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Conocer a Dios a través del amor

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El arte de andar

El arte de andar

Quiero iniciar este artículo con una oración de Carlo María Martini en donde describe con gran profundidad la experiencia del amor:

Llamo amor a aquella experiencia inconfundible, intensa e inolvidable, que es posible solo en el encuentro con otra persona y con Dios. No existe el amor hacia algo abstracto o hacia una virtud. No existe el amor solitario, el amor siempre supone a otra persona y se actúa en un encuentro completo. Por eso el amor precisa de intercambios, de citas, de gestos, de palabras, de dones que, aunque sean parciales, son símbolo del don pleno de una persona a otra persona.

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El niño, el anciano, la madre, el obrero, el enfermo, el moribundo, el preso, el empresario, toda persona humana posee un valor absoluto ante el cual la única respuesta adecuada es el amor. Esta dignidad intrínseca de la persona, este valor personal, requiere una fuente: Dios. Lo podemos experimentar cotidianamente los que tenemos la fortuna de tener niños en nuestras familias. Cada sonrisa de un niño irradia su dignidad de ser amado, es como si sonriese el mismo amor absoluto que es su fuente.

Es importante dar unas pinceladas de lo que significa el amor verdadero dado que en la sociedad actual se “utiliza” la palabra hasta como estrategia de marketing. En el amor existe un anhelo vivo de unidad que presupone la reciprocidad. Ahora bien, el amor presupone varios obstáculos, tanto internos como externos. Sólo a través de Dios el amor es realizable en toda su profundidad. También es cierto que los valores como la belleza de la naturaleza y el arte y los valores morales despliegan esta fuerza unitiva de la que estamos hablando, sin embargo, es Dios quien puede fundamentar la unidad última entre las personas.

Un falso amor consiste en idolatrar a las personas; esto es fuente de muchas tragedias en las relaciones.

Es por eso que debemos situar al ser amado en el lugar adecuado, es decir, reconocerlo y amarlo en su finitud y en su imperfección, por un lado, y en su condición de hijo amado de Dios, por el otro. Así llegamos a la conclusión de que sólo en Dios podemos amar plenamente a la persona amada sin idolatrarla. En otras palabras, contemplar a la persona amada a través de la mirada de “su ser amado infinitamente por Dios”, podremos amarla de manera total y completa. Esta realidad es aplicable a cualquier tipo de amor: filial, materno, paterno, fraterno, conyugal, de amistad, etc.

El amor a Dios es el acto moral más elevado para quien reconoce la existencia de Dios; es una exigencia suprema. El sublime valor del amor a Dios puede ser conocido con la ayuda de la razón y de la penetración ética. Anselmo de Canterbury lo explica de esta manera: “Una criatura dotada de razón ha sido creada para amar al Ser Supremo, sin embargo, la criatura no puede amar al Ser Perfecto por encima de toda medida si no lo conoce y no lo tiene presente en su vida”.

Este razonamiento lo aplicamos en nuestra vida diaria en relación con las personas. Evidentemente amamos más y mejor a las personas con quienes nos relacionamos de manera frecuente y a quienes mejor conocemos. Es por eso que, orientar nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestro esfuerzo en conocer al Dios Revelado en Cristo Jesús es una tarea personal fundamental para poder amar a Dios.

Termino con una reflexión sencilla y hermosa del Papa Francisco. En su Catequesis sobre los ancianos el Papa nos comunica que el amor humano más dulce que hay es el amor que nos entregan los ancianos y yo estoy de acuerdo. El amor de los abuelos es una verdadera bendición.

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