El cuerpo. (Seguido de “La verdad de la apariencia”)

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El cuerpo

(Seguido de “La verdad de la apariencia”)

Marc Richir



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El cuerpo (Seguido de “La verdad de la apariencia”) – Marc Richir Traducción: Alejandro Arozamena


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tiempo al Tiempo 3 Publica Brumaria Brumaria AC, Calle Santa Isabel 28, 3º 2, 28012‑Madrid, España www.brumaria.net brumaria@brumaria.net 0034915280527 DIRECTOR Darío Corbeira EDITOR DE LA COLECCIÓN Hugo López‑Castrillo EQUIPO EDITORIAL Alejandro Arozamena, Darío Corbeira, Hugo López‑Castrillo, Jorge Miñano, Miguel Ángel Rego y Montserrat Rodríguez Garzo DISEÑO Hugo López‑Castrillo IMPRENTA Publidisa TÍTULO El cuerpo. (Seguido de “La verdad de la apariencia”) TÍTULOS ORIGINALES “Le corps. Essai sur l’intériorité” y “La vérité de l’apparence” AUTOR Marc Richir TRADUCTOR Alejandro Arozamena DEPÓSITO LEGAL M-17900-2015 ISBN 978-84-944005-3-7 Brumaria no se responsabiliza de los contenidos de los textos firmados por sus autores. Apoyamos explícitamente la cultura del copyleft. Los textos firmados por Brumaria y sus editores pueden ser reproducidos libremente citando el origen. Dejamos en manos de cada autor la decisión última respecto a la cesión de sus derechos respectivos.


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ÍNDICE El cuerpo

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Introducción. Más allá el ser y el tener

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I. Esquicio de una fenomenología del vivir encarnado

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II. La institución simbólica del cuerpo

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III. Elementos para una historia simbólica del cuerpo en la tradición filosófica

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Conclusión: La fenomenología

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La verdad de la apariencia

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El cuerpo Ensayo sobre la interioridad*

Marc Richir

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Le corps. Essai sur l’intériorité, Hatier, París, 1993. Traducción y establecimiento al español: Alejandro Arozamena.


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Introducción Más allá del ser y el tener

Entre las evidencias que constituyen nuestra existen‑ cia, bien parece contarse, y además como una de las más fundamentales, la evidencia de que el cuerpo es nuestro cuerpo, con el cual y en el cual hemos nacido, vivimos y moriremos. Esta misma evidencia es la que, sin duda, vuelve tan difícil una aproximación al cuerpo, puesto que esa copertenencia entre nosotros mismos y nuestro cuer‑ po –ya indicada mediante la expresión “con el cual y en el cual”– implica, de antemano, las grandes cuestiones que atraviesan toda la cultura: las cuestiones de la vida, del nacimiento, de la muerte y, hay que añadir, la cuestión de la diferencia sexual. ¿Tenemos o somos nuestro cuerpo? Tal es el primer enunciado de la dificultad, o eso es, al menos, lo que se nos admitiría clásicamente, si no fue‑ ra porque las grandes cuestiones que movilizan a nuestro cuerpo –su corruptibilidad– no es nuestro cuerpo quien se las plantea sino, todo lo menos, nosotros mismos en nues‑ tra humanidad, entendiendo por ello que esta no puede identificarse simple y llanamente con el propio cuerpo. Y, sin embargo, hoy se da por obvio, reconociéndose como algo que iría de suyo y caería por su propio peso, el que sin nuestro cuerpo ni tan siquiera podríamos plantearnos las antedichas cuestiones. ¿Se dirá, no obstante, que la inte‑


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rrogación metafísica procede ante todo del pensamiento, que el cuerpo es una condición necesaria de posibilidad, pero no una condición suficiente? ¿No tienen también los animales un cuerpo, pese a que el pensamiento, mani‑ fiestamente, no les preocupa lo más mínimo? ¿Se podrá concluir, post hoc ergo..., que los animales son su cuerpo? De este modo podría alcanzarse a ver que la cuestión del cuerpo pasa a ser, inmediatamente, la cuestión del cuerpo del ser humano y que implica el hecho de poner en juego la diferencia –otra gran interrogación metafísica– entre el animal y el hombre. A su vez, esta interrogación parece casi tan intratable como las otras, puesto que, si bien resul‑ ta imposible saber en qué pudiera consistir el ser antes del nacimiento y después de la muerte (fuera de este cuerpo), igualmente arduo se nos antoja saber en qué consiste el ser de la vida y, asimismo, parecería imposible saber intrínse‑ camente, desde lo interior, qué es el ser animal. Animales, nosotros, ni lo hemos sido ni lo seremos nunca, como tam‑ poco hemos sido antes de nacer ni lo seremos después de la muerte –al menos tal y como somos aquí y ahora–, y si, en efecto, somos, en nuestra vida y en nuestro ser sexuado, justamente nunca sabremos muy bien por qué ni, sobre todo, cómo somos. Es este nosotros el que nos plantea la cuestión de nuestro cuerpo, y no ningún “espíritu” que ronde por parte alguna: este punto de partida es irreducti‑ ble y, solo desde nuestra vida y nuestro ser encarnados en cuerpo, es desde donde las cuestiones metafísicas pueden adquirir un sentido completo, legítimo. De hecho, la articulación de la problemática del cuer‑ po siguiendo los ejes del ser y el tener podría parecer ya un poco forzada, como si se debatiera entre un cuerpo posi‑ tivo (pero opaco) que poseeríamos a la manera de un ins‑ trumento, más o menos, bien adaptado a las necesidades


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de la existencia, y un cuerpo inaprensible, casi transparen‑ te que, en lo cotidiano, sería imperceptible o estaría sin percibir –el instrumento perfecto que nos lleva a la trans‑ parencia, y la transparencia opacada por las carencias o sufrimientos que nos lleva al instrumento. Esta división de la cuestión entre el tener y el ser dejaría escapar lo esen‑ cial: la experiencia del cuerpo moviéndose entre estos dos polos. En efecto, desde esa perspectiva, toda la cuestión se reduciría a saber quién “tiene” o “es” el cuerpo, que, en lo sucesivo, será su cuerpo y no el de ningún otro. Este “quién”, por supuesto, somos nosotros mismos. Pero, ¿quiénes somos nosotros? O, más exactamente, ¿quiénes somos nosotros mismos? Si ese “quién” fuera el propio cuerpo, no podríamos hablar de nuestro cuerpo: toda vez que ese cuerpo lo fuéramos nosotros mismos, solo podría‑ mos serlo ciegamente y el cuerpo se hallaría exclusiva‑ mente recortado en la polaridad del tener. Transparente en sí, sería invisible para sí mismo –lo que, por una parte, es; dado que por lo común no sucede que se haga visible a nuestra atención–, sería una especie de luz en la opa‑ cidad de las cosas, un “órgano” abriéndolas cuasi quirúr‑ gicamente a su visibilidad y, de un modo más general, a su sensibilidad, pero, sobre todo, un “órgano” que no deja sombra de sí mismo y, por lo tanto, en cierto sentido, un cuerpo sin profundidad. Para que haya cuerpo, por con‑ siguiente, es necesario también el polo del tener; no sola‑ mente bajo la forma de la carencia o el sufrimiento, sino más profundamente y de manera menos extrema, bajo forma, por así decir, de las huellas de su profundidad en la experiencia corriente –no solo cuando sufrimos “psíqui‑ camente” tenemos un cuerpo. Esta profundidad, lugar del “vivir encarnado”, no es pensable en la experiencia que,


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de algún modo, se tiene en el cuerpo, sino que es algo que excede al cuerpo, que tiende a escaparse de él, y en relación a lo cual el cuerpo aparecerá siempre más o menos limitado, de una u otra manera. Pero, en este exceso, será donde vengan a albergarse las cuestiones metafísicas de las que hablábamos hace un instante. Este exceso, desde los griegos, se hizo portador de un nombre en nuestra tradición: psyché, es decir, “el alma” –pero, seguramente, podrían encontrarse equivalentes en otras culturas. Ya se trate de las sensaciones, las afecciones, la afectividad, o de las pasiones y los pensamientos, en todo ello siempre hay algo más que la identificación que damos a tales palabras. Pero esta identificación depende siempre, clásicamente, de la pre‑identificación subrepticia del exceso como “psíquico”, concebido o preconcebido como el “quien” que tiene el cuerpo en tanto que instrumento, más o menos bien adaptado o desfalleciente, y así reconducido a lo “físi‑ co”. La situación es, pues, tal que el sentido identificado de lo “psíquico” (en o como exceso) puede devenir inmedia‑ tamente coextensible al sentido identificado de lo “físico” (adaptado o desfalleciente) y, también, la situación es tal que las dos identificaciones se sostienen, una a otra, circularmente. Por tanto, no hay que precipitarse, ya de entrada, en este sistema circular de identificaciones (simbólicas1, en realidad), pues, de ser así, uno se arriesga a disolver el exce‑ so en la representación del alma, cuando no a “dividir” el exceso hasta el infinito, según los polos del tener y el ser. El precio a pagar sería, lo que precisamente ha sido el caso en la mayor parte de los filósofos, hacer bascular el auténtico ser hacia el sujeto del tener, en detrimento de un cuerpo en el que no seremos sino accidentalmente –la mejor manera de conseguir que, por lo demás, todo llegara a ser, más o 1.

Para el sentido de esta palabra, ver capítulo II.


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menos, incomprensible. Por tanto, cuando atendamos a las sensaciones, las afecciones, la afectividad, las pasiones y los pensamientos, habremos de ser muy precavidos con respecto al peligro de pensarlas como si estuvieran supeditadas a una psyché –un alma– sin cuerpo, y estar muy prevenidos contra el peligro que supone buscar, en consecuencia, las “respues‑ tas” físicas en aquello que, en realidad, no serían más que las “señales” del cuerpo. De lo contrario, nos haríamos pri‑ sioneros de una cierta interpretación, muy restrictiva, de la cuestión del cuerpo (“cuerpo físico” por una parte, “cuerpo psíquico” por otra) y, al mismo tiempo, nos veríamos en la incapacidad de retomar esta misma cuestión en lo que supondría, por así decir, el lado masivo de su enigma. Para abrirnos a esta cuestión sin disolverla, o sin multiplicar los intermediarios entre el alma y el cuerpo, tenemos que suspender toda predeterminación no reflexionada (y no cri‑ ticada) del exceso, practicar la “puesta fuera de circuito o fuera de juego” fenomenológica de todo lo “prejuzgado” sobre el alma y el cuerpo, esforzarnos en pensar sin marco de referencia pre‑dado. Dicho de otro modo, como ya nos invitaban a ello Husserl y Merleau‑Ponty, tenemos que esforzarnos en pensar el “cuerpo vivido”, el “vivir encar‑ nado”, desde dentro, intrínsecamente. Se trata, pues, de pensar en el exceso sobre lo que apa‑ rentemente se determina como cuerpo en el “vivir encar‑ nado” mismo. Es decir: pensar el exceso en la sensación misma, en la afección misma, en la afectividad misma, en las pasiones o los pensamientos mismos, sin referencia al tener o al ser, sin por ello prescindir de la referencia al “quien”. Hay que superar la representación de la psyché como “sede” de todo lo anterior, y como “sede” que con‑ sistiría, por añadidura, en una fortaleza impenetrable, un


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sujeto susceptible de tener o de poseer esos “estados”, si consideramos el cuerpo como un instrumento; como tam‑ bién, en el otro polo (el del ser), hay que superar la repre‑ sentación de una sede, vacía en sí misma, que sería esos mismos “estados” ciegos, y que sería, para más inri, indis‑ cernible de las cosas y del mundo. En resumen, se tiene que llegar a pensar aquello que, por el exceso mismo, tien‑ de a conferir a este exceso una vida propia, ritmos propios de despliegue, una autonomía que lo hace irreductible al tener y al ser relacionados con el cuerpo. Hace falta un esquicio de fenomenología.


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