Transparente opacidad Arte conceptual en los lĂmites del lenguaje y la polĂtica
Jaime Vindel
Transparente opacidad Arte conceptual en los límites del lenguaje y la política – Jaime Vindel
tiempo al Tiempo 1 Publica Brumaria Brumaria AC, Calle Santa Isabel 28, 3º 2, 28012-Madrid, España www.brumaria.net brumaria@brumaria.net 0034915280527 DIRECTOR Darío Corbeira EDITOR DE LA COLECCIÓN Hugo López-Castrillo EQUIPO EDITORIAL Alejandro Arozamena, Darío Corbeira, Hugo López-Castrillo, Jorge Miñano, Miguel Ángel Rego y Montserrat Rodríguez Garzo DISEÑO Hugo López-Castrillo IMPRENTA Publidisa TÍTULO Transparente opacidad. Arte conceptual en los límites del lenguaje y la política AUTOR Jaime Vindel DEPÓSITO LEGAL M-17896-2015 ISBN 978-84-944005-1-3 Brumaria no se responsabiliza de los contenidos de los textos firmados por sus autores. Apoyamos explícitamente la cultura del copyleft. Los textos firmados por Brumaria y sus editores pueden ser reproducidos libremente citando el origen. Dejamos en manos de cada autor la decisión última respecto a la cesión de sus derechos respectivos.
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ÍNDICE Acerca de la existencia del arte conceptual I. Con su transparente opacidad
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II. La máquina del arte
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III. Entre la crítica institucional y el arte público
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IV. Del conceptualismo proletarizado al arte pop discursivo: Rosario‑Madrid‑Moscú
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Imágenes
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Para Arantxa, porque su alegría es mi pedagogía del vértigo
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Acerca de la existencia del arte conceptual
Es ya un lugar común hablar de la ductilidad de la categoría “arte conceptual”. Este sintagma nominal abarca un conjunto heterogéneo de experiencias, que incluyen estrategias tan variopintas como la deshabituación, el señalamiento, la autorreflexividad, la tautología, la contrainformación, la crítica institucional y hasta la integración del arte en el activismo social. Para diversos autores, el uso de algunas de esas estrategias responde con frecuencia al deseo de reconectar el arte con lo real, identificado como uno de los vectores‑fuerza más significativos de la producción simbólica de las últimas décadas y habitualmente contrapuesto a la suficiencia aparente de la pintura expresionista de la postguerra. En una parte significativa de los relatos del arte contemporáneo, las diferentes variantes del arte conceptual aparecen bien como el estertor final del formalismo modernista, que habría encontrado en los textos de críticos como Clement Greenberg y en la pintura abstracta de la Escuela de Nueva York sus manifestaciones más sublimadas, bien como un punto de quiebre radical con los axiomas teóricos que supuestamente guiaban el modernismo artístico en una horquilla temporal que abarcaría desde Paul Cezánne (cuando no de Édouard Manet) a Kenneth Noland. Esas narraciones plantean al menos dos problemas: por un lado, tienden a aportar una visión
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reduccionista de la modernidad artística, aplanando su sentido histórico; por otro, al fijar a finales de los años cincuenta un corte abrupto entre el arte autónomo tardomoderno y el arte heterónomo postmoderno, establecen su centralidad en el contexto norteamericano, sin tener en cuenta el desarrollo y la naturaleza de los procesos de la modernidad artística en otras regiones del mundo, relegadas de antemano a una condición periférica. La categoría “arte conceptual” constituye una terminología difusa, que ha sido objeto de diversos usos epistemológicos, teóricos y políticos, orientados a pugnar por su definición discursiva. Con el transcurso de los años, la etiqueta “arte conceptual” se ha empleado para la reconstrucción historiográfica de un sector cada vez más amplio de las prácticas experimentales y politizadas de los años sesenta y setenta a nivel global. Ello ha provocado que a día de hoy el “arte conceptual” se constituya como una especie de cajón de sastre en el que cabrían prácticamente todas las experiencias de esas décadas alejadas de los géneros tradicionales del arte (pintura y escultura). Sin embargo, hay que hacer notar que ya en su origen la categoría sirvió para acoger y caracterizar a una serie de propuestas de signo diverso, si bien restringidas al panorama europeo y norteamericano. Por lo tanto, esa extensión conceptual de la categoría “arte conceptual”, con independencia de la valoración positiva o negativa que de ella podamos hacer, no solamente responde a un uso intencional reciente por parte de la historiografía del arte contemporáneo, sino que incorpora también, desde la perspectiva histórica que acabamos de mencionar, un rasgo descriptivo. Si algo tendrían en común un buen ramillete de las experiencias conceptuales que abordamos en este ensayo sería la voluntad consciente o inconsciente de actualizar,
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en marcos contextuales y mediante múltiples procedimientos, algunas de las motivaciones que guiaron a las vanguardias históricas. En este sentido, a la hora de analizar las experiencias de los años sesenta y setenta habitualmente vinculadas al arte conceptual, no está de más recordar las palabras de Hal Foster a propósito de la distinción entre las vanguardias y las neovanguardias. Foster señaló que mientras aquellas se centraban en las convenciones del arte, estas últimas lo hicieron en la institución que lo amparaba. El crítico norteamericano detectaba en las neovanguardias la presencia de las vanguardias como “acción diferida”, esto es, como aquella repetición que –en un sentido freudiano– torna consciente la potencialidad de las primeras vanguardias para la crítica histórica y la deconstrucción sígnica1. El neovanguardismo conceptual respondería a dos procesos, el segundo de los cuales no aparece contemplado por Foster. En primer lugar, a la alteración de los modos de experiencia y comprensión tradicionales del arte, que podríamos identificar, a grandes rasgos, con lo que autores como Benjamin Buchloh o Catherine Millet denominaron estrategias de “retirada perceptiva” o de “escamoteo de toda preocupación de orden visual”2. Frente al lugar privilegiado que el ojo habría ocupado en la experiencia estética del arte moderno, el arte conceptual, en deuda con la indiferencia estética pregonada por Marcel Duchamp al seleccionar sus ready‑mades, apostaría por un acercamiento más intelectual (no‑retiniano) a la obra de arte. Buchloh ejemplifica1.
Véase: Hal Foster, El retorno de lo real. La vanguardia a fina‑ les de siglo, Akal, Madrid, 2001.
2.
Véase: Catherine Millet, Concept‑Théorie, Daniel Templon s.p., París; y Benjamin Buchloh, Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en el arte del siglo XX, Akal, Madrid, 2004, p. 176.
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ba esta idea a partir de algunas piezas realizadas por el norteamericano Robert Morris durante la década de los sesenta, con especial énfasis en Box with the Sound of Its Own Making (1961), obra sintéticamente descrita por el enunciado que le da título (una cinta magnetofónica encerrada en una caja donde se hallaba registrado el ruido de la fabricación de esta última) (fig. 1). El segundo de esos procesos se vincula a la así denominada “politización” del ámbito artístico, conducente a la crítica (cuando no, en última instancia, al abandono) de las instituciones del sistema arítistico y a la articulación de la práctica artística con el territorio de lo social. Para adentrarnos con alguna expectativa de éxito en el magma informe de prácticas y experiencias que fueron alumbradas por esos dos procesos, pueden resultarnos también de utilidad las trayectorias propuestas por Alexander Alberro en la antología crítica de textos que compiló junto a Blake Stimson a finales del siglo pasado3. Los itinerarios planteados por Alberro, los cuales se entrecruzan entre sí en más de un punto, son los siguientes: en el primero de ellos, el arte conceptual aparecería como la instancia culminante de la autorreflexividad característica del arte moderno en su deseo de analizar, clarificar y explicitar las condiciones materiales, formales, expresivas y estructurales de la obra de arte. Desde esta perspectiva, el arte conceptual habría llevado a un extremo crítico, lindante con el colapso, el proyecto moderno de indagación y cuestionamiento de la especificidad del lenguaje del arte. Ese propósito se habría visto posibilitado, en buena 3.
Véase: Alexander Alberro, “Reconsidering Conceptual Art, 1966‑1977”, en: Alexander Alberro y Blake Stimson, Concep‑ tual art: a critical anthology, MIT Press, Cambridge, 1999, pp. VI‑XXXVII.
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medida, por el abandono del impulso representativo y la tendencia a la unicidad de la obra de arte que habían naturalizado, hasta finales del siglo XIX, la producción y recepción artísticas. Como contrapunto, las poéticas analíticas, fragmentarias y alegóricas del arte del siglo XX encontrarían en algunas experiencias conceptuales su reformulación última y radical. Íntimamente ligada con la anterior, la segunda de las trayectorias señala el modo en que la reducción modernista de la materialidad del signo artístico a sus componentes esenciales (los ataques contra el ornamento del arquitecto austriaco Adolf Loos preanunciaron el contenido de los escritos de algunos artistas conceptuales) encontró su prolongación lingüística en el arte conceptual. La necesidad de establecer criterios de verdad y de comunicabilidad acerca de la obra de arte concebida, contra la tradición de la ventana albertiana, en términos de presentación y no de representación, condujo, ante el fracaso de la pintura moderna para alcanzar tal objetivo, a sustituir el signo pictórico por el signo linguístico, en tanto este se intuía más acorde con el ideal de transparencia que esos criterios de verdad y comunicabilidad demandaban. En el arte conceptual, esta voluntad se puede asociar con la idea de “desmaterialización” del objeto artístico tradicional. Se trata de una noción que adquirió distintas connotaciones contextuales, que iban desde la posibilidad eventual de sustraer a la obra de arte (convertida en información) a la lógica económica del mercado del arte a la ambición de multiplicar exponencialmente la masividad de la recepción de las propuestas artísticas vía el uso de los nuevos medios, pasando por el deseo de otorgar al espectador la soberanía productiva sobre el modo en que se materializarían finalmente dichas propuestas.
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La tercera de las trayectorias trazadas por Alberro es aquella que remonta la genealogía del arte conceptual a la matriz dadaísta de los ready‑mades de Marcel Duchamp. Los gestos infraleves del artista francés, consistentes en descontextualizar un objeto de la vida cotidiana al introducirlo en el ámbito del arte, en desplazarlo de su inserción en la ideología utilitarista del funcionalismo social, habrían abierto la puerta, en opinión de artistas como Joseph Kosuth, a la escisión entre el arte y la estética, a la posibilidad de considerar el arte en términos conceptuales (o, por decirlo con Hegel, filosóficos) y no como un juicio de gusto. En su versión más radical, artistas como Kosuth afirmaban que una obra era tanto más artística en la medida –y solo en la medida– en que contribuía a redefinir el concepto de arte. Hay que tener en cuenta que al menos en el ámbito norteamericano ese juicio de gusto era reglamentado con frecuencia por los preceptos perceptivos de la crítica de arte especializada, entre la que Greenberg y Michael Fried ocuparon un lugar destacado. Desde esta perspectiva podemos entender que muchos artistas conceptuales insistieran en una toma de posición política sobre la construcción discursiva y los modos de visibilizar sus propuestas, lo que les llevó a asumir funciones que en principio la institución artística no les asignaba. En este sentido, Michael Baldwin, miembro del grupo Art & Language, declaraba que deseaba “acallar la voz manipulativa del crítico quitándole su trabajo [...]; nuestro objetivo era interrumpir, quizá en último término eliminar, las distribuciones estándar de función”4. 4.
Véase: “Entrevista con Art & Language. Michael Baldwin y Mel Ramsden���������������������������������������������������� ”, en: Juan Vicente Aliaga y José Miguel García Cortés, Arte conceptual revisado / Conceptual art revisited, Universidad Politécnica, Valencia, 1990, pp. 18‑19.
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La cuarta de las trayectorias es la que Alberro denomina como “problematización del emplazamiento”. En efecto, una parte de las experiencias habitualmente relacionadas con el arte conceptual, en sintonía con el minimalismo, insistieron en pensar la relación entre el espectador y el arte en términos muy diferentes a lo que había sido la teoría predominante en los círculos de la pintura norteamericana de posguerra. Si en esta el ocularcentrismo teórico tendía a excluir al cuerpo de la experiencia estética, el arte conceptual iría más allá que el minimalismo en el interés compartido por incluir en la concepción de la obra la consideración del espacio físico en que esta se ubicaba. Ya no se trataba de difuminar la diferencia entre la percepción objetual y ambiental del arte (las formas minimalistas de un Robert Morris, en su negatividad, ocupaban un estrecho intersticio entre lo que había dejado de ser escultura sin llegar a convertirse en arquitectura), sino que se imponía una doble necesidad: por un lado, señalar el lugar en que el arte era percibido con el objeto de revelar/ problematizar su estatuto simbólico (hasta el punto de que en ocasiones la intervención artística se reducía a ese señalamiento); por otro, habitar espacios extraartísticos de periódicos, revistas y paneles publicitarios para interrumpir el flujo normalizado de información en esos medios y desnaturalizar de ese modo la percepción que el espectador o el viandante experimentaban cotidianamente de ellos. A los itinerarios planteados por Alberro habría que sumar un quinto, el cual, con cierta frecuencia, se presenta en la historiografía contrahegemónica como una superación de los anteriores. Me refiero a la politización del campo artístico con la que se identifica al “conceptualismo”, un término genérico, por momentos complementario y por momentos opuesto al arte conceptual, que abarcaría
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experiencias artístico‑políticas acaecidas en espacios geográficos situados más allá del entorno anglosajón o en los márgenes de la corriente mainstream de este. Durante los últimas décadas se ha tendido, en este marco, a incluir dentro del conceptualismo una serie de prácticas artísticas del contexto global de los años sesenta y setenta, ubicadas en latitudes que van desde América Latina a Europa del Este.