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Así es la vida
“Aquí tengo unas 20 páginas de comentarios cuestionables en Internet”.
Tengo la fortuna de que mi mamá y mi esposa sean muy unidas. Eso me quedó más que claro cierta vez que llevé a mi madre al doctor, cosa que normalmente hace mi mujer. Cuando el médico entró al consultorio para revisarla, mi querida mamá me presentó como “el esposo de su nuera”.
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—Andrew Thompson, Estados Unidos
Solo digo que, si tuviéramos un calabozo, mi esposa lo adornaría con cojines. —@TheBoydP (Boyd’s Backyard™)
Con gran pesar les informo que dejé que otro inocente racimo
Siento que 90 por ciento de tener un minino es preguntar: “¿dónde está el gato?”.
—@the_rug
de plátanos se echara a perder en la barra de la cocina durante 12 días. —@BRITTANY_BROSKI
Se descompuso el lavavajillas, así que ahora debo lavar los platos a mano, como una especie de princesa huérfana de Disney. —@ROBIN_991
Adoro oír a las personas
hablar con sus perros. Hace poco estaba acariciando a un cachorro que parecía feliz, hasta que de pronto me gruñó. Asustada, me levanté y me fui. Al doblar la esquina, escuché a su dueño reprocharle en voz baja: “siempre haces esto, Óscar. Ahuyentas a todos tus amigos”. —@juliagalef
Creí que me gustaba ir al cine, pero resulta que solo me agrada comer golosinas en una habitación oscura donde está prohibido hablar. —@CARAWEINBERGER
Cada año, desde que tenía 5 hasta que cumplió 12, el guionista estadounidense Daniel Stiepleman recibió como obsequio una copia de la Constitución de Estados Unidos de parte de su tía Ruth Bader Ginsburg, jueza de la Suprema Corte. “Cuando tenía veintitantos años, pensé: ‘mi tía trataba de enseñarme algo muy importante sobre las leyes y el patriotismo’”, comentó Stiepleman a la revista The New Yorker. “Pero ahora que soy mayor, me doy cuenta de que, en realidad, a mi tía le hacían descuento en la tienda de regalos de la Suprema Corte”.
Mi plato estelar para las reuniones es “El que me di cuenta de que olvidé sacar hasta que se habían ido todos los invitados”. —@COPYMAMA
Cuando cursaba la universidad, empecé a salir con una chica. Después de varias semanas me presentó a su familia, y así supe que su hermano y yo éramos tocayos.
Al salir de su casa, le dije: —No me habías dico que tu hermano se llamaba Jeremy.
A lo que ella repuso: —¿Y con quién crees que he dicho a mis padres que he estado saliendo estas últimas semanas?
—J. A., agosto de 1976
In 2013, MadC singlehandedly painted this 550- square-meter wall in only seven days in Leipzig, Germany.
Cuando Aileen Makin se fue a dormir el 9 de diciembre de 2020, su casa de Bristol, Reino Unido, estaba valorada en cerca de 300.000 libras. Cuando se despertó, el edificio alcanzaba un precio de cinco millones de libras.
Por la noche, el célebre artista callejero Bansky pintó en un lado de su casa una anciana que estornudaba tan fuerte que su dentadura postiza salía volando. A medida que se iba reuniendo gente alrededor, un amigo tapó la obra de arte con un protector de plexiglás para protegerlo de los vándalos.
El éxito alcanzado durante las últimas tres décadas por este escurridizo artista de la “guerrilla” cambió la visión vandálica del grafiti.
Riikka Kuittinen, autor de Street Art: Contemporary Prints, afirma, “El arte callejero ha evolucionado en un nuevo fenómeno artístico a nivel mundial. Antes se trataba únicamente de un hecho individual o de marcar territorio, ahora ofrece una perspectiva externa, que con frecuencia opina sobre la comunidad en la que vivimos”.
Los mejores artistas atraen a ingentes cantidades de seguidores en las redes sociales: el arte que es limpiado de las paredes aparece al día siguiente en Instagram. ¿Qué se necesita para sobresalir en este nuevo movimiento? Cinco de los artistas callejeros europeos más destacados nos lo explican. Millo, Italia
Esta obra de Banksy en Bristol, Inglaterra, aumentó la valuación del edificio en millones. Millo, de 42 años, de Mesagne, empezó como suele ocurrir: pintando un sencillo paisaje urbano en blanco y negro. A continuación añadió figuras del tamaño de Godzilla. Los que, en lugar de aterrorizar a la ciudad, realizaban actividades como bañarse o cortarse el pelo.
Después de estudiar arquitectura, Millo (Francesco Camillo Giorgino) sufrió una gran desilusión por el hecho de su burocracia y
Uno de los trabajos de Millo, que transformaron fachadas de edificios en “telas” como parte de la competición B.Art en Turin, Italia en 2014.
Fin DAC creó Magdalena en 2019 en Guadalajara, Mexico, en honor a la artista mexicana Magdalena Carmen Frida Kahlo.
limitaciones. Aunque adoptó una nueva orientación, hace once años le pidieron que pintara un muro de la ciudad de Montone para un festival de arte. “En la superficie de ladrillo crecían alcaparras, así que tuve que dibujar un personaje desnudo que se comía las plantas. Las viejas señoras locales se reían del tamaño de su pene”.
Pronto una familia de personajes pobló las junglas urbanas que había pensado construir. “Las paredes altas sin ventanas se convirtieron en los mejores lienzos para mis paisajes urbanos, pero todavía sigo adaptando mi trabajo a la superficie”.
Millo ha sido invitado a pintar en todo el mundo. Vende algunas de sus obras en galerías: las láminas cuestan cerca de £ 500. Sus obras se venden a menudo en cuestión de minutos… y después aparecen en eBay con el triple de su precio. Fin DAC, Irlanda
Fin DAC, nacidocomo Finbarr Notte en Cork, pinta murales a gran escala de mujeres modernas vestidas con atuendos tradicionales y étnicos en todo el mundo. Sus láminas de edición limitada se venden en cuestión
Este mural hecho por Lidia Cao fue parte del festival DesOrdes Creativas 2018 en La Coruña, España.
de minutos debido a la competencia existente entre miles de compradores online.
El artista autodidacta empezó su carrera de artista callejero en 2008, pero en realidad despegó cuando experimentó con las “máscaras” de colores que salpicaban los ojos de sus figuras. Estas se convirtieron rápidamente en su tema central.
“Necesitaba algo que diferenciara mi trabajo del de los demás”, comenta el artista de 54 años. “Una identidad visual”. Se inspiró en la pintura facial de tribus de todo el mundo, en el personaje de Pris de Blade Runner e incluso en la estrella del pop, Annie Lennox. Su máscara característica “proporciona a quienes la llevan una fuerza silenciosa e interior”.
Todo el arte de Fin DAC está vinculado a esta apariencia. Sus imágenes son reconocibles hasta mirándolas de reojo. Lidia Cao, España
Con solo 24años, Lidia Cao de La Coruña está considerada como una de las artistas callejeras más importantes.
Potencia colores desaturados (inusuales en el arte callejero) y las
mujeres son el tema de su obra intensamente narrativa. Para el festival de murales Parees de 2020 celebrado en Oviedo, pintó a la escritora española del siglo XX Dolores Medio, censurada por el régimen franquista. Lidia se retrata a sí misma delante de la máquina de escribir de Dolores, pero por encima de los hombros revolotean buitres, listos para desmigajar sus palabras.
En Inconsciencia, pintada para el festival de arte público de Rexenera, en Galicia, una melancólica chica sujeta una pajarera. Encima de ella, un ave de presa sujeta una cerilla humeante en su pico. Lidia nos permite atar cabos, pero la imagen trata del abuso y de la resiliencia. “Utilizo la figura de la mujer para representar la vida”, explica Silvia, “para contar una historia personal que vaya más allá de la simple estética”.
Blek le Rat, Francia
Xavier Prou empezósu carrera hace cuarenta años. Su fuente de inspiración fueron unos adolescentes que vio un día de 1981 en un pequeño parque situado detrás de un supermercado. Habían encontrado latas de pintura desechadas y a medio usar, y estaban salpicando sus nombres, figuras abstractas y caras sonrientes en la pared de un cobertizo. Esto le recordó a Xavier las pintadas de las pandillas que invadieron los vagones de metro de Nueva York. Pero en esta ocasión tenía una energía más alegre y positiva. “Las dos cosas iban de la mano”.
Posteriormente hizo una sencilla plantilla de una rata, salpicada por pintura en aerosol negra y recorrió las calles firmando su obra con el nombre de Blek le Rat. “Quería decir,
Hombre durmiendo de Blek le Rat (con una firma de rata) en San Fransisco en 2008.
Shown es una parte de MadC’s 700 Wall, pintura masiva a lo largo de una línea de tren en Alemania. hecha en cuatro meses.
‘Sí, nuestra ciudad es hermosa, pero bajo nuestros pies hay otra ciudad de animales salvajes”, afirma Xavier de 70 años y que sigue pintando.
Se especializó en figuras de tamaño natural. Napoleón fue una de sus favoritas, pero distorsionada… acompañada por una oveja o llevando un casco de moto.
“No me gusta Napoleón”, explica Xavier. “Mató a millones de personas en Francia. De ahí su aspecto ridículo”. Para él, “el arte está experimentando un punto de inflexión”, afirma. “El arte de los grafitis lo cambiará todo”.
MadC, Alemania
A los 16 años, Claudia Walde, de Bautzen, tomó una lata de spray y escribió su nombre en una pared. “¡Descubrí lo difícil que es saber utilizarlo! Pero conocí a gente con ideas afines a las mías y entré en un mundo cosmopolita”.
El alocado entusiasmo de Claudia por la pintura hizo que se ganara el apodo The Mad One, abreviado como MadC.
Asistió a la escuela de arte de Halle y Londres. Su momento llegó en 2010 cuando consiguió permiso para pintar un muro de casi 700 m2 que bordeaba la línea ferroviaria entre Halle y Berlín.
“Fue duro, durante cuatro meses estuve rodeada solamente por escaleras. Pero puede experimentar diversas técnicas y encontrar mi propio estilo”.
Hoy pinta letras y palabras, sumergidas en colores brillantes y capas traslúcidas.
Quienes recorren las rutas secundarias de Australia Occidental deben ir preparados para condiciones adversas y llevar mucha agua.
tuvimos suerte .
Se nos reventó un neumático al llegar al negocio Mount Barnett Roadhouse, en la temida ruta Gibb River, en Australia Occidental. Allí, tres muchachos nos cambiaron la llanta y nos pidieron que fuéramos lo antes posible al taller Over the Range a arreglarla. Si no hubiera sido así... supongo que por eso nuestro todoterreno de alquiler venía con teléfono vía satélite, localizador de emergencia y 38 litros de agua.
Mi mujer, Jean, y yo habíamos querido conocer uno de los lugares más remotos del mundo de habla inglesa que los no exploradores pueden recorrer por su cuenta: la región de Kimberley, al noroeste de Australia, mucho más grande que Alemania o Japón, pero solo con 34.000 habitantes. En mayo de 2018 pudimos por fin visitarla.
La Gibb es una emblemática ruta de grava de 660 kilómetros a lo largo, como su nombre indica, del río Gibb. En la estación seca (de mayo a octubre) es caluroso y desolado. Aun así, más vale que el todoterreno tenga un tubo de aire para poder vadear las decenas de ríos que se cruzarán. Ah, y cuidado con los “trenes de carretera”, camiones articulados que miden hasta 53,5 metros, más del triple del largo permitido en rutas europeas, y que tardan tres kilómetros y nubes de polvo cegador en pasar.
Pero no se le ocurra manejar por el Gibb en la estación húmeda. Se ahogará en las planicies inundadas, las mismas que están secas medio año.
La única forma de explorar Kimberley es por esta carretera, o por aire. A menos que sea un aborigen. Los jóvenes aborígenes aún participan en un rito de iniciación llamado movilidad temporal (se llamaba con el anticuado término colonial
walkabout): se adentran en la naturaleza como niños y vuelven seis meses después como hombres.
Recorrimos primero el terreno desde el aire, antes de bajar por el Gibb sobre cuatro ruedas. Para ello, fuimos al punto de partida de las excursiones en helicóptero en Kimberley: el hangar HeliSpirit de Kununurra.
“¿Eres canadiense?”, pregunta James Bondfield, el joven piloto de helicóptero.
“Esto... sí”. Cuando los canadienses abrimos la boca en Australia, nos suelen confundir con estadounidenses.
“He trabajado en Canadá”, dice Bondfield, y explica que hizo sus
Los múltiples atractivos de Kimberley incluyen (de arriba a abajo): kookaburras y otra fauna salvaje, el río Pentecost y las cataratas King George.
horas de vuelo en las arenas petrolíferas del norte de Alberta. También voló en los bosques de Papúa Nueva Guinea, Malasia e Indonesia antes de volver a casa y llegar, a los 30 años, a piloto jefe de una empresa cuyos 25 helicópteros abren Kimberley a turistas atraídos por paisajes espectaculares y poco explotados.
Durante dos días, Bondfield, como todo buen guía, nos lleva adonde que-
remos y luego nos muestra sus lugares secretos. Primero hacemos un pícnic sobre las cascadas del Rey Jorge en la Zona Indígena Protegida de Balanggarra: un millón de hectáreas de los Primeros Pueblos de Australia, cuyo arte rupestre —de más de 40.000 años— está captando la atención mundial.
Bondfield aterriza cerca de unas cuevas cubiertas de pintura ocre de plantas y animales antiguos. Su brillo apenas se ha desvanecido a pesar de las decenas de miles de años de clima torrencial. Pasamos toda la tarde metidos en grietas y volvemos con fotos de pinturas que se encuentran entre las más antiguas del mundo.
Desde allí, volamos al remoto Berkeley River Lodge, un conjunto de 20 cabañas en la costa de Kimberley. Mientras cenamos barramundi (un tipo de lubina) a la parrilla, Bondfield nos pregunta si hemos salido a pescar en Australia. No, no con los ríos llenos de “freshies” y “salties”: cocodrilos de agua dulce y salada. Los primeros podrían atacarte; los segundos lo harán.
“Si quieren levantarse mañana antes del amanecer, puedo llevarlos en avión a mi lugar de pesca favorito”, nos dice. Y así, al amanecer del día siguiente aterrizamos en el borde de un afluente del río Berkeley, seguros al estar en manos de Bondfield. Aunque el único barramundi que pesco se escapa, lo importante es la emoción de ver salir el sol sobre uno de los paisajes más antiguos del planeta.
Más tarde, Bondfield nos deja en Kununurra, el punto de partida de nuestro viaje por el Gibb.
Aunque los conductores suelen llevar dos neumáticos de repuesto (porque en el Gibb no se pinchan, se destrozan), la empresa que nos alquila el todoterreno nos asegura que con una sola basta.
A los tres días de que el trío de hombres cambiara la rueda, entramos renqueando en Over the Range, el taller que parece estar en el fin del mundo, para que la arreglen. Es como un depósito de chatarra lleno de neumáticos huecos y esqueletos de coches. El propietario, Neville Hernon —el Mad
Las pinturas de la cueva están entre las más antiguas hechas por seres humanos en el mundo.
El Berkeley River Lodge es tan remoto que no se puede llegar por carretera: solo se llega por avión.
Max del arreglo de llantas— vive ahí con su mujer. Su folleto, pegado en todos los bares de ruta del Gibb, dice: “Ven a nuestro taller por los consejos, a ver nuestras fotos de la estación húmeda, o solo a saludar”.
Mientras esperamos a que Hernon arregle la llanta, miramos las fotos de la estación húmeda. Todo el árido desierto que nos rodea aparece bajo el agua. Hernon se acerca con una sonrisa sombría y malas noticias: hay que cambiar el neumático.
Le lleva 15 minutos pasarme la terminal de tarjeta de crédito y cobrarme 385 dólares por una rueda de repuesto usada. Así, seguimos hacia la próxima parada, encantados de haber recorrido solo 20 kilómetros para llegar al taller Over the Range y de saber que la ley de la oferta y la demanda funciona perfectamente en el Outback (afueras) australiano.
Al llegar al minúsculo asentamiento de Imintji, nos recibe un hombre con pinta de perfecto guardián australiano. John Bennett es alto, curtido por el polvo y lleva unas botas altas de cuero que ni los colmillos de la letal serpiente parda local podrían perforar.
“Hola, hola”, saluda Bennett. “¿Qué tal les va?”
Así no hablan los rancheros australianos, pero sí los vaqueros texanos. Bennett, director de la Corporación Aborigen Imintji del lugar y director de un campamento y centro de arte para turistas, llegó a Australia en 2005 desde Waco, Texas, Estados Unidos, donde era inspector de minas, por el amor de una mujer. De ascendencia
cherokee, entendía en sus propias carnes las penurias de los indígenas, y en 2011 empezó a trabajar para un grupo de tribus aborígenes de la zona de Kimberley, cuyos antepasados se cree que fueron los primeros pobladores de Australia Occidental.
Imintji, que significa “lugar para sentarse” en idioma ngarinyin, se estableció como enclave en la década de 1950. Un enclave es una pequeña comunidad en tierras indígenas, y este es un importante destino en la carretera del río Gibb. Gran parte del trabajo de Bennett como director de la comunidad es negociar con los gobiernos regional y federal para garantizar que los pueblos aborígenes del lugar, en concreto los Imintji, Tirrilantji y Yulmbu, obtengan los derechos, subvenciones y respeto que les corresponden.
Bennett y Edna Dale, artista local, son la imagen pública del auge del turismo aborigen en Australia Occidental. Dale es hija del patriarca Jack Dale Mengenen, uno de los pintores aborígenes más reconocidos de Australia, custodio del folclore y los relatos de su pueblo. Edna aprendió a pintar de la mano de su padre. Su trabajo como intérprete del antiguo arte rupestre se vende en museos regionales y en el Centro de Arte Imintji, que es galería y escuela a la vez. Cuando vamos, una media docena de artistas trabajan, casi todos en arte rupestre.
Esa tradición se conserva gracias al programa Camping With Custodians, que permite a los visitantes acampar en tierras aborígenes y aprender de los lugareños; las cuotas son para la comunidad.
En nuestra estancia en este polvoriento enclave en medio del Gibb descubrimos una enorme subcultura turística en Australia: el caravanning. La variedad de vehículos y de personas que encontramos a lo largo del Gibb —desde ricos jubilados en furgonetas superlujosas hasta pobres
Izquierda: John Bennett, director de la Corporación Aborigen Imintji, y David Bradman, miembro de la comunidad artística Imintji, observan pinturas rupestres. Arriba, izquierda: clase de arte en Camping With Custodians. Derecha: algunas de las creaciones de la clase, basadas en técnicas y temas aborígenes.
estudiantes en destartaladas furgonetas Volkswagen— refleja el atractivo de este estilo de vida. Algunos pasan la noche en pequeños campamentos como el de Imintji; otros muchos se alojan en los grandes como El Questro, con capacidad para 850 personas. Pueden viajar una semana o, como miles lo hacen al año, recorrer los 15.000 kilómetros de la Carretera 1, que rodea el país.
Bennett desea que se alojen más caravanas en Imintji. No es que le falte negocio, casi todos los que viajan por el Gibb paran a beber y echar gasolina, y tal vez para comprar pinturas. Antes de salir de Imintji hacia Derby, la ciudad costera con las mareas más altas de Australia, al final de la carretera del río Gibb, nos preguntamos si el turismo aborigen de la región puede seguir prosperando si atiende a turistas exigentes y sin tiempo como nosotros. Bennett está seguro de que sí.
“Es fácil creer que aborígenes y turistas solo tienen en común la curiosidad de los turistas y el trabajo remunerado de los aborígenes”, nos dice. “Claro, empieza así, pero lo he visto evolucionar hacia un verdadero respeto mutuo”.
de canadian geograpHic (10 de septiemBre, 2020), copyrigHt © 2020 por ramsay inc.
Ana en las dunas de Arabia Saudí, donde vivió unos años con su familia.
Mi corona
Ana Calvo de Mora
del libro mi corona. un cáncer en tiempos de pandemia
Un diagnóstico de cáncer de mama en plena pandemia del Covid-19. Un mensaje de vida, optimismo y fuerza dedicado a todas aquellas personas que han tenido que pasar por esta y cualquier enfermedad durante el pasado año y medio.
Cierro los ojos y dejo que el sonido de las olas me acune. He dejado el libro sobre mi pecho y ahora baila al ritmo de mi respiración. Quiero disfrutar de este presente, la vida, ese regalo, ese milagro diario del despertar. Me siento completa, llena, tranquila, feliz. En un lugar idílico con mi compañero de aventuras. Si abriera los ojos me mostrarían unas playas de ensueño con arena fina y cocoteros. Dejo que el recuerdo de estos días pasados me envuelva. Me siento como un panel solar que absorbe los rayos para obtener energía. Y sé que voy a necesitarla, voy a necesitar esa fuerza. Un sexto sentido...
Entreabro los ojos y me muestran el paisaje paradisiaco de Hawái. En breve tomaremos varios vuelos hasta aterrizar en Madrid. En un par de días sabré si mis temores son fundados.
Volando a Europa
ya en el avión, sobrevolando el continente americano, puedo leer los mensajes que se han descargado al aterrizar. Conversaciones de amigos, familiares, compañeros que desde Europa comentan el avance del virus.
Minutos después de nuestro embarque, el siguiente vuelo despega rumbo a Madrid. ¡Ya solo nos queda un océano que cruzar para estar en casa! Algo me resulta diferente. Salpicados de forma aleatoria se ven pasajeros con mascarillas. La mayor parte tienen rasgos asiáticos.
Un día que empieza
por fin una noche todos juntos; bueno, casi todos. Siempre me falta mi hija. Desde que se fue hace ya catorce años, mi vida está incompleta.
El protagonista de nuestra conversación es ese virus de Wuhan que amenaza con convertirse en pandémico. Compartimos con ellos el temor de que no dejen entrar a su padre en Arabia Saudí donde ahora tiene su puesto de trabajo.
El grupo de WhatsApp de mis compañeros de promoción echa humo. Los mensajes se amontonan compartiendo la desesperación de ver que cada vez hay más pacientes con esa nueva infección para la que no existe ningún protocolo de actuación.
Desde el otro lado del control de pasaportes me despido de mi marido agitando el brazo. Puede que vuelva en abril, si no es así, hasta mayo no nos reuniremos. No lo llevamos mal. La tecnología aleja a los cercanos, pero acerca a los que están lejos. Al ver cómo ya ha pasado el control de aduanas respiro parcialmente aliviada.
Unas vacaciones paradisíacas en Hawái previas a la pandemia.
Me da muchísima pereza ir ahora al hospital. Pero he molestado a los antiguos compañeros de mi marido para que me repitan el estudio mamográfico. Tengo la tentación de posponer la prueba. Pero ese sexto sentido, esa desazón que me invadía en las playas de Maui inclina la balanza a favor de la revisión. Me dirijo al hospital 12 de Octubre. Quiero cerrar el capítulo de mi revisión. No soy consciente de que estoy abriendo uno nuevo en mi vida.
Tengo cáncer
me recibe una técnica de rayos. Me identifica como la mujer del médico con el que trabajó durante muchos
años y me pregunta por él y su vida en esas tierras de Alá donde ahora ejerce. —Temo que hayan visto algo malo —le comento. Ella resta importancia al asunto. Para asegurar que todo está bien van a hacerme una tomosíntesis. Aprieto los labios y aguanto la molestia. Minutos después llega la radióloga. Quiere hacerme una ecografía para completar el estudio. Comienza la exploración con gesto serio. —Se ve algo que antes no estaba, no te lo voy a ocultar —comenta finalmente. Noto que mi cuerpo se estremece. Cierro los ojos. La médica permanece callada. No quiere que adelante acontecimientos. Habría que “biopsiar” el nódulo. La médico insiste en que me vaya a casa, descanse, lo hable con los míos y espere a la cita. Le recuerdo que soy médica. Cambia su actitud inicial, se dirige a mí como profesional y me aporta datos que son esperanzadores.
Me biopsian
no me hacen esperar mucho. De nuevo las enfermeras se interesan por mi marido y nuestra vida en Riad. Se agradece tener un tema al que agarrarse y que el cáncer no se haga protagonista de la conversación. Son extremadamente cariñosas.
Visualizo el peor de los escenarios y las lágrimas de nuevo inundan mis ojos. —Mi familia ya ha tenido su dosis de sufrimiento —comento, haciendo referencia a la enfermedad de nuestra pequeña. Observo lágrimas en una de las enfermeras. —No soy justa —me digo. No quiero hacer sufrir más de la cuenta a los que me rodean.
Los resultados de la biopsia tardarán como mínimo una semana. Escucho atenta las instrucciones de la enfermera para evitar hematomas u otros problemas tras la intervención.
ESTOY TENTADA A POSPONER LA PRUEBA. PERO UN SEXTO SENTIDO ME EMPUJA.
Ayudada por todos
mi hijo mayor me cuenta por WhatsApp que se ha ido a comprar. Me comenta cómo medio barrio se ha congregado en el supermercado Mercadona haciendo acopio de todo tipo de víveres. Un escenario de película con gente corriendo, vaciando estantes, llenando los carros de papel higiénico y comprando alimentos. No quiero participar de la histeria colectiva que parece que se está extendiendo por Madrid. Acuerdo con mi hijo que compre lo indispensable para un par de días.
Escribo a la profesora de baile. No puedo ir esta tarde a flamenco. Le adelanto que no creo que pueda acudir
en unos meses. La primera persona en saber que tengo cáncer ni siquiera sabe cómo es mi apellido. Apenas me conoce, pero ha sido muy cariñosa.
Me llaman al celular. Es mi marido. Ha aterrizado en Londres y está a punto de embarcar rumbo a Riad. Me pregunta por el resultado de la mamografía. Le miento. Cuelgo y cierro los ojos. No tengo ninguna duda de a quién quiero llamar para comunicarle mi diagnóstico. Busco en contactos a Anabel. Es mi amiga de la universidad, compañera con la que compartes horas de estudio y diversión y confidente en años de juventud. Es oncóloga y trató el cáncer de mama de mi madre el año pasado. Me pone al día de los últimos tratamientos según el tamaño y el tipo de tumor. Habrá que esperar. Es un lujo contar con ella. Le pregunto si debo trasladarme al hospital de La Princesa. —Quédate ahí —responde muy segura— aquí ya no están operando las mamas. Se me encoge el corazón al escuchar ese último dato. El coronavirus pasa de ser una amenaza en los medios a ser mi enemigo personal. Suena mi móvil. Es otra vez la radióloga. La incertidumbre sobre el virus crece por horas y se rumorea que van a anular muchas consultas.
Una sonrisa clave
la ginecóloga me recibe a última hora de la mañana. A su lado hay dos enfermeras. Todas sonríen. Escuchar sus palabras de confianza y profesionalidad hace que mi espíritu se sienta reconfortado. Hay que esperar al resultado de la biopsia. Insiste en que lo comparta con alguien. No le gusta que viva esto sola. Me replica que todos necesitamos un abrazo. Ella abraza siempre a sus pacientes el primer día que los ve. Hoy, por primera vez en muchos años de profesión, no lo va a hacer. La amenaza del virus; no quiere ser fuente de contagio. Me explica los
tiempos previsibles de diagnóstico y tratamiento. —Por tu edad e historia lo más habitual es que no nos des mucho trabajo —son sus palabras exactas.
Salgo con la esperanza de encontrarme ante una enfermedad que tiene un tratamiento con muchas posibilidades de curación. Me siento agradecida a la vida.
Un silencio ensordecedor
vuelvo a la sala de espera de la resonancia con el ánimo renovado. Me llaman para la prueba. Entiendo que impresione entrar en ese tubo. Incluso para los que no sufrimos de claustrofobia resulta un espacio agobiante. Me quedo sola. La máquina y yo. Cierro los ojos y siento que el sueño me vence. La máquina comienza su canto ensordecedor. Al ritmo de la resonancia pienso en gente cercana con cuyos problemas me siento ahora más identificada. Y en el silencio atronador de la resonancia suplico al universo que me dé la oportunidad de vivir.
Un día infinito
llego a casa pasadas las cinco de la tarde. Me recibe mi hijo mayor con gesto preocupado comentando las novedades del coronavirus. Cuando termina le doy las noticias de mi mamografía. Es especialmente optimista y fuerte. Vivió con ocho años la muerte de su hermana y durante su enfermedad fue fuente de alegrías y risas para ella y para el resto de la casa. Me pregunta sobre la gravedad de lo que estoy diciendo. Con dos padres médicos está acostumbrado a que en casa se hable de patologías de una manera natural. Espera y cree que el mío tendrá tratamiento y curación.
Oigo la puerta. Es mi hijo del medio. Cuando hablo con él da por sentado que me voy a curar. No quiere oír nada más. Sale de casa contrariado pero seguro de que todo tendrá un final feliz.
Me quedo sola. Aprovecho para organizar un poco la casa. Caigo en la cuenta de que no he comido. He quedado en una cafetería con unas amigas para charlar un rato. Comento por el chat del grupo mis precauciones por el coronavirus. Cuando llego ya están sentadas alrededor de la mesa. Separo mi silla recordando que no me puedo permitir el lujo de contagiarme. La conversación gira en torno al cierre de colegios. Una de mis amigas atribuye mi gesto serio a noticias del coronavirus.
De vuelta a casa por fin llega el pequeño. Vive la suspensión de las clases como un anticipo de vacaciones. Repito lo dicho a sus hermanos. Siento cómo se estremece al escuchar la noticia. Apenas puede articular palabra. De momento, hasta no tener más datos no se lo vamos a decir a nadie —les digo.
Estoy ya en la cama cuando por FaceTime me llama mi marido. Ha conseguido llegar sin problemas a Riad. Su gesto se nubla cuando le cuento
t I on cred I Photo/Illustrat Arriba: Ana durante el tratamiento, sin perder la sonrisa. Abajo: con su marido, durante su estancia en Arabia Saudí.
que tengo cáncer. Mañana se pondrá en contacto con todos sus compañeros del hospital. Noto su sensación de impotencia por estar a miles de kilómetros. Querría estar a mi lado. Lo sé. Yo le siento conmigo.
La oportunidad de tratarme
es jueves, 12 de marzo. La zozobra llena los estantes vacíos de los supermercados donde la incertidumbre y el desconcierto sustituyen a la harina y el papel higiénico. En el norte de Italia no dejan salir a la gente a la calle... Hay quien dice que los siguientes somos nosotros. De momento los chicos andan por casa con un aire semi vacacional. Voy camino del hospital.
De nuevo en la sala de biopsias. Estamos pendientes del resultado de todas las muestras que se han enviado para analizar. ¡Me queda tanto por disfrutar, por amar, por aprender! Pido al cielo una tregua. Imploro desde el agnosticismo más profundo. Al morir mi hija murió con ella la fe que había heredado de mis padres.
El viernes 13 de marzo ya es oficial: no podremos salir de nuestras casas a partir del domingo. Hablamos sobre las próximas semanas de encierro que nos esperan. Tengo programadas citas médicas para poder operarme, y el jueves cita con otra amiga, anestesista del hospital. Hablo con ella. Como compañera de promoción compartimos el mismo chat de médicos. Ambas sabemos cómo se están cerrando quirófanos. Espera poder atenderme el jueves, pero no me garantiza nada. El virus es ahora el protagonista indiscutible.
El monstruo despierta
mientras la sociedad general se paraliza, los hospitales viven su frenesí particular. Algunas especialidades quedan congeladas para dejar espacio a los pacientes infectados con ese coronavirus del que apenas sabemos nada.
Un vecino ha sido una de las primeras víctimas contabilizadas. A él le han seguido en pocos días una riada de personas, muchas de ellas ancianas, y otras de edades en las que uno no espera morir...
Mi madre se encuentra mal, pero sus síntomas no parecen los del covid-19.
El 19 de marzo voy camino del hospital para realizarme el preoperatorio. Vuelvo a encontrar ese Madrid fantasmagórico que me sorprendió el lunes, ya en estado de alarma, cuando otra compañera de mi marido descartó extensión del tumor. Desde que sé que no tengo metástasis estoy mucho más animada, pero es clave actuar sin dilaciones. Voy en metro, apenas coincido con un par de personas. En el trayecto recibo una llamada. Es mi hermana pequeña. Mi madre está peor. Los síntomas han dado paso a una sintomatología respiratoria. Con la convicción de que ingresarán a mi madre me recibe la anestesista, a la que le toca sufrir en primera persona toda la avalancha de pacientes que acuden a este gran
hospital de Madrid.
De nuevo otra llamada de mi hermana, cree que tiene el virus. —Pásame a tu marido que prefiero preguntarle a él —le digo, ya que también es médico. —No me puedo acercar —le explico—, tengo cáncer y si me contagio no me operan —digo. Siento muchísimo no poder ayudar —continúo—.
Finalmente ingresan a mi madre. Por la noche mi hermana me llama de nuevo extrañada por mi desafección hacia el ingreso de mi madre. Se lo cuento todo. No quería preocupar a nadie. Llamo también a mi otra hermana. Está en su casa pasando el covid. La pongo al día de mi estado de salud.
Madrid me acuna
estoy obedeciendo la consigna de la doctora, cuidando de no contagiarme y estar tranquila, cuando me llaman del hospital para adelantar dos días mi cirugía. Veo mi cita en quirófano como lo que es: una oportunidad, una suerte, un privilegio. Me despido de los chicos dándoles instrucciones para los días que pasaré fuera. Están seguros de que todo va a ir bien. Ninguno puede venir conmigo. La curva de contagios sigue en ascenso y han prohibido acompañantes en los vehículos.
Resulta extraño pasear por la calle desierta. Hoy, a estas horas de la siesta, apenas encuentro a nadie en mi recorrido hasta el metro. Cuando mi hija murió me enfureció ver cómo la vida seguía su ritmo normal. Sin embargo, esta tarde el planeta entero permanece inmóvil. El tiempo se ha parado dándome tregua en mi lucha particular. Madrid me acompaña en mi duelo. Esa ciudad que en su momento acogió a mis padres y que me vio nacer me acuna en silencio. Ese Madrid bullicioso y alegre me arropa con un semblante serio pero tranquilo.
La cirugía
a primera hora vivo el característico despliegue de actividad alrededor de los pacientes que pasaremos por quirófano. Se agradece la comprensión y amabilidad de enfermeras, auxiliares y celadores. No hay un protocolo estandarizado y la gestión de esta pandemia, de momento, se organiza con sentido común, esfuerzo y mucho tra-
En el hospital, sola debido a la pandemia.
bajo por parte de los sanitarios.
Poco antes de entrar en quirófano me saludan las dos cirujanas que me van a operar. Confío ciegamente en el equipo; sé que estoy en buenas manos.
En el avispero
me he despertado sin complicaciones y me encuentro muy bien. Cuando llego a la habitación, la paciente de la cama de al lado, ya está allí. Pasamos la tarde tranquilas. No hay hijos ni maridos ni hermanos con nosotras. Somos dos gatas lamiéndonos las heridas a solas.
A mi compañera, Matilde, se le notaba que conocía el hospital. Es de la “casa”. Ha limpiado mil veces estos corredores y habitaciones. Recibe muchas visitas de sus compañeras. Se quedan en la puerta y desde ahí charlan. les pregunta sobre el desarrollo de la pandemia entre bastidores. Se les nota la tensión. Ahora más que nunca las limpiadoras están en el punto de mira.
La enfermera nos trae una almohada con forma de corazón. Es un regalo de voluntarias de la Asociación Española Contra el Cáncer para las pacientes operadas de mama. Resulta ser más útil de lo esperado. Colocándola en la axila evita el roce del brazo con la zona operada. Me vincula a muchas otras mujeres que han pasado por este proceso.
Por la noche oigo discutir en el control de enfermería. Quieren ocupar con enfermos de Covid-19 esa parte del hospital. Siento que estoy internada en un avispero y deseo con toda el alma poder salir pronto de aquí.
Llega el ginecólogo. Pido que me den el alta. Me encuentro fuerte, animada y sin dolor. El ginecólogo se muestra reticente. Me da el alta basándose en lo poco que he drenado y en mi formación médica. Me preparo y me despido de mi compañera de habitación deseándole la mejor de las suertes. Hay personas que pasan por tu vida una vez y, sin embargo, nunca olvidas.
Me quedo en casa
sorprendida por mi buena forma física, cojo de nuevo el metro de vuelta a casa. Podía haber ido en taxi, pero quiero caminar, sentir Madrid, vivir unos minutos de libertad. Sé que tengo que confinarme y cuidarme mucho en las próximas semanas. En medio de esos días tristes, grises, marcados por este virus, siento la mañana llena de luz.
Mi hermano acudió ayer a urgencias con mi padre. Comparte conmigo la seriedad de la situación, ochenta y cinco años, fumador y broncópata crónico. . En caso de carencia de respiradores como está sucediendo en muchos puntos de Madrid, habrá otros pacientes mejores candidatos que él para optimizarlos... Me llama otra vez y me cuenta cómo la placa mostró un pulmón en mejores condiciones de las esperadas. Confío en que mi madre
ingresada y mi padre en su domicilio, evolucionen bien. Entro en casa abriendo la puerta a una nueva etapa de mi vida: el confinamiento.
El covid marca el ritmo
el confinamiento me ha convencido una vez más de cuánto nos necesitamos.
Aunque puedo estar mucho tiempo sola, me gusta hablar, comunicarme, reír y comentar el día a día. Llevo seis meses de ventaja frente al resto. Durante este medio año me he acostum-
brado a hablar a diario por FaceTime con mi marido. Las nuevas tecnologías son una herramienta estupenda para acortar distancias.
Los chicos parece que se van acostumbrando a tener sus clases on line. También en la Escuela de Idiomas estamos dando clases a distancia. Creo que es una suerte no haber tenido que interrumpir mis estudios de árabe.
Los grupos de WhatsApp han intensificado sus mensajes. Son mis amigas del Zoom. Quedamos todas las semanas para charlar y reírnos un rato. Son mujeres que me encontré caminando por la vida. Nunca pretendimos hacernos amigas, los protagonistas eran nuestros hijos que jugaban en el parque. Inmersos en el mes de abril y a través de Zoom, les he contado mi aventura sanitaria. Ellas se han convertido en cómplices de mi secreto.
Cada día me encuentro mejor, aunque he tardado más de lo que en un principio había esperado. He tenido que asumir que no puedo hacer lo que siempre hacía. Me estoy acostumbrando a pedir ayuda a mis hijos.
Seguimos confinados. Es una situación que me favorece. No me siento diferente al resto de España. Tras la intervención estoy mucho más tranquila.
No todo son malas noticias. Parece que mi madre evoluciona muy bien y prevén darle el alta en breve. Mi padre ha superado la infección con cuidados caseros. Está muy débil, pero cada día se encuentra un poquito mejor.
Hablo con un oncólogo del hospital. Tienen claro que la combinación de una quimioterapia con taxol junto con la inmunoterapia será el protocolo más idóneo en este caso.
Inmunoterapia
hoy comienzo la inmunoterapia. Son días grises y el cielo de Madrid ha estado llorando a sus muertos. Falta poco para la primavera, pero el invierno sigue instalado en nuestros corazones.
Me acerco a la sala de tratamiento. Una dosis de esperanza en unos pocos milímetros cúbicos; milagros de la ciencia que no siempre valoramos. Es una inyección subcutánea, apenas molesta, aunque hay que administrarla muy lentamente. Me alivia sentirme ya parcialmente tratada. El coronavirus ha obligado a retrasar las terapias y el cáncer no concede treguas. Estamos de desescalada. Me siento rehén de este virus y le agradezco que me dé una tregua para poderme tratar. Hoy comienzo la quimio y tengo miedo.
Nos van llamando y entramos a una sala espaciosa donde hay asientos para más de una decena de personas. Entonces comienza el ritmo trepidante para los enfermeros: cogen vías, heparinizan reservorios, ajustan bombas que pitan... y tras unos minutos de trabajo frenético llega el silencio disfrazado de música de fondo. Me he traído un libro. Cuando un enfermero, con una sonrisa y un tono de voz encantador, me indica que ya he terminado, me siento enormemente feliz.
En cuanto salgo del hospital llamo a mi marido. En la distancia vive con más ansiedad que yo el comienzo de mi quimioterapia. —Una menos —me dice—, ya solo nos quedan once. Repetimos juntos la frase del entrenador del Atlético que tantas veces se oye por casa: “Partido a partido”.
Paseos en libertad
he perdido la cuenta de la fase de desescalada en la que estamos. En cuanto comienza ese calor sofocante de asfalto tan propio de las ciudades, las noches resultan insoportables. Como los chicos ya han terminado sus exámenes nos hemos trasladado a nuestra casa de El Escorial.
Valoro poder dar largos paseos. Me siento feliz con cada paso que doy. Respiro el aire de la sierra y camino disfrutando este despertar del verano tras una primavera oculta.
Estoy tolerando extraordinariamente bien la quimio. Trato de no pensar en ello, ya experimenté con la primera dosis de la inmunoterapia que escuchar en exceso a mi cuerpo me hace sentir peor.
He vivido pendiente de la llegada de mi marido hasta el fin de la quimio. No querían prescindir de un médico en plena pandemia, y finalmente pisó tierra española la primera semana de agosto.
Parece que estos meses de verano “el bicho” está bastante más tranquilo. Se habla de una segunda ola para el otoño.
He terminado la quimio. Carlos me afeita la cabeza para que crezca el pelo de manera uniforme.
Está siendo un verano distinto para todos. Se ha impuesto la obligatoriedad de las mascarillas y aunque hay reuniones y charlas en la piscina, no es como como otros años.
Valoramos los pequeños regalos que nos da la vida, disfrutamos más que nunca de la compañía de los demás; celebramos cada bar que se abre,
cada tienda que no cierra.
Madrid se viste de gala
tengo un mensaje en el celular alertándome del temporal de nieve que se avecina. Estoy feliz. Hubo un momento, cuando cancelaron el vuelo de mi marido el 22 de diciembre, que temí que no pudiera venir a pasar unos días con nosotros. Ahora tiene que volver a Riad. Nos despedimos. Tardaremos en volver a estar juntos. Ya no hacemos planes. Me mandará un mensaje en cuanto aterrice. Miro por la puerta acristalada de la Terminal 1. Los copos caen con una intensidad que no recuerdo en la capital de España.
Aún no ha despegado el avión de mi marido cuando salgo hacia la clase de fl amenco de los viernes. Me abrigo bien.
Miro al cielo incrédula y temo que el avión no pueda despegar. Entro en clase. Mi alegría es mayúscula cuando compruebo a la salida de clase que el avión ya vuela rumbo a Riad.
Hace semanas que las chicas del Zoom tenemos entradas para el teatro. Asistimos al espectáculo contentas. Pero el mayor espectáculo nos espera a la salida. Un Madrid blanco nos envuelve. Nos hacemos una foto para inmortalizar el momento y yo doy gracias a la vida.
Estiro los brazos y miro al cielo que viste de gala mi Madrid. Y siento la vida, esa película que a cada uno nos toca vivir y de la que somos absolutos protagonistas.
Elijo disfrutar cada foto, porque en cualquier momento el guión me puede sorprender.
Ana tras la tormenta Filomena, la nevada histórica que cayó en Madrid en enero de 2021.
Ana Calvo de Mora es doctora en Medicina y Cirugía y licenciada en Derecho. Aunque es patóloga, abandonó pronto la práctica clínica y durante algunos años estuvo impartiendo clase en la universidad. En 2016 se traslada con su familia a Arabia Saudí y regresa en agosto de 2019.
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