4 minute read

ACEVÉ

Carmen Dora Espinosa Correa

Te encuentras, esta vez en el cielo. O al menos eso parece. Hay mucho blanco, inmensidad y bellos colores, lo mejor es que los aromas son exquisitos. Sientes una paz absoluta. ¡Por fin! Tanta espera. Ya era justo. Estabas demasiado cansado. Levitas de alegría. Saliste del purgatorio. Y lo mejor de todo, no fuiste al infierno. Esperas a que todo sea como te lo decían, que San Pedro te dará la bienvenida y luego te llevará ante la presencia de Dios, ojalá no se demore. Piensas que no quieres volver a tener ninguna espera.

Advertisement

Recuerdas aquella mañana, quisiste levantarte a orinar, pero algo pasó. Tu lado izquierdo no respondía, por un momento creíste que podría ser un día de aquellos en que amanecías enguayabado, pero recordaste que la última vez que te echaste unas polas fue el siete de diciembre, noche de velitas. ¡Que carajo!

—Usted no va a tomar cerveza hoy, tiene la tensión alta —te dijo tu mujer cuando vio que te dirigías a beber.

Pero: ¿quién se podía resistir a compartir unas pocholas con los amigos en un día tan especial? Ellos te permitían ser tú mismo, se reían de tus chistes, a veces tan flojos, los mismos de los que te avergonzabas después de haberlos dicho. Pero se reían. Por el contrario, en tu hogar ni siquiera te sonreían. Tus hijos estaban demasiado ocupados en sus cosas, escasamente te saludaban de afán. Pero tú los amabas tanto que siempre los disculpabas diciéndote “no importa que no conversen conmigo: son tan buenas personas, tan honestos, nunca le han quitado nada a nadie, esas nimiedades son lo de menos”. Mientras piensas esto te llenas de orgullo, se han transformado en excelentes seres humanos.

Trabajaste duro para lograr eso. Tal vez el error fue ese, trabajar demasiado. Tanto trabajo te cansaba mucho, se cansaba tu cuerpo y tu mente. Por eso ibas a la tienda. La cerveza y tus amigos llenaban los vacíos del alma y ayudaban para que tu cuerpo descansara.

Esa mañana no pensaste demasiado, seguiste intentando moverte, sentías que tu vejiga no aguantaba más. Llamabas, gritabas, nadie te escuchaba. Sentiste pánico. Miedo. Tristeza, no podías creerlo, no aguantabas más. ¡Mojaste la cama! qué

humillación, ahora iban a decir que eras un cochino. Fue entonces cuando, por fin, alguien irrumpió en el cuarto:

—Abuelito… ¿qué le pasa?

Querías hablar, pero tu lengua no se movía, tampoco tu brazo, ni tu pierna. Nada de tu lado izquierdo. Tu ojo te dolía, no lo pudiste abrir por más que lo intentaste.

Veías y escuchabas a tu nieto, de repente, también, a tu mujer y a tus hijos observándote con preocupación, no entendías nada. Te tranquilizaste. Quizá fuese una pesadilla y por eso mejor te dormiste nuevamente. No. No era pesadilla, era real. Notaste rostros angustiados, gritos. Oíste palabras que asustaban: hospital, ambulancia, agua, llorar, miedo, susto, no, no. Ese día empezó tu dolor, tu pérdida de memoria, tus limitaciones. No pudiste volver al baño a tu antojo, ni comer por tu propia mano. Médicos, enfermeras, camilleros, máquinas, ruidos. Todo por un accidente cardiovascular (ACV).

No supiste cuanto tiempo había pasado. Solo sabes que empezaste a recibir besos de tus hijos, estaban pendientes de ti. Te llevaban tus comidas favoritas, nunca lo habían hecho tan seguido, solo les faltó darte una cerveza. Últimamente has estrenado muchos pijamas y medias; hasta toallas para secar tu cuerpo te regalaron, ya era hora, la que tenías estaba desgastada, no te acordabas qué color tenía cuando era nueva.

Aun así, crecía más el amor por tus hijos y se te hinchaba tu pecho de la alegría al ver cómo todos se reunían alrededor tuyo. Pensabas que quizá habría sido mejor haber estado así cuando tu mente y tu cuerpo aún eran tuyos y disponías de pensamientos y movimientos propios. Pero lo aceptabas todo así. No importaba. Mejor tarde que nunca.

Esperas que todo esto no sea un sueño. Ojalá tu cuerpo sí se hubiera quedado en la cama, quieto, frío, pero con los ojos cerrados. Los dolores esos ya no los soportabas, además siempre estabas borracho, no te podías levantar de la cama por más que querías, sin importar la gran fuerza que hiciste muchas veces, nunca lo lograbas. Estabas aburrido, sin poder ni siquiera cagar tranquilo, todos sabían si lo hacías o no, si meabas o no. Odiabas todo eso, ya querías morir. Bueno, pero no querías ir al infierno. Buscas en tu mente y crees que no fuiste tan malo. Al cielo, quizá. ¿Purgatorio? Qué purgatorio, allá no irías porque ya, con todo ese dolor, estabas en él.

A lo lejos escuchas tu nombre ¿será San Pedro?, piensas, ya viene, te dices. Sin embargo, algo te da un sacudón, es la enfermera moviéndote para lado y lado. Te está cambiando el pañal de nuevo.

This article is from: