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LA REDENCIÓN DE SANCHO
CONSTRUCCIÓN Y MUERTE DE UN AMOR
Jessica Obando
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El día en que su gato murió, fue el día en el que mis sentimientos por él desaparecieron. No lo amaba, pero había aprendido a quererlo, pensaba que podía llegar a amarlo, y esa idea fue la que me hizo daño.
Al principio todo fue bello, me esperaba afuera de mi trabajo y teníamos largas caminatas bajo la luna, después de cenar comida chatarra. Nos entendíamos bien, conocía casi cualquier referencia a la cultura popular de la que yo hablara y hasta mostraba interés por entenderme y escucharme. Obviamente nos unimos cada día más hasta que establecimos una relación y decidimos vivir juntos.
Vivir con alguien es otra cosa, empiezas a ver lo asqueroso que puede ser, aguantas sus mañas y acolitas su desorden, pero, progresivamente, empiezas más a odiarlo que a amarlo.
—No puedo imaginar mi vida sin ti —me dijo un día mientras lavaba la loza, una loza que siempre quedaba llena de grasa. Yo me limitaba a sonreír.
En la casa estaba el gato, uno de hermoso pelaje gris y abundante. Su nombre era Sancho. Sancho estaba en todas partes, en la cocina, en la sala, en el baño, incluso en nuestros momentos de intimidad, se quedaba parado en una esquina observando, me ponía incómoda, pero nunca dije nada.
A mí me parecía que él amaba más a su gato que a mí, creo que podría amar a cualquiera más que a mí, yo empezaba a odiar su forma de roncar en las noches con la mandíbula desencajada y su caja torácica haciendo eco del vibrato seco de sus cuerdas vocales; empezaba a detestar la manera en la que metía su cuchara en la boca a la hora de comer, con la comisura ligeramente torcida y los labios moviéndose torpemente para contener todo lo que entraba; aborrecía el tiempo que pasaba encerrado en el baño con su celular.
Descubrir quién era él, modificó lo que sentía, a veces creo que lo odiaba más de lo que lo quería, pero, aun así, no quería dejarlo, sé que sufría de dependencia, yo era un poco como ese gato, arrimándome a sus piernas, enredándome en él, y luego mordiendo, rasguñando porque él siempre estaba demasiado cerca.
Una semana, Sancho desapareció. Él estaba desesperado, lloraba con sus ojos verdes que se enrojecían con cada lágrima, sorbía mocos como un niño pequeño, totalmente detestable. Cuando Sancho regresó, solo vino para morir en sus brazos, no sabemos cómo logró volver, el veterinario dijo que Sancho tenía las costillas rotas, la columna fracturada y una pata hecha pedazos.
Cuando volvió, el gato saltó como pudo por la ventana que dejábamos abierta para él y se arrastró a los brazos peludos, fuertes y toscos del hombre llorón y, luego de un débil maullar, murió. Fuimos a enterrarlo cerca de un árbol de Caballero de la noche, lo abracé y, unas horas después, tomé mis cosas y los dejé a ambos para siempre.
Me dolió mucho asesinar a Sancho, pero siempre supe que debía hacerlo para, con él, matar el último atisbo de amor que tenía por los ojos verdes de ese niño con cuerpo de hombre.