicicleta bastan para que aquellos que vivían en la nombrada vereda, se sintieran en otro país —si el viaje fuera más extenso— verían cosas más sorprendentes y el verde de los pastizales sería completamente reemplazado por el gris profundo citadino, las vacas desaparecerían a lo lejos y los pájaros se convertirían en peluches encerrados en vitrinas polvorientas. Mientras más se aleja de su hogar, sin saberlo, ve en lo que se convertiría su aceitunada vereda. Las llantas de su bicicleta chocan con un oxidado tubo metálico, se baja rápidamente de su caballo y corre por el patio del colegio, al llegar al aula, se da cuenta de su tardanza, la profesora ya está desarrollando la lección. Sus ojos ansiosos llaman de manera desesperada a la licenciada, gritan por conocimiento.

La maestra, al verlo, lo invita a entrar. Jorge le regala una sonrisa de agradecimiento, acerca la silla a su pupitre y saca su cuaderno. La profesora se dispone a dictar su clase: la temática, unidades de medida y busca empezar con una pregunta:

¿Alguien sabe cuántos mililitros son un litro? Jorge pocas veces levanta la mano, pero por su mente circulan muchos recuerdos, uno de ellos es fresco, de una tarea recién desarrollada. Jorge recuerda el balde lleno de leche, recuerda el frío en sus manos y el aroma a hogar. Al notar que ninguno de sus compañeros tiene la respuesta: se dispone a levantar la mano —otra vez simulando tocar el cielo—

“Yo, profe” dice Jorge, con un entusiasmo a flor de piel y recuerda las pequeñas líneas del balde, recuerda que antes de “un litro” está “quinientos mililítros”; duda que la respuesta sea “quinientos mililítros” puesto que la distancia hasta “un litro” es la misma que de “cero” a “quinientos mililítros”; deduce rápidamente que son “mil mililítros”.

¿Cuántos mililitros son un litro, Jorge?, pregunta la maestra.

Profe, yo creo que son mil mililítros.

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La maestra, entre sorprendida y entusiasmada, le da el visto bueno a su respuesta. Muy bien, Jorge. Un litro son mil mililítros.

Jorge se siente realizado, su sonrisa es evidente. Por un momento siente cómo el conocimiento campesino fue de utilidad, crea un portal entre su hogar y su colegio, siempre los había separado. Lo veía lejano, su hogar no estaba enladrillado, la flora le invadía la vista. Recordó las vacas, sus compañeras matutinas, el viejo tronco lleno de insectos ubicado al frente de su casa, el ropaje que atribuye como propio.

La infinidad de vegetación ubicada en su vereda. Como una fotografía que se desvanece por el tiempo, el cataclismo gris es continuo, niega la verdad de que en algún momento su caballo dejara de cabalgar. No quiere que se desvanezca, ¿Por qué no puede quedarse en ese lugar donde las aves son libres y las serpientes nadan en los charcos? ¿Por qué la ciudad no regresa a ser una vereda donde la gente sonríe? ¿Por qué los postes de luz no se convierten en arboles?

Jorge extraña su hogar, sabe que no pertenece a la ciudad. Pero lo reconforta saber que, mientras las aves vuelen, los gallos cantarán.

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UN LUNES DE CACHILA

Los lunes eran de todo o nada. Eliseo salió de la casa y antes de cerrar la puerta le dijo a su novia que uno no es de papi y mami que le dieron de tragar. Si, le gritó la mujer, hágale más bien rápido que va a llegar tarde. Eliseo se acomodó la gorra, y sin recordar por cuál calle debía coger, tomó la dirección que le dio su intuición. Hace dos días, él y su novia, se habían bajado en la entrada del pueblo que su hermana mayor le había recomendado:

—Eliseo, hágame caso, con esa plática de mamá, alma bendita, compre en otro lado. Eso por acá en el campo ya no hay trabajo.

Eliseo, a pesar de que tenía un papelito con las indicaciones escritas como si lo estuviera regañando su hermana, no supo para dónde coger con su novia. Él recordaba que debía tomar, al bajarse de la flota, un bus rojo pequeño que tuviera en letrero escrito las palabras “El Hato”. Se la pasó todo el camino diciendo entre dientes “El Hato”, “El Hato”, “El Hato”.

Recordaba muy bien la cantaleta que su hermana le había dado: “ni se le ocurra subirse a otro bus, ni coger para otro lado si no quiere perderse. Cuando llegue por allá debe buscar la calle veintitrés con carrera tercera (se dio cuenta de que su memoria mejoraba en las cantaletas), ahí es donde yo me quedé una vez. Es una casa grande con muchas habitaciones y mucha gente y muchos perros. Así que con cuidadito. Si no, mano, pregunta, usted tiene esa maña de sabérselas todas.”

Eliseo le dijo a su novia “mucha maricona si jode la Yolima, yo qué me voy a perder”. Sin embargo, Eliseo no supo si el bus del Hato pasaba en esa acera o en la otra. No sabía si ahí era El Hato o donde carajos quedaba El Hato. Aunque su novia le insistió para que preguntara, le hizo caso a su intuición y decidió pasar la calle con ella.

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• GANADOR CATEGORÍA 18 A 64 AÑOS •

Eliseo se frotó las manos, sintió que el frío le penetraba el hambre que tenía, no había sido suficiente la arepa con chocolate en agua. Caminaba con los ojos chiquitos para poder ver más allá de la niebla y no perder tiempo en calles que no lo llevaran al Bar del campo. Lo estaba esperando un señor que había conocido el día anterior.

—Vea, muchacho, para llegar al Bar del campo, busted sale de aquí del Hato, toma toda la principal, la quince, sigue derecho, derecho, ahí no hay pierde.

—Claro, patroncito. Yo sé mucho de la sabana.

—Mañana nos vemos ahí a las seis de la mañana. No vaya a llegar tarde porque segurito lo dejan botao.

Eliseo había conocido al señor en una tienda del barrio, estaba en busca de trabajo y, a pesar de que no conocía a nadie, preguntó tienda por tienda si alguien sabía del trabajo que daban en el Bar del campo como cachila, pues era domingo y había escuchado en la pensión que los lunes se reunían unos tales cachilas a cosechar papa y hortalizas.

Eliseo no sabía cómo salir del barrio y encontrar la calle quince. Pensó que lo más fácil era guiarse por las direcciones de las casas. Solo debía hallar el sentido en el que las calles descendían de número. Sí él estaba en la veintitrés debía descender unas cuantas cuadras.

Pero, al ir caminando, las calles aumentaron. Yo sí soy mucho bruto, mano, dijo, es para el otro lado. Retornó por la calle y pasó de nuevo por la pensión en la que se estaba quedando.

Eliseo continuó guiándose por las placas de las direcciones de las casas. Pasó en frente de lo que, al parecer, era un colegio. Pasó en frente de varios potreros. Caminó por calles destapadas. Se devolvía al ver que las direcciones aumentaban y no descendían. Se le hizo eterna la salida. Miró su reloj, ya eran más de las seis de la mañana. Ya no sentía hambre.

Solo quería decirle a su hermana que era una fastidiosa morronga, que por qué le había dicho que podría encontrar trabajo fácil aquí en la sabana.

Eliseo, después de algunas horas, llegó a la casa. Su novia le reprochó: ¿si ve, por qué no pregunta dónde quedan las vainas?

Eliseo le dijo:

—Pa serle sincero, yo como que no sé nada de la sabana.

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UN NUEVO RUMBO

Los años 60 fueron una época difícil para vivir en Colombia, especialmente en el campo. La violencia estaba agudizada por la guerra entre partidos políticos, era peligroso pensar en voz alta. Yo quería un mejor futuro para mi familia, no esperaba que mi hermosa esposa y mis dos pequeñas hijas vivieran bajo un terror que no merecían. Por fortuna, no pasamos necesidades, pero mi trabajo como sastre no era suficiente para cumplir las promesas que en secreto tenía pensadas para mi familia.

Tenía un amigo que no hace mucho había viajado a la capital. Cuando volvió al pueblo me contó maravillas de su viaje, lo diferente que era la vida por allá, las muchas oportunidades que estaban a la espera de ser aprovechadas, pero no solo en la ciudad, sino también en los pueblos cercanos. Los relatos de mi amigo alimentaron mi deseo de buscar algo mejor. Fue así como tomé la decisión de abandonar mi pueblo natal en Santander, dejando temporalmente a mi esposa e hijas.

Fue muy triste dejar a mi familia, no nos habíamos separado antes, pero no podía llevarlas a aventurar conmigo sin saber lo que iba a encontrar. Le prometí a mi esposa que volvería en cuanto pudiera, que la llevaría a ella y a las niñas a un mejor lugar, pero que por favor fuera paciente y confiara en mí, que me tuviera presente en sus oraciones para que me fuera bien. No quería alargar la despedida porque eso sería más doloroso para ambos. Finalmente, partí.

Un día de 1973 llegué a la capital, asustado por lo desconocido como cualquier mortal. Pronto empecé a trabajar como peón de construcción, siempre he sido muy trabajador, no tuve problemas mientras estuve allí. Pero la ciudad era muy ruidosa para mi gusto, ese ajetreo no era a lo que yo estaba acostumbrado. Me gustaba la tranquilidad que me daba el campo, salir a respirar el aire fresco junto a mi esposa. Si bien no estaba atrapado, no iba a volver a mi pueblo con el rabo entre las patas, le había hecho una promesa a mi esposa y la iba a cumplir, pero tampoco quería seguir donde no me sentía cómodo. Ahí fue cuando recordé el relato de mi amigo, oportunidades no solo había en la ciudad, también en los pueblos cercanos. Entonces decidí irme a un lugar nuevo.

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SOBREVIVIENTES 3.0
Los inolvidables “quince” de perla y otros relatos funzanos

Escuché de un pueblito que no quedaba muy lejos, decían que había muchas flores y se necesitaba gente que las trabajara, justo lo que necesitaba, otra oportunidad. Así llegué a Funza, un lugar más tranquilo que la ciudad, me recordaba un poquito a mi pueblo, eso me hizo sonreír. En cuanto pude empecé a trabajar en una empresa de flores. Sagradamente madrugaba todos los días e iba a trabajar, pensaba en mi familia y que pronto volvería a verla, eso me motivaba. Después de unos meses de duro trabajo pude reunir el dinero para traer a mi esposa y mis hijas, las extrañaba mucho y nos habíamos comunicado muy poco desde mi partida.

Pedí permiso en el trabajo y viajé a Santander. Estaba feliz porque le estaba cumpliendo la promesa a mi esposa, pero más feliz me puse cuando la vi a ella, tan hermosa como siempre, y a mis niñas que apenas eran unas bebés cuando me fui.

El viaje a Funza no fue fácil. El transporte en ese entonces era incómodo, cargar con las cositas que teníamos fue un encarte y las niñas no estaban acostumbradas a viajar, de hecho, era la primera vez que lo iban a hacer. Después de un largo viaje llegamos al pueblito prometido. Llevé a mi esposa y a mis hijas a una casita en la que pagaba arriendo cerca al parque principal, era humilde, pero con ellas ahora el lugar era más ameno.

Mi esposa nunca fue floja, al contrario, era una mujer echada pa’ lante, una santandereana que no le huía al trabajo y que me ayudó mucho desde que nos casamos. Ella consiguió trabajo en otra empresa de flores, ahora juntos estábamos sacando adelante nuestro proyecto de vida, como siempre habíamos querido.

Pronto pudimos mudarnos a un lugar más amplio y justo a tiempo, porque íbamos a tener otra hija, una gran bendición para nosotros. De momento mi esposa no podía trabajar, ella estaba cuidando de nuestro hogar. Yo sabía que me tenía que esforzar más porque ahora tenía tres hijas, mi familia había crecido y mi alegría también. Mi dedicación al trabajo dio frutos, me ascendieron de puesto en el trabajo. Cuando mi esposa estuvo lista para volver a trabajar, volvió más guerrera que antes. Los dos logramos comprar un lote en Serrezuelita, un barrio que en ese entonces quedaba un poquito alejado del parque principal.

Ya teníamos nuestro propio lugar, mi esposa y yo estábamos tan felices. Yo mismo me encargué de construir el primer piso de nuestra casa, los conocimientos que tenía en construcción me fueron muy útiles. El tiempo pasó y este pueblo nos seguía llenando de bendiciones. Las niñas iban muy juiciosas al colegio y nosotros emprendimos un negocio que nos permitió agrandar la casa. Pasamos por muchos ires y venires, pero no había sido en vano. El tiempo que pasé lejos de mi familia fue duro, pero gracias a eso nuestra vida mejoró. Este pueblo me ha dado tantas alegrías que me da nostalgia recordarlas, aquí hicimos nuestro hogar, aquí crecieron nuestras hijas, aquí echamos raíces.

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Para no alargar la historia, Funza nos cambió la vida. Mi esposa y yo no pudimos terminar nuestros estudios, pero nuestras hijas sí. Ellas se convirtieron en mujeres fuertes y trabajadoras, tal como su madre. Fuimos muy afortunados, vimos progresar a nuestras hijas, nacer a nuestros nietos y también a nuestra bisnieta. Qué bonito ha sido todo. Aunque ya no tenga a mi esposa a mi lado, estoy seguro de que ella también recordaría nuestros tiempos aquí con mucha alegría, porque a veces es necesario cambiar el rumbo para cambiar las cosas, tal como nos pasó a nosotros.

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SOBREVIVIENTES 3.0
Los inolvidables “quince” de perla y otros relatos funzanos

El presente libro compuesto en caracteres ZapfHumnst y Capture it, se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2022 con el aval de la alcaldía de Funza y el Centro Cultural Bacatá.

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