12 minute read

Gloria Inés Palomino

NÚMERO 012

AUTORA

Advertisement

Claudia Ivonne Giraldo

TÍTULO

Gloria Inés Palomino Directora de la Biblioteca 1983 - 2015

entí que era mi casa, una casa alegre, vital, amable. Las presentaciones, las exposiciones de arte y los lanzamientos de libros eran concurridos, magníficos. La Piloto era una ebullición y un imán cultural de la ciudad. Sus talleres de arte y de literatura fueron fundacionales en Medellín. Las iniciativas que nos dictaba nuestro entusiasmo juvenil eran apoyadas y tenidas en cuenta.

Y es que La Piloto era, ante todo, la gente: don Manuel Mejía y el maestro Jaime Jaramillo; Miguel Escobar, José Gabriel Baena, Jairo Morales y Vicky; María José, Olguita, Yaneth. Por ellos, por todos allí, nuestra “casa” era una fiesta. Tal vez nada de esto hubiera sido posible si la persona que dirigía esta alegría no hubiera tenido la sabiduría, la inteligencia y el tino para convertir a la institución en un referente nacional de las bibliotecas públicas, y en un lugar

hospitalario para los creadores, investigadores, estudiantes y lectores de Medellín y del país. Una casa con las puertas abiertas.

Durante casi 30 años, Gloria Inés Palomino, comunicadora social de la Bolivariana, dirigió la BPP sin pretensiones ni afanes de protagonismo. Su trato cordial, su presencia discreta imponían, sin embargo, una autoridad que todos reconocíamos.

Sabe, como pocos, de gestión cultural, de promoción de lectura, de libros, de proyectos culturales. El Plan de Bibliotecas y las redes de bibliotecas escolares no serían lo que son hoy sin su presencia y orientación.

Esta mujer entrañable propició una época de oro en nuestra Piloto, una época en la que fuimos felices y que muy seguramente nunca se repetirá, o no de la misma manera.

Gloria Palomino en la Torre de la Memoria. 2014. Jaime Osorio. AI-BPP.

Aquella visita a La Piloto

58 Un puente entre tiempos NÚMERO

013

PÁGINAS AUTORA

María Cristina Restrepo06

Al cruzar la puerta de la BPP

se encontraba un paisaje

que no se veía en ningún otro

lugar de la ciudad. Tantos

libros como tipos de lectores.

e mis incontables visitas a la Biblioteca Pública Piloto, aquella, sin duda, fue la más importante, tanto, que a partir de ese momento la vida adquirió un nuevo rumbo. Recuerdo la tarde de agosto, soleada, calurosa. No había una nube en el cielo, las flores se doblaban marchitas en los floreros. Había terminado de corregir los ensayos de mis alumnos, disponía de unas horas de ocio para hacer lo que quisiera. La caja con los libros elegidos por mi vecina con el fin de donarlos a una biblioteca esperaba al pie de las escalas el momento en que pudiera llevarla a La Piloto, donde mi amigo Miguel la abriría con una sonrisa de anticipación, sin ocultar el deseo de descubrir algo de interés para los lectores. Aprovecharía también para visitar allí mismo la exposición de fotografías de Juan Rulfo, que tanto anhelaba ver.

Le pedí al portero que me ayudara a bajar los libros. Luego de meterlos en el baúl del Renault 4 verde pistacho, tomé la avenida del Río sin sospechar lo que me esperaba. Se respiraba un ambiente de fiesta en mitad de la semana: era miércoles y parecía domingo, quizás por el poco tráfico, por el alegre temblor de las hojas de los árboles en la brisa tibia, por la perspectiva de tomarme un café con Miguel y recordar los viejos tiempos, cuando había sido mi profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad donde ahora yo dictaba Literatura. Una materia con un nombre rimbombante, Fenómeno Religioso, algo que ni el mismo Miguel supo nunca muy bien qué era, pero nos había brindado la oportunidad de hacer interesantes lecturas y tener apasionadas discusiones en torno a los más variados temas.

Apenas estacioné en uno de los pocos parqueaderos libres, el señor que cuidaba los carros se acercó. Tal vez me recordaba de otras veces, tal vez pretendía que no lo olvidara al momento de salir. Al igual que hice con el portero, le pedí ayuda con la caja, tan pesada como si llevara piedras dentro. Miguel esperaba al pie de las escalas. Al vernos se acercó

Con el correr de los años las sillas y las mesas de lectura de La Piloto se convirtieron en íconos que los usuarios recuerdan con cariño. AI-BPP.

con su sonrisa característica, mezcla de timidez, simpatía e intuición, como si alcanzara a comprender algo secreto en el alma de la persona que tenía al frente. Un joven vestido con la chaqueta blanca de los empleados se acercó a recibir los libros, que llevamos a la sala de la colección general. Los dejó sobre una mesa larga, de madera lacada. Miguel comenzó a sacarlos uno a uno, exclamando cada vez que descubría una novela, un libro de poesía que no estaba en los anaqueles.

Después de tomarnos un café, nos despedimos y subí al segundo piso, al lugar de las exposiciones. Si por suerte la encontraba a la salida de su oficina, podría cambiar unas cuantas frases con Gloria, la directora, siempre atareada, sonriente, dueña de una energía que hacía posible cualquier proyecto, contenta de desempeñar una labor importante para la ciudad. Entraría a saludar a Jairo, celoso guardián de los tesoros de la Sala Antioquia: primeras ediciones, libros colombianos editados en París, revistas culturales que hacía años habían dejado de publicarse, folletos, proclamas, mapas, antiguos volúmenes que en ocasiones enseñaba con orgullo de coleccionista.

La exposición de Rulfo estaba colgada en un amplio pasadizo con piso de granito blanco, ocupado por paneles de madera para exhibir el trabajo del artista. La baranda de hierro, pintada también de blanco, permitía asomarse al ir y venir de los empleados y los usuarios en el primer nivel del edificio, donde un grupo de colegialas de uniforme azul oscuro y zapatos rojos se esforzaban, sin lograrlo, en guardar silencio. Parecían dudar, hasta que decidieron sentarse alrededor de la mesa de estudio. Una de ellas depositó frente a las amigas un cerro de libros, pero, en lugar de abrirlos, comenzaron a cuchichear juntando las cabezas.

Me alejé de la baranda para recorrer los paneles con las inquietantes fotografías del mexicano, rodeadas de misterio y silencio, símbolos permanentes de un paisaje interior, la manifestación personal de una cultura. El trabajo de Rulfo estaba frente a mis ojos con descarnada ausencia de toda interpretación. Cada espectador tenía la tarea de hacerlo sin más ayuda que su sensibilidad, sumada a la carga de emociones allí plasmadas.

Al fondo de la sala se abría la puerta de vidrio del último salón del edificio, un espacio rectangular rodeado de ventanas a través de las cuales alcanzaba a verse las montañas calcinadas por el sol. Unas 30 personas sentadas en pupitres, con un cuaderno abierto, una libreta de notas,

La gran sala de lectura, lugar donde se ofrece para consulta la colección general de la BPP. AI-BPP.

unas hojas impresas, miraban fijamente al frente. Desde mi lugar se oía la voz inconfundible de Manuel Mejía Vallejo haciéndole una observación a un alumno. Recordé que era miércoles, día en que Manuel dictaba el Taller de Escritura a un grupo de gentes de distintas edades y oficios, pero con un sueño en común: escribir. Avancé un poco para mirar el perfil de Manuel, los trabajos que comentaría puestos sobre una mesita redonda, el vaso de ron al lado.

Como no podía quedarme allí parada, regresé a las fotografías que enseñaban un muro de ladrillo cocido, un hombre joven, de espaldas, sentado en un promontorio, un cactus que tenía como telón de fondo un árido llano en llamas abrasado por el sol, el campanario de una iglesia, el retrato de Rulfo, los ojos taladrantes, la frente alta surcada de arrugas, las cejas enarcadas como si se formulara una pregunta. La fuerza sin alardes de su personalidad.

Volví a oír la voz de Manuel. Caía la tarde con reflejos rojizos que atravesaban las vidrieras. Pronto tendría que alejarme, regresar a casa, a mis dos hijos adolescentes. Pero en lugar de buscar la salida, reclamar el bolso y llegar al parqueadero, me acerqué de nuevo a la puerta del taller. El rumor de las conversaciones, el ruido de los pupitres señalaba el fin de la sesión. Los escritores en ciernes comenzaron a salir solos o en grupos, algunos con una sonrisa, otros con aire abatido.

Manuel lo hizo de último. Llevaba una carpeta bajo el brazo, el vaso en la mano derecha. Al pasar por mi lado se detuvo como si fuera a saludarme. Tal vez pensaba que nos conocíamos. Una leve sonrisa plegó su boca, hizo un gesto con la cabeza y, amable, me dio las buenas tardes. Respondí sin devolverle la sonrisa, ansiosa, como si esperara oír algo más, una voz que me dijera que ya era hora, que el momento había llegado. Lo vi alejarse caminando erguido junto a las fotografías de Rulfo, la espalda ancha, el paso potente de hombre de campo, la chaqueta marrón levemente gastada. Sentí la confianza en sí mismo, en la vida bien vivida, la seguridad en la escritura hecha con precisión, sin alardes, con un convencimiento sincero sobre la verdad de su oficio.

Una semana más tarde me encontraba sentada en uno de los pupitres de la sala al fondo de La Piloto. Llevaba conmigo un cuento. Después de oír la manera como Manuel analizaba cada trabajo, las sugerencias que brotaban de sus labios con la facilidad de quien conoce, después de oírle decir con una sonrisa, a propósito de Hemingway, que “el que sabe sabe”, instando a los alumnos a descubrir por sí mismos los

secretos de la escritura, supe que me atrevería a entregarle el relato.

Al cabo de otra semana, bajo el sonido de la lluvia torrencial que clausuraba el verano, Manuel Mejía Vallejo me ordenaba tomar uno de los párrafos del cuento, tan corto que no llenaba ni media página, para escribir de allí una novela. Perpleja, le pregunté cómo lo haría. El encargo parecía imposible, necesitaba saber cuáles serían los pasos necesarios para construir un nuevo universo a partir de aquel brevísimo fragmento. Respondió llamándome “chica”. La tarea era mía, de nadie más. Debía averiguarlo por cuenta propia, a través de la constancia, de corregir lo escrito una y otra vez, de tener fe en el libro. Él esperaría el tiempo que fuera necesario, hasta que la novela estuviera escrita, para dar su opinión.

Fue mi primera novela, la definitiva. La que abriría un camino.

En la Sala Antioquia se encuentra una edición de 1874 de El crimen de Aguacatal. Su autor, Francisco de Paula Muñoz, es pionero del reportaje en Colombia.

Los estudiantes, los lectores informales, los usuarios silenciosos. Imágenes típicas de un día cualquiera en la BPP. AI-BPP.

El sillón del forastero

NÚMERO

014

PÁGINAS AUTOR Juan Diego Mejía 03

Manuel Mejía Vallejo

encabezaba una marcha

de escritores y aprendices

que perseguían la luz de

los libros. A veces como

último recurso.

ran los primeros años de la década de los 80. No había Metro en Medellín y el ícono del progreso todavía era el edificio de Coltejer. Para entonces yo ya había sido expulsado de varios paraísos. En un tiempo seguí al pie de la letra las clases de Matemáticas en la Nacional y me entusiasmé al ver que podía llenar cuadernos con números y símbolos que significaban algo. Luego fui un caminante de las montañas, donde pregonaba las virtudes de la revolución. Cinco años fuera de la ciudad y alejado de la civilización me convirtieron en un desamparado que regresaba a casa y encontraba que el mundo había cambiado.

Yo buscaba un amor que me diera una nueva oportunidad para entregarle la vida después de mi destierro. Los viejos conocidos que todavía creían en la revolución ya se veían cansados y tristones en los bares de la ciudad. Pero a otros

Por años la gente encontró en la BPP un lugar para ver y escuchar a sus maestros. AI-BPP.

les brillaban los ojos cuando hablaban de lo que hacían para mantenerse vivos. Estaban en los cafés a cualquier hora del día. Unos contaban que hacían películas con el padre Luis Alberto Álvarez. También había quienes decían haber llegado a niveles altos en la comprensión de la ciencia. Escuché conversaciones de pintores y de músicos en Versalles en las que mencionaban teatros y galerías de Europa. Conocí a algunos poetas y a otros que escribían cuentos y tenían el sueño de hacer una novela. No había dudas de que en esos años de ausencia Medellín se había transformado y a la actividad cultural se le sentía la respiración fuerte y ambiciosa.

Pero fue el destino, ese demonio sabio, el que me llevó a un lugar donde sentí que se resumía la vitalidad que tanto me entusiasmaba. Llegué a La Piloto con la timidez de un estudiante pobre y me senté al lado de muchachos que llevaban tres años reuniéndose cada semana para oír a Manuel Mejía Vallejo. Todos queríamos ser escritores y sabíamos que el maestro podía guiarnos en la oscuridad de esos primeros años. No le perdíamos ni un solo gesto. Se nos quedó grabada la manera en que se llevaba el cigarrillo a la boca, el movimiento de la mano para apartar el humo, el sonido del ron con Coca Cola al pasar por su garganta, los dichos, las frases, las historias. Al final de las sesiones quedábamos con ímpetus y algunos se iban a los bares a torear al diablo. Yo me quedaba para completar la lección semanal en la oficina de la Dirección de La Piloto. Siempre hubo qué tomar mientras Manuel hablaba. Muchas veces llegaron pintores, músicos, escritores que visitaban la ciudad y se acomodaban alrededor del brujo de la palabra. Así fue como se creó un espacio en el que todos los interesados en las artes y en la cultura eran bien recibidos. Tal vez lo que hizo Manuel fue lo anunciado en su bello cuento “El sillón del forastero”: “Aserramos el mejor tronco de roble y pulimos la madera hasta dejar listo un macizo sillón, abiertos sus brazos para recibir el cansancio de los errabundos. En el corredor delantero lo rodeamos de varios taburetes que parecían escucharle algún cuento de camino”.

En La Piloto se fundó una tradición de hospitalidad para el pensamiento. Siempre tuvieron espacio los creadores, los que cultivan las ciencias, los lectores, los que valoran la comunicación entre los seres humanos. En el cruce de la autopista con la calle Colombia, en medio del vértigo de los tiempos, la Piloto sigue abierta al mundo, dispuesta a acoger a los errabundos cansados.

Los autores más leídos por los usuarios son Gabriel García Márquez y Héctor Abad Faciolince.

This article is from: