Juan M. Corral
HAMMER
LA CASA DEL TERROR
Por su transgresión de las normas cinematográficas, por su estilo visual tan salvaje como distinguido, por su pasión narrativa que evoca a los clásicos más sobresalientes, no se podría entender el cine fantástico y de terror de nuestros días sin la presencia de la productora británica Hammer Films. Recordada sobre todo por sus películas de vampiros, momias y monstruos de Frankenstein, en realidad, el legado de la Hammer se nutre de más de 200 filmes, cortometrajes y capítulos para la televisión de
hasta dramas existenciales, desde aventuras de Robin Hood hasta cuentos prehistóricos. Hammer. La Casa del Terror explora este fascinante mundo por primera vez en castellano,
Juan M. Corral
HAMMER
analizando en profundidad todo el grueso fílmico de la productora, así como los aspectos más
LA CASA DEL TERROR
interesantes de la vida de sus estrellas, técnicos y de la propia “Casa”. Deliciosamente ilustrado con más de 150 fotografías, recortes periodísticos y carteles de sus películas, la obra se alimenta además de la inestimable ayuda y de los testimonios de personajes como Christopher Lee, Marcus Hearn o Graham Skeggs.
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toda clase e índole, desde swashbucklers hasta comedias de humor negro, desde thrillers políticos
Frankenstein maldice y Drácula aterroriza No estoy de acuerdo en que el Barón Frankenstein es un hombre malvado; sus motivos están encaminados hacia el bien de la Humanidad, pero como algunos de los genios reales ha tenido que utilizar métodos poco ortodoxos y a veces despiadados, porque no se le ha comprendido o se ha dudado de él. Peter Cushing, en Hammer Films: An Exhaustive Filmography, McFarland & Company, Inc., Londres, 1996
Mi última ambición es hacer un largometraje sobre el libro de Stoker, tal como Stoker lo escribió. Ese es el Drácula que quiero interpretar. Entonces sí que podré afirmar que he interpretado a Drácula, y le daré el adiós final al personaje Christopher Lee
Peter Cushing y Christopher Lee: Una pareja de pesadilla Hechas las reseñas de personajes tan importantes como Terence Fisher, Jimmy Sangster o James Bernard, tenemos que hacer un alto en el camino para incorporar a los dos actores más importantes e inseparables de la historia de la Hammer: Peter Cushing y Christopher Lee. No cabe la menor duda de que haría falta un capítulo entero (o más) para estudiar sus vidas y filmografías, y las alabanzas vertidas en él serían excesivamente pocas. Cushing y Lee completan un grupo de actores del género fantástico comandados por Bela Lugosi, Boris Karloff y Vincent Price, amén de otros como Lon Chaney padre e hijo, George Zucco, Lionel Atwill y demás, que han marcado con su gran carisma, fuerza interpretativa y enorme tesón profesional las directrices de un género y estilo que sería impensable sin su presencia. La pareja británica ha demostrado además una perfecta simbiosis en la gran pantalla, oscureciendo por lo normal la labor del resto de sus compañeros de largometraje, y elevando la calidad de éste en un raudal de enteros. Si a esto le añadimos que en la vida real se han portado siem-
pre como unos auténticos caballeros, desplegando una bondad y humanidad impropia de unas estrellas del celuloide, se puede afirmar que tanto Peter Cushing como Christopher Lee pueden gozar de la fama que han conseguido durante estos años con todo el derecho del mundo. Peter Wilton Cushing nace el 26 de mayo de 1913 en Kenley, Surrey, Inglaterra. A temprana edad ingresa en la escuela para prepararse como agrimensor, aunque pronto abandona estos estudios para matricularse en la London’s Guildhall School of Music and Drama con la intención de aprender interpretación. Gana cierta experiencia al participar en diversas obras teatrales, siendo la más importante Cornelius de J.B. Priestley, y trabaja como supervisor teatral en un departamento de Coulson, hasta que Bill Fraser lo contrata para su compañía. Pero Cushing quería convertirse en una gran estrella cinematográfica como lo era su actor preferido, Tom Mix, por lo que decidió emigrar a Estados Unidos (con el billete pagado por su padre) para presentarse a diversos castings y así conseguir algún que otro trabajo para la gran pantalla. Como el trabajo no llegaba y sus medios de subsistencia empezaban ya a escasear, el actor pidió a su amigo Louis Hay-
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I Z Q U I E R DA :
Una de las fotos promocionales más conocidas de una obra maestra, Drácula (1958).
ward que lo acogiera en su casa. Hayward, que gozaba en aquellos momentos de una gran popularidad gracias a sus papeles en exitosas películas de aventuras, estaba casado con la inolvidable Ida Lupino, y la casa en realidad era una gran mansión propiedad de la adinerada actriz. De esta manera, Peter Cushing vivió con el matrimonio Hayward durante algún tiempo, hasta que el americano (y el representante Edward Small) intercedió por Cushing ante los productores de La máscara de hierro (The Man in the Iron Mask, 1939) para que el inglés fuera contratado como su doble en las secuencias de acción; James Whale se maravilló tanto del trabajo del actor que decidió darle un pequeño papel en la película, el del mensajero del rey con la única frase de diálogo “¡El Rey quiere verte!”. Su periplo estadounidense le lleva a participar en otras películas como Estudiantes en Oxford (A Chump at Oxford, 1940), protagonizada por el Gordo y el Flaco, Noche de
Peter Cushing encarnó al Doctor Frankenstein en seis ocasiones.
angustia (Vigil in the Night, 1940), o Laddie (1940). En la primera interpreta a un universitario que en una secuencia entra en la habitación de los protagonistas cantando “¡Huelo la sangre de un americano. Esté vivo o esté muerto, moleremos sus hueso para hacer nuestro pan!”. En 1943, mientras trabajaba para la Ensa (organismo de distracción militar) y dos años antes de embadurnarse la cara de tizón para interpretar al malvado árabe de El caballero negro (The Black Knight, 1945), conoce a Helen Beck, de la que se enamora y con la que se casa antes de acabar el año.
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Al volver a Inglaterra trabaja en Hamlet (Hamlet, 1948) de Laurence Olivier, Moulin Rouge (Moulin Rouge, 1952), en las que coincide por primera vez con Christopher Lee, aunque sin compartir escena, y en otros largometrajes, hasta su entrada en la televisión, medio donde le aguardará el mejor de los éxitos. En 1955 gana el Guild of Television Producers and Directors (el Emmy británico) por su papel como Winston Smith en la controvertida 1984, aportándole una popularidad considerable. Este premio propició que su carrera televisiva se prolongara durante varios años, impidiéndole aceptar la propuesta de James Carreras de participar en alguno de los filmes de la Hammer. El contrato que lo vinculaba con su productora acabó precisamente al mismo tiempo que un artículo periodístico anunciaba la posible adaptación por parte de la Casa del Martillo de la novela de Mary Shelley sobre el monstruo de Frankenstein; entusiasmado, Cushing, que admiraba el trabajo de Boris Karloff, le pidió a su agente que le consiguiera un rol en dicha película. A partir de aquí se involucraría tanto en las producciones Hammer que se convertiría con su compañero Christopher Lee en el más importante actor del estudio, dándole rostro a los personajes más diversos pero sobre todo al Dr. Frankenstein, Van Helsing y Sherlock Holmes. Cushing demostró tener una valía profesional incuestionable y apenas superable; le gustaba utilizar objetos para recalcar su actuación, ganándose el sobrenombre de Props Peter, y desarrollar ciertos gestos de la cara para mostrarse más expresivo. Fuera de la Hammer, el actor también fue muy prolífico, protagonizando películas de toda índole, aunque sobre todo fantásticas: Torture Garden, Night of the Big Heat (vd: Radiaciones en la noche, 1967), Scream and Scream Again (vd: La carrera de la muerte, 1969), Bloodsuckers (1972), Pánico en el transiberiano (1972)... En 1973 la muerte de su amada esposa lo sumirá en una depresión que lo debilitará tanto física como psicológicamente. Aún así su profesionalidad era tan grande que consiguió que la calidad de sus trabajos interpretativos no decayera por el imprevisto; sin duda lograría el mejor plano de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), aquel en el que su personaje es contemplado por última vez, antes de que la estrella de la muerte explote en mil pedazos. A finales de los 80 tiene que retirarse de su profesión debido al cáncer contra el que combatía desde hacía tiempo, matando el
La pareja de pesadilla durante el rodaje de La Gorgona (1963/64).
tiempo libre con paseos en bicicleta y pintando los paisajes cercanos a su casa en Whitsable, Sussex. En 1988, la Reina de Inglaterra le otorga un merecido premio a su vida profesional, el Member of the British Empire. Existe un maravilloso libro cinematográfico llamado ¡Acción!... Se rueda (World Cinema: Diary of a Day, 1994), editado por el British Film Institute como homenaje a los 100 años de cine; la original idea de la concepción del libro consistió en reunir párrafos escritos por diversas personalidades del mundo de la gran pantalla, donde éstos explicaran, como si de un diario se tratara, qué estaban haciendo en el momento de redactarlos. Peter Cushing fue invitado a participar en el libro, y su nota estremece y pone los pelos de punta por su evidente tristeza deducida entre líneas. Dice sólo así: “Quince días después de mi último cumpleaños. Tengo peluca, podría viajar. Ninguna oferta. Dormí casi todo el tiempo”1. El 17 de agosto de 1994, Peter Cushing moría de cáncer en el Pilgrim’s Hospice en Canterbury, desapareciendo con él un enorme pedazo del cine fantástico; su legado cinematográfico es inmenso y seguramente en muchas partes del globo miles de afi-
cionados coleccionan sus viejas películas de la misma manera que el Dr. Frankenstein ensamblaba las diferentes partes del cuerpo de su monstruo: con total devoción2. Su relación con Christopher Lee fue magnífica, manteniendo una amistad que sólo se rompería por su muerte. Cushing conocía a su compañero de trabajo por el nombre de Silvestre, ya que la afición de Lee por los dibujos animados (concretamente por Yosemite Sam, Piolín y Silvestre) era conocida por gran parte del personal de la Hammer. Un curioso detalle que fortalecía aún más el cariño que se profesaban. Christopher Francis Carandini Lee nacía el 27 de mayo de 1922 en Belgravia, Londres. Su padre se llamaba Jeffrey Lee, y era un coronel de la 60th King’s Royal Rifle y uno de los grandes deportistas amateurs de su época, mientras que su madre, la Condesa Estelle Marie Carandini di Sarzano, llegó a ser retratada por John Lavery, Oswald Birley y Olive Snell. Como se ve, la familia del actor era de alta alcurnia, creyéndose incluso que la materna pertenecía a una de las ramas familiares que conectaba con el mismo Carlomagno. Pero pronto sus padres se separaron, teniendo
–––––––– 1 ¡Acción!... Se rueda – Diario de un día de cine en el mundo, Peter Cushing, op.cit., pág. 406. 2 Kevin Francis, el hijo del director Freddie Francis, llegó a comentar que el actor era tan querido y conocido, que incluso Correos le enviaba las cartas que, sin contar con la dirección escrita en el sobre, iban dirigidas a su persona.
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Peter Cushing es el Barón en La maldición de Frankenstein (1957).
el joven que desplazarse a Suiza con su madre y su hermana. Fue en la academia Wengen donde empezó a interesarse por la interpretación. De vuelta a Inglaterra, Lee ingresó en la escuela privada Wagners, mientras su madre se casaba por segunda vez con un banquero, primo de Ian Fleming, el creador de James Bond, mudándose la familia a Elm Park Gardens, Fulham. En el Summer Fields, Christopher Lee tuvo su primer contacto con el mundo de la interpretación, y en el Wellington College con el del canto y de la canción. Otro de sus anhelos era convertirse en jugador de fútbol, pero sus tutores lo convencieron para que abandonara esa idea. Después de dejar la escuela, el joven trabajó en Londres como mensajero, ganando una libra a la semana, hasta que tuvo que alistarse en la Royal Air Force y en las Fuerzas Especiales para participar en la II Guerra Mundial. Acabada la contienda, y por intercesión de un primo que dirigía la Two Cities Films, fue contratado por la Rank con un convenio de 7 años, debutando en La extraña cita (Corridor of Mirrors, 1947). Entre 1947 y 1957 participa en más de 37 filmes, como Song of Tomorrow (1948), Valley of Eagles
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(1951), y algunas tan importantes como El temible burlón (The Crimson Pirate, 1952) o La batalla del río de la Plata (The Battle of the River Plate, 1956). Hasta que en 1958 es contratado por su gran altura para interpretar al monstruo de Frankenstein en una producción que estaba preparando la Hammer; su relación con el estudio corre el mismo camino que la de su amigo Peter Cushing, convirtiéndose en uno de los intérpretes de cine fantástico más populares de todos los tiempos. Pero su filmografía está repleta de otro tipo de cintas, y trabajos para diferentes productoras; así podemos destacar sus películas italianas con Mario Bava como Ercole al centro della Terra (1961) o La frusta e il corpo (1963), su relación con Jesús Franco con trabajos como El Conde Drácula (Nachts wenn Dracula erwacht, 1969) o Fu-Manchu y el beso de la muerte (Der Todesküss des Dr. Fu-Manchu, 1968) u otros filmes como The Wicker Man, Aeropuerto 77 (Airport ‘77, 1977), El regreso de los mosqueteros (The Return of the Musketeers, 1989) o La sombra del faraón (Tale of the Mummy, 1998). En 1972 fundó su propia productora, la Charlemagne Productions, pero sólo consiguió estrenar la aburrida Noche infernal (Nothing but the Night, 1972). Además ha mostrado su excelente y profunda voz en varias grabaciones como The King of Elfland’s Daughterfor, publicada por Chrysalis, o Stravinsky’s The Soldier’s Tale y Peter and the Wolf, editadas ambas por Nimbus. El 17 de marzo de 1961 se casaba con una modelo y pintora danesa llamada Gitte Kroencke, con la que tuvo una hija, Christina, nacida poco después en Suiza. El sr. Lee sabe hablar perfectamente español, francés, italiano y alemán, y se defiende con el griego, el ruso y el sueco. Otra de sus aficiones es el golf, descubierta mientras rodaba El castillo de Fu-Manchu (Die Folterkammer des Dr. Fu-Manchu, 1968), siendo tal vez el único actor que tiene el honor de pertenecer a la Honourable Company of Edinburgh Golfers, la asociación de golfistas más antigua del mundo. En la actualidad vive con su mujer en Inglaterra y sigue participando en películas de gran prestigio.
El inicio del terror gótico británico: La maldición de Frankenstein Peter Cushing y Christopher Lee comenzaron su tour de force particular con la película que marcaría un antes y un después en la filmografía de
la Hammer. Si El experimento del Dr. Quatermass había logrado asentar al estudio y presentarlo como una productora solvente y capaz de lograr grandes éxitos cinematográficos, lo cierto es que no es hasta La maldición de Frankenstein cuando la Hammer transgrede las normas impuestas hasta entonces en la concepción del cine fantástico, haciendo propio un estilo luego tan afamado y popular, y a la postre inseparable de la propia iconografía del estudio inglés. Gran parte de la culpa de esto es debida al innovador trabajo de Terence Fisher, Jimmy Sangster y el equipo técnico que a partir de aquí casi formarían un grupo inseparable. El origen del proyecto se debe a una sugerencia que Jack Goodlatte, el manager de la ABC, otorgó a sus colegas James y Michael Carreras sobre lo interesante de producir una nueva versión sobre el mito de Frankenstein; como diría el propio Michael Carreras más tarde, fue como recibir la palabra de Dios3. La productora sabía que la novela de Mary Shelley estaba libre de derechos de autor, por lo que pidió al americano Milton Subotsky (que se había enterado del proyecto gracias a sus amigos, los asesores americanos de la Hammer, Eliot Hyman y David Stillman) que escribiera el guión de una película que se basaría en la obra más conocida de la escritora. Subotsky pasará a la historia cinematográfica como uno de los mandamases de la Amicus, reconocida productora de terror que trabajó paralelamente a la Hammer, utilizando muchos de sus profesionales, y estrenando clásicos tan interesantes como The Vault of Horror; sin embargo, el guión que escribió bajo el nombre de Frankenstein and the Monster resultó ser un fiasco difícil de filmar por su excesivo parecido con El Dr. Frankenstein (Frankenstein, 1931) que James Whale había dirigido para la Universal; además, en palabras de Wiliam Hinds, la trama se anunciaba como demasiado aburrida, carente de escenas de acción y repleta de plomizos diálogos. El estudio pensó que Jimmy Sangster era la persona ideal para reescribir el libreto tras su éxito con X The Unknown, y otorgó la dirección a Terence Fisher, al que debían una película y que era un director que ya tenía cierta experiencia con el tema pues, recordemos, lo había palpado con Four Sided-Triangle. Como hemos
visto, Fisher no se había mostrado hasta ahora demasiado competente con su trabajo, pero ayudado por las colaboraciones de excelentes profesionales como Bernard Robinson, Jack Asher, James Bernard y el mismo Sangster, consiguió aquí establecer definitivamente un estilo que lo haría inconfundible y que provocaría que gran parte de la crítica internacional lo considerasen (y lo consideren) un maestro. La relectura que realizó Jimmy Sansgter sobre la serie de la Universal, y sobre la propia novela de Mary Shelley, ha hecho correr ríos de tinta; sin duda su mayor logro fue conferir el protagonismo al propio doctor, al fin y al cabo, al mismo Frankenstein4, un personaje que se iría enriqueciendo a lo largo de toda la saga que la Hammer propondría después del éxito comercial de esta primera entrega. El guión tuvo ciertos problemas legales, ya que aunque la novela estaba libre de trabas para su explotación, no lo estaba así el maquillaje de Jack Pierce que Boris Karloff había lucido en los clásicos de James Whale; por eso Roy Ashton tuvo que realizar un nuevo diseño en el rostro de Christopher Lee, el actor que interpretaría al monstruo, no exento de ciertas críticas en su día por su supuesta baja calidad. Peter Cushing, que contaba con el mismo agente que Lee, fue contratado finalmente por el estudio el 26 de octubre de 1956, mientras Eliot Hyman por un lado, y la ABPC y la Hammer por el otro, aportaban el presupuesto total de la cinta que resultó ser de unas 70.000 libras aproximadas. Esta cantidad permitió que se utilizara por primera vez el color en una película de terror inglesa, una característica de elevado potencial comercial que, a su vez, por su evidente grafismo, provocó el asombro y las iras de cierta parte de la crítica. Fuera como fuese, la Hammer emprendía una nueva era. El filme comienza con el Dr. Frankenstein (Peter Cushing) encerrado en una celda y desesperado por relatarle a alguien los hechos que lo han llevado hasta tan dramática situación. Un cura, el confesor, pues el Barón espera ser ajusticiado por sus crímenes, será el único interlocutor que tenga, y la única persona que puede salvarle de ser guillotinado; este detalle tan significativo es a la vez una punzante muestra del cinismo de Sangster, que coloca a su personaje
–––––––– 3 Hammer, House of Horror, Howard Maxford, op.cit., pág. 32. 4 Las películas de la Universal, y sobre todo las dirigidas por James Whale, provocaron durante cierto tiempo un error de base que hacía que el espectador pudiera perfectamente pensar que Frankenstein era la criatura y no su creador.
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espalda contra la pared, ya que el único que puede defender al doctor es realmente su principal enemigo: la sociedad, el orden impuesto y natural de las cosas y, sobre todo, la religión contra la que ha atentado. Además Cushing está caracterizado en un principio como un desequilibrado que incluso quiere estrangular a su amigo Paul en un acto de irrefrenable psicopatía. El ejemplo más claro de que Frankenstein será el protagonista de la función es cuando, por medio de un flashback, somos testigos de su infancia. El joven Barón acaba de perder a su padre, y sus familiares están como buitres sobre él, debido a la fuerte suma de dinero que ha conseguido con la herencia; sin embargo, el chico ya denota una inteligencia superior a la media, incluso contrata los servicios de un nuevo tutor, Paul (Robert Urquhart), dejándolo en evidencia cuando éste cree que ha sido contratado por el difunto. Un rápido encadenado de secuencias nos muestra cómo Paul enseña al adolescente Victor desde los conocimientos más básicos hasta la física más complicada, involucrándose al final debido a la asombrosa capacidad receptiva del muchacho, y por su propia ansia de experimentar. En una bellísima secuencia orquestada por Fisher de manera alto galante, Frankenstein (ya Cushing) y Paul tienen su primer éxito en conjunto al recuperar la vida de un perrito inerte entre primeros planos de emoción contenida, y el remarque de la atractiva música de James Bernard. Para el Barón esto sólo es el principio; su mayor anhelo ahora es trabajar con un cuerpo humano, revivir a un ser vivo, jugar a ser Dios, y Paul acepta su reto en un principio. Deciden robar el cuerpo de un ahorcado y regresar con él al laboratorio; la secuencia que sigue tal vez haya perdido su fuerza dramática con el tiempo, pero evidentemente fue una de las que, para bien o para mal, más sensación causó en su día: Frankenstein coge un cuchillo y decapita el cuerpo, al mismo tiempo que se limpia la mano ensangrentada con el cuello de su chaqueta; lo explícito de la secuencia, el color rojo de la sangre, la frialdad con la que Frankenstein realiza su trabajo, son innovaciones que ni a la misma Shelley se le habría ocurrido introducir en su obra; los primeros planos del rostro asqueado y preocupado de Paul son también muy elocuentes, pudiendo perfectamente el tutor ejemplificar el sentimiento de repulsa de la crítica y del público que tachó al filme de blasfemo; ¡qué sarcasmo el de Sangster, que consiguió meter en el mismo saco a la sociedad victoriana
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que repudiará a Frankenstein, y a la actual que despreciará su película! El carácter agresivo de Victor se subrayará más con las siguientes escenas; “¡que descanse en paz... mientras pueda!”, llegará a comentar sobre el cuerpo que mantienen en cloroformo dentro de una gran urna de cristal. Pero la burla, crítica, que Jimmy Sangster ha planteado con su guión a la hipocresía reinante en la colectividad humana y en el propio individuo, no se verá completa hasta que un nuevo personaje haga acto de presencia: es Elizabeth (Hazel Court), su prima y prometida, la fémina que provocará la discordia entre los dos hombres, aunque paradójicamente más por ser utilizada como disculpa por Paul ante los hechos que reprocha al doctor, que por los celos de éste mismo, ya que el Barón se presenta como un machista y misógino ofuscado por su trabajo; Victor no está en realidad interesado en convertirse en el héroe romántico de las películas de la Universal (o de la novela de Mary Shelley), que corre a defender a su heroína y que la abraza felizmente mientras el director funde a negro; las mujeres no son de ninguna utilidad en sus sueños divinos; el protagonista está más interesado en enseñarle su nueva adquisición a Paul que atender a su invitada; incluso Fisher rodará un diálogo entre Paul y Elizabeth sobre el futuro casamiento de la mujer con el Barón, encadenado con otra donde Frankenstein satisface sus deseos más lujuriosos con la criada de la casa. Triste ironía que se volverá más tarde contra el protagonista cuando al final del filme Victor sea traicionado por su antiguo tutor, siendo abandonado a su suerte en la celda, llevándose el hipócrita amigo a Elizabeth consigo: como siempre la moral y los principios de uno mismo son vencidos por los deseos más profundos... el sexo, siempre el sexo. Las cualidades del personaje genialmente interpretado por Peter Cushing se irán tramando de forma milimétrica al compás que Fisher marca con su planificación. Frankenstein vuelve a desembarazarse de su prima alegando que tiene que trabajar; el control narrativo del director le permite fusionar la asonancia de este último verbo con la imagen de un plano medio donde vemos sólo las piernas de Cushing, y su maletín de carnicero; pero es que Fisher no levanta la cámara en ningún momento, como si se avergonzara de su propio personaje, de su creación cinematográfica; Frankenstein cierra un trato de compra y venta de
órganos humanos, y tanto a él como al vendedor nunca se les ve la cara; “la planificación sugiere, así, que el doctor, obsesionado con su idea, ya no se comporta como un auténtico ser humano, sino que se está convirtiendo en un ente sin facciones, y por tanto carente de humanidad”5. Sí, cierto, y también hunde al protagonista en una espiral de contradicciones de principios que provocan la sensación (luego agravada en las siguientes entregas) de que funciona sólo por monomanía y chifladura: Frankenstein actúa con un ego que le rebosa por los poros, despreciando a sus congéneres pero argumentando que sus experimentos los efectúa por ellos, trabaja para la Humanidad; desea que su criatura sea la más perfecta, poseedora de las mejores manos, el mejor cerebro, la cara más bonita, pero, ¿para qué?... ¿Para parecerse a él? Cuando Frankenstein asesina al profesor Bernstein (Paul Hardtmuth), que es uno de los mejores intelectos de Europa, el malvado Barón ya tendrá el cerebro para su monstruo; por la noche entra en la cripta donde descansa ¿eternamente? el difunto, y le extirpa el órgano allí mismo. Descubierto por Paul, el suceso pondrá fin a la relación cordial entre los dos compañeros, además de dañar el cerebro después de una pelea entre ambos; por cierto, y frivolizando, Fisher ha filmado un primer plano del cadáver en el ataúd, del mismo modo que repetirá hasta la saciedad en sus películas de vampiros. Victor vuelve al laboratorio y comienza el proceso final para revivir su criatura; el trabajo de Bernard Robinson consigue fingir la falta de medios y presupuesto, su dirección artística es elogiable y aunque no es La maldición de Frankenstein su punto más alto, lo cierto es que la disposición de frascos con diferentes colores, diseño de probetas laberínticas, tubos y recipientes vanguardistas, así como el conseguido sistema eléctrico que dará vida al monstruo, resulta ser un magnífico trabajo de aprovechamiento de medios y explotación de los mínimos recursos con los que contaba el equipo técnico. Y el monstruo de Frankenstein (Christopher Lee) consigue vivir al fin. El acabado de la escena es logradísimo y sobre todo muy moderno: Cushing abre la puerta, y deja paso a la cámara que se abalanza encima de la criatura, un travelling hacia el primer plano del rostro de ésta, a
Justine padece infortunios en La maldición de Frankenstein (1957).
tiempo de ver como Lee se desembaraza de las vendas. El impacto de la cara del monstruo tiene doble cometido: por un lado el de pericia cinematográfica, y por otro, el de confirmar el hilo argumental que contrariaba el deseo del científico de que su criatura fuera el más bello ser de la creación; aunque él siga sin verlo así: a punto de ser estrangulado por el engendro, el Barón no se contendrá en decir “lo he conseguido”. Sin embargo, si lo ha conseguido, eso quiere decir que ha logrado en cierta manera ser Dios; si es Dios, su criatura está hecha a su imagen y semejanza, y si todo esto es cierto, por lógica irrefutable, Frankenstein es a su vez otro monstruo deforme y repugnante. A partir de aquí, el filme pierde algo de interés en el significado que no en la forma. Aunque Terence Fisher sigue desplegando unas magníficas cualidades como director cinematográfico, combinando excelentes planos con elipsis no menos impactantes, lo cierto es que la trama deviene ahora en el desarrollo tradicional de la novela: el monstruo escapa al campo, acaba con la vida de un ciego y de su guía infante, y es por fin capturado, asesinado y enterrado por su creador y Paul; éste es engañado por el primero, el cual desentierra al monstruo, y lo cuelga de un
–––––––– 5 Frankenstein, el mito de la vida artificial, Tomás Fernández Valentí y Antonio José Navarro, op.cit., pág. 219.
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gancho clavado en el techo de su laboratorio (consiguiendo una de las imágenes más famosas del cine fantástico); cuando el doctor es extorsionado por la sirvienta, que está embarazada de él, el médico dejará que el monstruo asesine a la mujer, siendo filmada la secuencia mediante sombras en la pared y en la misma espalda de la chantajista, consiguiendo Fisher algo así como un tratamiento expresionista de conseguido colorido. El final es un resumen o, en todo caso, la consecuencia global de lo expresado hasta ahora: la criatura de Frankenstein es un ser patético y deforme que a duras penas se puede mantener por sí solo en pie; así se lo hace saber Paul a su ex-alumno, exasperándolo de tal manera que vuelve a provocar otra pelea; el suceso es aprovechado por el monstruo para escapar de la celda en la que está recluido, coincidiendo con Elizabeth, a la que está a punto de matar; sólo la intervención de Victor, que se ve obligado a quemar y matar a su creación, logra salvarla, acabando así el relato-flashback. Tras la mencionada traición de Paul, y los oídos sordos del sacerdote, Frankenstein es conducido hasta la guillotina, con el colofón del largometraje en un plano general del instrumento de castigo con su cuchilla alzándose, y mientras los títulos de crédito surgen sobreimpuestos. Detestado por parte de la crítica y de los censores, el éxito del filme fue inmenso, engrosando las arcas del estudio con dos millones de libras. De esta manera, Carreras y los suyos centraron su atención en otros éxitos de la Universal, sobre todo en la película sobre el Conde Drácula que había protagonizado Bela Lugosi, pero mientras se ultimaban los preparativos para comenzar el rodaje de la nueva cinta, la Hammer continuó promoviendo otros productos que ya tenía desde hacía tiempo finalizados. De este modo Leslie Arliss probaba fortuna con un cortometraje de 22 minutos titulado Danger List (1957), donde los protagonistas, Honor Blackman y Philip Friend, interpretaban a unos médicos negligentes que eran culpados de asesinar a varios de sus pacientes. Francis Searle hacía lo propio con Day of Grace (1957), otro corto con argumento sin interés, en el que el persona-
je interpretado por Vincent Winter tenía problemas con un perro pastor alemán. Y también se estrenaban otros cortos como The Edmundo Ross Half Hour (1957), The Seven Wonders of Ireland (1957) o Sunshine Holiday (1957). Pero la Hammer también contaba con tres largometrajes en cartelera: la antes mencionada Quatermass 2, y dos películas más, llamadas The Steel Bayonet (1957) y The Abominable Snowman (tv/dvd: El abominable hombre de las nieves, 1957). La primera es un drama bélico que tuvo ciertas críticas, por mostrar un aspecto demasiado humano de las tropas alemanas que combatieron en la II Guerra Mundial en Túnez; aunque los protagonistas verdaderos eran los soldados de un batallón británico que tenía que defenderse de los germanos en una granja apostada en una colina del país africano. Protagonizado por Leo Genn y Kieron Moore, con papeles secundarios para el gran Michael Caine caracterizado de soldado alemán, y para Michael Ripper, el filme fue dirigido y producido por Michael Carreras, y se cree que fue la primera película donde los teutones hablan con su propio idioma, teniendo que subtitularse sus diálogos. Más conocida es la segunda que, como bien indica su título, se trata de una aventura, filmada en blanco y negro y en Hammerscope, sobre la leyenda del Yeti del Himalaya6. Nigel Kneale había realizado un filme televisivo llamado The Creature (1955), producido por Rudolph Cartier para la BBC, en la que Peter Cushing interpretaba a un expedicionario llamado John Rollason, que viajaba hasta el Tíbet para investigar la existencia de los abominables hombres de las nieves. El telefilme no tuvo el mismo éxito que la serie de Quatermass, pero emitido por primera vez el 30 de enero de 1955, consiguió una aceptación considerable. La Hammer contrató una vez más los servicios del escritor para que adaptara este trabajo para la gran pantalla; Kneale apenas varió el guión, añadiendo sólo los personajes de Helen (Maureen Connell) y de Peter Fox (Richard Wattis), esposa y ayudante de Rollanson, respectivamente. Por otro lado, Bernard Robinson volvió a hacer un estupendo trabajo artístico, diseñando
–––––––– 6 En 1954 una expedición de siete hombres liderada por Ralph Izzard, ayudados por doce guías locales, viajaban desde Katmandú hasta Sherpa, la capital de Namche Bazaar, siguiendo la ruta establecida en el Everest. Su intención consistía en la de descubrir si el mito sobre el hombre de la prehistoria que habitaba las montañas era cierto; por supuesto que no regresaron con un Yeti, pero atestiguaron haber visto pisadas en la nieve de auténticos gigantes. Esta historia remarcada por la mayoría de la prensa de la época inspiró la película de la Hammer.
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los decorados de un monasterio tibetano en los estudios de Bray y Pinewood, que luego serían utilizados en diversas películas como, por ejemplo, en las de la saga de Fu-Manchú. Si en algo destaca la cinta es también en las preciosas localizaciones elegidas para filmar sus exteriores; a lo largo del metraje disfrutaremos de una excelente fotografía aérea de Arthur Grant, que aprovecha los paisajes nevados de los Pirineos franceses, del Valle de Po, y de La Monge, y una ambientación artística que raya lo sublime. Sin embargo, aunque la publicidad de la película la presentaba como un thriller terrorífico y de absoluto misterio (“¡la cueva era la trampa... el sentimiento humano, el cebo!”), el desarrollo dramático tendía más a la segunda parte de esta frase que a la primera, abocando los resultados finales a un tostón moralista que desaprovechaba por completo las cualidades técnicas de la producción. Y es que el personaje interpretado por Cushing tiene su antítesis en el rudo expedicionario Tom Friend (Forrest Tucker), cuyo papel corría a cargo de Stanley Baker en The Creature. Ambos liderarán una expedición con la misión de capturar a un Yeti, pero para el primero, con fines científicos, y para el segundo con fines comerciales, surgiendo entre ambos ciertas disputas verbales e incluso físicas, donde se intenta solventar los diferentes puntos de vista morales. En palabras de Nigel Kneale: “En la versión cinematográfica nosotros teníamos a Forrest Tucker, y supuse que su personaje iba a ser interpretado de diferente manera. Baker lo había hecho más sutil, más inteligente, mientras que Tucker lo interpretaría más como un extrovertido matón”. La historia comienza en el monasterio de Rongruk, donde Rollason agradece la hospitalidad prestada por el gran Lama (Arnold Marle); el botánico, su esposa y Peter Fox preparan un estudio herbario sobre las especies que crecen en el Tíbet, aunque Rollason guarda también la idea de desentrañar el mito del Yeti, un anhelo que es repudiado tanto por el santo Lama como por su esposa y ayudante. Pero el protagonista está obcecado con la idea, e incluso espera la expedición comandada por Tom Friend, que también persigue el mismo fin. La cinta es un drama psicológico que intenta ahondar en el interior del ser humano, en los actos más o menos reprensibles que a veces comete para conseguir sus sueños; la actitud del Lama sigue ante todo y por supuesto una filosofía budista, donde cualquier premisa es una clara tautolo-
gía, aunque su origen se base en una contradicción. Por ejemplo, le comenta a Rollason que pierde el tiempo, pues el abominable hombre de las nieves no existe, es sólo fruto de la imaginación humana, y es una opinión que para él seguirá acertada, aunque piense lo contrario. Además, por meditación y otras artes de sus creencias, dogmas o religión, ha conseguido desarrollar un sexto sentido que le permite antecederse a hechos que aún no han ocurrido; por ejemplo, antes de que la mujer de Rollason entre, el Lama ya imagina que es ella. Días después Friend y sus hombres llegan al poblado. Friend es un hombre seco, rudo, y completamente diferente al culto y muy señorito inglés que es John Rollason. El explorador trae consigo lo que considera la prueba definitiva sobre la realidad de la leyenda: un colmillo gigante del supuesto Yeti, que es rechazado por el propio Lama, cuando el sacerdote afirma que el mismo objeto (además, tallado por artesanos), era guardado años antes por él, siendo robado impunemente por unos desconocidos. De todas maneras aunque el rechazo sobre la existencia del antropoide es general, lo cierto es que su iconografía resulta aplastante tanto en el lugar como en la cultura de los monjes y pueblerinos; cuando organizan una fiesta a la luz de las fogatas, las máscaras de los danzarines representan evidentemente al monstruo, y muchas de las columnas del monasterio están emperifolladas con motivos del mito. Tras prepararse, el botánico parte con Friend y otros tres hombres hacia las altitudes de las montañas más inaccesibles, donde esperan encontrar algún vestigio que confirme sus sospechas. La música de Humphrey Searle es preciosa, y se entremezcla con los paisajes y decorados nevados como si fuera parte de la dura meteorología, y añadiendo cierto tono mitológico al filme que resulta ser todo un acierto. Lástima que a partir del último tercio del largometraje, Guest prescinda de ella, reduciéndose la banda sonora al ruido producido por el viento, y los sonidos de las pisadas de los expedicionarios. Cuando el equipo acampa por primera vez, todos rodean a Rollason para que explique lo que sabe sobre el Yeti, y sobre la cultura que rodea a la supuesta fábula; para el botánico es importante encontrar y atrapar a uno de los monstruos porque en ellos se encuentra sin duda el origen del hombre. En este punto, Friend le muestra uno de los cepos que usará para intentar cumplir la misión, evidenciando que sus intencio-
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nes de captura tienen un cariz más agresivo que las de Rollason: el científico quiere capturarlos para estudiarlos, mientras que su compañero quiere hacerlo para mostrarlos en occidente como trofeos de caza, transformándolos en producto de feria y barracas. Es el primer enfrentamiento entre los dos hombres, y es con este rifi-rafe entre dos posturas diferentes donde Kneale se siente más a gusto; al escritor no le interesa producir terror sino preguntas profundas, y tal vez por ello, el Yeti no se muestre casi nunca, ni siquiera cuando uno de ellos es atrapado por los expedicionarios. Otra de las piezas que fortalecen tan melodramático análisis de la psique humana es la aportación del personaje interpretado por Michael Brill, el medio loco McNee, un explorador que ha afirmado haber visto al simio antes de empezar la misión, sólo por dinero. Éste será presa de los mismos medios que han ideado para capturar al monstruo, pisando uno de los cepos escondidos bajo la nieve que le destrozará la pierna; es así como sutilmente Kneale ha cerrado su discurso inicial, donde el humano es el propio monstruo que se autodestruye al carecer de sentimientos; los salvajes somos nosotros..., los que estamos en la oscuridad, comentará el mismo Rollason, cuando entienda al fin los predicados enunciados al principio por el Lama. Si es cierto que Stanley Baker interpretaba a un Friend más sutil y más inteligente en el telefilme, hay que considerar un progreso acertadísimo el haber caracterizado al nuevo Friend de Forrest Tucker como un bruto y desalmado ignorante, más cercano a un orangután sin emociones humanas que a una persona civilizada, o sea, un horrible monstruo de exhibición, del mismo estilo que el que codicia con todo su ser. Pero es que el Yeti ni siquiera es esa bestia salvaje que Rollason y los suyos creen que es: tras morir todos los expedicionarios salvo el botánico, al fin los habitantes de las montañas aparecerán ante los ojos de este último (y del espectador)7, en una bellísima escena filmada en contrapicado y resuelta entre sombras, donde resurge una música épica que carga con cierta aureola de magnificencia y personalidad a los recién llegados. Lo dejarán vivir porque, en el fondo, no son unos monstruos;
si uno de ellos había asesinado poco antes a McNee fue por represalia, por vengar la muerte de uno de sus congéneres, demostrando un alto grado de compañerismo y fiabilidad colateral imposible de vislumbrar en los humanos; hasta fue el propio Friend quien engañó en cierta manera a los suyos, colocando balas de fogueo en el fusil que usará McNee para defenderse inútilmente del ataque del medio humano (o más que humano). Cuando Rollason vuelve abatido por la lección de vida que ha recibido al monasterio de Rong-ruk, afirmará que no ha visto al Yeti, que fue un imbécil por no atender los consejos tanto de su mujer como del Lama, y la historia finalizará con este último mirando a la cámara y exclamando una frase que, aunque sencilla, está evidentemente embutida en un doble sentido aseverativo: “¡Sí, no hay ningún Yeti!”. The Abominable Snowman es un buen largometraje que hubiera necesitado una mejor realización; si fue Val Guest el elegido por su claro dominio del scope y la planificación y encadenado de secuencias con paisaje, tal vez la dramática historia de Nigel Kneale hubiera necesitado el tratamiento de otro director como Terence Fisher o John Gilling. Sea como fuere el filme se estrenó con buenas críticas en Inglaterra el 26 de agosto de 1957, siendo distribuido por la 20th-Century Fox en Estados Unidos al lado de otra película llamada Untamed Youth (1957), subproducto dirigido por Howard H. Koch, en honor de Mamie Van Doren y Eddie Cochran.
Barbara Shelley y The Camp on Blood Island Aún con la resaca provocada por el inesperado éxito de La maldición de Frankenstein, la Hammer prefirió comenzar 1958 con el estreno de un film humorístico llamado Up the Creek (1958) y su secuela Further Up the Creek (1958); aunque los créditos señalan que estas películas fueron coproducciones entre el estudio y la productora Byron, en realidad fue esta última quien aportó la mayoría del capital, por lo que tendrían que considerarse estas dos más Byron que Hammer.
–––––––– 7 Tal vez por el débil presupuesto del largometraje, las apariciones del Yeti se resuman en el plano de una de sus garras, y las figuras entre las sombras de dos ellos. Incluso existe un divertido comentario de Jack Cassin-Scott, encargado del sonido, sobre el origen de los gruñidos que los monstruos emiten durante el filme: “Creamos algunos innovadores efectos (para los gruñidos); pero realmente no nos asustaban demasiado. Así que fuimos al Tíbet y capturamos a un Yeti...”.
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Barbara Shelley exhibe sus aptitudes para la Hammer.
De todas maneras nos encontramos en el elenco nombres muy conocidos, como Phil Leakey en el maquillaje, Bill Lenny tras la mesa de montaje, y Val Guest, a la postre director y guionista de las dos comedias. De corte similar, no son más que sencillos entretenimientos con ambientación naval, donde sus protagonistas sufren diversos enredos a bordo de su barco, o incluso se meten en líos de trapicheo en el mercado negro portuario. Interesantes sólo por contener el trabajo interpretativo de gente tan estimulante como Peter Sellers en la primera, o Shirley Eaton y Michael Ripper en la segunda. Por otro lado, la productora continuaba presentando cortometrajes de todo índole, como Clean Sweep (1958), un producto de consumo familiar, donde una humilde ama de casa (Thora Hird) pedía a su marido (Eric Barker) que no apostara el poco dinero con el que contaban en las carreras de caballos; Blue Highway (1958) con Patrick Young tras las cámaras o Man with a Dog (1958), dirigido por Leslie Arliss, siendo éste la ultima distribución de la Exclusive. Pero el público deseaba volver a sentir las mismas sensaciones que habían tenido en los estrenos de La maldición de Frankenstein o Quatermass II, obligando a la productora a no salirse del camino. La máscara submarina (The Snorkel, 1958) es un nuevo thriller como los que la Hammer había realizado pocos años antes siendo Exclusive, pero contando con Jimmy Sangster como guionista principal de la trama; un hombre (Peter Van Eyck) mata a su esposa con un tubo, planificando el crimen como si la víctima se hubiese suicidado. Pero no cuenta con la sagacidad de su hijastra (Mandy Miller), que hilvanando varias pistas llega a descubrir la verdad. Aún tratándose de un filme simple, recordemos que tras el escrito está nada menos que el creador de la posterior El sabor del miedo (Taste of Fear, 1961), y Sansgter trató su trabajo como un ejercicio de estilo y un experimento para sus posteriores gimmicks de terror psicológico. Lástima que la dirección del ex-operador Guy Green no estuviera a la altura, y la película se resienta de una planificación un tanto vulgar y desidiosa. Además la carrera comercial de la película se vio empañada por la actitud de los censores, que no dudaron en cortar la versión americana hasta en 16 minutos. En nuestro país, paradójicamente y por variar, se estrenó íntegra, y tuvo una aceptación considerable con
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cerca de 6.000 espectadores y más de 160.000 pesetas recaudadas. La actitud de la censura se hizo más aguda en este inicio de la época dorada de la Hammer. Michael Carreras tenía que lidiar todos los días con los directivos de la British Board of Film Censors, a los que superaba en astucia y picardía. Pero el productor tenía otro problema, y bastante más difícil de batir: la opinión de los críticos, que si ya se habían mostrado destructivos con La maldición de Frankenstein, no dudarían en crucificar sin ningún tipo de miramientos el resto de los productos de la Hammer. Por ejemplo, sobre otra de las producciones de ese año, The Camp on Blood Island (1958), el periódico The Times diría “una abominación” y otros, “una orgía de atrocidades”. De hecho, el trabajo de su director Val Guest, de Anthony Hinds y del mismo Michael Carreras, sería puesto en entredicho, culpándoles de dar la espalda a cualquier concepción artística y cinematográfica, en aras de un éxito comercial basado en la explotación de unos hechos proclives a la morbosidad. Y es que The Camp on Blood Island es un filme bélico donde se trata la vida de varios aliados de la II Guerra Mundial en un campo de concentración nipón, y fue presentada como un historia basada en hechos reales. ”Una mañana, hace un año, un hombre vino a las oficinas de la Hammer en Wardour Street. Me entregó un sobre que contenía el diario de un episodio ocurrido en un campo de concentración japonés, en Malasia, al final de la guerra. Él me dijo que había sido uno de los prisioneros de guerra y que quería producir un documental sobre ello. Antes de irse, el hombre puso una condición: si el proyecto era aceptado para ser rodado, insistió por razones personales en esconderse tras el anonimato”. Michael Carreras ideó esta mentira propagandística para envolver con algo de leyenda la producción de la cinta. Según él, el misterioso hombre se llamaba Jon Manchip White, y fue contratado poco después para escribir el guión de sus propias experiencias. En realidad el tal Manchip White era un colega del productor Anthony Nelson Keys que había sido veterano en la campaña de Birmania y que, por aquel entonces, estaba escribiendo una novela sobre sus experiencias en un campo de concentración japonés. Los dos amigos trabajaron un argumento sobre la historia del novelista, que más tarde sería guionizado por Val Guest. El director estaba encantado con el proyecto, ya que
sus mejores amigos habían sido también prisioneros: “Cuando leí el borrador del guión de The Camp on Blood Island sentí un golpe como el de un mazo. [...] Ahora no tengo nada contra los japoneses, los alemanes o cualquiera que hubiera sido nuestro enemigo en la última guerra. Pero es una protesta contra las inhumanidades que ellos practicaron lo que lanzo desde este filme”8. Carreras firmó un contrato con la Columbia para coproducir tres películas, siendo una de ellas The Camp on Blood Island. La preproducción del filme había comenzado en las oficinas de Wardour Street en el verano de 1956, y continuó en los estudios Bray, a partir del 29 de julio de 1957. Hasta ese momento era la película más cara del estudio, y fue presentada como el largometraje número 50 de la Hammer. Se contrató a una serie de profesionales comandados por Mick Lyons para que construyeran un nuevo escenario, aunque éste sería utilizado a partir de La máscara submarina, y a Don Mingaya y John Stoll para que diseñaran un campo de concentración digno. El rodaje finalizó el 11 de septiembre de 1957, y el filme fue estrenado el 10 de abril de 1958. La trama se reduce a las vejaciones y torturas que sufren los prisioneros de guerra en un campo de concentración de Malasia, gobernado por el cruel coronel Yamamitsu y su sádico secuaz, el capitán Sakemura. Los presos se dividen en dos grupos, pues una alambrada separa la sección de mujeres de la de hombres. Tras sufrir los atropellos de los japoneses, varios de los presidiarios pensarán en la huida. La cinta está considerada como la Mondo Hammer porque, en la realidad, parece un documental de golpes y malos tratos, donde Guest ha rodado los planos más escabrosos de toda la filmografía del estudio; la secuencia en la que Kate Keiler (Barbara Shelley) ve cómo su marido (Richard Wordsworth) es tiroteado tras la alambrada que los separa, es emotiva pero repelente a la vez. La importancia de este largometraje no radica por los medios en los que fue producido, o su calidad argumental y técnica, sino en que mostró por primera vez el estilo de trabajo de Michael Carreras, y la relación de éste con la prensa y la censura. Éste no era precisamente un hombre de negocios, o por lo menos era bastante peor en este cometido que su padre, pero
sí que era un magnífico estratega publicitario; tal vez con The Camp on Blood Island se pasó bastante de la raya, provocando que se dudara de la honestidad de todo un estudio. Para la misma première, el 18 de abril de 1958 en el London Pavillion, fueron invitados varios de los miembros del Far East POWs Club (veteranos del campo de concentración), evidentemente para otorgar un aire de credibilidad a la película, pero el público ya hacía tiempo que dudaba de las intenciones de Michael Carreras y Anthony Nelson Keys. Aunque las críticas fueron totalmente destructivas y la recaudación en taquilla nada del otro mundo, la Hammer planeó una secuela, The Secret of Blood Island (1964), que de todas maneras tardaría ocho años en estrenarse; con guión de John Gilling, el filme tendería más al estilo policiaco impuesto por James Bond que al bélico propiamente dicho, pero siendo el escenario el mismo: un campo de concentración japonés al que una espía británica (Barbara Shelley) es enviada para que investigue los malos tratos que cometen los carceleros con sus reclusos. Hasta hace poco el visionado de los dos largometrajes era harto difícil, y dicen las malas lenguas que era debido a que la censura tácita (de los medios de comunicación británicos sobre todo) seguía existiendo alrededor de ellas. Ahora se encuentran viejas ediciones en vídeo de The Camp on Blood Island donde se puede apreciar que la exploitation cinematográfica no era sólo propiedad de los destajistas de la serie Z. La protagonista de The Camp on Blood Island, Barbara Shelley, se convertiría en la Hammer Girl por excelencia. Nacida Barbara Kowin en Londres en 1933, comenzaría su carrera profesional como modelo, emigrando a Italia para participar en su primera película, Ballata tragica (1954) y en media docena más. Su vuelta a Inglaterra es debida a la influencia del jefe de la Rank en Florencia, inaugurando su nueva etapa en Cat Girl (1957) con un papel de cierto parecido al efectuado por Simone Simon en La mujer pantera (Cat People, 1942) de Jacques Tourneur. En esta cinta tomaría contacto por primera vez con animales salvajes, curiosamente una de sus principales aficiones, y supondría el inicio de su encasillamiento en largometrajes del género, trabajando en clásicos como La sangre del vampiro (Blood of the Vampire, 1958) o Village of the Damned (tv/vd/dvd: El pueblo de los
–––––––– 8 Val Guest, “The Camp on Blood Island”, Dark Terrors n.º 17, op.cit., pág. 16.
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malditos, 1960). En 1958 es contratada por la Hammer para ingresar en sus filas, donde hará siete películas. También ha lucido sus dotes interpretativas en la televisión, siendo el mejor de sus papeles el de alocada fan venusiana en el capítulo de Los Vengadores “Desde Venus con amor (From Venus with Love”, 1967). Últimamente se dedica al teatro, y mata el tiempo libre estudiando para licenciarse en filología inglesa.
El terror más atractivo: Drácula Pero si la crítica se había escandalizado por la sangrienta visión que la productora estaba ofreciendo de todos los temas que tocaba, al año siguiente le esperaba algo peor. Varias de las majors norteamericanas se habían fijado en el éxito de las producciones de esa pequeña compañía inglesa llamada Hammer. Tanto la Universal como la Columbia y la United Artists invirtieron ahora cierta suma de dinero para que el estudio fabricara un nuevo remake sobre la imperecedera novela de Bram Stoker, Drácula. Y los preparativos no se hicieron esperar; Michael Carreras y Anthony Hinds dispusieron un plan de rodaje de 25 días, casi con igual equipo técnico de La maldición de Frankenstein , para intentar obtener los mismos excelentes resultados. Lo cierto es que el presupuesto era bastante exiguo, sólo 83.000 libras, y aunque se estrenaba un moderno escenario de sonido, los decorados se tuvieron que construir en otro de reducidas dimensiones. El guión fue escrito de nuevo por Jimmy Sangster, que redujo el libro de Stoker obligado por las carencias monetarias pero también para basarse más en la obra de teatro9 que había originado la primeriza versión de la Universal, Drácula de Tod Browning, que en la misma novela del escritor británico. Sin duda, como se verá luego, la cosecha propia de Sangster enriqueció el personaje del vampiro cinematográfico con nuevas ideas y sugerentes innovaciones, y sirvió como perfecto contrapunto para que Terence Fisher, el direc-
tor, consiguiera uno de sus mejores trabajos de realización. El mensaje de rebeldía de la Hammer queda ya patente en la primera escena: tras uno de los tantos y pasmosos travellings con los que cuenta la película, Fisher nos lleva desde los títulos de crédito hasta la inscripción de un sepulcro en el que podemos leer el nombre de Drácula; la sorpresa llega cuando un chorro de sangre mancha el marbete al son de la música de James Bernard. La Hammer arremete contra esa crítica que los tachó de sádicos y sanguinolentos; el nuevo Drácula no va a ser el lívido personaje en blanco y negro de la Universal, y sí un diabólico y malvado monstruo bañado en fuertes colores, más acorde con el significado total de la obra escrita; y si la crítica esperaba una retractación en la postura del estudio, es patente que la respuesta fue todo la contrario. “La opinión de la crítica no nos preocupa lo más mínimo. Juzgamos nuestras películas según su rendimiento en taquilla. Somos una empresa puramente comercial, y producimos películas que, para nosotros, son como cuentos de hadas”10, como el mismo Carreras comentó, ya que sabía que el público comenzaba a pedir más sangre en la pantalla. El diario de Jonathan Harker es abierto para que presenciemos los hechos que le acaecieron; su llegada al castillo del Conde, una proeza de decorados a cargo de Bernard Robinson, son subrayados por la inquieta cámara de Jack Asher. La planificación de Fisher es formidable, ofreciendo un estilo visual que marcará toda la película; paradójicamente, la precariedad de amplios espacios es utilizada como arma estilística, dando a los decorados un aura de presencia física como si tuvieran vida propia; se mueven, se abren y se cierran geométricamente, se descomponen de manera perniciosa y se fusionan con los actores, y el mismo director se recrea en ello: Harker (John Van Eyssen) se mueve hacia la derecha, pero la cámara le contradice y se tira hacia la izquierda; la máquina de Asher sigue con sus movimientos sinuosos, y sólo el tranquilo silencio de la música de Bernard estimula otros sentidos que no sea el de la vista. Algo pulcro y fastuoso habita el
–––––––– 9 Bela Lugosi había interpretado al vampiro en Broadway en 1927, aunque esta no era la primera adaptación teatral del Drácula de Bram Stoker. La prensa del momento estaba de acuerdo en que una película sobre la novela sería harto difícil de rodar; así Fred Johnson, del San Francisco Call, escribía “Drácula no tiene ningún futuro en el cine sonoro”, teoría confirmada por Rosalind Schaffer del San Francisco Chronicle. Pero Tod Browning dirigiría Drácula con Lugosi en la gran pantalla, adaptando la obra de Hamilton Deane, y realizando una película que, aunque mediocre, y extremadamente inferior a la versión de Terence Fisher, resulta ser uno de los clásicos cinematográficos más conocidos. 10 “La Hammer”, Historia Universal del Cine, Tomo 6, Ediciones Planeta, op.cit., pág. 1379.
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Christopher Lee seduce a Carol Marsh en Drácula (1958).
lugar, pero maligno y peligroso..., sí, estemos seguros de que también. El visitante recoge una carta en la que puede leer las disculpas de su anfitrión: no ha podido darle la bienvenida, pero le ha preparado una suculenta comida. El montaje de James Needs y Bill Lenny, que tendrá sus momentos más álgidos en las sorprendentes escenas de acción, está construido como si se tratara de una auténtica obra de arte; Harker da buena cuenta de la cena, hasta que le caen sin querer varios platos al suelo. Se agacha para recogerlos y somos testigos de cómo Fisher presenta en un precioso plano raso un nuevo personaje que avanza hacia el hombre, arrastrando el blanco camisón que viste; es una mujer que le pide ayuda, que le pide que le salve de las garras de Drácula, ante el asombro del protagonista y ante la eminente aparición del mismo vampiro. Mucho se ha escrito sobre la genial caracterización de Christopher Lee como el Conde y también mucho sobre las diferencias que aportó tanto a estilo como a interpretación de la de sus predecesores y posteriores. “El vampiro de Mur-
nau era una sombra [...]; el vampiro de Browning era un personaje de opereta, un excéntrico que se pasea por Londres [...]; el vampiro de Fisher es una criatura real, sólida y que, sobre todo, detenta un poderoso atractivo sexual. Christopher Lee es un Drácula poderoso, mayestático y cruel, atractivo y repulsivo a un tiempo”11, “la apostura de Lee y su creciente tendencia al mutismo dieron prestancia al personaje, realzando su finura intelectual, su irracionalismo instintivo [...], y devolviéndole por el contrario la dignidad perdida, su dimensión trágica, y sobre todo su envoltorio carnal”12, “nadie como él ha mostrado ante las cámaras el lado seductor del vampiro, la irremediable atracción del mal, la embriagadora llamada de sumirse en una nada vida”13; poco se puede añadir a todo esto, a no ser la misma idea embellecida con otra prosa poética, mejor o peor conseguida; a diferencia de lo que se ha vertido incorrectamente durante todos estos años en diferentes publicaciones, el sr. Lee no odia al personaje que le dio fama, ni desprecia el género en el que se ha sustentado la mayor parte de su filmografía; en todo caso
–––––––– 11 Cine de vampiros: una aproximación, Carlos Díaz Maroto, op.cit., pág. 17. 12 “Christopher Lee, flema inglesa”, Juan Antonio Molina Foix, Nosferatu n.º 27, op.cit, pág. 36. 13 “Hammer Films, La noche del terror gótico”, José Boix, Ruta 66 n.º 31, op.cit., pág. 62.
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se desilusionó por la visión degradante que sobre el vampiro estuvo exponiendo el mismo estudio, cuando la serie comenzó a decaer; en esta primera aparición, su Drácula es una bestia asesina, un sangriento animal con forma humana y sobre todo un símbolo abstracto de claro influjo destructor, el poder trasgresor de la inmoralidad ante los modos sociales ya establecidos, el erotismo lascivo y voluptuoso, ergo libidinoso deseo de difícil rechazo14. Ante Harker se presenta inicialmente como un culto e inteligente caballero poseedor incluso de una de las mejores bibliotecas de Europa; pero... Acompañamos a Harker y Drácula a la habitación que está dispuesta para el primero. Allí, el vampiro observa por primera vez el retrato de la prometida de su invitado, Lucy. Después de despedirse, Drácula (en)cierra con llave la puerta de la habitación, ante la contundente música de James Bernard, que a partir de aquí se convertirá en el tema principal e inseparable del malvado conde hammeriano; este tema está compuesto bajo la repetición constante de un mismo riff, tres acordes pegadizos que van subiendo de octava hasta que le es imposible continuar, finalizando la ascensión con un retumbe de tambores y violento repiqueteo de platillos; sin duda un estilo relativamente facilón pero de una efectividad aplastante, una gozada de banda sonora que establecería el inconfundible estilo propio que Bernard mantendría en la mayoría de sus siguientes trabajos. La secuencia en la habitación finaliza con una nueva sorpresa argumental, aunque ya anunciada entre líneas al principio de la película por la narración en off de Jonathan Harker: alejándose de la historia de Bram Stoker, otro diálogo en off del protagonista nos confiesa que sus modales ante el Conde Drácula son fingidos, ya que conoce perfectamente al monstruo que guarda en su interior, estando de hecho su presencia allí justificada por el deseo de exterminarlo para acabar con el mal que está expandiendo por el mundo. Al poco, alguien abre la puerta de la habitación de Harker. Éste baja al salón, mientras que
con el enésimo movimiento de acercamiento de Fisher, el espectador, que no el protagonista, es testigo de la presencia de la mujer de la secuencia anterior oculta tras una puerta; es otra criatura de la noche que busca la sangre, la vida, de su víctima. El primer plano de la vampira con la boca abierta a punto de dar la dentellada resultó ser de gran impacto; labios rojos y colmillos afilados15, símbolos de pornografía encubierta, un golpe a los sentidos superado sólo por la eminente llegada de Drácula, éste ya no sólo con los dientes ensangrentados sino también con los ojos repletos con el mismo fluido vital. La encarnizada lucha entablada por los dos vampiros ante los ojos de Harker resulta ser caprichosamente transgresora en todos los sentidos: no son seres vivos, son animales, aquí no está Bela Lugosi y su parquedad romántica, aquí un aborrecimiento machista y egoísta surge con total furia y destrucción; la escena es inolvidable por su compleja realización, la dirección artística de los actores, la interpretación de los mismos, el plano con la chica tumbada en el suelo y con Drácula/Lee flexionando las piernas en el medio del encuadre, es decir, la gran coreografía y bellas imágenes que se convertirán, a partir de aquí, en iconografía de sí mismas y de la cinematografía, ya no sólo fantástica o fetichista-nostálgica, sino completamente mundial. La escena finaliza con el grito de la mujer vampiro, pero no sabemos qué es lo que le ha hecho Drácula, pues el plano está prendado del estupor de Harker, el mismo que el del espectador. Cuando el joven despierta en su habitación descubre que ya tiene la marca del mal en su cuello: “Me he convertido en víctima de Drácula, tal vez me convierta en uno de ellos [...], espero que el que encuentre mi cuerpo, sepa lo que hacer para liberar mi alma”. Y sólo han pasado 12 minutos de proyección. Harker baja al sótano (ya había visto su acceso antes de entrar en el castillo) con la intención de usar el martillo y la estaca con los vampiros, a los que repara durmiendo en sus tumbas de piedra; decide empezar con la mujer que,
–––––––– 14 De todas maneras Christopher Lee tuvo un antecedente en el vampiro mexicano interpretado por el asturiano Germán Robles en las maravillosas El vampiro (El vampiro, 1958) y El ataúd del vampiro (El ataúd del vampiro, 1958), ambas dirigidas por Fernando Méndez. No es este Conde Lavud la fiera eróticamente asesina que Lee encarnará en el filme de la Hammer, pero Robles consiguió el éxito en su país al ofrecer una interpretación del mito más salvaje que la expuesta en las películas de la Universal; aún así, no pudo zafarse de esa pomposidad propia de los dueños de las haciendas mexicanas de principios de siglo, y del excesivo diálogo repleto de profundidad pero risible a la vez, inseparable de los culebrones charros. Con todo, inolvidable. Germán Robles continuaría frecuentando el género con películas como Los vampiros de Coyoacán (1973) o Secta satánica (1990), pasándose también a la dirección y producción de telenovelas, y obteniendo algún que otro premio teatral. 15 Erróneamente se ha considerado al Drácula de Fisher como la primera película de vampiros en la que se mostraban los colmillos de sus monstruos. Es falso, porque esta característica ya estaba presente en las películas mexicanas de Fernando Méndez, producidas las dos antes que la hammeriana.
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I Z Q U I E R DA :
Christopher Lee en su encarnación más famosa
después de su destrucción, mostrada con una sombra en la pared, se convierte en lo que realmente es: una vieja decrépita cuya belleza sólo era una capa sobrenatural obtenida con la sangre de sus víctimas; craso error haber comenzado con ella (o bienaventurada ayuda del guionista a Drácula), pues la noche se hace de repente, y cuando Harker vuelve a la tumba de Drácula, éste ya no está en ella; Harker mira angustiado hacia la entrada y contempla que una sombra se propaga desde fuera: es el Conde que, cuando cierra la puerta, anuncia que todo ha acabado para el protagonista, que todo ha concluido, por lo menos religiosamente hablando. Pero el Drácula de la Hammer cuenta además con otro personaje de vital importancia en el éxito global del filme, Van Helsing (Peter Cushing), y Fisher concibió su presentación para que esto fuera palpable desde el primer segundo de su presencia en pantalla; Cushing entra majestuosamente en una cantina de espaldas a la cámara, siendo seguido por ésta hasta la barra; una excelente planificación precedida de un travelling aéreo frente a la ristra de ajos que cuelgan del techo de la posada. Los clientes del bar, habitantes del pueblo centroeuropeo donde transcurre la acción, muestran un mudo rechazo hacia el nuevo visitante, costumbre repetida posteriormente hasta la saciedad por toda la clientela de las fondas hammerianas, ya estén en películas de vampiros, de mujeres serpiente, de momias o de gorgonas. El Van Helsing de Peter Cushing será el mejor cazavampiros de la historia del cine; inteligente, decido y tenaz, y sobre todo tan autoritario como su eterno enemigo; como se dijo antes, marcará con el Dr. Frankenstein y Sherlock Holmes los mejores papeles del inmortal actor, tan a gusto estaba de interpretarlos. Su primer enfrentamiento es con el posadero, el cual le terquea la información que necesita; sólo la intervención posterior de la posadera, entregándole el diario de Harker, le ayudará considerablemente en sus pesquisas. Tras leerlo, decide visitar el castillo de Drácula, donde le espera la peor de las sorpresas: primero tiene que esquivar el carruaje fúnebre que transporta sin saberlo al mismo Conde Drácula; más tarde descubre el retrato
de Lucy roto en el suelo, y sin la fotografía (hilvanando, ahora sabemos que el vampiro ha partido en busca de la mujer); y finalmente, encuentra por fin el cuerpo vampirizado de su otrora compañero de planes, al que libera de un estacazo mientras la secuencia funde a negro. Van Helsing vuelve a Carlsbrück, que no a Inglaterra, pues la trama se centra entre dos países europeos colindantes, eliminando los plomizos viajes de la novela por culpa del reducido presupuesto y por hacer más fluida la historia, aunque otros dirán por ello que el largometraje parece estar rodado en el patio de una casa16. Allí el hombre da la mala nueva a la familia de Harker, es decir, a su compañera sentimental Lucy (Carol Marsh), al hermano de ésta, Arthur (Michael Gough) y a Mina (Melissa Stribling), la esposa de Arthur. Lucy está enferma, y el mal que la aqueja es desconocido por el doctor que la está tratando; en todo caso se trata de un tipo de anemia que le obliga a tomar constante reposo; está claro que Drácula ya ha hecho de las suyas. Sin duda este tramo del filme fue el que más violentó a la opinión pública en su momento; aunque el enclave de la película no sea la Inglaterra victoriana, es más que palpable que lo que Sangster pretendía era poner en duda las rígidas costumbres de esa época, y todos los tabúes impuestos por la sociedad en general. Esa Lucy que esconde en su rostro una sonrisa malévola e inquietante, para exponerla sólo cuando sus familiares abandonan la habitación, que se levanta corriendo a abrir la ventana, contrariando cualquier consejo médico, y que abre el escote de su camisón para esperar tendida en la cama al visitante que la tiene obnubilada, es en efecto el ejemplo del deseo más soterrado ante los ojos del populacho británico, de las costumbres más anquilosadas y, por supuesto, de la siempre en exceso Santa Iglesia terrenal. Es con Drácula/Lee con el que las mujeres de la época romántica caen en la tentación de ser por primera vez mujeres de verdad, de ser infieles a los sosainas de sus maridos (de ahí las aburridas caracterizaciones de John Van Eyssen y Michael Gough), de encontrar el placer que se les había prohibido; este acto de infidelidad femenina se hará más patente cuando Mina sea también vampirizada: el gesto de su rostro al
–––––––– 16 Curiosamente Sangster situó en el mismo lugar la serie de Frankenstein, guiño cinematográfico en verdad interesante porque propondría una región europea habitada a la vez por el Conde Drácula y el monstruo de Frankenstein.
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regresar a casa después de una noche movidita con el Conde no deja lugar a la mínima duda. “El conde Drácula resulta un maravilloso vehículo para tratar el amor más allá de la vida, la tinte perversa y la posesión obscena, también blasfema, de mujeres que le adorarán en su maldición”17. Además, la subversión del tratamiento se ve embellecida por la gótica oscura de Terence Fisher y su excepcional tratamiento de las elipsis: Lucy mira a la ventana, está impaciente por el retraso de su altivo caballero, las hojas otoñales que caen de los árboles presagian el invierno, el mal tiempo, la llegada del mal, la muerte a fin de cuentas de la muchacha; la secuencia funde con el grito de la mujer, y encadena con la siguiente, donde su cuerpo ya cadáver es iluminado por la luz de la mañana. Y es que a Van Helsing no se le hizo caso, no se le ha creído ni se le cree, es más, está considerado como el culpable de los males; sólo serán aceptadas sus habladurías cuando el mismo Arthur vea con sus propios ojos en lo que se ha convertido Lucy; y ocurre que con la chica se reafirma la peligrosa dualidad de la hermosura y el mal de los vampiros; acompañada por Fisher con una métrica casi repelente y fortalecida por el exquisito escrito de Sangster, que ha sabido mejor que nadie18 captar el extraordinario pasaje de la novela en el que es protagonista, Lucy surge de su tumba para pasearse en camisón por las noches en busca de presas fáciles, de la sangre de una inocente niña. El acto siguiente es de una hermosura poética difícil de olvidar: Arthur no puede apartar la mirada del rostro vampirizado de su querida hermana, y sólo la oportuna intervención de Van Helsing en un genial y sorpresivo plano estático (en el que de repente aparece una cruz portada por la mano del cazavampiros que ahuyenta al engendro), lo salva de una muerte segura; posteriormente, el mismo aturdido joven tendrá que dar buena cuenta de su familiar, y si la primera vampira se mostraba como una vieja repelente al ser destruida, Lucy manten-
drá toda su beldad cuando sea atravesada por la estaca de Arthur. Por supuesto que unas pequeñas gotas de incesto revolotean por la pantalla. Pero la película no desfallece en ningún momento, y es que Drácula continúa despiadadamente con su venganza, siendo ahora Mina el mayor de sus deseos. Tras caer también bajo el yugo lascivo del malvado, la mujer es protegida por los suyos en la habitación de su casa; Van Helsing cree que siguiendo los métodos correctos podrá detener el influjo de Drácula, y mantener a salvo a Mina; sin embargo, la víctima empeora cada día, y el filme deviene en una rara e interesante muestra de misterio, donde la trama final parece sustentarse en la búsqueda del enigma, de la solución sobre en qué lugar se esconde el vampiro, y desde dónde surge para atacar; un planteamiento sugerente con el que Fisher consigue uno de sus mejores logros narrativos: Van Helsing se pregunta una y otra vez dónde puede estar el demonio, dónde se esconde, pero si ya han buscado por todos los sitios, dónde estará... De repente, la criada comenta que Mina le ha prohibido bajar al sótano de la vivienda, y entonces explota la acción; y es que el enemigo estaba en casa. La siguiente puesta en escena puede considerarse como una de las más revulsivas de todos los tiempos; si casi todo el terror moderno es inferior en calidad a los grandes logros de los clásicos es precisamente porque sus realizadores no tienen la suficiente pericia para dirigir las escenas más impactantes de sus películas. En éstas, el monstruo o psicópata de turno suele ser mostrado antes que el grito de la chica, reduciendo a cero toda la emoción; ¿qué hace Fisher por ejemplo en esta secuencia?: filma toda la carga dramática en un solo plano completamente estático: Van Helsing entra en el sótano, ve el ataúd y lo abre con fuerza para encontrarse con que está vacío; en ese mismo instante entra Drácula pero, al ver a su enemigo, sale disparado del lugar; lo hemos visto, y Van Helsing/Cushing también, pero con retraso. No existen palabras
–––––––– 17 El sexo en el cine y el cine de sexo, Ramón Freixas y Joan Bassa, op.cit., pág. 87. 18 Aunque Jesús Franco también daría la talla con este acto, sin duda la mejor secuencia de la vilipendiada El Conde Drácula (Nachts, wenn Dracula erwacht, 1969). Como suele ocurrir con casi toda la filmografía de Franco, este filme protagonizado por el mismo Christopher Lee está repleto de anécdotas; las referentes a la Hammer son en verdad curiosísimas: parece ser que el actor británico no quería participar en la película, pero fue convencido/engañado por el director al argumentarle que el papel de Van Helsing sería interpretado por su excelente amigo, Herbert Lom; pero llegada la hora, los actores no coincidirían ningún día en el rodaje (por eso en la película, Van Helsing y Drácula nunca se encuentran en el mismo plano, siendo solucionadas las secuencias a base de contraplanos). El filme fue proyectado en diversos festivales, asistiendo Terence Fisher a uno de ellos: cuentan que el director masculló a sus acompañantes: “Si vuelve a salir otro zoom, me voy a tomar una copa”; y Fisher y amigos acabaron en el bar. Tal vez de esta hablilla provenga la animadversión de Jesús Franco al trabajo del inglés.
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para describir exactamente las sensaciones que produce el visionado de esta secuencia, pero sí se puede decir que ejemplifica a la perfección las cualidades de la obra maestra en la que está inscrita. Y el final ha pasado a los anales del cine, entremezclando varios géneros y desplegando un nuevo virtuosismo cinematográfico, desde entonces plagiado hasta la saciedad19. Van Helsing ha seguido a Drácula hasta su morada, y allí se enfrenta con él como si también estuviera poseído. El combate entre los dos personajes estaba descrito en el guión de manera diferente, y fue el mismo Peter Cushing el que sugirió que la lucha fuera coreografiada como si se tratase de uno de los duelos de las películas de espadachines con Louis Hayward en las que había participado como doble del mismo protagonista. Así la agilidad de sus saltos y cabriolas contrasta con la imagen de prematura madurez que el actor ha tenido siempre, y combate en brillantez con las no menos atónitas corvetas de su compañero, mostrando Lee y Cushing, Cushing y Lee, la mejor simbiosis entre dos actores que se haya visto nunca en el cine. Al final Van Helsing acaba con el vampiro, y éste se descompone en polvo gracias a los sobresalientes efectos especiales de Sydney Pearson. La humanidad puede dormir ahora tranquila. Obra maestra. Aunque parezca curioso, el estudio no estaba seguro de cómo iba a responder el público ante Drácula; es cierto que podían basarse en el éxito obtenido por La maldición de Frankenstein, pero la sensación general entre los directivos, actores y equipo técnico era el de un complejo de inferioridad donde no había cabida para un reconocimiento propio del género que se estaba trabajando. Fisher, Cushing y Lee asistieron a una proyección francesa de Drácula muy temerosos y avergonzados, pues creían que el público se iba a mofar del largometraje. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrieron que el público no sólo se sorprendía gratamente, sino que además asistía en masa para verla. Drácula superó en recaudación a La maldición de Frankenstein y confirmó definitivamente a la Hammer como la reina del terror. En España, su proyección fue autorizada el 12 de marzo de 1960, asis-
tiendo a la misma 2.666 espectadores, los cuales dejaron en taquilla 2.133.161 pesetas.
La venganza del monstruo: The Revenge of Frankenstein y El perro de Baskerville Era lógico que tras los éxitos de Drácula y La maldición de Frankenstein, la Hammer preparara sendas series sobre los dos personajes. La secuela de la notable historia del malvado Barón se llamó The Revenge of Frankenstein (tv: La venganza de Frankenstein) aunque fue anunciada como The Blood of Frankenstein; producida por la Columbia, contó casi con el mismo equipo técnico y artístico, donde la ausencia más notable fue la del compositor James Bernard, sustituido a última hora por Leonard Salzedo. Si la primera entrega era una genialidad que aún así no pudo desprenderse de su caparazón de serie B, es The Revenge of Frankenstein el desarrollo y culmen lógico en todos los sentidos de la base allí expuesta: es en esta película donde el personaje de Frankenstein toma finalmente el cariz de protagonista de la función, realizando Peter Cushing una interpretación soberbia con la que llega a convertir al científico en su propio Conde Drácula, donde se remarcan más que nunca las diferencias morales y filosóficas entre la cultura del siglo XIX y las más progresistas y, por lo tanto, transgresoras, y es donde Terence Fisher, después de Drácula, acrecienta sus dotes técnicas, recreándose más que nunca con diversos recursos cinematográficos; en definitiva es The Revenge of Frankenstein la obra maestra que no consiguió ser The Curse of Frankenstein y uno de los mayores logros de su director. Jimmy Sangster lo tuvo fácil para resucitar a su personaje; en la realidad, el anterior filme terminaba sin mostrar por completo la ejecución en la guillotina, por lo que el guionista, que fue ayudado a la hora de escribir el libreto por Hurford Janes20, ideó una explicación para la salvación del científico en la que el Barón habría prometido a un ayudante deforme, Karl (Oscar Quitak), darle una nueva y agraciada forma física si lo salvaba
–––––––– 19 El final plagio/homenaje más conocido es el de la película de la Toho japonesa Chiu o Suu Me (1971), dirigida por Michio Yamamoto. 20 Tras este seudónimo se esconde el novelista George Baxt; el escritor fue contratado para arreglar los diálogos demasiado socarrones de Jimmy Sangster, aportando algunas secuencias de cosecha propia como la inicial con los ladrones de tumbas, y otra donde Frankenstein es puesto en evidencia por Kleve, mientras corta un pollo como si estuviera diseccionando un cadáver humano.
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Christopher Lee y Marla Landi durante el rodaje de El perro de Baskerville (1958).
del ajusticiamiento; el asistente aceptaría y se las ingeniaría para que el decapitado fuera un sacerdote, el mismo que tomó confesión a Frankenstein al final del preliminar largometraje. Esta inteligente vuelta de tuerca supuso para Jimmy Sansgter el primer ladrillo donde edificar el resto de la concepción y significado de la nueva historia, variando significativamente el rumbo de la anterior: el doctor se venga del cura, de los que no le escucharon ni le atendieron y le condenaron, de ahí el título de la película, The Revenge of Frankenstein, La venganza de Frankenstein en español, pero a la vez es como si el cadalso hubiera representado su metamorfosis física y moral, abandonando ahora sus sueños de Prometeo y quimeras divinas para encaminar sus experimentos hacia unos propósitos más humanos. Fisher filma la caída de la cuchilla, encadenando el sonido del impacto con el grito de una mujer en una cantina. Dos ladronzuelos de poca monta (uno de ellos Michael Ripper) comentan sus temores por el nuevo y misterioso trabajo para el que han sido contratados: tienen que desenterrar a un tal Barón Frankenstein, ejecutado el día anterior en la cárcel del pueblo. Al abrir el ataúd descubren a un clérigo sin cabeza, al mismo tiempo que Frankenstein se les presenta altivo y entre las sombras como si fuera una aparición del averno: “Buenas
noches, soy el Dr. Frankenstein”, exclama, provocando que uno de los pillos muera del susto. Viajamos hasta Carlsbrück, donde el doctor Stein (Frankenstein de incógnito, pues su historia y crímenes son ya conocidos en toda Europa) ha creado una pequeña institución benéfica donde da cura y reposo a los más necesitados; es el cambio de carácter del que hablábamos al principio y que, curiosamente, también será repudiada por los doctores de la región (y de la época, por extensión): el gremio de médicos no aprueba que Stein se niegue a formar parte de su grupo; recordando que por aquel entonces no existía la Seguridad Social, este detalle es el contraste que existe entre la hipócrita medicina general, un derecho humano al que sólo se puede acceder a cambio de dinero, y el supuesto comportamiento antimoral de un doctor socialmente comprometido, y que incluso muestra verdaderos signos de pudor cuando pide auscultar a una joven paciente. Tras encadenar Fisher un primer plano del reloj que utiliza Frankenstein para examinar a la chica con otro del reloj de su despacho en la consulta benéfica, asistimos a su relación con los indigentes a los que asiste. Sus cuidados son exquisitos, y por los rostros de asombro de tres enviados del gremio de doctores que lo observan, casi que también parece impropio de un faculta-
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tivo de la época. El doctor Stein da unos consejos aquí y allá, examina a unos y otros, e incluso anuncia a un carterista convaleciente que su brazo tendrá que ser amputado si no quiere que la enfermedad que sufre lo lleve a la tumba. Esta extremidad será de vital de importancia en el desarrollo general del filme; cuando el Dr. Hans Kleve (Francis
El Barón vuelve a las andadas en The Revenge of Frankenstein (1958).
Matthews) le comunica a Stein que conoce el secreto que existe tras su pseudónimo, el personaje de Frankenstein retomará sus cualidades perdidas u ocultas hasta ahora; en el fondo, el doctor continúa con sus experimentos, e incluso atizado aún más por un sentimiento de venganza incontenible; tras su cubierta de bondad y misericordia siguen anidando unos deseos maquiavélicos, apuntillando un leit motiv general con el que se puede resumir el significado del filme: no es la apariencia lo que hace a una persona, no es su cuerpo, sino lo que hay en su interior, su alma (recordemos que Sangster había participado en la realización de Stolen Face, cinta de clara influencia en esta nueva entrega del fanático doctor).
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Frankenstein ha mentido a uno de sus pacientes cuyo brazo estaba completamente sano; se lo ha cercenado para utilizarlo en la nueva criatura que está preparando. Al mismo tiempo tiene en mente el experimento con otra criatura, que será el nuevo cuerpo artificial para Karl, otorgado por Frankenstein por su inestimable ayuda pero también para satisfacer los propios anhelos de creación del Barón. Karl es un ser deforme y jorobado, con una parálisis parcial que lo hace cojear; si su cerebro es trasplantado al cuerpo en perfecto estado que el científico guarda en una gran urna de cristal, y el experimento tiene éxito, podrá al fin acceder a infinidad de sensaciones que le están vedadas por su atrofia. Evidentemente, existen unas referencias claras tanto a la cirugía estética y cambio de imagen como al significado más profundo de la inmortalidad. De esta manera, el monstruo queda apartado del interés de la trama, filmando Fisher la operación de trasplante de manera rápida y vulgar, con un estilo muy cercano al mostrado en las películas norteamericanas de mad doctors de los años 50. El nuevo monstruo (Michael Gwynn) es ya Karl con el pulcro cuerpo. Todo el proceso se ha realizado bajo consentimiento y confianza suya, sin embargo existe un hilo suelto, y es la posibilidad de que se haya convertido en un caníbal del mismo modo que le ocurrió a la primera cobaya de Frankenstein, un monito que mantiene el doctor enjaulado en su laboratorio. De momento, Karl, tras levantarse de la cama donde reposó de la operación, se contempla en un espejo; no le gusta lo que ve pero, al descubrir que ya no tiene joroba, acaba convenciéndose de manera más que feliz. Cuando regresa al laboratorio descubre su viejo cuerpo, su antigua carcasa, lo único que le conecta con una triste época que para él ya ha pasado; de inmediato decide quemarlo. Pero el rostro (o el cuerpo que tendríamos que decir aquí) es el espejo del alma, y un nuevo envoltorio no elimina lo que en verdad uno es; a Karl se le vuelve a paralizar el lado que otrora tenía atrofiado, tras el forcejeo con un hombre que lo descubre en el laboratorio; además, un plano del mono en la jaula, seguido de otro de Karl relamiéndose, confirman que el experimento ha sido un fracaso: Karl está transformándose en un caníbal, en un monstruo. La interpretación de la criatura por parte de Michael Gwynn es magnífica, conmoviendo en varias secuencias de gran carga dra-
mática; por ejemplo, cuando abatido por la tristeza al descubrir su parálisis echa la mano hacia la espalda en busca de una joroba que no existe, o cuando interrumpe una fiesta a la que asiste Frankenstein, desvelando la verdadera personalidad del doctor Stein. Descubierto el Barón, ya no sólo es repudiado por el gremio de doctores, sino también por sus pacientes; para los pobres ya no es su benefactor sino un ¡fugitivo del patíbulo, asesino, mutilador! Frankenstein es rodeado por los parias, y acaba siendo asesinado a base de muletazos y garrotazos. Pero sin duda el mejor de los logros de la película es la misma conclusión, al fin y al cabo punto de intersección dramático (aunque se encuentre al final del metraje) y de los significados parciales de la historia: Kleve trasplanta el cerebro de Frankenstein en el cuerpo con el brazo amputado del carterista y logra revivirlo; Frankenstein se ha convertido en su propio monstruo, ha triunfado el hombre sobre Dios y la muerte, se ha hecho inmortal; y tal vez por ello, el Barón sea en las siguientes entregas más despiadado aún, más Diablo si cabe. Además, sería divertido remarcar que si el doctor en realidad se nos ha presentado como un desequilibrado chapuza, cuyos experimentos nunca llegan a buen puerto, uno de sus discípulos consigue con su propio cerebro todo lo contrario. Frivolidades aparte, es The Revenge of Frankenstein un genial estudio sobre las dificultades y problemas que entraña el jugar con diferentes personalidades en un intento de subsanar complejos de inferioridad soterrados y de origen inamoviblemente genético. Es un acercamiento, sin abandonar los principios expuestos en La maldición de Frankenstein, a la obra de Mary Shelley, donde lo horroroso degenera a lo bello, y lo bello degenera en lo horroroso. Mientras se filmaba The Revenge of Frankenstein, la Columbia se interesó en producir una serie de televisión sobre el mito que envolvería al doctor en una serie de aventuras escritas por Jimmy Sangster. De esta manera se filmó el episodio piloto de Tales of Frankenstein, llamado Face in the Tombstone Mirror (1957), con sponsor de la Hammer y de Screen Gems, una subsidiaria de la Columbia, el inicio de un proyecto de 26 episodios, de los cuales 13 tendrían que haber sido producidos en Inglaterra. Dirigida por el interesante Curt Siodmak, bajo un argumento suyo que fue guionizado por Henry Kuttner y su esposa Catherine L. Moore, siendo el Barón interpretado por
Anton Driffing, y el monstruo por Don Megowan, la trama resulta ser un evidente remake televisivo de The Revenge of Frankenstein. Sin embargo los resultados no fueron del agrado de los productores, cancelando la serie al momento, aunque otro guión escrito por Jerome Bixby (Kuttner acababa de morir después de la redacción de la primera historia), llamado Frankenstein Meets Dr. Varno, estaba listo para ser rodado. Face in the Tombstone Mirror, que había sido realizado en Hollywood, sería emitido finalmente entre los 38 episodios de la serie norteamericana Target (1957-1958), una antología de historias de terror y suspense presentada por Adolphe Menjou. Para el lector interesado hay que indicar la existencia de diversos montajes con diferente duración, y también hay que recomendarles su visionado, pues la calidad fílmica no es tan floja como se ha mencionado a menudo: lejos de la profundidad esgrimida por los largometrajes de Fisher, por lo menos Tales of Frankenstein deviene en un mero entretenimiento de fuerte atracción iconográfica, donde Frankenstein funciona como un divertido científico muy del estilo del Dr. Peter Brady de la serie norteamericana El hombre invisible (The Invisible Man, 1958-1960). Tras la presentación de Menjou, presenciamos al doctor Frankenstein fracasando otra vez con la reanimación de su monstruo (con un maquillaje idén-
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Francis Matthews y Peter Cushing en The Revenge of Frankenstein (1958).
tico al lucido en los filmes de la Universal). Al poco, recibe la visita de Max Halpert (Richard Bull) y su esposa (Helen Westcott); Max es un escultor que sufre de una grave dolencia cardíaca, por eso el matrimonio solicita la ayuda de Frankenstein. Cuando Max muere, el doctor trasplantará su cerebro en el cuerpo del monstruo, provocando la tragedia cuando el escultor aborrezca su nuevo físico. Max acabará matándose. Anthony Hinds dejaría la Hammer por oscuros problemas surgidos en la producción de este capítulo piloto; con la muerte de su padre antes de acabar el año, el estudio perdería a la mitad de sus fundadores. De igual modo, tampoco se concretaría un nuevo filme sobre Drácula, que tendría que haberse llamado The Revenge of Dracula. En su lugar, la Hammer se acercaría una vez más a una obra literaria: si ya habíamos visto que Terence Fisher y Jimmy Sangster dominaban a la perfección mundos tan dispares, similares a los descritos en las obras de clásicos como Mary Shelley o Bram Stoker, o incluso aceptaban influencias de otros escritores como Oscar Wilde o Robert L. Stevenson, ahora les tocaba el turno de manejar la creación más famosa de otro novelista inglés: el Sherlock Holmes de Conan Doyle21. No era la primera vez que se adaptaba tan inmortal personaje para la gran pantalla, ya que de hecho existía un antecedente tan apreciado como la serie que inauguró la Fox en 1939 con Basil Rathbone interpretando a Sherlock Holmes. Pero el público esperaba con impaciencia la nueva revisión del hábil detective por parte de la Hammer, sobre todo cuando, fiel a sí mismo, el estudio anunció El perro de Baskerville (The Hound of Baskervilles, 1959) con el eslogan “Fangs Dripping with the Blood of its Victims!” (¡Los colmillos gotean la sangre de sus víctimas!); sin embargo la hipotética variación de la historia principal aca-
baba en esta frase, pues el largometraje seguía con fidelidad la trama de la novela, salvo en las lógicas excepciones. La razón de esta decepción tal vez haya que buscarla en el detalle de que el guión no fue escrito por Jimmy Sangster, sino por el escritor Peter Bryan, un guionista que, aunque con posterioridad y como veremos en los siguientes capítulos también mostraría su punto atrevido, al principio aportaba un estilo más clásico que su compañero. Eso sí, El perro de Baskerville fue la primera película de Sherlock Holmes rodada en color, un conseguido Technicolor que subrayaba el también excelente trabajo artístico y fotográfico de Bernard Robinson y Jack Asher, respectivamente; Robinson reconstruyó los decorados del castillo de Drácula en Bray para conseguir la mansión de los Baskerville tal como se describía en el libro, y Asher revelaría en todo su esplendor filmográfico la ambientación mortecina a base de neblina y oscuridad de los páramos de la región. Por otro lado, Peter Cushing manifestó al estudio su deseo incontenible de interpretar a Sherlock Holmes, ya que había sido admirador del personaje desde tierna infancia. Sin duda, Cushing no sólo consigue uno de sus mejores trabajos interpretativos con este papel, estableciendo su rostro y físico, aún a expensas del gran Basil Rathbone, como la imagen del personaje literario22, sino que además hace que la calidad de la función se resuma en las escasas escenas donde aparece su Sherlock Holmes; es el detective de Peter Cushing el más divertido y dicharachero Holmes de los que han intervenido en el cine; su personaje es más extrovertido, más cínico, más sarcástico que el frío y clásico Holmes de Rathbone; un Newsweek de la época describió a Cushing como “el mejor Sherlock Holmes hasta ahora... el epítome del clásico detective”. Él es un vivo y jadeante Holmes; no es cuestión de comparar los tra-
–––––––– 21 En nuestros días se duda de la paternidad el sagaz detective de Conan Doyle, o por lo menos de la escritura de su aventura más conocida, El perro de Baskerville. Según los últimos estudios, el escritor era un rufián y libertino ciudadano inglés, cuyas acciones fuera de la ley hubieran hecho temblar al mismo Moriarty; ayudado por su mujer, envenenó al amante de ésta, y se apoderó de la obra que el difunto acababa de escribir, llamada precisamente The Hound of Baskerville. Todo este tipo de asuntos que desmitifican y contradicen las paternidades de ciertos escritores y sus obras (otro caso famoso sería el de los Dumas y sus negros), del que no se ha salvado ni Cervantes, hay que tomarlos con cierta precaución, pero lo cierto es que, en lo que se refiere a Arthur Conan Doyle y El perro de Baskerville, las suposiciones podrían ser completamente ciertas, comprobando sólo las grandes diferencias existentes en calidad y, sobre todo en estilo, de esta novela y el resto de las aventuras escritas sobre el detective. 22 Siendo muy conocida la serie de 13 largometrajes en la que Basil Rathbone dio vida al personaje de Sherlock Holmes, acompañado de Nigel Bruce como su inseparable Dr. Watson, por desgracia la serie televisiva de la BBC, Sherlock Holmes (Sherlock Holmes, 1965-1968) ha sido menos visionada en nuestro país, dando la impresión de que Peter Cushing sólo encarnó al famoso detective en la película de la Hammer. Los 12 primeros episodios fueron protagonizados por Douglas Wilmer como Holmes y Nigel Stock como Watson, pero en 1968 la serie pasó a llamarse Sir Arthur Conan Doyle’s Sherlock Holmes, sustituyendo Cushing a Wilmer; la segunda etapa estuvo formada por 15 episodios de 50 minutos y uno, The Hound of the Baskervilles, con el doble de duración. Aparte de esta serie, Peter Cushing fue también Sherlock Holmes en Sherlock Holmes y la máscara de la muerte (The Masks of Death, 1984), un buen producto televisivo dirigido por Roy Ward Baker.
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bajos de los dos actores, ya que Basil Rathbone también hizo una gran caracterización, pero lo cierto es que el Sherlock Holmes de Peter Cushing es el que más se asemeja al concebido por la pluma de Conan Doyle. El resto del filme carece de interés al no brillar con luz propia casi ninguna de sus secuencias, aunque no por ello se pueda decir que El perro de Baskerville sea un largometraje que no supere con creces el aprobado. El prólogo de la historia es maravilloso: retrocedemos en el tiempo para ser testigos del origen de la maldición que pesa sobre la familia de los Baskerville. Hugo Baskerville es un cruel aristócrata de intenciones byronianas que se divierte con sus colegas maltratando a su criado; el pobre hombre sólo cometió el pecado de enfrentarse a su amo, para que éste no vejara a su hija. La fiereza con la que Fisher relata los hechos no tiene parangón con ninguna de las descripciones de sus otras películas, ni siquiera las de Drácula o las de los Frankenstein; en estos filmes, los monstruos actuaban movidos por razones que, siendo más o menos deleznables, también eran completamente justificadas; aquí, no; aquí Hugo Baskerville humilla e incluso mata sólo por placer, ni siquiera para satisfacer algún tipo de psicopatía sexual; es el mismo Diablo, subrayada esta idea por la satisfacción en su rostro cuando acuchilla salvajemente a la muchacha tras una briosa persecución por los páramos. Lo que no esperaba el noble es que su descenso a los infiernos ocurriera tan rápido, poco después del crimen y fruto del ataque de un gigantesco can quizá salido del mismo averno. Curiosamente resultó ser él mismo el cazador cazado, después de haber jugado con la chica a la caza del zorro. Esta historia es relatada por un hombre que quiere contratar los servicios de Sherlock Holmes en Baker Street. El descendiente de Hugo Baskerville apareció muerto en circunstancias similares, aunque su cuerpo no presentara ningún tipo de mordeduras o degollamiento; y es que el filme de la Hammer huirá de cualquier explicación sobrenatural para esclarecer los hechos. Ahora el detective es solicitado para que defienda al siguiente heredero de la familia, Sir Henry Baskerville (Christopher Lee). Si la interpretación de Peter Cushing es sublime, la de Lee como un Baskerville caballeroso, algo despistado, y lejos de la crueldad de sus predecesores, asombra también por su logrado trabajo de contrapunto. Las secuencias de acción rodadas por un Fisher está-
tico y ramplón se ven reforzadas por el carisma que ambos actores despliegan en cada plano que encuadra sólo sus rostros; como ejemplo se puede estudiar las veces que el director recurre al plano-contraplano con Cushing y Lee de protagonistas en la escena en la que Baskerville es atacado por una araña. A su vez, el Watson de André
Peter Cushing, el Sherlock Holmes perfecto en El perro de Baskerville (1958).
Morell sí que destaca sobre el interpretado por Nigel Bruce en la serie de Basil Rathbone; si aquel molestaba un poco por su concepción de abuelo bonachón, memo, torpe y negado, el Dr. Watson de la Hammer se presenta como otro personaje de entidad que cumple a la perfección su papel de suplente protagonista cuando Holmes desaparece de la acción. En una de las secuencias, sin embargo, su inteligencia no le salvará de caer dentro de unas arenas movedizas cuando perseguía a Cecile, una misteriosa chica interpretada por la italiana Marla Landi. Tras la escena de la araña, Holmes y Watson se desplazarán hasta los parajes de Dartmoor, en Devon, donde está construida la mansión de los Baskerville, y donde se acaba de fugar un preso de la cárcel de los alrededores. Como se ve, la trama sigue fidedignamente la narración literaria de Conan Doyle, tendiendo a la sobrecarga de diálogos que, aún así por su calidad de elaboración, no provocan que el filme devenga en un producto plomizo y tostón. Eso sí, ine-
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vitablemente se eliminan varios pasajes por la extensión de la novela, pero en general el trabajo de síntesis de Bryan no cuenta apenas con lagunas o baches descriptivos; sigue contando la película con las tramas abiertas por el preso con la mano palmípeda, los mayordomos que lo protegen, el uso de la maldición como medio de venganza o de usurpación de la herencia... Al final Cecile se enfrentará a Baskerville, Holmes y Watson en el mismo lugar donde años antes Hugo Baskerville había sufrido su castigo. Marla Landi no convence con su interpretación, que se ve demasiado grotesca y sobreactuada, aunque la idea de presentarla como una especie de femme fatale, muy cercana a la vampira consorte del Conde en Drácula, es sin lugar a dudas un acertado ejercicio de dirección de actores. Por lo demás, la escena es malograda por las dificultades que tuvo Fisher a la hora de rodar al perro danés que da nombre a la película; si en el prólogo la maestría del director para sugerir con sombras y movimientos de cámara varios le solventaba el problema de filmar la escena con un perro, en este final se vio obligado a mostrar lo que el público esperaba ver, la solución del enigma, o sea el gran sabueso; y ya se sabe lo que significa rodar tanto con niños como con animales. En una entrevista concedida hace años a la revista Scarlet Street, Christopher Lee afirmó que esta secuencia de El perro de Baskerville resultó ser una de las más problemáticas del estudio a la hora de rodarla: en un principio el equipo técnico había ideado unas maquetas en miniatura de los decorados y de los actores, donde habían colocado un pedazo de carne para atraer a Fido, el perro protagonista. Pero a la hora de filmar, Fido se abalanzó sobre la carne para acomodarse en el suelo y degustarla con tiempo, malogrando así la acción por completo. Se decidió entonces, primero disfrazar a unos chavales con una máscara de perro, y al no resultar convincente usar más tarde la máscara con el mismo Fido, siendo este método el utilizado para despachar la secuencia. En fin, El perro de Baskerville se estrenó con más pena que gloria, suceso que provocó la cancelación de un proyecto de secuelas sobre Sherlock Homes que la Hammer tenía en mente. Por desgracia, la famosa frase “¡elemental querido Watson!”, que solía propinar Sherlock Holmes a su compañero de fatigas sólo sería escuchada
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una vez en un producto de la Hammer, precisamente al final de este El perro de Baskerville.
La Hammer viaja al viejo Egipto: La momia La productora continuó al año siguiente con su particular revisión de los clásicos de la Universal. Ahora le tocaba al mito de la momia, y aunque se tenía un excelente precedente como era La momia (The Mummy, 1932) de Karl Freund con Boris Karloff, el estudio decidió basarse más en la saga sobre Kharis que había emprendido sus secuelas, The Mummy’s Hand (1940), The Mummy’s Tomb (1942) y The Mummy’s Ghost (1944). Así, La momia (The Mummy, 1959), dirigida por Terence Fisher y escrita por Jimmy Sangster, pierde cualquier profundidad romántica y pasional sobre el mito para tender a un simple producto de terror con su correspondiente monstruo asesino; es como si fuera un Drácula al que se le ha sustraído toda la concepción psicológica y social que le había hecho grande. En su día el largometraje fue recibido con la peor de las críticas, pero hoy en día se ha revitalizado de tal manera que es incluso considerada por muchos como una de las joyas de la Hammer; paradójico, porque como veremos a continuación, la película resulta ser extremadamente deficiente. Aunque se contó con un holgado presupuesto que rondó las 100.000 libras, el trabajo artístico de Bernard Robinson sufrió por primera vez un descenso de calidad incomprensible; las insuficiencias de los decorados y de la ambientación que tendrá la película a lo largo de todo su metraje, exceptuando las secuencias finales en una ciénaga, son palpables ya desde el principio: la excavación que se realiza en ese Antiguo Egipto de cartón-piedra es más que risible, teniendo el escenario unas dimensiones tan pequeñas que Fisher se ve obligado a filmar siempre desde el mismo ángulo, con la consiguiente sensación de mediocridad; además, la banda sonora es tan pírrica que se reduce al constante ruido que produce una mosca. Por si fuera poco, la planificación de esta secuencia tan importante, al fin y al cabo se intenta rememorar los trágicos sucesos que sufrieron los arqueólogos Lord Carnavon y Howard Carter cuando descubrieron la tumba de Tutankhamon, es totalmente plana, sin misterio, sin fuerza, sin gancho, en definitiva, sin la calidad propia del director de Drácula: Stephen Banning (Felix Ayl-
Christopher Lee y Peter Cushing: La momia y el profesor.
mer) y Joseph Wemple (Raymond Huntley) lideran una expedición que ha descubierto la tumba de la princesa Ananka; con ellos está el hijo del primero, John (Peter Cushing), que no puede acompañarlos al interior por estar convaleciente debido a una pierna fracturada. En un momento, Wemple deja solo a su compañero en el interior del sepulcro; si la aparición de la momia en la imperecedera película de Freund es uno de los momentos más fascinantes del cine fantástico, con su amalgama de sombras, encuadres inesperados y música oscilante, por desgracia aquí se ve reducida a un simple plano donde vemos cómo se entreabre un sarcófago, y que al instante el director corta para llevar la trama al exterior, a la tienda de campaña de John; el grito del arqueólogo apuntillará sencillamente el suceso. De vuelta a Inglaterra, Stephen Banning es internado en un manicomio. Cuando recupera algo de salud y memoria, manda llamar a su hijo, al que le reprende el que no se hubiera cuidado mejor la pierna; John ha quedado cojo, y este buen
detalle de guión (ya que si John sufre ese defecto es precisamente por no haberse puesto al cuidado de un médico para no abandonar a su padre el día del descubrimiento) resulta cuando menos curioso, ya que frivolizando se puede recalcar que la simbiosis de la que gozaban Peter Cushing y su inseparable compañero, Christopher Lee, era tan grande que, llegado el momento, la momia/Lee también cojeará y se tambaleará al andar de manera notable. Otro detalle importante surge en la conversación entre padre e hijo: el viejo le cuenta que fue atacado por una segunda momia que se agazapaba en el interior de la tumba. Mehemet Bey (George Pastell) es el Renfield particular de la momia asesina. Viaja a Inglaterra con la intención de que el monstruo pueda vengarse de los profanadores de su tumba. Ha contratado los servicios de unos hombres para que trasladan en un carro la caja que lleva en su interior a la momia, la reliquia, pero el estado de embriaguez de los mentecatos provoca que el medio de transporte vaya tan rápido que la caja caiga y se hunda en el fondo de una ciénaga. Al
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día siguiente Bey revive al monstruo por medio de las preces que lee en un pergamino: por primera vez vemos a la momia de Christopher Lee; en verdad el trabajo de maquillaje de Roy Ashton es inconmensurable, así como la mímica del actor, al que parece no importarle estar bajo un kilo de vendajes para conseguir un trabajo interpretativo excepcional; Christopher Lee había estudiado ballet y utilizó la experiencia obtenida con este arte para mostrar un personaje mudo y casi agarrotado, lleno de carga emotiva y sensaciones chocantes, difícilmente olvidable; los primeros planos de sus ojos lo dicen todo. El actor sufrió en su propio cuerpo los efectos especiales de Bill Warrington: “Tuve que realizar retos que el mismísimo Arnold Schwarzenegger hubiera rechazado, como atravesar verdadero cristal, que provocó cortes en gran parte de mi cuerpo, o heridas a causa de las pequeñas explosiones empleadas para simular las balas que se incrustan en la momia”23. El cristal lo atravesó al destrozar la momia una ventana para entrar en la celda acolchada de Stephen Banning, al que estrangula hasta la muerte; una vez más esta secuencia se resuelve de manera flojita por el director, agravada por la horrible interpretación de Felix Aylmer y la música de Frank Reizenstein que, siendo realmente bella, es insertada durante todo el filme en los momentos más equivocados. La desidia de Terence Fisher al rodar esta película queda demostrada por completo en la siguiente escena, en la que un diálogo entre John y el inspector Mulrooney (Eddie Byrne) es rodado en un plano estático durante cuatro o cinco minutos (la cámara se mueve sólo un momento para acompañar a Peter Cushing hasta la chimenea para luego volver a su posición original), como si se tratase de una de los subproductos de William Beaudine; cierto es que el guión de Sansgter se ha centrado en la elaboración de los diálogos antes que en la acción, por lo que no ayuda al director en demasía, pero Fisher ya tenía que saber por su experiencia que si en un diálogo no se insertan primeros planos de los protagonistas, planos medios de la escena, o no se mueve la cámara de vez en cuando, se corre el riesgo de que el espectador acabe pensando en cómo pagar las facturas a fin de mes antes que en la propia trama de la película. Al final de la secuencia hay un nuevo movimiento
de cámara para mostrar el retrato de Ananka, que sirve como encadenamiento para un flashback que nos lleva al Antiguo Egipto, a los sucesos que condenaron a Kharis a convertirse en el muerto viviente que es; por desgracia estos eventos vuelven a demostrar por enésima vez el desastre de toda la producción; aún rodada como toda la película en un estupendo Technicolor (Terrifying Technicolor), su trabajo artístico se devalúa por completo al repetirse los escenarios de la excavación del principio del largometraje, sin cambio alguno aunque se representen actos acaecidos 4000 años antes; incluso el cortejo fúnebre pasa por delante de la roca tras la que John y su tío Wemple se protegían para accionar los explosivos que enterraban la tumba bajo los escombros. No es cuestión de ser o no ser quisquilloso, pero si en la producción de una serie B se despreocupan estas circunstancias, los resultados pueden devenir en los que caracterizan a un filme de rango inferior. Kharis ha traicionado las costumbres egipcias y tiene que ser castigado por ello; se le corta la lengua, en una escena rodada pero censurada por John Trevelyan y su grupito de ayudantes de la BBFC (British Board of Film Censors); finalmente es condenado a ser momificado en vida. Vuelta a la trama final y, después de que Wemple sea también asesinado, se inserta otro flashback, repitiendo la escena en la que la momia sorprendía al padre de John, ahora mostrada en todos sus detalles. Menos mal que a partir de aquí, el filme coge un brío alabable, conteniendo los últimos 20 minutos escenas de exquisita destreza artística; por ejemplo: John le comenta a su mujer Isobel el gran parecido que tiene con la princesa Ananka (interpretados ambos papeles por Yvonne Furneaux), explicándole que era considerada la mujer más bella del mundo; ante el gesto feliz de su esposa, remata sarcásticamente la explicación con “aunque por aquel entonces, el mundo era muy pequeño”. En ese mismo instante hace su aparición la momia, entablándose una lucha entre los dos personajes que, aún cojos, rememora el gran final de Drácula24; a punto de morir estrangulado por su oponente, John se salva gracias a que el monstruo percibe también el parecido de Isobel con su adorada Ananka; es éste el único momento en el que el romanticismo propio del mito
–––––––– 23 “La momia de Terence Fisher”, Ángel Salas, Imágenes de Actualidad n.º 203, op.cit., pág. 69. 24 John salta por encima del escritorio para coger una lanza de la pared que clava en el cuerpo de la momia. Esta lid no estaba escrita en el guión y fue propuesto por el mismo Cushing; se ha convertido con toda justicia en una de las imágenes más indisolubles de la Hammer.
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es insertado en la película, mostrando la momia un humanismo que acongoja por su concepción; lástima que no se haya profundizado lo suficiente en este aspecto del guión. Después de una divertida investigación sobre el origen e intenciones de Bey, llevada a cabo por Peter Cushing como si estuviese repasando su rol como Sherlock Holmes, el filme llega a su desenlace con un acto rodado de forma magistral y con una ambientación digna de las mejores obras, en una ciénaga repleta de brumas y claroscuros que será la nueva y fascinante tumba del monstruo protagonista; sin duda una secuencia indigna y totalmente antagónica en cuanto pericia y primor se refiere a lo expuesto durante todo el metraje de la cinta. Como se dijo antes, la crítica fue unánime a la hora de considerar los resultados como parcos y muy decepcionantes; tal vez por ello, el estudio decidió cancelar su proyecto de adaptar El hombre invisible (The Invisible Man, 1933) de James Whale, incluso por propia iniciativa de Terence Fisher, aunque se mantuvo la idea de realizar una película sobre el hombre lobo de la Universal. Mientras, la Hammer seguía produciendo filmes a destajo. El mismo Fisher estrenaría poco después de su aventura en el Antiguo Egipto The Man Who Could Cheat Death (1959), nueva película fallida que con La momia puede ser considerada como una vuelta al mediocre estilo esgrimido por el director en su etapa de aprendizaje en la Exclusive, extrañamente después de haber rodado tres obras tan maduras como son Drácula y las dos primeras entregas de la serie de Frankenstein. Tanto la anterior como este remake de la estimable The Man in Half-Moon Street (1945) de Ralph Murphy son trabajos de Fisher donde la profundidad de sus temas, el género que tratan y los medios con los que se ha contado para realizaros se oprimen, se desaprovechan como si se tratara de conseguir aquellos viejos productos de rápido consumo de la empresa dirigida por James Carreras; no se mima la planificación, que es reducida a meros planos informativos, y el guión presenta signos de evidente cansancio, con poca prosa y sí mucha perorata; si la película que produjo la Paramount, The Man in Half-Moon Street, era rica en ambientación y contrastado talante visual, en la de Fisher moles-
ta lo estático de sus planos, la lentitud del desarrollo y la carencia de elipsis, siendo un simple encadenamiento de secuencias que, aunque perfectamente coherentes entre sí, están faltas también de estímulos y sugerencias. Tanto el filme de Murphy como el de Fisher adaptan una obra teatral de Barré Lyndon, aunque difiriendo bastante en el mismo argumento. Centrándonos en la de la Hammer, la historia relata el éxito de un científico llamado Bonner (Anton Driffing) que ha descubierto el secreto de la eterna juventud, la panacea más deseada por la humanidad, pero conseguida por los medios más fríos y técnicos: el doctor tiene que trasplantarse periódicamente una glándula de las paratiroides, con el fin de transformarse en un joven treintañero, y esconder su apariencia decrépita de más de cien años25. Debido a estos trasplantes, aunque más por anhelos psicológicos que por los resultados y trastornos físicos de la cirugía26, el protagonista se va haciendo cada vez más ruin, malvado, bello sí, pero asesino también; es la película una clara fagocitación del significado general de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, que tendría que esperar a la cinta del mismo Fisher sobre el mito de la gorgona griega para mostrarse en todo su esplendor. Aquí, como en La momia, se ha concebido la realización más como un producto de terror llanamente puro y duro que a un ferviente estudio sobre la psique humana y las relaciones sociales e individuales del propio ser; es sólo un filme que continúa las historias de mad doctors, féminas secuestradas y laboratorios de tortura y muerte propuestas por la Universal, y continuadas después por Roger Corman y la escuela de terror italiana. Algunos críticos tienen otra opinión sobre el asunto: Tomás Fernández Valentí y Antonio José Navarro reseñan el significado de la película de esta manera. “Así se permite un singular requiebro metafísico, profundamente pesimista: el mal anida en el interior del hombre a pesar de ser una criatura dotada de extrema inteligencia y sensibilidad. [...] El equilibrio estético de la película no es más que una máscara para hilvanar semejante idea, pues la violencia de los instintos es el ideal que se agita, convulso, tras las gélidas imágenes de esta excelente cinta”27.
–––––––– 25 ¡104 años!; en el filme de la Paramount, el protagonista contaba con 80 años. 26 Seguramente David Cronenberg aceptaría de buen grado dirigir una moderna adaptación de la historia, y sin duda tendería a subrayar los problemas que conlleva el progreso científico y sus secuelas físicas, al fin y al cabo concepto en el que se sustenta gran parte de su filmografía. 27 “The Man Who Could Cheat Death”, Tomás Fernández Valentí y Antonio J. Navarro, Dirigido por… nº. 300, op.cit., pág. 71.
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Un buen corte: el plano (y lengua) amputado de La momia (1959).
Menor interés aún tienen el resto de producciones de la Hammer de este año. I Only Arsked (1959) es una comedia dirigida por Montgomery Tully basada en la serie de televisión The Army Game (1957-1961). Este show producido por la Granada TV tuvo bastante éxito en Inglaterra; sus 153 capítulos de media hora cada uno relataban las mil y una peripecias de varios soldados para obtener dinero, y a la vez huir y mofarse de su sargento mayor; su protagonista principal Bernard Bresslaw se convirtió en una de las celebridades más famosas del país, y uno de los guionistas, Marty Feldman, sería el posterior Igor de
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El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, 1974). La Hammer decidió acercarse una vez más a la comedia en un intento de lavar la imagen de sádicos ante la crítica y los censores, y pidió a los guionistas Sid Colin y Jack Davies que redactaran una historia suave y divertida para el consumo familiar; de aquí surgió el siguiente argumento: un batallón de soldados tiene como misión proteger a la British Oil en el desierto, pero pronto harán peligrar la misión al descubrir un harén lleno de mujeres. El filme no tiene mayor interés que contemplar a Michael Ripper en su sempiterno rol humorístico, y a Francis Matthews en su segundo papel para
la Hammer después de The Revenge of Frankenstein. Bernard Bresslaw fue contratado una vez más para protagonizar The Ugly Duckling (1958), una parodia del clásico de Robert L. Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hyde dirigida por Lance Comfort, y que se convirtió en claro antecedente de la genial El profesor chiflado (The Nutty Professor, 1963) de Jerry Lewis. Un miembro de una banda de ladrones de joyas descubre un líquido que, al beberlo, lo convierte en un gángster de pocas luces, provocando con sus compañeros las situaciones más divertidas; lástima que la película fuera censurada brutalmente en su día, y por ello su localización videográfica sea hoy casi imposible. Siguiendo la estela de The Camp On Blood Island, el estudio reincide con los filmes bélicos, y sin haber aprendido la lección; si la morbosidad de la película anterior había sido juzgada como inmoral y en exceso escabrosa, las nuevas películas de guerra de la Hammer serán criticadas por el público por no aceptar el punto de vista expuesto en ellas sobre la posibilidad de que, en la II Guerra Mundial, el ejército inglés hubiera cometido también serios atropellos contra la Humanidad. De esta manera el mismo Val Guest rueda Ayer, enemigos (Yesterday Enemys, 1959) que adapta un trabajo televisivo de Peter R. Newman, Robert Aldrich hace lo propio con Ten Seconds To Hell (tv: A diez segundos del infierno, 1959) y finalmente George Pollock dirige Don’t Panic Chaps! (1959). El argumento de la primera se sitúa en Birmania, donde el batallón comandado por el capitán Langford (Stanley Baker) se pierde en la jungla. Cuando los soldados ingleses descubren un pueblecito japonés en medio de la espesura batallan con los habitantes para apoderarse del lugar. La lucha está filmada con excesiva rapidez aunque también con elegancia por Val Guest, pues lo que en realidad le interesa al director es lo que viene a continuación; Langford se presenta como un maquiavélico personaje que no dudará en torturar y asesinar para obtener información sobre la avanzadilla japonesa, y entre él y uno de los prisioneros surgirá un toma y daca verbal en verdad interesante; evidentemente esta historia no fue del agrado de un público británico que se encontró con un producto agudamente antipatriótico, aunque el filme intentara defenderse con unos carteles publicitarios que indicaban “War is hell” (La guerra es el infierno); resultó ser un fracaso de taquilla en todo el mundo, aunque en España, donde recaudó
poco más de 3.000.000 de pesetas, asistiendo a la proyección 140.541 espectadores, el filme superó en todos los números a La maldición de Frankenstein y a Drácula.. Ten Seconds To Hell ahonda en tema y estilo aunque de manera más sutil; después de finalizar la II Guerra Mundial, un grupo de excombatientes nazis vuelve a su Berlín natal para trabajar como especialistas en desactivar bombas; como el trabajo es más que peligroso, deciden reunir las pagas de cada uno para que el último que quede pueda disfrutar de todo el dinero en el caso de que se produzca la muerte de los demás; la presión entre los protagonistas no tardará en surgir. La película es una floja adaptación de la superior pero poco conocida The Small Back Room/Hour of Glory (1948), otra de las colaboraciones entre Michael Powell y Emeric Pressburger, que se sustenta por las buenas interpretaciones de Jack Palance, Jeff Chandler y Martine Carol, y que tuvo mejor aceptación en taquilla que la anterior Ayer, enemigos, aunque igual número de ataques periodísticos. Tal vez el estudio pensó que la mejor idea era la de reunir a soldados ingleses y alemanes en una misma película bélica, pero de forma pacífica; Don’t Panic Chaps! fue dirigida por George Pollock, adaptando un poco conocido serial radiofónico, y narraba la historia de una isla del Adriático que es ocupada a la vez por las tropas británicas y por las nazis; las situaciones cómicas del filme son bastante sugerentes, y además cuentan con la participación interpretativa de los entrañables Dennis Price y Thorley Walters, sin embargo los resultados finales no son del todo satisfactorios. Curiosamente la Hammer no considera esta película como producción propia, y suele descartarla de su filmografía oficial. Por último, antes de acabar la década, la Casa estrena dos documentales más: Operation Universe (1959) dirigido por Peter Bryan, y Ticket to Happiness (1959), una guía gráfica de viajes producida por Michael Carreras.
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