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Del percibir, observar y contemplar... E
n días pasados, caminando despacio por las calles de nuestra colonia en quietud y sin prisas, me topé de buenas a primeras con una florecilla amarilla que me miraba desde su modesto pradito verde a la orilla de la banqueta, decidida a no pasar desapercibida. Su color amarillo intenso, y su luminosidad, me hizo pensar en un pequeño sol irradiando vida. Le sonreí, le agradecí y pensé: ¡Qué bueno que estoy en un presente sin prisas, que me permite percibir y apreciar los cotidianos milagros de la vida!
Una de las características de los seres humanos del siglo XXI (afortunadamente no de todos), es que, desde hace tiempo, hemos perdido la capacidad de azoro, de disfrute, en medio de una prisa obsesiva que nos devora y que siempre nos exige más y más.
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¿Más qué…? más rendimiento, más trabajo, más productividad, más proyectos, más éxito…
Todo ello nos provoca un agobio y una exigencia que nos impide dis-frutar, es decir, “tomar los frutos” que la vida, en su sencillez cotidiana, nos ofrece.
Y hemos llegado a concederle valor social y hasta admiración, a ese activismo desaforado , que nos lleva a hacer a un lado lo verdaderamente relevante. Y todavía solemos argumentar con orgullo: “Es que yo soy muy apasionado…”.
Es curioso, pero incluso en nuestro idioma ha sido mal interpretada y, en consecuencia, mal utilizada, la palabra “pasión”. Al hablar de “apasionamiento”, por ejemplo, hemos entendido un frenesí, locura, activismo, acción… cuando es todo lo contrario: pasión es pasividad, es la acción de padecer, es decir, dejar llegar la vida, dejarnos empapar, recibir el devenir de la realidad, sin intentar de inmediato controlarla y manipularla.
La vida nos llama a ser apasionados (no pusilánimes), ciertamente, pero, entendiendo el apasionamiento como esa capacidad de recibir la realidad, percibirla, observarla y contemplarla sin prisas y, sobre todo, sin intentar controlarla. Finalmente, es desde la realidad, en donde podemos contactar la esperanza de plenitud.
¿Cuál es la diferencia entre percibir, observar y contemplar?
Vale la pena considerar estos tres verbos, para encontrar sus matices, su riqueza, y sus diferencias. Percibir es mirar, quedar retenidos por la realidad que nos rodea, sin ir más allá, sin pretender racionalizar, sin pretender entender o analizar, sin pretender lograr nada… sólo percibir en el aquí y en el ahora. Percibir es dejar actuar en nosotros, aquello que estamos percibiendo; es sentir la fuerza de irradiación de la realidad, aún antes de perdernos en las ideas y el pensamiento discursivo. La percepción es… gratuidad.
Observar, en cambio, implica un objetivo diferente: quien observa, busca algo más que mirar o sentir la realidad. El observante busca información. Pensemos en una hilera de hormigas rojas, cargando hojitas verdes, a veces superiores a su tamaño… percibirlas sería sólo decir, el contemplar nos conduce hacia nuestra propia interioridad, más allá del pensamiento discursivo, en busca de ese camino espiritual que por segundos intuimos, y que, se nos presenta como un amanecer, como una iluminación serena, como un momento de paz y quietud en contacto con lo divino. Contemplar es posible, desde el silencio interior.
La mirada a lo hermoso
La contemplación puede iniciar con la mirada a lo hermoso, ¿dónde? Principalmente en la naturaleza, pero no sólo. La naturaleza es la gran maestra de la contemplación, sí, pero muchas veces la belleza no responde a los cánones establecidos, y sí, en cambio, a la fuerza ontológica: “Esa flor es bella… porque existe”, y su presencia permite un “diálogo regido por el amor”. Cuántas veces, ante un momento que invita a la contemplación, irrumpe “la razón”, dueña y señora del momento, con sus reflexiones seductoras y sus torpes laberintos que confunden el instante de la simple contemplación.
Finalmente, contemplar, es abrir ese resquicio por el que puede llegar la sencilla luz que iluminaría, con la gratuidad del sol, nuestra conciencia.
“… En este mundo la belleza es común”, escribe el poeta argentino Jorge Luis Borges, en el prólogo de su libro Elogio de la sombra, su cuarto libro de poemas, publicado en 1969.
Comparto enseguida el fragmento final de su poema: “Heráclito”: eso, detenernos ahí, sin racionalizar; pero observar, es preguntarnos: ¿a dónde van? ¿cómo logran organizarse en categorías? ¿cómo pueden cargar un peso superior al suyo? etc. Es decir, es el pensamiento discursivo quien pide respuestas…
Contemplar, nos lleva a una actitud diferente. El contemplar, a partir del percibir, es entrar al propio “templo” que somos, de ahí la palabra con-templar. Es
“¿Es común la belleza a todos los vivientes?” habría que preguntarnos, como lo hace el filósofo italiano Vito Mancuso en su libro: “El camino de la Belleza”. ¿Depende del ser, o de la mirada de quien contempla?
Una de sus conclusiones me parece especialmente fecunda: “A pesar de todo, en los vivientes encontramos una difusa e irresistible felicidad natural, la felicidad sencilla e instintiva que deriva del “ser”, del existir y – en todos los seres humanos – de ser conscientes de ello ”.