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APRENDIENDO DE LAS GUARDIANAS DE LOS CONOCIMIENTOS

Hubo un tiempo en que las familias agrícolas cultivaban 300 especies de plantas, todas de importancia primordial. Donde existían 30 000 variedades de arroz solamente en la India y más de 10 000 variedades de maíz y trigo en las Américas (Álvarez-Febles, 2001).

Hubo un tiempo donde desde la relación de los pueblos y las tierras americanas nacieron el chile, el tomate, el girasol, la yuca, el maní, el cacao, la papaya, la piña, entre tantos otros cultivos (León, s.f.). Y donde los pueblos y tierras andinas dieron luz a sus más de 4000 variedades de papas hasta ahora identificadas (Bradshaw, Bryan y Ramsay, 2006).

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Sin embargo, ahora el 95 % de nuestro potencial nutritivo a nivel mundial se basa en 30 plantas, y en los campos se cuentan apenas una docena de variedades de trigo; más del 80 % de las variedades de maíz conocidas en 1920 han desaparecido, y de las 30 000 variedades de arroz que un día fueron quedan tan solo unas 50 (Álvarez-Febles, 2001). El resto se encuentra irónicamente almacenadas en la Bóveda Global de Semillas Svalbard a 1000 km del Polo Norte y ya no están en las manos de los pueblos que a través de miles de años de intercambios, selección, observación, prácticas e innovación un día las crearon. La agroecología surge entonces de esta realidad, del reconocimiento que estos pueblos con estos territorios (y toda la vida que les habita) lograban garantizar no solo sus cosechas, sino también la conservación de ecosistemas y suelos sanos, biodiversos, sustentables y eficientes, lograban dignificar la vida. Si bien el concepto en sí como lo entendemos ahora surge a finales de los años setenta y en Centroamérica emana desde las doctrinas de fe, particularmente la teología de la liberación, desde donde se nutre metodológicamente la educación popular y la metodología de «campesino a campesino», siempre se habló de un redescubrimiento de prácticas y saberes ancestrales.

Desde la agroecología se reconoce entonces que los sistemas de agricultura tradicional o agroculturas han emergido a lo largo de siglos (entre 12 000 y 8000 años) de una evolución cultural y biológica que les ha permitido adaptarse bien a las condiciones locales para satisfacer las necesidades de las familias campesinas e indígenas, y esto aún bajo condiciones ambientales adversas, como terrenos marginales, sequías o inundaciones (Altieri y Nicholls, 2000). Por ejemplo, durante casi todo el siglo XX se pensó que las grandes selvas de América Latina no eran territorios aptos de abastecer a grandes poblaciones por sus suelos ácidos, pero ahora, sabemos que la diversidad de las técnicas de producción empleadas tanto por los antiguos habitantes de la Amazonía o de la selva maya, que iban desde copiar la estructura de la selva misma permitiendo a los sistemas de cultivo adaptarse a los patrones de drenaje, el tipo de suelo y su profundidad, su declive, la caída de la lluvia y otras características microambientales, hasta modificar las características del suelo mismo, les permitieron alimentar a una gran población. Sabemos que los habitantes de la Amazonía modificaban el suelo incorporando material orgánico y restos de cerámica, logrando tener suelos con muchos más nutrientes dentro de la selva. También sabemos que los aztecas identificaron más de 24 tipos de suelo por el origen, color, textura, olor, consistencia y componentes orgánicos, y que hasta hoy los pueblos campesinos saben identificar sus tipos de suelos. Esto porque las culturas ancestrales entendían al suelo como la base de la vida y sabían que es un organismo vivo, algo que hasta hace poco la ciencia moderna comienza a entender.

Otro de los aspectos más importantes a resaltar en estos sistemas agroculturales, desde donde surge la agroecología, es su alta diversidad, como lo mencioné al inicio del texto. En el territorio de Abya Yala, nunca existió el monocultivo, y, aun así, las culturas ancestrales lograron tener éxito de producción de alimentos y abastecer a grandes poblaciones. Ahora sabemos que la diversidad es el primer principio de resiliencia de un ecosistema, sin embargo, en el último milenio cerca de tres cuartas partes de la superficie terrestre han sido alteradas por la humanidad con un enfoque de producción intensiva y extensiva basado en monocultivos. Según la FAO esto ha llevado a que el 75 % de la diversidad de los cultivos se perdiera sólo en el siglo XX. Adicionalmente, se estima que esta forma de agricultura ha aportado directamente a la pérdida del 38 % del suelo y ha llevado en las subregiones tropicales del continente americano a una reducción del 94 % de las poblaciones de mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces entre 1970 y 2016 (Índice del Plantea Vivo 2020). No podemos olvidar tampoco la contribución de la agricultura moderna al cambio climático que representa el 23 % del total de las emisiones antropógenas neta55

El cambio drástico inició en los cincuenta con el echar a andar de la llamada Revolución Verde que a base de semillas mejoradas, fertilizantes, pesticidas y maquinaria afirmaba que acabaría con el hambre en el mundo. Si bien, la revolución verde efectivamente ha generado un fuerte incremento en la producción, llegando en la actualidad a tener una producción promedio mundial de 4600 kilocalorías (kcal) por persona (históricamente la mayor cantidad de calorías disponibles por persona). Los sistemas alimentarios industriales más bien han agravado las desigualdades y han agudizado los problemas de acceso a los alimentos. Solo basta decir que la mitad de las kilocalorías producidas se pierden y que las personas empleadas en el rubro de la agricultura industrial suman más de los aproximadamente ochocientos millones de personas desnutridas en el mundo.

Lastimosamente hasta ahora esa es todavía la apuesta que los estados e instituciones continúan impulsando. Un sistema agrícola que no sólo no ha combatido el hambre, si no que contaminado y destruido territorios, océanos y nuestro propio aire. Además de haber arrinconado por el avance de las grandes empresas agroindustriales a las pequeñas familias productoras tradicionales por no poder competir llevando así al proceso de la descampesinización, es decir, la muerte del campesinado como sector, como cultura, como guardián de tradiciones milenarias56.

Pero ahora la agroecología está tomando fuerza, entendida no sólo como un conjunto de prácticas o una ciencia, sino como un movimiento social, una apuesta política territorial, que plantea cambiar la lógica impuesta por el modelo colonizador agrícola neoliberal que definió el territorio de América Latina como una región pobre y subdesarrollada, pese a que concentra la mayor biodiversidad mundial y es rica en fuentes de agua, ecosistemas y culturas. Y acá resalto los procesos de territorialidad, que están íntimamente relacionados con cómo las personas usan el espacio, la tierra, cómo se organizan y cómo asignan significados o símbolos al lugar. Hay una relación de uso y apropiación sociocultural de la sociedad en el espacio o el lugar; de esta manera la territorialidad es una expresión geográfica primaria de poder social, acorde a los actores inmersos y las dinámicas de apropiación (Sack, 1986) y se vuelve fundamental para la agroecología, que asumida como una propuesta política territorial, contribuye al proceso de recampesinización y reterritorialización (Rosset y Martínez, 2016).

La agroecología busca entonces reivindicar el papel de los pueblos en la conservación de la diversidad biocultural y rescatar la memoria y los saberes de las agroecoculturas remanentes, consideraras guardianas de los conocimientos imprescindibles para la sobrevivencia de nuestra especie y testimonio de nuestra capacidad de aprender de la incertidumbre, el estrés y los cambios (Altieri, 2000).

Es importante también aclarar que la agroecología reafirma la diversidad de Abya Yala por lo que tampoco podemos hablar de una sola agroecología latinoamericana, como no podemos hablar de un feminismo, hablamos pues de una multiplicidad de visiones que se retroalimentan por un fin común: el desarrollo de un sistema agroalimentario sustentable y más justo para todas las personas y formas de vida.

Cierro reafirmando que es imposible pensar en un futuro más justo y sostenible sin visibilizar y priorizar a las mujeres campesinas indígenas, pues han sido ellas quienes han liderado esta transformación. Y son las mujeres, en general, las que están liderando otras transformaciones profundas que necesitamos hacer para poder estar nuevamente en sintonía con la vida, está claro que sin feminismo no hay agroecología y tampoco un futuro más digno.

55 IPCC, 2019: El cambio climático y la tierra: Informe especial del IPCC sobre el cambio climático, la desertificación, la degradación de las tierras, la gestión sostenible de las tierras, la seguridad alimentaria y los flujos de gases de efecto invernadero en los ecosistemas terrestres [P. R. Shukla, J. Skea, E. Calvo Buendia, V. Masson-Delmotte, H.-O. Pörtner, D. C. Roberts, P. Zhai, R. Slade, S. Connors, R. van Diemen, M. Ferrat, E. Haughey, S. Luz, S. Neogi, M. Pathak, J. Petzold, J. Portugal Pereira, P. Vyas, E. Huntley, K. Kissick, M. Belkacemi, J. Malley (eds.)].

56 Montoya Greenheck, Felipe. “Tradiciones alimentarias: bienestar de las personas y del ambiente“. En CuadernosdeAntropología, ISSN: 1409-3138, No. 20. Año 2010 https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/antropo-

Yanira Cortés Especialista en derechos ambientales

Hablar de los Derechos de la

Naturaleza es reconocer que la Naturaleza cuenta por sí misma con valores intrínsecos y derecho propio. Esta idea implica, entonces, despojarnos de ver a la naturaleza no solo en función de su utilidad o de los beneficios para los seres humanos. Es decir, superar la visión antropocéntrica y dar paso a una nueva visión donde la naturaleza impone sus límites y otorga derechos a la persona humana, pero tomando en cuenta su capacidad regenerativa, su capacidad de absorción y de resiliencia. Un paradigma entendido desde la cosmovisión indígena.

No trascender a este nuevo modelo no solo implica nuestra propia destrucción, sino además podría significar la pérdida de todas las formas de vida. El colapso. Es de aclarar que lo anterior tampoco admite posiciones extremas que deslegitimen esta nueva visión, como cuestionar que nos conduciría a considerar que la naturaleza es intocable. Nada más absurdo e irracional, ya que esta nueva forma de ver a la Madre Tierra entiende, precisamente, que del cuido y del respeto a sus límites se derivan beneficios para todos los seres vivos y especialmente para los seres humanos, quienes [re]alcanzaríamos la seguridad climática, hídrica, ambiental y agroecológica necesarias para vivir una vida con dignidad, libre de riesgos, ahora gravemente comprometidas por la explotación y el interés desmesurados.

Se trata de proteger a la naturaleza, sus ciclos vitales, atender todos sus procesos evolutivos. Un concepto que va más allá de relacionarlo solo con los seres humanos, y que se extiende a la protección y garantía de todos los sistemas de vida, los ritmos ecológicos; es decir, centrado en la defensa de los ecosistemas y en las colectividades.

Un camino para conseguir este viraje podría ser repensar desde los derechos humanos y pasar a una nueva visión y a una nueva reconceptualización, como ya se ha dado en otros momentos de la historia. Es el tiempo de escuchar a las voces y al pensamiento ecológico que da cuenta, demuestra y advierte de la necesidad de ver a la naturaleza dotada de derechos, para salvar a la misma humanidad que es su centro de protección. Recordando que, de no hacerlo —a tiempo—, la defensa de los derechos humanos se verá frustrada, pues si hoy no protegemos a la naturaleza, todos los derechos humanos [sin excepción] se verán comprometidos y, sin temor de caer en el fatalismo, anulados.

En ese orden, los derechos humanos y los derechos de la naturaleza lejos de ser posiciones antagónicas o excluyentes se complementan y ambos fortalecidos podrían hacer posible la defensa de los elementos que sostienen la vida, dotándola de mayor dignidad y justicia.

Trascender de la Naturaleza objeto a la Naturaleza sujeto es la única alternativa que asegura la existencia de todas las personas que habitamos en este planeta. Este es un concepto que ha estado presente desde las percepciones de los pueblos indígenas y campesinos a través del tiempo y que ahora, más que nunca, se vuelve imperativo volver hacia ellos nuestra mirada. Estoy plenamente convencida de que en la medida que se va retomando y se va exigiendo con más fuerza esta visión (ignorada o excluida), la posibilidad que desde el derecho se asegure una firme protección de la Naturaleza como una entidad autónoma se vuelve más real. Ya que, como bien lo expresa un adagio jurídico: “es más fácil exigir cuando un sistema jurídico ha reconocido un derecho, que hacerlo sin él.”

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