Arte Negro 50 + 50

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bmr académica es una serie editorial orientada a la reflexión de universitarios que trabajan en áreas diversas como el arte, las humanidades y las ciencias sociales. Es su objetivo divulgar textos –investigaciones, estudios monográficos, tesis– que resultan de valor en el ámbito académico uruguayo y regional.

Compiladores: ELENA O’NEILL Y WILLIAM REY ASHFIELD

Organizan:

AA

Arte Negro 50 + 50

bmr.uy

ARTE | ARQUITEC T UR A

BMR Productora Cultural es una consultora uruguaya orientada a la producción y gestión de proyectos culturales. El foco de atención lo constituyen los productos editoriales, audiovisuales, museográficos y de comunicación. Nuestra productora toma la responsabilidad social de agregar valor a la comunidad y ayudarla a crecer a partir del consumo de bienes culturales de excelencia.

Arte Negro 50 + 50 recoge una serie de textos relacionados con la exposición realizada en 2019 en el Museo de Historia del Arte de Montevideo, testimonio de la propagación del arte africano más allá de los talleres de los artistas y de su recepción tardía en el Uruguay. Por un lado, configura un primer paso en el camino de repensar, desde el Uruguay, un continente africano con gran riqueza y variedad de etnias, que debe apreciarse y valorarse por su gigantesco aporte estético, con múltiples proyecciones en el arte occidental en general y sobre nuestra cultura en particular. Por otro, pretende ser una pequeña contribución al dislocamiento del abordaje hegemónico de la historia del arte, casi siempre centrado en la modernidad europea. Cabe a cada uno el desaf ío de pensar, sin nostalgias y evitando formalismos, dialécticas y jerarquías, una historia y una teoría del arte que incluyan otras tradiciones.

Aplicaciones a 1 tinta sobre fondo claro y diapo

FUNDACIÓN

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FRANCISCO MATTO

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FRANCISCO MATTO

FRANCISCO MATTO

FRANCISCO MATTO

Arte Negro 50 + 50

La presente publicación, a manera de catálogo, se propone conformar la memoria de una exposición: Arte negro 50 + 50. Esta muestra, más que un nuevo montaje testimonial, buscó articular parte de las piezas y fotograf ías exhibidas hace 50 años, en la primera muestra de Arte negro que tuvo lugar en Uruguay, realizada en la Sala de Exposiciones Temporarias del Museo de Arte Precolombino. Bajo la dirección de Francisco Matto y Ernesto Leborgne, la muestra reunió entonces 82 piezas de diferentes círculos socioculturales de África, principalmente Compiladores: occidental y central. AquellaELENA exposición O’NEILL remitía, a su vez, a la Première exposition d’art nègre et d’art océanien, organizada por Paul Guillau WILLIAM REY ASHFIELD me y André Level (París, 1919), de destacada repercusión e importancia para el arte moderno. Los artefactos exhibidos en la primera de las exposiciones uruguayas pertenecieron a artistas y allegados del Taller Torres García: Augusto Torres, Manolita Piña de Torres García, Alfredo Cáceres, Fernando Mañé, Eduardo Yepes, Amalia Nieto, Guillermo Wilson, Luis San Vicente, Ernesto Leborgne, y al sector de Arte Comparativo del Museo de Arte Precolombino. Así, se constituyó un espacio para observar y analizar interacciones productivas y creativas entre estos artistas y el llamado arte negro, fenómeno hasta entonces poco abordado, aunque sí identificado y citado por la crítica y la historiograf ía artística. El catálogo de aquella muestra contó con el aporte del estudio fotográfico Testoni, que documentó muchas de las piezas expuestas. Esas fotograf ías, registro y documento de enorme valor, interesan tanto por el punto de vista adoptado y la forma de iluminación como por su lenguaje fotográfico, resultado de intercambios entre artistas, coleccionistas y fotógrafo. Arte negro 50 + 50 es un homenaje a la muestra de 1969, un testimonio de la propagación del arte africano más allá de los talleres de los artistas y de su recepción tardía en el Uruguay. También configura un primer paso en el camino de repensar, desde el Uruguay, un continente con gran riqueza y variedad de etnias, que debe apreciarse y valorarse por su gigantesco aporte estético, con múltiples proyecciones en el arte occidental en general y sobre nuestra cultura en particular. En este sentido, la muestra actual cuenta, en su espacio de exposición, con una copia de arte clásico griego —el Idolino de Pésaro, obra del siglo V— que, contrastada con el resto de las piezas expuestas, nos hace meditar y tomar conciencia de los preconceptos implícitos, canonizados y poco cuestionados respecto de otras culturas artísticas.

La presente publicación es la memoria de una exposición, Arte Negro 50 + 50, desarrollada en el Museo de Historia del Arte. Esta muestra, más que un montaje testimonial, se propuso articular parte de las piezas y fotograf ías exhibidas hace 50 años, en la primera muestra de Arte Negro que tuvo lugar en Uruguay, realizada en la Sala de Exposiciones Temporarias del Museo de Arte Precolombino. Bajo la dirección de Francisco Matto y Ernesto Leborgne, reunió entonces 82 piezas de diferentes círculos socioculturales de África, principalmente occidental y central. Tal exposición remitía, a su vez, a la Première exposition d’art nègre et d’art océanien, organizada por Paul Guillaume y André Level (París, 1919), de destacada repercusión e importancia para el arte moderno. La exposición actual (2019) ha contado con la curaduría de Elena O’Neill y William Rey Ashfield.



Arte Negro 50 + 50

Compiladores: ELENA O’NEILL WILLIAM REY ASHFIELD




Arte Negro 50 + 50 / Elena O’Neill, William Rey Ashfield, compiladores. – Montevideo: BMR Productos Culturales, 2019. 72 p. – (BMR Académicas). isbn 978-9974-8754-0-1 1. Arte 2. Etnograf ía 3. Colecciones I. Título. II. O’Neill, Elena, comp. III. Rey Ashfield, William, comp. (Serie) cdd 704

Primera edición: octubre de 2019 © 2019. BMR Productora Cultural Producción ejecutiva BMR Productora Cultural Curaduría Elena O’Neill y William Rey Ashfield Investigación Elena O’Neill Textos Roberto Conduru, Gustavo Ferrari, Elena O’Neill y William Rey Ashfield Fotografía Estudio Fotográfico Testoni Diseño gráfico de exposición y montaje Valentina Juanicó y Manuel Machado Asistente de montaje Luis Bianchi Corrección Maqui Dutto Diseño editorial Taller de Comunicación Impresión Gráfica Mosca Depósito legal: isbn: 978-9974-8754-0-1 Derechos Reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción, transmisión o archivo en sistemas recuperables, para uso público o privado, por medios mecánicos, electrónicos, fotocopiado, grabación o cualquier otro, ya sea total o parcial, del presente ejemplar, con o sin propósito de lucro, sin la expresa, previa y escrita autorización del editor. Producido, diseñado e impreso en Uruguay.


Contenido

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Presentación

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El arte africano y el Muhar Gustavo Ferrari Seigal

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(re)ver + (re)pensar + (re)formar Roberto Conduru

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Arte Negro 50  +   50: contextos, colecciones y desafíos Elena O’Neill

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Notas sobre las obras Elena O’Neill

49 Fotografías Estudio fotográfico Testoni



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Presentación

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a presente publicación, a manera de catálogo, se propone conformar la memoria de una exposición: Arte Negro 50 + 50. Esta muestra, más que un nuevo montaje testimonial, buscó articular parte de las piezas y fotograf ías exhibidas hace 50 años, en la primera muestra de Arte Negro que tuvo lugar en Uruguay, realizada en la Sala de Exposiciones Temporarias del Museo de Arte Precolombino. Bajo la dirección de Francisco Matto y Ernesto Leborgne, la muestra reunió entonces 82 piezas de diferentes círculos socioculturales de África, principalmente occidental y central. Aquella exposición remitía, a su vez, a la Première exposition d’art nègre et d’art océanien, organizada por Paul Guillaume y André Level (París, 1919), de destacada repercusión e importancia para el arte moderno. Los artefactos exhibidos en la primera de las exposiciones uruguayas pertenecieron a artistas y allegados del Taller Torres García: Augusto Torres, Manolita Piña de Torres García, Alfredo Cáceres, Fernando Mañé, Eduardo Yepes, Amalia Nieto, Guillermo Wilson, Luis San Vicente, Ernesto Leborgne, y al sector de Arte Comparativo del Museo de Arte Precolombino. Así, se constituyó un espacio para observar y analizar interacciones productivas y creativas entre estos artistas y el llamado arte negro, fenómeno hasta entonces poco abordado, aunque sí identificado y citado por la crítica y la historiograf ía artística. El catálogo de aquella muestra contó con el aporte del estudio fotográfico Testoni, que documentó muchas de las piezas expuestas. Esas

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fotograf ías, registro y documento de enorme valor, interesan tanto por el punto de vista adoptado y la forma de iluminación como por su lenguaje fotográfico, resultado de intercambios entre artistas, coleccionistas y fotógrafo. Arte Negro 50 + 50 es un homenaje a la muestra de 1969, un testimonio de la propagación del arte africano más allá de los talleres de los artistas y de su recepción tardía en el Uruguay. También configura un primer paso en el camino de repensar, desde el Uruguay, un continente con gran riqueza y variedad de etnias, que debe apreciarse y valorarse por su gigantesco aporte estético, con múltiples proyecciones en el arte occidental en general y sobre nuestra cultura en particular. En este sentido, la muestra actual cuenta, en su espacio de exposición, con una copia de arte clásico griego —el Idolino de Pésaro, obra del siglo V— que, contrastada con el resto de las piezas expuestas, nos hace meditar y tomar conciencia de los preconceptos implícitos, canonizados y poco cuestionados respecto de otras culturas artísticas. La exposición realizada debe su apoyo a diversas instituciones y personas. La Fundación Francisco Matto, ante todo, nos aportó materiales y conocimientos fundamentales. Asimismo, personas como Martín Castillo y Graziella Zito, Jorge Cancela, Wilfredo Penco y Gustavo Serra contribuyeron con distintas piezas, de enorme valor para la exposición. Un lugar muy especial dedicamos a la familia Leborgne —Elena, Cristina, Cecilia— y Fabricio Cuturi, quienes alentaron y apoyaron este emprendimiento. La organización de la exposición y la presente publicación deben, asimismo, a Gustavo Ferrari y a Héctor Testoni un agradecimiento por su alta dedicación y compromiso. Elena O’Neill William Rey Ashfield

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El arte africano y el Muhar Gustavo Ferrari Seigal Conservador del Muhar

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an pasado 50 años de aquella primera exposición de Arte Negro realizada en el Uruguay, y hoy, gracias a la propuesta del doctor William Rey Ashfield y de la doctora Elena O’Neill, estamos asistiendo, en parte, a su recreación desde otro tiempo y realidad. Muy probablemente tengamos en el país muchas más piezas de arte africano que las que había en aquel momento, pero han cambiado los coleccionistas y también la calidad promedio de las piezas. Creemos que aquella exposición se realizó en un tiempo dorado para este tema, cuando diversos coleccionistas, entre los que se contaban varios artistas de la órbita del Taller Torres García, buscaron y tuvieron acceso a piezas de primer orden del arte africano. En Europa se había dado un despertar en el ámbito artístico en que las referencias africanas fueron fundamentales. Nuestros artistas no estuvieron ajenos a esta tendencia y, sobre todo, la prédica torresgarciana de volver a buscar las fuentes del arte en expresiones de las llamadas entonces “primitivas” fue un aliciente para el coleccionismo de piezas de arte anónimas, algunas de las cuales, aunque continuadoras de tradiciones estéticas depuradas y decantadas durante generaciones, brillaban con resplandor de genialidad individual, sobresaliendo por encima de las tipologías aceptadas ancestralmente. Es así que se conformaron importantes colecciones de arte precolombino, africano y de Oceanía que permitieron, por ejemplo, que Francisco Matto creara el primer Museo de Arte Precolombino y generara

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desde él exposiciones transitorias como la de arte africano que estamos rememorando ahora. El propio Matto, pese a ser la colección americana el motivo de su museo, había reunido un pequeño núcleo de piezas a las que denominaba “de arte comparativo” en el que, entre otras, contaba con importantes obras de arte africano. Esto permitía la realización de tertulias en las que se partía de poner una pieza precolombina, africana o de Oceanía junto a una de arte egipcio, sirio, griego o etrusco y... ¡a discutir entonces si las primeras no se paraban en igualdad de condiciones estéticas con las de culturas ya consagradas! El Museo de Historia del Arte se conformó originalmente con las colecciones de calcos traídas al país durante una época en que dominaba la mirada eurocéntrica. Incluía, claro, un sector de Oriente Medio y del Lejano Oriente, que formaban también parte del bagaje cultural reconocido. Más adelante se incorporó el Sector Precolombino (con arqueología nacional) y el de Arte Colonial, sumándole así miradas a nuestro continente. Pero los aportes de otras culturas al arte verdaderamente universal tuvieron una muy tímida participación en nuestro acervo originario. Veintidós años atrás, las manifestaciones artísticas que podríamos englobar como etnográficas (aunque este término esté cuestionado actualmente) se reducían a unas pocas réplicas de piezas esquimales que habían quedado de una muestra transitoria traída por la Embajada de Canadá (una docena) y de arte africano (un reposacabeza, una cabeza de Benín y dos máscaras), todas de yeso. Fue en 1997 cuando empezamos a entrar —y por la puerta grande— en este otro arte de carácter tribal. En esa oportunidad, salió a subasta pública la colección del arquitecto Ernesto Leborgne, cercano también él al Taller Torres García y que ocupara la dirección del Museo Precolombino de Matto. Por iniciativa del entonces intendente, arquitecto Mariano Arana, se convocó a empresarios a colaborar en la conformación de un fondo que nos permitiera acceder a algunas piezas de esa colección. ¡Y sí que se logró! Prueba de ello es que hoy tengamos esta exposición donde siete de las diez piezas que se han podido reunir de las que estuvieron con seguridad presentes cincuenta años atrás son de este Museo. También se adquirieron en esa oportunidad una hermosa pieza de Oceanía y varias de arte precolombino —que se cuentan entre las mejores de nuestro acervo—, pero fueron las de arte africano las que hicieron un cambio definitivo en dicha conformación, dada su calidad. Con los años esto permitió ir sumando otras a través de compras di-

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rectas, subastas y donaciones —pequeñas o numerosas—, como la importante donación del África central que recibimos en 2007 (Colección Halty-Montes), con más de setenta piezas. Todo ello nos permite hoy contar con una sala dedicada al arte africano y contribuir a esta exposición-homenaje en forma decisiva. Vaya entonces nuestro reconocimiento a esta iniciativa que rescata memoria sobre aquellos pioneros en la conformación de parte del acervo patrimonial con que cuenta nuestro país y nos muestra la riqueza estética del aporte negro-africano al arte universal.

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(re)ver + (re)pensar + (re)formar Roberto Conduru

Southern Methodist University (eua) Traducción: José Luis Petruccelli

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oncebida en 1969, abierta al público desde los primeros días de enero y durante la mayor parte del año 1970,1 el Museo de Arte Precolombino de Montevideo presentó la exposición Arte Negro, con 82 artículos de diferentes regiones africanas y pertenecientes a colecciones privadas en Uruguay. Aunque no identificadas, la curaduría de la muestra y la edición del respectivo catálogo2 deben ser acreditadas al artista Francisco Matto y al arquitecto Ernesto Leborgne, creadores y responsables del Museo.3 El texto de la presentación, sin firmar y que también se les atribuye, reconoce el papel clave de los artistas radicados en París a principios del siglo xx en el proceso de valorización de artefactos africanos como arte. Y la importancia de la Première exposition d’art nègre et d’art océanien, presentada en la Galerie Devambez, en París, en mayo de 1919, en la divulgación de la “estatuaria africana primitiva” para el gran público. Después de abordar sucintamente el proceso por el cual los artefactos africanos llegaron a ser considerados obras de arte, el texto traza un breve panorama de la producción plástica en el continente africano desde la antigüedad hasta el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando las colonias europeas se transformaron en na1 E. V., “Arte negro en el Museo Precolombino de Matto”, El Día, Montevideo, 30 de diciembre de 1969; “Un grupo afro-hispánico”, La Mañana, Montevideo, 25 de octubre de 1970, p. 8. 2 Arte Negro, Montevideo: Museo de Arte Precolombino, 1969. 3 Amalia Polleri, “Un museo ejemplar”, El Diario, Montevideo, 30 de marzo de 1970.

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ciones africanas independientes. Además, afirma que, medio siglo más tarde, la exposición Arte Negro procuraba “testimoniar la relevancia y persistencia de este arte”. Como indica el título, Arte Negro: 50 + 50, en exposición en el Museo de Historia del Arte (Muhar) en Montevideo entre octubre y noviembre de 2019, se articula decididamente con las dos muestras. Sus curadores, Elena O’Neill y William Rey Ashfield, proponen al público experimentar nuevamente arte con objetos oriundos del África subsahariana, así como reflexionar sobre las exposiciones de arte. De este modo, las cuestiones planteadas en 1919 y en 1970 son colocadas en la actualidad. A estas se les agregan otras que la coyuntura actual plantea, recomienda, impone. Esta conciencia reflexiva es perceptible también en la muestra de 1970. El epígrafe de su catálogo es un extracto del libro Les nègres et les arts sculpturaux, en el que Michel Leiris argumenta que las personas de ascendencia africana o afrodescendientes tienen un mensaje que transmitir en la necesaria y completa reconstrucción de la sociedad frente al malestar de la civilización en la era industrial. La cita es un signo del alcance pretendido con la exposición Arte Negro. Yendo más allá del campo del arte, la experiencia de aquellos artefactos permitiría pensar la cultura en general. Aunque el texto de la exposición de 1970 reconoce que la mayoría de las piezas existentes en colecciones fueron producidas a partir del siglo xix, estas todavía son atribuidas a tradiciones atemporales de “tribus” y, por lo tanto, consideradas índices de primitivismo. No obstante, también son potentes, iluminadoras —más que hablar del África ancestral, ellas tendrían sentido para el mundo contemporáneo—. Apuesta curatorial que puede ser redimensionada en la coyuntura postindustrial, informativa e imagética de hoy. Desde que experimentar los objetos en 2019 no signifique negar y sí reconocer un África múltiple, interconectada y articulada con el mundo desde siempre, con memorias, historias, posibilidades y proyectos de futuros. Desde el inicio, el texto reconoce la artificialidad de la muestra al exponer los objetos fuera de su ambiente, sin luz natural, desprovistos de muchos elementos y apartados de los rituales para los cuales fueron hechos. En este sentido, artificial era no solo la muestra de 1970, sino casi todas las exposiciones, excepto aquellas que exhiben obras hechas intencionalmente para el juego del arte y sus ritos. Lo que puede ser el caso de las piezas entonces expuestas, algunas de las cuales ahora en exhibición, ya que muchas colecciones de objetos africanos son consti-

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tuidas por piezas producidas para satisfacer la demanda de los coleccionistas por “obras de arte” de un África genérica, sin mayor interés por su procedencia específica. Artificialidad también característica del museo que, aunque insertado en la sociedad, debe mantener una cierta distancia de esta para poder pensarla mejor y en ella intervenir, estando al mismo tiempo dentro y fuera de la vida social. En el museo, institución en la que, además de coleccionar y exponer objetos, se proponen reflexiones colectivas, públicas, el experimentar una exposición es un ritual en el que las personas lidian con objetos, ideas y personas según determinadas convenciones, pudiendo reafirmar valores establecidos, familiares, y conocer lo diferente, lo nuevo, lo otro. Esto recomienda experimentar los museos y las exposiciones enfrentando la artificialidad propia de cualquier realización cultural. Considerando las cosas inventadas en cada lugar: ciudades, calles y edificios, pisos, paredes y techos, paneles y vitrinas, objetos, textos, leyendas y hasta el espacio entre estos artefactos que, como las entrelíneas de un texto, ayudan a activar significados y sentidos con relación a lo que es dado a ver y pensar. Así, experimentar Arte Negro 50 + 50 es también percibir cómo esta muestra, y las otras a las que se refiere, participan de la historia de las exposiciones. Y exponer objetos de África, sean pensados como obras de arte o no, es enfrentar desaf íos e impasses, pero también estímulos. En los procesos de emancipación todavía en curso en África y en América, es necesario liberar la exposición, el museo, el campo del arte de la persistente colonización cultural, así como de sus ramificaciones económicas y políticas. Entre otras acciones, es necesario romper el silencio impuesto por la lógica colonial, explicitándolo y tratando de recuperar informaciones que son consideradas indispensables cuando se exhiben obras de arte y otros objetos de la tradición occidental, pero cuya ausencia no es usualmente vista como problemática en el caso de artefactos africanos debido al supuesto primitivismo de los grupos sociales que los produjeron y utilizaron. ¿Cuáles son los nombres de los que hicieron y utilizaron las obras expuestas? ¿Cuándo y cómo fueron hechas, alteradas, vendidas, compradas, coleccionadas, exhibidas, estudiadas? ¿Cuáles son sus funciones y sentidos en los diferentes contextos socioculturales en que transitaron? ¿Qué significan para la humanidad? Pasando a lo largo de la mayoría de estas cuestiones, el texto de la exposición de 1970 enfatiza el coraje de Guillaume Apollinaire al proponer artefactos africanos como obras de arte, citando un texto suyo de

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1917: “Es por una audacia del gusto que consideramos los ídolos negros como verdaderas obras de arte”. Esta apuesta, que no fue solo de él, sino de buena parte de una generación, ayudó a constituir el campo del arte africano, hoy visible en el mercado del arte, en colecciones privadas y públicas, muestras y publicaciones, investigaciones y estudios universitarios, desplegándose en otros dominios culturales. Debido a estas inserciones institucionales, defender la dimensión artística de estos artefactos hoy no es un gesto tan osado. Sin embargo, la exposición actual permite recolocar la pregunta: ¿hay arte en estas obras? —sea porque sigue en abierto para todo objeto o acción inserida en el campo artístico, sea porque ayuda a percibir la singular complejidad de lo que se refiere al África—. Por un lado, es posible e incluso necesario discutir la dimensión estética de los objetos y hasta si fueron idealizados, hechos y utilizados como obras de arte a partir de sus contextos primeros, indagando sobre valores estéticos y artísticos en culturas africanas. Por otro lado, no se puede olvidar la estetización sufrida por los artefactos para ser incluidos en el campo artístico europeo, ni dejar de cuestionar si, cómo y para qué mantienen la condición de obra de arte según los parámetros occidentales. De ese modo, se puede percibir que el aire alrededor de estas obras es espeso. A pesar de su propalado purismo morfológico, tantas veces artificial, resultante de la transposición a la categoría de la escultura en el sistema occidental, estas obras están sobrecargadas de significados complejos e incluso contradictorios. No es nada sencillo, por lo tanto, el acto de experimentar estas piezas. Efectivamente, de modo rápido, el texto de Arte Negro señala que serían extraños tanto los artefactos expuestos como sus razones para existir, es decir, las culturas africanas en las que se han producido y en cuya dinámica social serían fundamentales. Curiosamente, más adelante, mediante la inclusión de iconos bizantinos entre “nuestras tradiciones plásticas”, el texto revela a sus autores y al público de la exposición como pertenecientes a la tradición cultural de Occidente. De ahí que alegue que los objetos eran extraños para el público. Probablemente, en 1970 muchos habitantes de Montevideo no tenían familiaridad con aquellas piezas o con las culturas africanas de las que provenían. Aunque también es posible cuestionar lo extendida que estaba la cultura bizantina en el mismo contexto. El problema se complica cuando recordamos a las mujeres y los hombres llevados a la fuerza de algunas regiones de África a aquella parte de América para ser esclavi-

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zados, así como a sus descendientes y sus contribuciones en el proceso de constitución de la sociedad uruguaya —algo sin correspondencia en los pueblos a partir de los que se difundió la cultura bizantina. No es que el texto desconozca el problema. Al finalizar, cita “los descendientes de esclavos en América” al anunciar una esperanza: “se puede creer que, como ha ocurrido en la música, en un día por venir, el Arte Negro sea repensado por el negro y encuentre en la plástica una nueva y poderosa expresión”. Es dif ícil saber lo que se entiende exactamente por “el negro” en este texto, pues si, por un lado, parece abarcar a todos los descendientes de personas africanas esclavizadas en América, por otro lado, cuando menciona “negros americanos” que cantan “el jazz, los cantos espirituales y el gospel”, parece referirse específicamente a los afrodescendientes naturales de los Estados Unidos. En cualquier caso, no hay ninguna mención específica a los descendientes de africanos en Uruguay, o a las formas con que estas personas venían expresándose plástica y artísticamente. En la tierra de Joaquín Torres García y La Escuela del Sur, en un museo dedicado a las culturas existentes en una región antes de que fuese conquistada y nombrada América por europeos, sorprende un poco esa adhesión acrítica a Occidente, con la consiguiente aproximación a la cultura bizantina y el distanciamiento de las culturas africanas. Desafortunada, aunque previsible, mas también inaceptable, es la invisibilidad de los afrodescendientes uruguayos. Actualmente, tiene aún menos sentido exhibir objetos de África sin reflexionar sobre el colonialismo, el tráfico de esclavos y la esclavitud, sin reevaluar la participación de africanos y afrodescendientes en estos procesos históricos, en Uruguay y en otros lugares. Y, si es posible, incluyendo personas de África y de la diáspora africana en las actividades expositivas. Otra exigencia es explicitar la historia de las obras, averiguando si es pertinente repatriar obras extraídas inapropiadamente de África. Coleccionar y exhibir artefactos africanos pueden ser experiencias artísticas y estéticas, pero siempre que las formas en que vienen siendo compartidas desde hace poco más de cien años también sean reinventadas —(re)ver y (re)pensar para (re) formar.

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Arte Negro 50 + 50: contextos, colecciones y desaf íos Elena O’Neill

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l título de esta muestra, Arte Negro 50 + 50, alude a dos exposiciones sobre el mismo tema que la precedieron: una en Montevideo, abierta al público en 1970, y la otra en París, en 1919. La primera, Arte Negro, tuvo lugar en la Sala de Exposiciones Temporarias del Museo de Arte Precolombino, bajo la dirección de Francisco Matto y Ernesto Leborgne, y reunía 82 piezas originarias de diferentes regiones y etnias del continente. A su vez, esa exposición, concebida hace 50 años, hacía referencia a la Première exposition d’art nègre et d’art océanien, organizada 50 años antes por Paul Guillaume.4 Además del catálogo y los textos escritos por Paul Guillaume, Guillaume Apollinaire y Tristán Tzara, entre otros, dos libros publicados fuera de Francia en la década de 1910 se destacan por ser pioneros en la reflexión estética suscitada por la escultura africana: Negerplastik (‘Escultura negra’, 1915), de Carl Einstein, publicado en Alemania, y Iskusstvo Negrov (‘El arte de los negros’, 1919), de Vladimir Markov, publicado en la antigua urss. Las obras identificadas hasta hoy e incluidas en Negerplastik proceden de colecciones privadas o de la actividad comercial, exceptuando unos pocos objetos de los museos de Berlín y de Londres. Sin embargo, la mayoría de ellas se encontraban, poco antes de su publicación, en manos de tres personas que mantenían entre sí relaciones de intercambio: dos anticuarios, Joseph Brummer y Charles Vignier, y un pintor y colec4 Esta exposición tuvo lugar en la Galerie Devambez, del 10 al 31 de mayo de 1919.

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cionista franco-americano, Frank Burty Haviland. Vale la pena recordar que el corpus iconográfico reunido en Negerplastik se encuentra en el origen de producciones de algunos de los principales artistas europeos del siglo xx, como Jacob Epstein, Fernand Léger, Henry Moore y Josepf Čapek. Excluyendo las reproducciones de los Anales del Museo Belga del Congo de 1905 y dos fotograf ías del mismo objeto de la colección de Joseph Brummer, las imágenes de Iskusstvo Negrov pertenecen a objetos de colecciones etnográficas públicas en Leipzig, Berlín, Kiel, Copenhague, Oslo, Leiden, Londres y París, fotografiados por el propio Markov. El primer texto sobre escultura negra, Iskusstvo Negrov, fue escrito en 1914 por Vladimir Markov y publicado póstumamente en Petrogrado en 1919, con la intercesión del poeta Maiakovski ante el Comisariado Popular de Educación. Entretanto, Negerplastik fue escrito en torno de 1913 y publicado en 1915, durante la Primera Guerra Mundial.5 Es el primer texto dedicado a la escultura negra específicamente como creación artística, que enfrenta al espectador con artefactos procedentes de las colonias francesas, alemanas y belgas. Einstein destaca que los objetos africanos resuelven la representación del volumen de un modo no ilusionista, cuestión que también abordaron los cubistas en la pintura. Por otro lado, es bien sabido que en París, alrededor de 1907, varios artistas, galeristas y coleccionistas se interesaron por las esculturas de África y Oceanía; Henri Matisse, Maurice Vlaminck, André Derain, Pablo Picasso y Georges Braque, por citar algunos, contaban con máscaras y esculturas en sus ateliers. Descubrieron y entendieron su riqueza plástica independientemente de su clasificación etnográfica, y supieron sacar lecciones de una potencia equivalente a la de la escultura de la Grecia arcaica o de los primitivos italianos. Fue por intermedio de los artistas y, más tarde, de los coleccionistas que la escultura africana comenzó a ser apreciada estéticamente y considerada como “arte”. En una época en que los connaisseurs del arte eran aquellos que descifraban el “tema” del cuadro, la ausencia de referencias iconográficas y literarias 5 Según Liliane Meffre, en 1913 Einstein tuvo la intención de escribir un artículo en Der Merker, motivo por el cual le pidió fotograf ías a Felix von Luschan, etnólogo y director del Departamento de Antropología del Museo Etnográfico de Berlín. Por otro lado, según Jean-Louis Paudrat, si bien los artistas en París descubrieron el arte del África en 1906, probablemente fueron las construcciones y los collages de Picasso el indicio de la asimilación de la “lección del arte negro”. Según Paudrat, dado que la justificativa del análisis de Einstein era el cubismo, y en vista de que ya había trabajado en el proyecto no realizado para Der Merker, Einstein habría redactado el libro en torno de 1913 (L. Meffre, Carl Einstein 1885-1940. Itinéraires d’une pensée moderne. París: Presses de l’Université Paris-Sorbonne, 2002, pp. 109-111).

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fue un estímulo para los artistas que defendían la autonomía plástica del arte a comienzos del siglo xx. Sin embargo, a pesar de que ya existían colecciones de arte no occidental en el Museo del Louvre, tuvo que pasar un siglo para que el arte africano finalmente entrara en él.6 .:.  .:. .:. .:. .:.

Varias de las piezas exhibidas en la presente muestra fueron adquiridas por Ernesto Leborgne a Pierre Vérité (1900-1993), quien comenzó a coleccionar en la década de 1920, en los albores del mercado de arte francés. En 1934, Pierre y Suzanne Vérité abrieron su primer negocio, la Galerie Arnault, en la rue Huyghens, en Montparnasse, a pocos metros de donde vivía John Graham y de donde se realizó la primera exposición parisina de arte moderno y esculturas del África, organizada por Émile Lejeune y la sociedad Lyre et Palette, en 1916.7 Fue a través de Graham que Vérité estableció contacto con figuras tales como Paul Guillaume, Charles Ratton, Pierre Loeb y André Portier, así como con James Johnson Sweeney, Helena Rubinstein, Carl Einstein y Alfred Flechtheim. Unos años más tarde, en 1937, la galería se trasladó al 141 boulevard Raspail con el nombre Galerie Carrefour, una galería accesible a todos, a diferencia de las que estaban instaladas en los barrios nobles de París. Pierre y Suzanne Vérité adquirieron la mayoría de las obras maestras de su colección personal durante la década de 1930; sin embargo, su colección no se reveló al público hasta la década de 1950, cuando salieron a la luz algunas exposiciones con obras de su acervo: en 1951 en la Galerie La Geintilhommerie, Arts de l’Océanie; 1952 y 1955 en la Galerie Leleu, Chefs d’oeuvre de l’Afrique noire y Magie du décor dans le Pacifique. En 1954 tuvo lugar la muestra Art Afrique noire, en el Musée Réattu en Arles, organizada por Michel Leiris, Pierre Guerre, Charles Ratton, el propio Pierre Vérité y Le Courneur y Roudillon, última vez que los objetos de su colección se nombrarían como tales. Más tarde, aunque mantuvieron sus préstamos y contribuyeron al conocimiento académi6 En el año 2000, después de 100 años de debates en Francia, 108 esculturas de África, las Américas y Oceanía entraron al Pavillion des Sessions del Louvre. 7 La exposición tuvo lugar entre el 19 de noviembre y el 16 de diciembre de 1916 (J. Flam y M. Deutsch, Primitivism and Twentieth-Century Art: A Documentary History, Berkeley: University of California Press, 2003, p. 446). Contó con esculturas negras pertenecientes a la colección de Paul Guillaume, obras de Kisling, Matisse, Modigliani, Ortiz de Zárate y Picasso, un “Instante musical” de Erik Satie y dos poemas, de Blaise Cendrars y Jean Cocteau.

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co del arte del África y Oceanía, sus nombres solo aparecieron episódicamente, o no aparecieron en absoluto. En 1952 los Vérité adquirieron la residencia de Eugène Delacroix, en Champrosay, y la prensa anunció el proyecto de fundar un museo de arte comparativo, abierto para todo público; no obstante, la casa recibió únicamente como visitantes a la familia y a amigos íntimos. Según Pierre Amrouche, en la colección Vérité raramente figuran los registros. No obstante, una de las piezas de la colección Vérité publicada en Negerplastik (1915 y 1920), una cariátide Luba que probablemente perteneció a su autor, Carl Einstein, es tal vez la que tiene más importancia histórica.8 Como artista, Vérité era sensible al abordaje que Einstein hacía de los artefactos y su significación —así lo expresan los artículos que escribió para numerosas exposiciones— y, tal como Einstein, asignaba “al arte un rol social, humanista y popular”.9 Sin embargo, la suya era una colección francesa: “Comparte los arquetipos del coleccionismo francés, tanto por la procedencia de los objetos como por el gusto que ellos evidencian”.10 Mas hay un detalle de esta colección que vale la pena mencionar: la presencia de gran cantidad de exposiciones organizadas por los Vérité en ciudades y pueblos excluidos de los circuitos artísticos desmiente el aura de colección secreta que la rodea.11 Si bien ellos eran los organizadores, los artefactos prestados figuraban bajo el rótulo de “colección particular”. Salvando cuestiones de escala, estos aspectos, así como los círculos de artistas congregados alrededor de esas colecciones, permiten trazar un paralelismo entre la colección de Vérité y la expuesta en el Museo de Arte Precolombino en 1969. Más aún si observamos los conjuntos identificables en ambas colecciones, tales como máscaras dogón y bambara, cimeras tyiwara, máscaras de Burkina Faso, senufo, 8 Pieza identificada por Jean-Louis Paudrat y Ezio Bassani como “Banco con cariátide. Artista Luba, República Democrática do Congo. Madera y fibras vegetales, 47,5 cm. Colección particular. Antigua colección no identificada. Colección Pierre Vérité (catálogo de la exposición ‘African Arts’, junio-julio 1955, n.° 288; L’Art Sculptural Nègre, vol. ii, 1962, n.° 22), Colección Vérité, Hotel Drouot, 17 de junio de 2006, lote n.° 234”. Carl Einstein, “Negerplastik” (1915), en E. O’Neill y R. Conduru (orgs.), Carl Einstein e a arte da África, Rio de Janeiro: Eduerj, 2015, p. 65). 9 Pierre Amrouche, “La Collection Pierre et Claude Vérité – un chef-d’oeuvre inconnu”, en Collection Vérité, París: Trocadero, 2006, p. xv. 10 Ibídem, p. xvii. 11 Entre ellas, La Maison des Arts et Loisirs de Sochaux y Montbeliard, el Centre de Création pour les Enfants en Bourgogne, la Maison de la Culture de Nevers, la Association Culturelle de Dijon (ibídem, pp. xxx-xxxi).

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baule, gouro, punu. Si consideramos el rol educativo que tenía el Museo de Arte Precolombino, que albergaba la colección de arte de Francisco Matto y era dirigido por Ernesto Leborgne, y el rol del Museo de Historia del Arte (Muhar), que hoy cuenta con varios artefactos expuestos en la muestra de 1969, las afinidades son mayores.12 .:.  .:. .:. .:. .:.

Aunque varios de los artefactos expuestos en 1969 tenían una intermediación francesa, debemos pensar e interrogar desde el sur los objetos expuestos, pues son otras las cuestiones en juego en la actualidad.13 Sin duda alguna, “la lección del arte negro” fue estructural para las invenciones cubistas, para la historia y la teoría del arte occidental a comienzos del siglo xx, así como para los artistas reunidos en torno a Torres García. Mas también debemos pensar la influencia y los aportes de la cultura y el arte africanos en nuestro medio. Estos artefactos tenían una función en las culturas que los crearon, y quienes los crearon ocupaban un rol especial en esas sociedades. Jean Laude establece al “forjador” como figura central, de quien depende la vida laboriosa, religiosa y cultual: “Fabricando objetos de metal es también el único apto y experto en su manejo para esculpir las imágenes de los antepasados y los genios tutelares que serán los soportes de los cultos”.14 Por fabricar las herramientas, el forjador es apto para realizar las tareas del escultor, y muchos de los mitos fundadores de las diversas etnias lo consideran descendiente del demiurgo creador. No obstante, su estatuto varía en las comunidades: a veces es despreciado y temido; otras veces, respetado.15 Un primer desaf ío sería interrogarnos sobre lo que cada pieza representa, simboliza o significa: las cosmogonías que condensa, las divinidades y los ancestros que conmemora, los cultos de los cuales es un instrumento. También, distinguir entre etnia y toponimia, muchas veces usadas indistintamente; la necesidad de formular conceptos que abarquen a la diversidad de obras rotuladas como arte africano; ser conscientes del etnocentrismo impregnado en la historia del arte, que lleva a pensar la cultura occidental como medida. Cabe a nosotros el 12 Véase el texto de Gustavo Ferrari en este catálogo. 13 Algunas de ellas están expuestas en el texto de Roberto Conduru en este catálogo. 14 Jean Laude, Las artes del África negra, Buenos Aires: Labor, 1973, p. 88. 15 Mircea Eliade, Forgerons et alchimistes, París: Flammarion, 1977.

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desaf ío de pensar, sin nostalgias y evitando formalismos, dialécticas y jerarquías, una historia y una teoría del arte que incluyan otras tradiciones. Por último, podríamos intentar comprender la complejidad de nuestra cultura como una simultaneidad de presencias, y trabajar para atribuir riqueza simbólica y estética sin excluir a los miembros de las comunidades afroamericanas y afrouruguayas que producen esos, y otros, universos simbólicos.

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Notas sobre las obras Elena O’Neill

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os comentarios sobre las piezas son un suplemento de la información en itálica, publicada en el catálogo Arte Negro de 1969, con el objetivo de ampliar la comprensión de los artefactos y de las culturas a las que pertenecen. Estos han sido recopilados y traducidos de las publicaciones citadas en la bibliograf ía. Si bien puede haber diferencias entre algunas expresiones, mantuvimos las graf ías de los términos utilizados en el catálogo Arte Negro.

1. Cimera (ornamento de casco) Kurumba, Burkina Faso Autoría no identificada Madera policromada. Alto 124 cm Ex Colección Ernesto Leborgne Colección Muhar, n.° de inventario 4174 Figuró con el número 15 en el catálogo de 1969 Fotograf ía de Alfredo Testoni Negativo, digitalizado y ampliado, 76 × 105 cm Cortesía de la Fundación Francisco Matto Adorno de cabeza en madera con decoración geométrica policromada con negro, blanco, rojo y un sembrado de puntos azules. Es la representa-

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ción estilizada del antílope realizado con una gran pureza en la forma, grandeza y sensibilidad. Va sujeto en la cabeza del bailarín mediante un enrejado de cuerdas. Se emplean en las danzas rituales con que se clausura un período de luto, para alejar de la aldea el alma del difunto. Las cimeras o remates de máscaras en forma de antílope relativamente naturalistas, conocidas como adoné, se atribuyen principalmente a los kurumba, etnia de la región norte de Burkina Faso. Frecuentemente eran encomendados para honrar a los líderes de los clanes luego de su muerte. Durante los rituales realizados para la ejecución del adoné, se les da el nombre del difunto y se las infunde con la propia fuerza vital, lo que las convierte en un altar. Los bailarines visten la cimera durante el período de duelo con el objetivo de conducir al espíritu del difunto fuera del pueblo. Ocasionalmente son utilizadas como altares portátiles o se colocan en un altar existente en la casa espiritual ancestral dentro de un complejo familiar. Hay autores que sugieren que los signos pintados en los adoné hacen referencia a episodios relevantes en la historia de los clanes y pueden representar mitos cosmológicos fundacionales. La aparición de los adoné generalmente acompañó a tres grandes eventos anuales. Representaban a los antepasados del ​​ clan cuando los cuerpos de los mayores, hombres y mujeres, eran llevados al entierro; servían como tributos a los ancestros en las celebraciones conmemorativas organizadas durante la estación seca; y eran emblemas celebratorios en sacrificios colectivos, realizados justo antes de las primeras lluvias, a fines de mayo y junio, en homenaje a los espíritus de los antepasados ​​y al antílope protector, animal totémico de gran parte de los clanes kurumba.

2. Máscara yelmo Bobo, Burkina Faso Autoría no identificada Madera, pátina gris rojiza. Alto 83 cm Ex Colección Ernesto Leborgne, adquirida de Pierre Verité Colección Graziella y Martín Castillo Figuró con el número 19 en el catálogo de 1969 Fotograf ía de Alfredo Testoni Negativo, digitalizado y ampliado, 76 × 105 cm Cortesía del Archivo Estudio Testoni

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Máscara casco de danza en madera con pátina gris rojiza. La representación muy geométrica de los ojos, de la nariz y la boca se destaca por el tallado de un refundido, hecho en la forma ovalada de la cabeza; dos decoraciones simbólicas en bajo relieve a ambos lados. Lleva una amplia cimera, con decoración calada, que recuerda a los cascos de los centuriones romanos. La sencillez, el equilibrio y rigurosidad de las formas hacen una escultura de grandeza arquitectónica. Para los bobo, Wuro es un demiurgo creador del universo y los seres (mito fundacional); en un momento dado se alejó de los hombres y Dwo, uno de sus hijos, se transformó en su referente, responsable de ayudar a la humanidad. El primer hombre creado fue un herrero, y los que siguieron esta profesión se convirtieron en sacerdotes que rendían culto a Dwo. Entre las máscaras de madera, los tipos más importantes son las máscaras sagradas (molo y nwenke), las máscaras de escolta (nyâga) y las máscaras de entretenimiento (bole). Estas consisten en una cabeza tallada en madera, decorada con dibujos geométricos policromados. Los bobo consideran que la divinidad está presente en la máscara y que actúa a través de ella, lo que la hace sagrada. El hombre/bailarín se despersonaliza en beneficio de tornarse la propia máscara que anima, para lo cual tuvo que dejar de ser él mismo, abandonar su individualidad. Las máscaras no figuran a ningún ser vivo, tangible, humano o animal. Es posible que a una con rasgos humanos se le hayan agregado cuernos de antílope curvados hacia adelante y un gran pico de pájaro, pues representan una característica de Dwo, o encarnan el espíritu de Dwo, el hijo de Wuro. Abstractas y estilizadas, frecuentemente se han revelado en forma de máscaras de metal en miniatura. Por otro lado, las formas de animales no significan que las máscaras representen un animal, sino que recuerdan el espíritu de un animal que salvó al ancestro fundador del clan. Mas también las máscaras son el pilar de la tradición y su significado fue revelado a los jóvenes durante su período de iniciación. Como en otros círculos culturales y regiones del África, la palabra máscara incluye no solo la porción de madera tallada, sino también la vestimenta de fibra u hoja, la performance y la música.

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3. Textil (terciopelo kasai) Bakuba, República Democrática del Congo Autoría no identificada Fibra vegetal (rafia). Largo 55 cm, ancho 46 cm Donación de Francisco Manuel Osorio, 2007 Colección Muhar, n.° de inventario 5247 No figuró en la exposición de 1969 Detalle Los textiles bakuba destacan por su elaboración y complejidad de diseño. Son piezas rectangulares o cuadradas, de fibra de hoja de palma tejida, bordadas con diseños geométricos, cortadas al ras para formar superficies que se asemejan al terciopelo. Solo las mujeres pueden convertir una simple tela de rafia en una valiosa felpa, a menudo denominada terciopelo kasai. Estos paneles decorados, algunos teñidos en colores suaves y de gran variedad, también reflejan algo significativo sobre la estética africana. El carácter del diseño puede ser entendido a partir de algunas formas de música y de arte que emplean frases fuera de ritmo y rupturas de superficies continuas. En el diseño textil, la composición raramente consiste en una repetición integrada de elementos o unidad de imágenes idénticas en la superficie; tal modalidad no es representativa de las artes bidimensionales africanas. Es frecuente encontrar una composición en la que la unidad de diseño varía y se yuxtaponen formas diferentes. Esa característica es aún más notable porque el bordado se aplica a una tela de base, de tejido liso, que consiste en cruces repetitivos donde los hilos forman ángulos rectos. Este marco modular subyacente llevaría “naturalmente” a repeticiones exactas de un único motivo. El artista kuba, sin embargo, se basa en una gama de efectos tales como contrastes de color o técnica, variaciones marcadas en el detalle, cambios en el grosor, ancho y longitud de la línea, en el ángulo, en las relaciones de forma y color. Si se repite una imagen, es probable que sea una forma desequilibrada o que se vea alterada por los acentos de color. Las líneas bordadas generalmente interfieren en la continuidad y dividen la superficie en secciones.

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4. Textil (terciopelo kasai) Bakuba, República Democrática del Congo Autoría no identificada Fibra vegetal (rafia). Largo 103 cm, ancho 51 cm Donación Francisco Manuel Osorio, 2007 Colección Muhar, n.° de inventario 5250 No figuró en la exposición de 1969 Detalle Véase el comentario anterior.

5. Puerta de granero Dogón, República de Malí Autoría no identificada Madera, pátina. Alto 32 cm, ancho 19 cm Ex Colección Ernesto Leborgne Colección particular No figuró en la exposición de 1969 Los dogón, agricultores de subsistencia que mantienen antiguas creencias animistas, son uno de los grupos étnicos del centro de Malí. En el siglo xv, por diversas causas, es probable que se asentaran a lo largo de los acantilados de Bandiagara, de 100 millas de largo. Los dogón desplazaron a los habitantes originarios, los tellem, que habían utilizado las cuevas en los acantilados como graneros y cámaras funerarias, una práctica adoptada por los dogón, conocidos por el tallado de puertas, paneles y persianas de graneros, de usos variados en la sociedad. La decoración expresa la relación de su propietario con el altar de su comunidad, y la superficie entera frecuentemente está tallada con hombres o animales que sirven como invocación a las deidades o espíritus. El grano almacenado se considera seguro cuando está protegido por los antepasados cuyas imágenes se representan en las puertas de granero. Además de los antepasados tellem, se representan la feminidad y la fertilidad, bailarines con máscaras walu (orejas de conejo) o kanaga, figuras con brazos levantados hacia el cielo, guerreros a caballo, motivos en espina de pescado a los lados, que representan la vibración del agua y la luz;

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todos son elementos de protección y sacralizan el lugar. Estas puertas o cerramientos cuentan con un cerrojo, frecuentemente una o dos figuras bisexuales llamadas nommos, que representan a la pareja primordial, o algún motivo que lo identifica específicamente con su dueño.

6. Escudo de cestería Azande, República Democrática del Congo Autoría no identificada Madera y fibra vegetal trenzada. Alto 123 cm, ancho 42 cm Ex Colección Dumas Oroño Colección G. F. S. No figuró en la exposición de 1969 Los azande se destacaron por su poder militar estrictamente organizado. El armamento de los guerreros consistía en cuchillos, dagas, lanzas y escudos. Estos últimos, de tamaño y diseño variables, se consideran las marcas de identificación más importantes. Los patrones de cestería les permitían distinguir entre amigos y enemigos, y el hecho de ocultar estas marcas de identificación en la batalla fue castigado con la mayor severidad. Los escudos, redondeados en ambos extremos, eran generalmente elaborados con tallos de trepadoras doblados por medio de calor, reforzados mediante un borde trenzado. Las ornamentaciones, de diseños geométricos, hechas de tiras no ennegrecidas, se dirigen invariablemente hacia un punto brillante u oscuro en el medio del escudo. El escudo azande protegía dos tercios del cuerpo; cubría completamente al guerrero cuando este se agachaba, y también si una lanza o un cuchillo apuntaban alto. El lanzamiento de armas, así como la toma de ellas cuando se clavaban en el escudo, era acompañado con gritos de los nombres de los reyes de las partes involucradas. Las potencias coloniales —británicos en el norte, franceses en el oeste y belgas en el sur— destruyeron el gobierno de los azande y prohibieron llevar armas e incluso fabricar escudos.

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7. Caja Bakuba, República Democrática del Congo Autoría no identificada Madera, pátina. Alto 4,5 cm, largo 34 cm, ancho 16 cm Ex Colección Ernesto Leborgne Colección Muhar, n.° de inventario 4166 Figuró con el número 57 en el catálogo de 1969 Caja de madera dura, con pátina marrón oscuro, con decoración geométrica, tallada, tomada de la técnica de cestería. Se guardan en ella los bon gotal, tablillas de madera tukula, labradas por mujeres que las regalan —por sus propiedades mágicas— en ocasiones de la muerte de un pariente o amigo. Estas cajas se utilizan para almacenar tukula, un polvo rojizo hecho de corteza de árbol y empleado como cosmético para colorear el cuerpo y el cabello, para ungir cadáveres antes de enterrarlos y para rituales. Los funcionarios bakuba, como signos visibles de su riqueza y rango, ostentaban artículos suntuosos, los cuales eran producidos por artistas especializados (talladores, herreros, tejedores, bordadores, trabajadores de cuero, joyeros y fabricantes de pipas). Los patrones geométricos e intrincados que decoran estas cajas remiten a la producción textil en rafia, llamada también de terciopelo.

8. Tobillera Ashanti, Ghana Autoría no identificada Bronce. 15 × 13 cm Ex Colección Ernesto Leborgne Colección Muhar, n.° de inventario 4169 No figuró en la exposición de 1969 Las manillas, tobilleras, brazaletes o cualquier tipo de collar de la costa ecuatorial de África occidental, de hierro, cobre o aleaciones, eran una forma común de adorno personal que también se utilizaba como dinero y facilitaba el comercio. Desde los tiempos prehistóricos, los

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pueblos ubicados entre el norte de la República Democrática del Congo y Senegal las coleccionaban como patrimonio portátil que servía como cuentas de ahorro sumamente visibles. Los orfebres vertían metal fundido en moldes de arcilla o barro para formar las curvas, y envolvían la pieza enfriada alrededor del cuerpo para ajustarla. Los brazaletes de metal fundido, con extremos cuadrados u ovalados, tomaron su nombre de la manilha portuguesa (‘manilla’). El comercio de metales se inició con la recuperación de pernos de hierro, remos, clavos y otros trozos de metal de los naufragios de barcos mercantes. A principios del siglo xvi, el comercio de Bini con los portugueses, a lo largo de la costa de Guinea, alentó la creación de dinero en forma de brazaletes en C, como modo conveniente de transportar, exhibir y asegurar grandes acumulaciones de metal para pagar multas, impuestos, dotes y otros servicios. Los portugueses también llevaron lingotes de bronce para comprar polvo de oro en los puestos comerciales ashanti, en Costa de Marfil y Ghana. Como estos no tenían ningún uso para los ashanti, los fundieron y transformaron en objetos más familiares.

9. Máscara (kanaga) Dogón, República de Malí Autoría no identificada Madera policromada, fibra. Alto 85 cm, ancho 45 cm Ex Colección Ernesto Leborgne Colección Muhar, n.° de inventario 4165 Figuró con el número 5 en el catálogo de 1969 Máscara de danza en madera, esculturada y policromada, con parte de cubre nuca. La frente prominente, con una arista que se prolonga en la nariz fina y larga, determinan planos y formas muy puras, que dan sombras bien acusadas a un rostro coronado por una alta paleta, con dos travesaños, que recuerda la cruz de Lorena. La decoración calada, recortada y pintada en blanco, negro y rojo, se completa con una vestimenta de fibras de rafia teñidas de rojo. Todos los signos esculturados o pintados precisan, en los dogones, elementos de su mitología y son a la vez protección, referencia y escritura. Estas máscaras, llamadas kanaga, se emplean en todos los acontecimientos importantes de la comunidad.

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Se usan principalmente en dama, un ritual funerario colectivo para hombres dogón. El objetivo del ritual es honrar a los difuntos, transportar sus espíritus y transformarlos en ancestros. La ceremonia está organizada por miembros de una sociedad iniciática masculina con roles rituales y políticos dentro de la sociedad. Como parte de los rituales públicos relacionados con la muerte y la memoria colectiva de los ancestros, los miembros de la sociedad son responsables de la creación de las máscaras (preparación y teñido de fibras y tallado de la kanaga), así como de la performance. La máscara kanaga (representación del espíritu de un ave) consiste en realidad en la cimera, el traje y los accesorios. Es a este ser, indiviso y completo, que los dogón y otros círculos culturales africanos llaman máscara; por lo tanto, no son símbolos sino apariciones, una presencia y no una representación. En gran parte, retratan animales de la sabana, salvajes, muy raramente domésticos, como antílopes, aves acuáticas, liebres, monos y gacelas, y a veces también cocodrilos, búfalos, leopardos y hienas; también a los humanos, porque existen máscaras de sanadores, cazadores, chamanes y algún europeo. Las kanaga expresan la dualidad sabana/poblado y, en el ritual, cruzan la frontera que los separa. No son imitaciones de animales sino fusiones de mundos, asociando, como al poblado y la sabana, al mundo humano y el animal. La performance culmina con una procesión de bailarines enmascarados (en número variable entre unos pocos y setenta) que escoltan a los espíritus de los muertos desde la aldea hasta su lugar de descanso final en el mundo espiritual. Es necesario destacar que una kanaga en un museo no es una máscara real, por dos razones: por la ausencia de vestuario y porque su exhibición se realiza sin ningún movimiento.

10. Máscara Ibo, Nigeria Autoría no identificada Madera policromada sobre fondo blanco. Alto 27 cm, ancho 13,5 cm Ex Colección Ernesto Leborgne, adquirida de Pierre Verité Colección Muhar, n.° de inventario 4168 Figuró con el número 56 en el catálogo de 1969

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Máscara de danza, en madera liviana, de rostro ovalado pintado de blanco; los párpados, coloreados de rosado, y dos cuernos con pátina marrón y negra. Representa el espíritu de los muertos. El iniciado, vestido de fibras vegetales y sobre zancos, tiene un aspecto profundamente misterioso. Los ibo utilizan una gran cantidad de máscaras que encarnan espíritus de los muertos. Se caracterizan principalmente por estar pintadas en color blanco tiza, el color del espíritu. Los bailarines enmascarados llevaban vestimentas elaboradas (a veces adornadas con espejos), con pies y manos frecuentemente cubiertos. Mediante máscaras, los ibo oponen belleza y bestialidad, femenino y masculino, negro y blanco. Las máscaras, de madera o tela, se emplean en una variedad de situaciones: sátiras sociales, rituales sagrados (para los antepasados o ​​ para invocar a los dioses), iniciación, entierros y festivales públicos. Si bien algunas máscaras aparecen en un solo festival, la mayoría lo hace en muchos o en todos. Entre los más conocidos se encuentran los de la sociedad secreta ibo Mmuo, que representan los espíritus de jóvenes fallecidas y sus madres, con máscaras que simbolizan la belleza. Estas máscaras son llevadas por hombres que, como parte de su iniciación, han experimentado el ridículo y la vergüenza, una prueba de coraje y entereza, prerrequisito para tornarse hombre y asumir responsabilidades. Al ganar la aprobación de los ancestros mediante la iniciación, los jóvenes adultos también asumen la responsabilidad de mantener el orden social, político y jurídico de la comunidad, y al vestir las máscaras estos se transforman en espíritus y ancestros, a través de los cuales se mantiene la continuidad espiritual y moral ibo.

11. Máscara (kplé-kplé) Baule, Costa de Marfil Autoría no identificada Madera, pátina marrón oscuro. Alto 60 cm, diámetro 38 cm Ex Colección Ernesto Leborgne, adquirida de Pierre Verité Colección Cecilia Leborgne Figuró con el número 32 en el catálogo de 1969

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Máscara de danza en madera con pátina marrón oscuro. Rostro lunar plano coronado con dos cuernos. Dos orificios que utiliza el bailarín para ver y dos ojos circulares en relieve. Boca rectangular y cejas unidas en arco de círculo, también en relieve. Estas máscaras, llamadas kplékplé, de una expresiva simplicidad de forma, pertenecen a la sociedad secreta Goli y se emplean en ritos para alejar la mala suerte. Los baule creen en un dios creador, Nyamin, intangible e inaccesible. El dios de la tierra, Asie, controla a los hombres, a los animales y a los espíritus. El mundo real tiene como opuesto al mundo espiritual, blolo, de donde vienen los espíritus al nacer y adonde retornan al morir, dado que su religión está fundada sobre la muerte del cuerpo y la inmortalidad del espíritu. Los ancestros son objeto de culto, pero jamás se los representa. Las máscaras corresponden a tres tipos de danzas, entre las cuales está la goli, de origen wan, de forma redonda, coronada por dos cuernos e incorporada por los baule después de 1900. Las denominadas goli kple-kple pertenecen a una familia de máscaras que se usan en la danza espiritual goli. Representan un espíritu menor, asociado al rango de bailarines más jóvenes, que actúan antes de que aparezcan las principales. De acuerdo con su estatus, son de diseño simple, en forma de disco, y carecen de la forma y la ornamentación complejas de las máscaras baule más importantes. La danza goli tiene un día de duración, normalmente involucra a todo el pueblo e incluye la aparición de cuatro pares de máscaras, música ejecutada con instrumentos especiales e, idealmente, el consumo de gran cantidad de vino de palma. Al celebrar la paz y la alegría, con cantos, danzas y vino de palma en procesiones, las máscaras goli precedían a los grupos de bailarines durante las fiestas, en ocasiones tales como cosechas recientes, visitas de dignatarios o funerales de notables. En la danza, que representa la llegada de animales salvajes al mundo de los humanos, los pares de máscaras reflejan el dualismo arraigado en la cosmovisión de los baule: la oposición y complemento entre el mundo salvaje y el humano. La jerarquía de los pares de máscaras tal vez sea un reflejo de la encontrada en la sociedad colonial de la región de los baule en la época en que fue introducida la danza goli.

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12. Cimera (tywara) Bambara, República de Malí Autoría no identificada Madera, pátina oscura, lana. Largo 82 cm, alto 34 cm Ex Colección Ernesto Leborgne, adquirida de Pierre Verité Colección Muhar, n.° de inventario 4172 Figuró con el número 8 en el catálogo de 1969 Ornamento de cabeza llamado tyiwara, tipo horizontal, con su casco, en madera con pátina oscura con decoración pirograbada y pendientes de lana roja en las orejas. El largo hocico que se asemeja a un pico de ave y los cuernos determinan una línea horizontal. La decoración geométrica incisa evoca el efecto del pelambre. Los tyiwara pertenecen a la sociedad secreta Flan-Kurú, integrada por los jóvenes que han cumplido juntos los ritos de iniciación. Se emplean en las danzas relacionadas con el culto a la fertilidad de la tierra. Las llevan sobre la cabeza, atadas a un casquete de cestería. Completan la vestimenta, ramaje y una máscara roja. Los bailarines, agachados y valiéndose de bastones, imitan en su danza las actitudes del antílope. Originalmente, los saberes relativos a técnicas agrarias impartidos por la sociedad iniciática Tyiwara, que reunía a los jóvenes agricultores, incluían valores místicos y culturales relacionados con la fertilidad de la tierra. Las cimeras hacen referencia al héroe mítico Tyi Wara, fuerza divina concebida como mitad hombre y mitad antílope, a quien las tradiciones orales de los bambara (también conocidos como bamana) le atribuyen la enseñanza de métodos agrícolas y el conocimiento de la tierra, animales y plantas. Para este grupo étnico, la agricultura no es solo una necesidad, sino la más noble de las profesiones; ha inspirado el desarrollo de creencias y rituales que glorifican la agricultura, honran a quienes la realizan bien, y ha servido de inspiración para la creación de las cimeras con forma de antílopes, tal vez la escultura más conocida de los bambara. De ese modo, se establece una conexión entre el mito y el bailarín. Tyi Wara también es el nombre dado a un hombre que posee no solo la fuerza f ísica para ser un agricultor destacado, sino también virtudes más abstractas, como determinación, conciencia y perseverancia. Las cimeras tyiwara, representaciones de animales híbridos, protectores de

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las cosechas, machos y hembras, se encuentran en diferentes grupos étnicos que están geográficamente muy próximos. En esta región los artistas especializados han aprendido un oficio según reglas concretas tanto en lo estético como en lo social; son herreros al mismo tiempo que talladores y escultores en madera, forman un grupo aparte y cerrado, y son los únicos habilitados a esculpir los antílopes tyiwara. Gradualmente, durante el siglo xx, la danza tyiwara se transformó: de un ritual religioso realizado en el campo y en secreto por un grupo selecto de personas con el propósito de invocar a un ser sobrenatural pasó a ser un entretenimiento secular llevado a cabo por todo el pueblo en una plaza pública. El curso natural de los acontecimientos y la influencia notable del islam llevaron al abandono de la danza y la destrucción de las cimeras. Según testimonios de los años 1930, los europeos vieron las cimeras y desearon tenerlas, en un momento en que la mayoría de las aldeas estaban dispuestas a cederlas a cambio de una compensación económica.

13. Máscara casco bifronte Senufo, Costa de Marfil Autoría no identificada Madera policromada. Alto 30 cm, largo 93 cm Ex Colección Ernesto Leborgne, adquirida de Pierre Verité Colección Muhar, n.° de inventario 4173 Figuró con el número 21 en el catálogo de 1969 Máscara casco de danza, en madera dura, con restos de decoración geométrica pintada en blanco, negro y rojo. Bifronte, concebida con un sentido espacial, sin punto de vista preferencial. La figuración animal es síntesis del antílope y del cocodrilo. Los miembros de la sociedad secreta Korumblá, portadores de esas máscaras, hacen su aparición de noche, vestidos con ornamentos de fibras vegetales, entre el estrépito de las trompetas, dando enormes saltos, valiéndose de dos bastones que utilizan a manera de esquíes y haciendo verdaderas maravillas de acrobacia. De las bocas del animal máscara hacen brotar llamas por medio de yescas encendidas. Su influjo es decisivo para ahuyentar a los malos espíritus que devoran las almas.

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Los pueblos senufo constan de más de treinta subgrupos, con variaciones locales de idioma y costumbres, y ocupan una gran área que abarca las fronteras nacionales de Costa de Marfil, Malí y Burkina Faso. Entre los hombres senufo, la participación y la realización de los rituales en sociedades iniciáticas se extienden a través de líneas de parentesco y lazos familiares, y crean un sentido vital de cohesión dentro de la comunidad. Estas sociedades secretas establecen una relación entre el mundo de los vivos y los ancestros, así como alianzas entre etnias. Su función es la transmisión oral de conocimientos, genealogías, historias, artes, etcétera. Así como en la mayoría de las etnias, la presencia del animal en las máscaras es prácticamente constante, a veces bajo una forma totalmente zoomorfa, antropozoomorfa otras, o bajo la forma de animales imaginarios pertenecientes a sus mitologías y cosmogonías. Las máscaras zoomorfas participan en ritos privados de las sociedades secretas, pero también en ceremonias públicas, principalmente en los rituales agrarios con ocasión de siembras y de cosechas, en ceremonias fúnebres y ofrendas a los antepasados, en ritos y fiestas de iniciación y en ritos de purificación del poblado. La construcción bifronte de este casco aumenta su eficacia para enfrentar fuerzas destructivas: permite ver y combatir el mal dirigido desde cualquier ángulo, y es dos veces más potente. Mediante el ensamblaje de varios elementos escultóricos, combinados con movimientos y acompañamiento musical, los artistas senufo han creado imágenes poderosas y complejas que protegen a la comunidad contra el mal, en forma humana y espiritual. Si bien la función de la máscara casco bifronte es invariable, esta adopta distintos nombres genéricos según la sociedad a la cual pertenecen, tales como gbon y korublá, aunque esta última generalmente designa a una máscara sin cuernos y sin el recipiente en la testa. Las korublá son máscaras funerarias, relacionadas con los ritos de iniciación de la sociedad Iô. Pueden ser de dos tipos: las que representan animales, con los dientes que se tocan, de aspecto naturalista, y las que tienen un tratamiento de las cejas diferente y una proyección debajo de la nariz que se denomina boca, además de la mandíbula u hocico del animal representado. El propósito de estas máscaras es infundir miedo, y, dado el poder que vehiculan, es necesario seguir determinadas reglas al manipularlas; tocar su vestimenta puede ser peligroso aun para los iniciados, y el hecho de solo verlas puede causar enfermedades para las mujeres y los no iniciados. Percibidas en un solo lance, su función es impresionar y aterrorizar, ya que enfatizan la diferencia entre lo que retratan y lo que

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incorporan en su uso ceremonial, acentuado por el hecho de que el bailarín emite chispas y pequeñas llamas a través del hocico de la máscara.

14. Máscara (m’buya) Bapende, República Democrática del Congo Autoría no identificada Madera policromada, rafia. Alto 45 cm Ex Colección Ernesto Leborgne, adquirida de Pierre Verité Colección Muhar, n.° de inventario 4171 Figuró con el número 51 en el catálogo de 1969 Máscara de danza en madera pintada con rojo tukula, barbijo y cubre nuca de tejido de rafia natural; pelo y barba de fibras de rafia marrón oscuro. Rostro triangular, con frente muy prominente de líneas huidizas, ojos de pesados párpados apenas entreabiertos, cejas completas y unidas en el arranque de una nariz respingada, pómulos salientes con incisiones tribales, mentón afilado, boca abierta mostrando dientes limados como es de uso. Este extraño rostro de aspecto soñador se completa con un gran peinado de cinco altos moños. Esta máscara llamada minyaqui se usa en la danza mukanda, que tiene lugar en la fiesta con que se clausura el duro período de retiro de los jóvenes que cumplen en la selva los ritos de iniciación. Más recientemente, se emplea también este tipo de máscaras para un uso profano. El m’buya es una comedia en que intervienen muchos personajes, héroes de la tribu, espíritus, jefes, bufones, etcétera. Y sus actuaciones sucesivas son estrepitosamente festejadas por el pueblo. Si bien los bapende son una sociedad matrilineal, el oficio de escultor se transmite de padre a hijo. Entre los bapende que habitan a lo largo del río Kwango, República Democrática del Congo, se usan máscaras para celebrar a los jóvenes iniciados en la ceremonia de Mukanda, donde se les enseñan las habilidades necesarias para la supervivencia y las responsabilidades de los hombres adultos en sociedad, así como en ceremonias de entronización de un líder o en fiestas de cosecha. El tema dominante en el ritual Mukanda es la muerte y el renacimiento simbólicos de la persona (nkanda), que comienza como niño y termina el ritual como adulto.

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Escenarios u obras de teatro se organizan para recrear virtudes y vicios de miembros conocidos de la comunidad, tales como tundu (el bufón), mbangu (el epiléptico), gabuku (la joven de los flirteos) y fumu o ufumu (el jefe), reconocido por su peinado puntiagudo. Las máscaras son utilizadas en ceremonias de iniciación con la finalidad de divertir al público. Las representaciones que se ejecutan con estas piezas son escenas cortas que enseñan lecciones morales y refuerzan sus principios religioso-políticos. Una veintena de personajes, además de siete máscaras de poder que representan a los ancestros (minganji), surgen en medio de una multitud que resalta cada movimiento de los bailarines por medio de gritos, aplausos o gestos de desaprobación. Todas las máscaras de iniciación se llaman m’buya; tienen una expresión abatida, nariz respingada y dientes afilados (considerados una marca de belleza, producida al limar los dientes con una cuchilla golpeada por una maza).

15. Estatuilla (nkonde) Bakongo, República Democrática del Congo Autoría no identificada Madera, pátina, hierro. Alto 37 cm Ex Colección Ernesto Leborgne, adquirida de Pierre Verité Colección J. C. Z. Figuró con el número 52 en el catálogo de 1969 Fetiche llamado konde, en madera dura con pátina de sacrificio oscura y espesa, proveniente de las ofrendas de miel y sangre. De su cuerpo acribillado de clavos y toda suerte de objetos de hierro, emerge una cabeza serena que soporta, sujetada por ambas manos, un recipiente para recibir ofrendas. Cada púa clavada, en el transcurso de una ceremonia especial oficiada por el sacerdote, incita al espíritu a una acción mágica; cada púa significa una muerte ritual y está dirigida contra los enemigos y los malhechores. Entre la producción de los bakongo, las estatuillas llamadas nkisi (minkisi en plural) son las más conocidas. Soporte material de los espíritus de los ancestros y, por extensión, figuras mediante las cuales los hombres recuperan los espíritus del más allá y los utilizan, los minkisi son obra conjunta de un escultor y un sacerdote, nganga, único responsable de la eficacia y el poder mágico de la estatuilla, cuya función es in-

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tervenir frente a enfermedades y conflictos de cualquier orden. El término fetiche, frecuentemente mal utilizado, se aplica apenas a objetos que posean poderes mágicos en sí mismos o contengan sustancias mágicas. Llamada peyorativamente “fetiche con clavos”, la estatuilla nkonde constituye una categoría particular de nkisi. Por otro lado, la expresión nkondi también significa ‘cazador’, e indica la capacidad de la estatuilla de cazar y castigar a los infractores. Estas esculturas antropomórficas adquieren su potencial mágico cuando el nganga, simultáneamente sacerdote, adivinador y médico, completa la escultura al hundirle los clavos. La pátina rojiza encarna el poder de mediar con los difuntos. La teoría más difundida, aunque errónea, es que esos clavos estaban destinados a infligir enfermedades, mala suerte o muerte al enemigo, pero su función es bastante más ambigua. Varios autores destacan la presencia de misioneros europeos en África desde el siglo xv y el hecho de que sus relatos se hayan tomado como base fidedigna, pasando por alto los prejuicios y preconceptos de quienes escribían; otros sugieren que esta práctica fue introducida indirectamente por los portugueses a fines del siglo xv, a través de la difusión de crucifijos en el área cultural congoleña y de la idea cristiana de que el clavo simboliza el sufrimiento de Cristo. Sin embargo, la acción llevada a cabo por el nkonde no tiene carácter secreto sino público. Los clavos o láminas de hierro, generalmente colocados perpendicularmente en el cuello y el torso de la estatuilla, tienen como objetivo activar el poder de esta. La función de los fetiches, asociada a jefes y reyes, era la de intervenir en los juicios y asegurar la protección eliminando a todo aquel que impidiera la seguridad. Su rol esencial era garantizar la armonía social, amenazada por la participación adversa de un tercero, mas también eran utilizados para sellar acuerdos y juramentos, es decir, tenían fines jurídicos. Una vez que el contrato fuese honrado, el nganga podía retirar los clavos y láminas, lo que dejaba las marcas en la estatuilla, razón por la cual muchos de estos objetos conservados en museos están inacabados tanto en el plano estético como en el ritual. A veces, combinaciones de sustancias llamadas bilongo (semillas, arcilla blanca o mpemba, garras, piedras) se almacenaban en la cabeza de la figura, aunque con frecuencia se guardaban en el vientre, protegido por un pedazo de vidrio, espejo u otra superficie reflectante. El cristal representa el otro mundo, habitado por los espíritus de los muertos, con la capacidad de ver enemigos potenciales.

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16. Máscara Guere, Costa de Marfil Autoría no identificada Madera policromada, pátina marrón oscura, cauris, tejido, metal, crin. Alto 50 cm Figuró con el número 39 en el catálogo de 1969 Fotograf ía de Alfredo Testoni Negativo, digitalizado y ampliado, 76 × 105 cm Cortesía de la Fundación Francisco Matto Máscara de danza en madera con pátina marrón oscura, con dos fajas horizontales pintadas: la superior, a la altura de los ojos, blanca y brillante, y la inferior, roja. Su ovalado rostro está rodeado por una golilla de cauris, trozos de diversos tejidos, objetos de metal y una barba de pelo natural. Los ojos, de párpados prominentes apenas entreabiertos, y los dientes de latón colocados a flor de los labios le dan una expresión a la vez terrible y soñadora. Estas máscaras llamadas gla representan la belleza masculina. En el sudoeste de Costa de Marfil, los guere (o we) tienen una cultura emparentada a la de los dan, pese a las categorías simplistas que oponen el realismo idealizado, el clasicismo de los dan, a la extravagancia expresionista de los guere, cuyo resultado es la división maniqueísta entre la serenidad en los dan y el terror en los guere. También se ha observado que ambas tendencias son comunes a las dos etnias. Los guere adquirieron una gran reputación como sanadores gracias a su conocimiento de plantas. Habitaron la floresta y crearon máscaras para festividades, funerales, rituales y para la guerra. Entre ellas, figura la máscara del espanto, destinada a establecer un contacto entre las entidades tutelares y los ancestros muertos. En ciertas festividades, las máscaras monstruosas ejecutaban travesuras con el objetivo de provocar la risa, aunque no por eso resultaban menos feroces. La expresión gle se utiliza tanto para las máscaras como para las fuerzas espirituales invisibles y sobrenaturales que viven en la floresta pero aprecian el mundo civilizado de la aldea. Las máscaras poseen una fuerza vital, enviada por Zlan, el creador, a hombres y animales. Estas fuerzas espirituales e invisibles son numerosas y les comunican a las personas cómo quieren ser representadas en los sueños: se identifican,

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comunican sus rasgos más distintivos y establecen una relación con el soñador, quien materializa ese espíritu. Como resultado, se convierte en un gle, y puede intervenir directamente en la vida de la comunidad. Cada gle tiene su propia función: preside los diferentes eventos sociales, está presente en tiempos de peligro o en eventos de entretenimiento.

17. Estatuilla (nkonde) Bakongo, República Democrática del Congo Autoría no identificada Madera, pátina oscura, espejos, hierro. Alto 57 cm Colección particular Figuró con el número 53 en el catálogo de 1969 Fotograf ía de Alfredo Testoni Negativo, digitalizado y ampliado, 76 × 105 cm Cortesía del Archivo Estudio Testoni Fetiche de madera con pátina oscura, espejos, fibras vegetales, tejidos y trozos de hierro. El rostro, poderosamente expresivo, lleva en la frente un relicario cubierto con un espejo, lo mismo que el espacio orbital de los ojos, que le dan una expresión terrible y alucinada. La boca abierta permite ver los dientes y la lengua. La mano derecha, alzada, debía esgrimir una lanza o un cuchillo. En el vientre, un gran relicario cubierto por un espejo. El pescuezo, los hombros y la mano izquierda están cargados de campanillas, paquetes y bolsas llenas de sustancias mágicas que son las que confieren el extraordinario poder que posee. En el transcurso de la ceremonia, el sacerdote puede ver reflejada en el espejo la imagen del demonio de la enfermedad, o la del malhechor cuya pista se busca. El fetiche es el medio que hasta hace poco tiempo empleaba el negro para utilizar en su favor las fuerzas sobrenaturales de la naturaleza, método tan extendido y tan banal como para nosotros la electricidad (Siroto). La ejecución de estas figuras se ciñe a una serie de estrictas y complicadas ceremonias. Véase el comentario de la figura 16.

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18. Cabeza Agni, Costa de Marfil Autoría no identificada Cerámica. Alto 16 cm Figuró con el número 41 en el catálogo de 1969 Fotograf ía de Alfredo Testoni Negativo, digitalizado y ampliado, 76 × 105 cm Cortesía de la Fundación Francisco Matto Cabeza de cerámica que representa a un difunto. Rostro de una intensa expresión de dolor, con escarificaciones, importante tocado y parte del cuello cubierta de aros. Estas esculturas, que alcanzan la pureza de un gran estilo, fueron talladas en las sepulturas abandonadas de Krinjabo, donde muy pocas pudieron hallarse enteras. Se supone que eran modeladas y cocidas por mujeres. Se les daba mucha importancia a la cabeza y el cuello; en cambio, el cuerpo, los brazos y las piernas, muy pequeños, son siempre representados con formas más rudimentarias. Los agni (o anji), habitantes del sudeste de Costa de Marfil y Ghana, son una de las etnias comprendidas entre los akan. Las ceremonias funerarias demarcaban la transición entre la vida y la muerte, conduciendo al difunto al reino ancestral. Los tributos combinaban tambores, canciones, objetos conmemorativos y ofrendas de comida y vino, y eran orquestados para marcar dos momentos: el momento del entierro y una celebración posterior llamada con diferentes nombres según la región. El evento póstumo generalmente requería una planificación a largo plazo y a veces se realizaba hasta cuarenta días después del entierro. El acto de colocar elementos figurativos era caracterizado como plantar, lo que sugiere que la vitalidad del artefacto dependía de estar firmemente anclado en el lugar. Este hogar de los espíritus ancestrales era considerado sagrado, aunque también peligroso para los vivos. Las esculturas en terracota, elaboradas por las mujeres, eran concebidas como el soporte material del espíritu del difunto. Estos artefactos se colocaban en altares, ubicados en áreas de floresta virgen, cerca de los poblados, donde se rendía culto a los líderes locales y se registraba visualmente la genealogía real de cada capital del reino. El registro visual de estas representaciones funerarias es testimonio de una diversidad de estilos y enfoques formales para representar la fisonomía humana. In-

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formes sobre los procesos artísticos llevados a cabo para su ejecución privilegian la relación uno-a-uno con sus sujetos originales. El siguiente comentario del historiador y arqueólogo James Robert Anquandah (Ghana) llama la atención por su énfasis en la ambición del artista de dotar a sus creaciones de un grado de precisión a través de rituales de apropiación: Después de completar una orden, la libación se vierte con una breve oración para que las figuras realmente puedan representar a aquellos cuya imagen apareció en el agua al comienzo del trabajo. Al mismo tiempo, el espíritu del difunto se invoca en las figuras antes de ser entregadas a los clientes que las llevan a la ceremonia.16

Se atribuye a las invocaciones el poder de garantizar la veracidad de la representación de una imagen precisa en la superficie reflectante del agua o el aceite de palma. La operación delicada mediante la cual las alfareras transcribieron tales referencias, confiables pero intangibles y fugaces, se encuentra también en las referencias al estudio de la impresión ef ímera dejada por el difunto en la almohada. Las alfareras resaltaban los roles sociales y políticos de los difuntos durante su vida, revelados por medio de atributos como tocados y accesorios.

19. Cimera (tywara) Bambara, República de Malí Autoría no identificada Madera, pátina oscura. Alto 74 cm, ancho 24 cm Figuró con el número 6 en el catálogo de 1969 Fotograf ía de Alfredo Testoni Negativo, digitalizado y ampliado, 76 × 105 cm Cortesía de la Fundación Francisco Matto Ornamento de cabeza, llamado tywara, tipo vertical, en madera, con pátina oscura y decoración incisa. Representación totalmente estilizada del antílope macho. El artista, para su expresión plástica, se toma las 16 James Robert Anquandah apud Alisa LaGamma en Heroic Africans. Legendary Leaders, Iconic Sculptures, Nueva York: Metropolitan Museum of Art, 2011, p. 82.

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mayores libertades especialmente en la representación de las crines, que resultan armónicas construcciones geométricas. A veces el escultor combina también elementos de otros animales. De este prototipo existen en museos cientos de piezas, todas distintas, y cuando es posible contemplar varias reunidas suenan, como ha dicho Meauzé, como variaciones comparables a un Bach. Los tywara pertenecen a la sociedad secreta Flan-Kurú, integrada por jóvenes que han cumplido juntos los ritos de iniciación. Se emplean en las danzas relacionadas con el culto a la fertilidad de la tierra. La llevan sobre la cabeza, atada a un casquete de cestería. Completa la vestimenta, ramaje y una máscara roja. Los bailarines, agachados y valiéndose de los bastones, imitan en su danza las actitudes del antílope. Al igual que con los dogón, los eventos míticos proporcionan al herrero bambara temas escultóricos utilizados por las seis sociedades que inician sucesivamente al joven y luego al hombre adulto en los aspectos de la realidad humana y su destino. En consecuencia, el antílope podría ser una de las formas que asume el espíritu del agua, por lo cual puede ser considerado el dios de los agricultores, pero también es un dios hermafrodita del que nacerán las generaciones futuras y que comparte con un par de gemelos no idénticos el reflejo del creador del mundo. Si el antílope es una encarnación del dios dispensador de aguas, la figura plantada entre sus cuernos podría representar al gemelo celoso, el sembrador del desorden del dios del inframundo. Véase el comentario de la figura 12.

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Fotograf ías Estudio fotográfico Testoni

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1.

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Cimera (ornamento de casco) Kurumba, Burkina Faso Madera policromada. Alto 124Â cm Fotograf Ă­a de Alfredo Testoni


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Máscara yelmo Bobo, Burkina Faso Madera, pátina gris rojiza. Alto 83 cm Fotograf ía de Alfredo Testoni

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3.

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Textil (terciopelo kasai) Bakuba, República Democrática del Congo Fibra vegetal (rafia). Largo 55 cm, ancho 46 cm Detalle


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Textil (terciopelo kasai) Bakuba, República Democrática del Congo Fibra vegetal (rafia). Largo 103 cm, ancho 51 cm Detalle

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5.

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Puerta de granero Dogón, República de Malí Madera, pátina. Alto 32 cm, ancho 19 cm


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Escudo de cestería Azande, República Democrática del Congo Madera y fibra vegetal trenzada. Alto 123 cm, ancho 42 cm

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7.

Caja Bakuba, República Democrática del Congo Madera, pátina. Alto 4,5 cm, largo 34 cm, ancho 16 cm

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8.

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Tobillera Ashanti, Ghana Bronce. 15 × 13 cm


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9.

Máscara (kanaga) Dogón, República de Malí Madera policromada, fibra. Alto 85 cm, ancho 45 cm

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10. Máscara

Ibo, Nigeria Madera policromada sobre fondo blanco. Alto 27 cm, ancho 13,5 cm

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11. Máscara (kplé-kplé)

Baule, Costa de Marfil Madera, pátina marrón oscuro. Alto 60 cm, diámetro 38 cm

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12. Cimera (tywara)

Bambara, República de Malí Madera, pátina oscura, lana. Largo 82 cm, alto 34 cm

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13. Máscara casco bifronte

Senufo, Costa de Marfil Madera policromada. Alto 30 cm, largo 93 cm

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14. Máscara (m’buya)

Bapende, República Democrática del Congo Madera policromada, rafia. Alto 45 cm

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15. Estatuilla (nkonde)

Bakongo, República Democrática del Congo Madera, pátina, hierro. Alto 37 cm

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16. Máscara

Guere, Costa de Marfil Madera policromada, pátina marrón oscura, cauris, tejido, metal, crin. Alto 50 cm Fotograf ía de Alfredo Testoni

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17. Estatuilla (nkonde)

Bakongo, República Democrática del Congo Madera, pátina oscura, espejos, hierro. Alto 57 cm Fotograf ía de Alfredo Testoni

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18. Cabeza

Agni, Costa de Marfil Cerámica. Alto 16 cm Fotograf ía de Alfredo Testoni

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19. Cimera (tywara)

Bambara, República de Malí Madera, pátina oscura. Alto 74 cm, ancho 24 cm Fotograf ía de Alfredo Testoni

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