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VBERITAS 2009
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© Irene Albert © Efi Cubero © Pilar Galán © Teresa Guzmán Carmona © Hilario Jiménez Gómez © Elías Moro Cuéllar © Antonio Reseco © Elena Román
Poema visual: “Correspondencia” Homenaje al Mail Art de Juan Ricardo Montaña García. Edita: Asociación de Amigos de la Cultura Extremeña Depósito Legal: BA-487-1987 I.S.S.N.: 1131-8767
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el duelo Resultó que aquel dolor era un proceso. Llamarlo así me dignificaba el llanto. Llevé luto e insomnio rigurosos. Dije muchas veces que quería morir. Con el tiempo me fui serenando y me permití una sonrisa tímida aquí y allá. Me comí un dulce. Me vestí de gris. Todos aplaudieron el ritual. Todos preguntaron. Lo que no comprendo es el escándalo: por supuesto que la parte más dura fue matarlo.
Irene Albert
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mata mua Acababan de llegar del Thissen. Frente al ventanal los colores del cielo de la tarde perseguían la transparencia. Se apretó contra él. Se besaron. -Supe que me habías perdonado cuando accediste a que nos viéramos al lado de aquel cuadro después de tanto tiempo. Nuestro cuadro -exclamó con expresión soñadora. -Los viejos tiempos…-susurró él mientras acariciaban sus dos manos el añorado cuello. -Mata Mua… Fue su última palabra, antes de alcanzar aquel morado intenso y desplomarse.
Efi Cubero
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mayores Lo peor no debe de ser el cansancio, ni las enfermedades, ni siquiera el dolor. Lo peor no debe de ser dormir a deshora, caminar apenas, tener prohibidos todos los vicios. Seguro que no. Seguro que cuando se llega a cierta edad, uno ha pasado ya todas las fronteras posibles y se ha vuelto inmune a casi todo, salvo a la soledad y la indiferencia. Eso sí que cuesta. Volverse invisible, a lo más una carga, alguien que repartirse entre los hijos, al que visitar en una residencia siempre demasiado llena. Eso sí que duele, no las pastillas, ni la artrosis ni la dificultad de hacer lo que antes no costaba nada. Hemos cerrado los ojos ante lo que vamos a ser, igual que los cerramos ante el cambio climático o las amenazas venideras. El futuro no nos asusta, como si no tuviera que ver con nosotros, como si instalados en esta juventud perenne, nada pudiera acecharnos. Contemplamos a los ancianos como seres de otra galaxia, débiles eslabones por donde se rompe la cadena social. Ellos cobran las pensiones, ellos son una carga para la sanidad, ellos causan problemas en verano. Y ellos, o sea, nosotros dentro de unos años, se ven apartados de un mundo que no quiere correr a su ritmo. Por eso mueren de pena en la soledad de las grandes ciudades, o agonizan en habitaciones impersonales donde nunca va nadie a verlos. A ellos, que formaron familias y fueron padres y luego abuelos. Desde unos ojos que a veces no nos recuerdan, nos contempla la vida. Los primeros pasos, el primer amor, el arañazo que solo supo curar una madre, el beso que salva el mundo. Todos los recuerdos están allí, sin orden a veces, aguardando el hilo de seda de Ariadna para ser rescatados del laberinto, la mano que despierte el genio dormido, como en el arpa de Bécquer, el poema que mi padre comentaba en clase, hace muchos años, muchísimos. Hace solo uno que ha empezado a olvidar. Mi nombre, mi cara. Los de mis hermanos, los de nuestros hijos. Sin embargo, no olvida las valencias químicas o las reglas de acentuación. Y nos las explica, algunas noches, y su voz me trae el eco de una época olvidada que ahora él recuerda por encima de todas las cosas. Enfrente del médico, su memoria se obliga a desplegarse. En qué mes estamos, ha preguntado el señor de bata blanca, al otro lado de la mesa. Junio, dice al final, después de una espera que se hace interminable. Y yo me alegro tanto como cuando mi hijo, que lleva su nombre, consigue dibujar un tres o un sol que parece una araña aplastada. Luego, camino de casa, le hablo de todo, por si acaso. De mi nombre, de las letras exactas que me enseñó, de la personas que nos rodean. Y poco a poco, parpadea en sus ojos azules el reconocimiento. Y sonríe. A salvo, otra vez, de este naufragio. Rescatado de nuevo para el mundo que tanto le echa de menos. Lo peor no debe de ser el cansancio, ni las enfermedades, ni siquiera el dolor. Seguro que no. Lo peor es la soledad y el miedo, avanzar por los caminos del olvido sin una mano amiga que te marque las miguitas de pan, de vuelta a casa. Lo peor es la estupidez malsana de creernos inmortales, elegidos por los dioses, olvidados de lo que hemos sido, lo que somos y aquello en que nos vamos a convertir.
Pilar Galán
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la llamada Me había llamado la tarde antes para comunicarme la noticia. A pesar de todo me cayó como un jarro de agua fría. Por teléfono mi prima Luisa parecía nerviosa y, mientras me contaba, me recordé corriendo tras ella por la cuesta de la iglesia para levantarle la falda al tiempo que me hacían reír sus gritos de niña histérica, de niña de colegio de monjas con las trenzas largas y la cara llena de pecas. —Tienes que venir —insistió ella. —Al fin y al cabo es tu sangre y eso, lo quieras o no, tira. Yo me quedé callado como quien espera resolver una duda, sintiéndome una inquietud extraña en el cuerpo y un cierto desahogo malintencionado. —Lo pensaré, gracias —respondí tajante antes de colgar el auricular, y por primera vez en muchos años sentí un inmenso alivio, una libertad que hasta entonces me era desconocida. La mañana amaneció lluviosa y al llegar al pueblo todo me pareció intacto. El cartel oxidado que daba la bienvenida, la puerta desvencijada del cementerio y esa sensación de soledad, de lugar deshabitado en el que nunca pasa nada. Y sin embargo, sabía que detrás de todos aquellos postigos se escondían los murmullos, los juicios implacables y un desprecio tal, que nunca logré comprender del todo. Estaba de vuelta en medio de aquella nada. Abrí la puerta, como de costumbre nadie había cerrado el pestillo. Recordé el olor a humedad y a tierra, ningún cambio después de tanto tiempo, sólo mis canas y el olvido. Mi prima Luisa me recibió sonriendo, estaba sentada junto a su cama, ella representaba lo que yo nunca había representado. —Mira quien ha venido a verte—. No dijo nada, pero al acercarme sentí que me agarraba la mano fuerte y que sus ojos parecían humedecerse. Era la primera vez que le tocaba la mano a un “maricón”, como él solía llamarme. Pocos días después, uno tras otro fui acogiendo el pésame con una media sonrisa de condescendencia.
Teresa Guzmán Carmona
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Jueves, 27 de diciembre Dicen que eres el lugar en el que te encuentras y cuanto más se adentre él en ti más estará unido a tu identidad. Por eso le gustaba viajar tanto. Aquel día, como siempre, se había subido al autobús con una maleta pequeña y usada, manteniendo largas conversaciones delante de un espejo, sin mentiras. A veces llevaba un libro de poemas, porque hacer camino es algo que va con la poesía. Leía unos pocos versos, los saboreaba en ese caminar meditativo que liberaba las palabras. Últimamente llovía mucho. El ritmo de sus pasos, bajo el zarandeo del coche, se adaptaba a la cadencia del poema. Y aprendió a observar, a observarse, y le gustaba. Aquella tarde no había llegado aún a su destino cuando se bajó precipitadamente en busca de abrigo con moldes de flores. La elección de un lugar no es fruto de la casualidad sino algo que deseas. Y olvidó su pequeña maleta verde y unos papeles arrugados que a modo de diario escondían cuatro poemas con tachones hablando de abrazos. Y desde el autobús que arrancaba a toda velocidad se alcanzó a ver su cuerpo, asombrado, siguiendo a la vida. Una vida que definitivamente tenía nombre de mujer.
Hilario Jiménez Gómez
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fregadero Cuando el teléfono sonó justo en mitad de la siesta, supe que algo terrible estaba pasando. Era Juan. Su voz entrecortada no auguraba nada bueno, no entendía nada de lo que me decía, solamente percibía la angustia que me transmitía a través del auricular, de modo que me lancé corriendo a la calle y subí las escaleras de su casa con zancadas imposibles. Juan yacía en el suelo, aún aferrado al teléfono, y varios tajos con forma de sonrisa adornaban su garganta y su pecho desnudo. No había nadie más. Sólo un rumor apagado y metálico venía de la cocina. Era el grifo del fregadero, enjuagando con su chorro tibio y lento el primer cuchillo ensangrentado. Los demás, el juego completo, esperaban turno junto a la pila, serenamente divertidos, como contándose en voz baja un jocoso secreto entre risitas.
Elías Moro Cuéllar
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de un trago UNA COPA. Sobre el campo desierto de una mesa de madera. Un páramo. Cualquier copa. Desde fuera, la enigmática figura que puede contener el éxtasis, la sabiduría del enólogo, o su condena como experto que yerra en la contienda de la cata. De exposición o en una vitrina iluminada. En el Salón de la Porcelana de la Casa Blanca, por ejemplo. O de plata, como la bandeja en que se sirve la venganza. Y, sin embargo, tan inofensiva, tan inútil para la ciencia o el auto del juez. Tallada, a pesar de ello, por la mano del orfebre que sabe predecir el futuro y llenar su cuerpo con el vacío de la incertidumbre. Un brindis dispuesto para el final de una cena de despedida. La copa. Como el vaso, puede estar medio llena o medio vacía. Según se mire. Como todo en la vida. Según quién mire. Un hecho insustancial, casi frívolo. Sírvalo despacio, que no hay prisa. O mucho más trascendental. Señor, aparta de mi este cáliz. La copa, de un trago, sin paladear el contenido, vaciándola como la alimaña limpia de vísceras el cuerpo inerte de la res. Los sabores llevan directamente al recuerdo y es bien sabido que la memoria no vale de nada, menos aún a cierta edad. En un escaparate de Praga, en la luna de miel, durante un paseo. Es una copa bonita. Desde luego, todo el cristal de Bohemia es bonito. Prudentemente llena con un vino ligero, afrutado quizá. Un vino de graduación media. Que no provoque mucha resaca. Que tenga recorrido. O tal vez dando cuerpo a un vino de postín que descorcha cincuenta años de buqué… o con la cicuta que, en pocos minutos, acabará con la vida de Sócrates.
Antonio Reseco
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el robo Mientras estaba siendo atendido un joven repartidor de pizzas bastante afectado, el siguiente en la cola rememoraba los años en los que la gente denunciaba la sustracción de su vehículo o de sus tarjetas de crédito, o el asalto a su vivienda... tiempos en los que se robaba lo material. Siendo al fin su turno, fue atendido por el oficial, que tomó nota de los hechos acontecidos: a las ocho y media de la tarde el denunciante salía de trabajar del taller mecánico sin haberse quitado su grasiento mono, cuando dos hombres le cerraron el paso en una callejuela. Le amenazaron. Él se mantuvo firme, negándose a darles lo que a voces le pedían. A cambio les ofreció su reloj, su cartera, su muela de oro, pero no querían nada de esto. La emprendieron con él a puñetazos y a patadas. Aguantó como pudo pero al final accedió a sus pretensiones: les entregó su trabajo, les explicó en qué consistía, cuál era el horario y cuál el sueldo. No satisfechos con esto, le pidieron las claves. ¿Qué claves?, preguntó, ingenuo. Las claves de su éxito laboral, de lograr mantener su empleo en medio de aquella crisis, le respondieron. Tuvo que dárselas, gimoteaba, mientras el oficial le daba unas palmaditas en el hombro. Firmó la denuncia y se alejó observando la cola que dejaba tras de sí y en la que había, entre otros, un bombero, una prostituta y un proctólogo.
Elena Román, 2009
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