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La experiencia de la sordera

La experiencia de la sordera53

Ciencia y experiencia

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Conozco la diferencia entre un texto científico y un texto no científico. Un texto científico no tiene nada de una conversación, de una competición oratoria, de un alegato, ni de una obra de teatro. Un texto científico es un texto sin sujeto y sin destinatario. No contiene pronombres. Está escrito en infinitivo. El enunciado científico es un objeto que se basta a sí mismo. Se sostiene solo. No necesita a nadie.

En estos dos textos, hay un sujeto. Yo me ubico en primer plano. Más allá de miles de precauciones, me arriesgo. También tienen destinatarios. La casi totalidad de mis textos son “dirigidos”. Generalmente de manera explícita. Y el hecho de que lo sean es muy importante para mí. Sé que hay que tender hacia el texto en infinitivo. Es lo que deseo y no me desespero por lograrlo algún día. Ocurre que, hasta ahora, y con respecto a lo que considero imperativo decir, no lo he conseguido.

La oposición entre ciencia y objetividad por un lado, y experiencia y subjetividad por otro, me parece cómoda. Permite poner en evidencia lo que constituye, a priori, una paradoja en el campo en el que trabajo. Entre las personas que frecuentan a los sordos, los profesores de sordos, los cirujanos del oído, los otorrinolaringólogos y los fonoaudiólogos, constituyen las raras excepciones de quienes llegan a evitar por completo la experiencia de la sordera. Ahora bien, no es casual que sean esas mismas personas las que tienen más conocimientos objetivos acerca de la sordera, quienes saben más sobre ella.

Es necesario aún ver en qué consisten esos conocimientos objetivos, a qué se refieren. Se trata de conocimientos acerca de la audición, la fisiología del oído, la psicología de los sordos, los problemas que encuentran para hablar, e incluso la lengua de señas y la cultura sorda. Se refieren a las personas sordas y a lo que

53 Documento anexo, aumentado, para el seminario interno del CEMS, del 3 de febrero de 1994. Apéndice de los textos relativos al Congreso de Sordos Judíos publicados en Das Zeichen (inédito).

Capítulo 1. ¿Qué es ser sordo?

se puede hacer con respecto a ellas. Estos conocimientos no tienen nada que ver con aquello a lo que yo llamo sordera, y que concierne tanto a los oyentes como a los sordos. La sordera, entendida en este sentido, no forma parte de la enseñanza que reciben acerca de ella los profesionales. Como si fuera demasiado difícil, imposible, inútil, o como si estuviera prohibido hablar de ella. Yo mismo, que llevo casi veinte años errando en esos lugares, he escrito mucho y hablado aún más sobre los sordos. Pero, más allá de repetir que los oyentes no quieren oír nada acerca de ellos, no he dicho casi nada sobre la sordera. La he experimentado.

¿Qué es la sordera?

Bernard Truffaut escribe, “Habitualmente no me doy cuenta de que soy sordo, entonces no sufro por eso. Pero por ejemplo, cuando la gente a mi alrededor se ríe de algo que dijeron en la televisión, y yo, como un tonto soy el único que no se ríe puesto que ignoro el motivo, en ese momento siento cruelmente esta realidad. Es cierto, soy sordo”.

El autor habla de experiencia. Es experto en la materia. Estas pocas líneas, que nos hablan y nos conmueven de manera directa, nos recuerdan esta evidencia: nunca se es sordo todo el tiempo, nunca se es sordo solo. Es necesario ser al menos dos para que se pueda empezar a hablar de sordera. Es un juego que se juega entre varios. La sordera es una relación.

B. Truffaut no recurre al ejemplo más elemental, más clásico, que evocaríamos para ilustrarla: el de dos personas que intentarían en vano comunicarse, sin que el mensaje pase. Aquí no hay dos personas, sino francamente mucha gente. Y no hay ningún mensaje. Las cosas ocurren antes.

Sería un abuso de lenguaje decir que, al reírse, los oyentes enviarían a B. Truffaut un mensaje. Simplemente se ríen entre ellos. Están demasiado ocupados con el placer que eso les procura, están demasiado acaparados por esta comunión en la risa. Forman una burbuja, al menos que prefiramos decir que es B. Truffaut quien se encuentra en una burbuja. Estas risas de connivencia describen y subrayan los límites de un espacio, de un envoltorio, los límites de dos espacios. Es la exclusión. La exclusión en su forma la más avanzada, ya que no es aquella que consiste en una expulsión hacia los márgenes, explícita, anunciada, dicha, sino una manera de comportarse exactamente como si la persona sorda no estuviera presente.

La irrupción de la cruel realidad, la brusca conciencia de ella, viene de la comunión que existe entre los otros y de la que él se encuentra excluido. No

forma parte del mismo espacio. Espacio que puede concretizarse a través de imágenes, palabras, sensaciones –la caja de vidrio, el espejismo, la imposibilidad de tocar…. Es como si no estuviera allí. No hay un espacio común. O más bien, se encuentra allí y es importante que esté, pero no está en calidad de ser humano, sino como cosa, como objeto. La persona se constituye en objeto a partir del momento en que se puede hablar de ella, pero en tercera persona. Es por esta razón que, cuando hay varios otros –y no solamente uno, como en las relaciones duales, frente a frente– se experimenta de forma más dramática la sordera.

La sordera así definida –como realidad sociológica, como experiencia vivida, como práctica– es decir, como relación –como relación imposible o fallida, por oposición a la fisiología– es, en el ejemplo de B. Truffaut –que es un ejemplo entre otros–, la consecuencia de la sordera en el sentido fisiológico del término, la consecuencia de la deficiencia auditiva. La sordera así definida, en su realidad sociológica, vivida, existencial, puede tener su origen en algo muy distinto. Puede tratarse de una sordera psíquica de una de las personas presentes, o de una discapacidad de comunicación debida a la ausencia de una lengua común o a diferencias culturales. La deficiencia auditiva, la sordera fisiológica, representa en cierto modo, el ejemplo más típico.

Esta descripción no presupone para nada de qué lado se encuentra el que no oye, y de qué lado está el que no puede hacerse oír. Por miles de razones evidentes, el sordo de nacimiento suele ser, en muchas ocasiones, primero y sobre todo, el que no puede hacerse escuchar.

La sordera en todos sus estados

Este congreso fue una dura prueba. Salí de él, física y afectivamente agotado, vaciado. Lo que viví no es más que la experiencia de la sordera. Fue en ese aspecto, un florilegio.

Oídos sordos

La cuestión había comenzado bastante antes de la apertura del congreso. Durante un largo tiempo hice oídos sordos. Esperaba que si me quedaba tranquilo en un rincón acabarían por olvidarme y encontrarían a alguien más adecuado que yo para hablar en mi lugar. Pensaba que la invitación reposaba sobre un malentendido. Era demasiado difícil dar explicaciones. Entonces me quedé callado, tal como hacemos frente a aquellos a quienes pensamos de antemano que será difícil explicarles, tal como hacemos con los sordos. El malentendido

Capítulo 1. ¿Qué es ser sordo?

que creí percibir, partía de lo que Annette Leven esperaba que yo explicara a los oyentes –judíos–: lo que los sordos son, lo que es la cultura sorda. Ahora bien, si hay una cosa que digo con insistencia a los sordos desde hace años, es justamente que es necesario terminar con las definiciones de ellos mismos venidas del exterior, y sobre todo de los “sabios”. Esto es lo que se espera, por definición, de los investigadores. Y ha sido siempre un problema para mí.

A lo lejos, tiempo después, en frío, sin estar inmerso en la inmediatez de la vivencia, me pregunto si es posible hablar, en este caso, de sordera. Ya que después de todo, la historia terminó bien. Finalmente respondí al pedido de Annette Leven y pude hacerlo explicitando mi posición, mi lugar. Ese fue precisamente, el punto central de mi intervención. De este modo, aquello que experimenté como sordera en el instante de la vivencia, y que hubiera podido ser calificado como tal si el desenlace hubiera sido otro, se transformó, gracias al final que tuvo, en un simple episodio. Como si la sordera fuera el fundamento, el tiempo primero, el preludio indispensable de toda apertura, comprensión o decisión seria, el lapso de tiempo necesario para afinar los violines. Pero, ¿cuánto tiempo se necesita para saber si se trata o no de sordera? Cuando los violines rechinan, ¿podemos saber ya si se afinarán algún día?

La voz que grita en el desierto

El problema de la ausencia de destinatario es mucho más serio y mucho más difícil de vivir. La falta de destinatario no es un ejemplo por fuera de la sordera. Es el caso del niño que se encierra en el baño, a menudo trágico en los casos ordinarios, y completamente distinto cuando la madre o el niño –de hecho no tiene importancia cuál de los dos– es sordo. Ya no se trata de un diálogo angustiado de un lado al otro de una puerta cerrada, sino de la situación dramática que lo precede: ¿hay alguien allí, su llamado ha sido oído? Para el que sabe que el otro está allí: ¿cómo hacerle comprender que fue oído? He notado que es siempre en el momento anterior a la escena que se pone en juego lo que la sordera tiene de trágico.

Ver a Annette Leven desplegar tal energía, poner tanta pasión en defender su causa, explicar, suplicar, acusar, era un espectáculo a la vez trágico, absurdo y cómico, puesto que ella venía justamente de constatar que aquellos a quienes se dirigía su alegato, no estaban presentes. Era como un circo. Irreal, surrealista y loco. Siguiendo los consejos de algunos, había debido sacrificar ciertos pasajes y moderar el tono, para no chocar con los oyentes (judíos). Cuando después de su intervención, me preguntó muy seriamente si no había sido demasiado severa o,

al revés, poco atrevida, si había guardado la buena medida, no tuve ni siquiera el reflejo de decirle que eso no tenía ninguna importancia puesto que no había nadie para escucharla. Me pregunté solamente si no estaba soñando, si yo no había percibido erradamente lo que estaba ocurriendo, si después de todo yo no exageraba las cosas. Tal vez, cuando se les pidió a los oyentes que levantaran la mano, no habían comprendido.

Se comprenderá en todo caso por qué en esas circunstancias, la breve aparición del rabino, que vino solamente para decir que no tenía tiempo para quedarse a escuchar, me pareció una magnífica ilustración de lo que estaba pasando. Era Alicia en el país de las maravillas.

Evidentemente, no se trataba solamente para mí, de un espectáculo. Más de una vez, tuve que entrar en escena. Volverme actor. Aunque tampoco era un actor como los verdaderos, que saben que están actuando, que es “de mentira”. Era la pura verdad.

El ejemplo de Annette Leven, pero en sentido inverso, se erigió para mí en modelo. Ella me había indicado cuál era el camino a seguir. Su voz gritando en el desierto, fue lo que me dio la fuerza para decir lo que había previsto decir, incluso sabiendo que aquellos a quienes había destinado mi intervención, aquellos en quienes había pensado mientras la preparaba –los oyentes judíos–, no estaban presentes.

Pero después de todo, viéndolo de lejos, en frío, etc., pienso que no hay para la sordera solamente el criterio y la solución del tiempo, sino también la solución del relevo: el testigo, el abogado, el que transmite. Quienes han sido testigos, recibieron un mandato tanto más imperativo puesto que se trata de dar testimonio de voces gritando en el desierto, de voces que no lograron hacerse oír. Una gran tradición judía (?)

Nada más que decir, nada más que hacer

Este florilegio de la sordera en todos sus aspectos duró hasta el final, cuando fui condenado sin mucha grandeza, a compartir con un rabino el rol del sordo, en un litigio sobre una carnicería Kasher. Esos últimos minutos fueron para mí el golpe de gracia.

Pasé dos días huyendo cobardemente de una joven dama que insistía en hablar conmigo. Como ciertas personas saben hacerlo, ella llegaba siempre a contra tiempo, justo cuando no era el momento. Bastaba que yo comenzara una discusión animada, para verla rondando cerca de mí, tratando de hacerse notar. Esto me

Capítulo 1. ¿Qué es ser sordo?

irritaba, y tanto más puesto que las pocas veces que la dejé finalmente dirigirse a mí, no pude comprenderla. Como me sucede a menudo con las personas sordas, no entendía lo que quería de mí, por qué era a mí que ella buscaba. Yo veía solamente que estaba indignada, y que parecía pedir justicia de un perjuicio que le habían causado.

En los últimos minutos del congreso, cuando todo el mundo se levantaba para irse, pude beneficiar de la ayuda de un intérprete. La dama comenzó a contar que, junto con su compañero, había comprado una carnicería Kasher, precisando que para eso había tenido que endeudarse. Todo estaba en orden, el notario se los había vuelto a asegurar recientemente. Ahora bien, cuando llegó el momento en que el rabino debía hacer su oficio, este no sólo se rehusó a hacerlo, sino que montó en cólera contra la dama. Yo no lograba comprender la razón de este enojo, y suponía de antemano que se trataba, una vez más, de una de esas situaciones clásicas en las que se les reprocha a los sordos no estar al tanto de algo que nadie se tomó el trabajo de darles a conocer. Tampoco comprendía por qué era a mí que la dama quería dirigirse. Probablemente lo único que sabía de mí, es que no soy ni sordo ni judío. Nuestra conversación, que era ya bastante difícil de llevar, fue rápidamente interrumpida. Me suplicaban que no hiciera esperar más al coche que debía llevarme a la recepción en la Municipalidad. Le dije que prolongaríamos nuestra charla allá, después de la recepción. Me alegré de esa tregua salvadora. Así tendría tiempo de pensar en lo que podría decirle si, tal como sospechaba, no lograba saber algo más acerca de lo que le había ocurrido. Pero la recepción estaba limitada a un número reducido de personas. Ella no estaba invitada. No volví a verla.

Algunos meses más tarde, cuando le conté esta historia a uno de los responsables del congreso, me respondió que no había que prestarle atención. No era nada. Esta persona era bien conocida. No cesaba de hacer historias. Había intentado incluso hacer un proceso al rabino. La dama no era judía.

Comprendí evidentemente la cólera del rabino. Y comprendía también la de la dama. ¿Qué hubiera podido decirle? ¿Qué hubiera podido responder para asegurarle que la había escuchado? Pero ¿se puede escuchar incluso aquello sobre lo que no hay nada que decir? ¿Aquello respecto de lo cual no hay nada que hacer?

Así, en lugar de ser un sitio en el que se puede eventualmente hablar de sordera, ese congreso era un lugar en el que lo que estaba en juego era ella, ella ocupaba un lugar. Como si en una asamblea, en la que los participantes discutirían objetivamente de la locura, en la que no se trataría más que de hablar y de tenerse

así a distancia, la locura invistiera el lugar, y los oradores, inspirados por el contexto, comenzaran a emitir propósitos insensatos. Curiosamente, la sordera siempre está ahí en los congresos donde se habla de ella. De ahí la violencia que siempre ha chocado a los observadores exteriores. ¿La sordera es susceptible de un análisis, de un examen objetivo, de un discurso erudito, de un discurso científico? ¿O sólo es accesible a través de la puesta en escena, del relato, de la vivencia?

Por otra parte, tal vez es una de las razones por las que resulta tan difícil hablar de sordera, y por las que tan rápidamente se tiende a precipitarse sobre las maneras de acabar con ella.

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