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Lección de la historia de los sordos

Lección de la historia de los sordos20

Cuando Joël Liennel, en nombre del Comité organizador, me hizo el honor de pedirme que interviniera aquí, me recordó los grandes períodos de la historia sorda.

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El primero va desde el Abad de l’Épée hasta el fin del siglo XIX. A veces lo llamamos la edad de oro. Pensamos en primer lugar en la elite bien visible y bien ubicada en la sociedad de entonces. Esta pléyade de pintores y de intelectuales sordomudos que había recibido su formación en escuelas que no se preocupaban por enseñar la palabra. La lengua de señas reinaba en esos recintos. Muchos profesores y directores incluso, eran sordos.

Luego vino la noche, el congelamiento, la vergüenza, un siglo de opresión –de 1880 hasta los años 1970.

Desde hace unos quince años sopla un viento nuevo. Por fin sale el sol. El pueblo sordo se levanta. Se pone de pie. Un período nuevo y prometedor acaba de comenzar. Una especie de renacimiento.

Una vez que estuvo seguro de que yo compartía esta visión de la historia sorda repartida en tres períodos, Joël Liennel me pidió que dirigiera hacia ella una mirada política. ¿O tal vez podamos decir sociológica? Después de todo esa es mi profesión.

Luego, Joël Liennel me pidió que me dirigiera a los oyentes. Es pues a ellos que me dirigiré en primer lugar. Tengo mucho que decirles.

Estoy de acuerdo con los aspectos fundamentales de esta división de la historia en tres partes. Sin embargo, me invaden constantemente algunas preguntas, algunos escrúpulos, la necesidad de precisar ciertas cuestiones, de rectificar, de matizar.

Por ejemplo, los Sordos no esperaron al Abad de l’Épée para existir. Incluso a menudo, en épocas lejanas, fueron menos marginalizados que lo que creemos.

20 In La voix du Sourd, n° 178, mayo de 1990, pp. 3-5 y 10. Intervención en el XXII congreso de la Federación Nacional de Sordos de Francia : Bicentenaire de la Révolution : notre culture et notre langue, 1 al 3 de diciembre de 1989.

Capítulo 4. Nación sorda y políticas de la comunidad

El Abad de l’Épée no fue el primer educador de sordos, ni mucho menos. Mejor aún, fue un sordo, Étienne de Fay, quien abrió la primera escuela de sordos en Francia. ¿Qué más podemos pedir? ¿Por qué decimos entonces que la historia de los sordos comienza con el Abad de l’Épée? ¿Por qué no comienza con Étienne de Fay?

Creo que la obra del Abad de l’Épée tiene valor fundacional precisamente porque de l’Épée era oyente y no sordomudo.

Después de todo ¿qué puede ser más natural que un Sordo que enseñe a otros Sordos? Las cosas funcionan siempre mejor de este modo. Incluso todo sigue funcionando así de manera informal. Hoy en día la mayor parte de la información, del conocimiento y del savoir-faire que los sordos tienen a disposición viene de otros Sordos.

Lo que es realmente novedoso es que un oyente –un hablante como se decía entonces–, haga lo necesario para que los sordomudos puedan ser educados sin renunciar a lo que son, sin convertirse en hablantes, sin imitar a los oyentes como monos, sin verse obligados a “hacer como si”. De l’Épée no hace del aprendizaje de la palabra un prerrequisito de la instrucción de los sordos. Y menos aún considera la palabra como el objetivo de su educación.

Por sus frutos los conoceréis. Las escuelas de Sordos nacen y se multiplican en el mundo siguiendo el modelo de la escuela del Abad l’Épée.

Todo hubiera podido continuar así idílicamente. Pero siempre están presentes los oyentes que creen que educar a los sordos es en primer lugar hacerlos conformes a su propia imagen. Cuarenta años después de la muerte del Abad de l’Épée intentan imponer su visión en el Instituto de París, sede de su herencia. Intentan destronar a la lengua de señas y a los profesores sordomudos en provecho de la palabra y de los docentes hablantes.

Cólera de los Sordos. Personalmente es allí donde yo marcaría el comienzo de la historia de los Sordos. Fue en ese momento (1834) que se adjudicaron por primera vez una especie de gobierno y un jefe: Berthier. A partir de allí el movimiento nunca se detuvo. Hablan de pueblo de los sordomudos, nación de sordomudos. Detrás de estas palabras no hay una idea de secesión, al contrario. Es sólo allí y con ese mismo movimiento que nace el culto al Abad de l’Épée, Mesías sagrado, Regenerador de los sordomudos. Los Sordos realizan banquetes anuales en su honor e invitan a oyentes prestigiosos del mundo del arte, del teatro, de letras, de la política y de las altas esferas de la administración. Los Sordos no se comportan como mendigos, como enfermos que exhiben sus heridas. No intentan

dar lástima para obtener favores y beneficios excepcionales. Se comportan como señores. Cuando invitan a los oyentes a compartir su mesa, simplemente les muestran la belleza y la universalidad de su lengua. La misma lengua que ha sido objeto de ataques diversos.

El segundo período estuvo dominado, del lado de los oyentes, por la pasión de la integración. Una pasión devoradora, arrasadora. Estoy tentado de decir integrismo. Rechazo de las diferencias. La escuela de la Tercera República ha concebido ciertos aspectos de su elevada misión únicamente bajo el sello de la exclusión. La escuela, lugar de estigmatización de las particularidades, fue un elemento central del dispositivo destinado a erradicar las lenguas y las culturas minoritarias. Este combate contra las singularidades se ejerció de modo aún más violento contra los Sordos y su lengua que contra los vascos o los bretones. ¿Por qué?

Porque coincidió en el tiempo con el triunfo de la visión que considera que la sordera es un mal, un mal antes que todo. Un mal que en cierta medida puede ser combatido, y que por lo tanto debe ser imperativamente combatido. Esa es la prioridad.

Para el Abad de l’Épée y para la mayor parte de los Sordos, la sordera es ante todo un hecho. Es por cierto un defecto del cuerpo y por ello mismo un mal, un mal al que debemos acomodarnos por necesidad. Sin embargo se puede vivir con él, se puede incluso vivir muy bien. Las soluciones no se encuentran estando solo, y en general tampoco se las aprende de los oyentes. Se aprenden de otros Sordos, de los Sordos mayores. Como volverse Sordo, vivir siendo Sordo y vivir bien, todo eso es la cultura sorda.

Cuando triunfa el punto de vista que considera que la sordera es un mal, los héroes oyentes ya no son aquellos que, como el Abad de l’Épée, saben acoger la sordera, hacerle un lugar. Al contrario, son los que la combaten. Y en general combaten con el mismo ardor la sordera y todo aquello que tiende a otorgarle un lugar, tanto en el ámbito institucional como en los modos de organización social. Combaten la lengua de señas y la cultura sorda.

En la época del nazismo en Alemania, por ejemplo, el combate fue extremo. Miles de sordos fueron esterilizados para evitar que dieran vida a otros sordos.

En los años 1880, en Francia, los profesores sordos fueron echados de las escuelas. Esta situación perduró en el tiempo. ¿Como podrían los sordos alcanzar el que se había erigido como objetivo principal y casi único de la educación de los sordos (hablar, articular, vocalizar)? Se teme que los sordos perpetúen y propaguen

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aquella que, destituida de su estatuto de lengua, se ha vuelto una anomalía destinada a desaparecer. En los internados para sordos es difícil acabar con la hierba mala, como se la llamó durante años. Sin embargo, de manera general, se logró establecer una clara separación entre las situaciones consideradas “serias”, escolares, en las que los gestos están prohibidos, y las otras, como el recreo, el comedor o el dormitorio en las que las señas tienen libre curso. La lengua de señas se volvió entonces la lengua de los intercambios afectivos, la lengua de la conspiración, la lengua de los niños sordos contra los maestros oyentes.

Esta separación tajante entre la lengua de vida, la lengua de todos los días, y la lengua “sabia”, que es al mismo tiempo la lengua de los otros, no favorece el aprendizaje de los contenidos generales, ni tampoco el aprendizaje del francés. Penaliza a los sordos de nacimiento y a los sordos que no pueden servirse de una prótesis auditiva mientras que favorece a los hipoacúsicos o a los sordos postlocutivos. Sin embargo esta separación puede ser vivida como algo que “va de suyo”. La tolerancia de las señas en el ámbito cotidiano hace que tal separación no sea vivida como oprimente.

Esta política se vio reflejada en la cultura sorda de ese período. Los sordos, incluso siendo adultos, evitarán las señas en público. Como si se avergonzaran verdaderamente de su lengua. Podríamos pensar también –y no es algo tan diferente– que con el lenguaje gestual ocurre lo mismo que con otros actos de la vida privada o íntima: no son vergonzantes en sí, sino que se vuelven vergonzantes cuando se los ejecuta en público. Son actos que se esconden. Muchos sordos llegan incluso a evitar las señas con sus propios hijos. No son tiempos lejanos. Fue ayer. Se vive escondido. Me impresionó la conferencia que Guy Bouchauveau dio hace una semana, cuando nos recordó la vergüenza que muchos sordos sentían de tener hijos sordos.

Este sistema de opresión y vergüenza ha comenzado a modificarse hace algunos años. Extremadamente rígido y sólido hasta entonces, comenzó finalmente a desgranarse. Se derrumba.

Lo que sucede desde hace unos diez años es un verdadero milagro. Me siento feliz de estar presente cuando estas cosas ocurren, de ser testigo.

La lengua de señas es una lengua minoritaria. Se la ha comparado con otras lenguas minoritarias, principalmente con las lenguas regionales, ya que unas y otras terminaron teniendo características comunes debido a la suerte que les estaba reservada. En los últimos años muchos se han preguntado si el interés reciente por las lenguas regionales no podría beneficiar a la lengua de señas. Pero

justamente este interés se debía a que muchas de esas lenguas se hallaban en franca decadencia. Incluso en vías de desaparición. Decadencia que parece no detenerse a pesar de las medidas que se tomaron a favor de ellas.

Con la lengua de señas sucede exactamente lo contrario. Anda muy bien. No necesita ir al médico. En lugar de debilitarse y languidecer se ha vuelto una conquistadora. Me pregunto si entre las lenguas orales –que solo dios sabe hasta qué punto conocen de conquistadores e imperialistas– existe al menos una que haya conocido tal expansión en un tiempo tan breve. En todo el mundo la lengua de señas ha conquistado su derecho de cité en la plaza pública. La vemos en las salas de conferencia, en las reuniones, en los lugares de culto y en la televisión. Se la enseña a los oyentes. He escuchado que en algunos países el número de oyentes capaces de hablarla supera al de los Sordos, para quienes es la lengua corriente. La lengua de señas ha dejado de ser una lengua escondida y “entre sí” para transformarse en una lengua que se muestra. Pero no solamente, también se ha vuelto una lengua que se da. Una lengua compartida.

Hasta ahora esta formidable expansión no ha ocasionado ninguna catástrofe. Que yo sepa, ningún oyente se ha sentido invadido, violado, amenazado o disminuido de una forma u otra a causa del florecimiento de la lengua de señas. No se ha vuelto realidad ninguno de los males sobre los que nos alertaban con gran severidad quienes intentaban contener el desarrollo de la lengua de señas. Según ellos, que un oyente recurriera a la lengua de señas –en familia, en la escuela o en cualquier otro lugar– significaba “renunciar”. Algo así como una regresión. Recurrir a la lengua de señas significaba sobre todo encerrar a los sordos en un gueto.

Cada día asistimos a la demostración de lo contrario. El reconocimiento y la popularización de la lengua de señas constituyen la condición sine qua non de la integración, de la salida del gueto. Vemos como caen las barreras entre los sordos que señan y los sordos que hasta ahora estaban orgullosos de no hacerlo. Gracias a la multiplicación de los intérpretes en los ámbitos administrativos, médicos, culturales, religiosos, profesionales, políticos… unos y otros comienzan a tener verdadero acceso y a poder participar de lo que ocurre en el mundo de los oyentes que –debemos decirlo– es también su mundo.

Pero todo esto no se ha dado sin dificultades. Acuérdense de hace diez años. Algunos psicólogos, y no los menos conocidos, desplegaron una energía increíble para demostrar que nada aseguraba que la lengua de señas fuera una verdadera lengua. Y que en todo caso, ¡no permitía que los Sordos pudieran

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comprenderse verdaderamente entre sí! ¡Muchos profesionales de la sordera, que sí la consideraban como una lengua, pensaban que era indispensable ponerla en orden! Puesto que durante un siglo la lengua de señas había quedado abandonada “en manos de los Sordos”, era evidente que se había empobrecido y degenerado. Ésta fue una forma más de retardar su retorno a las aulas.

Era posible encontrar entonces una posición que algunos Sordos conservan aún, derivada de una concepción muy “escolar” de la lengua. Se creía que el modo de señar corriente debía quedar reservado para uso interno ya que era demasiado íntimo. Esta forma no debía ser comunicada a los oyentes, incapaces de aprenderla verdaderamente. Esta es en realidad una manera de afirmar que no es una verdadera lengua, tal como lo hacen sus peores detractores.

Una última palabra sobre la cultura sorda. Cuando hablamos de cultura, en general nos referimos al arte, la pintura, el teatro, la poesía… éste fue el sentido que retuvimos ayer cuando hablamos de cultura sorda.

Pero el término cultura se emplea también en otro sentido. Es algo así como lo que antiguamente se conocía como hábitos o usos y costumbres. La cultura es una manera específica de sentir, de ver el mundo, de organizar la vida propia y las relaciones con los otros y con el medio, que comparten los miembros de un grupo en razón de una condición social común. La seña “Deaf Way” traduce este sentido mucho mejor que la que se usa habitualmente para decir cultura –los dos mayores que tocan la frente y parten hacia los costados. “Deaf Way” quiere decir a nuestra manera. A la manera que nos es propia a nosotros, otros Sordos. Así somos. La cultura es la identidad sorda.

Los oyentes que están en contacto con los Sordos, están necesariamente en contacto con la cultura sorda. Estos contactos pueden ser solo esporádicos y superficiales, o frecuentes y más profundos. Pueden incluso representar una verdadera participación en la cultura sorda. Es lo que sucede con los niños de padres sordos.

Lo que sucede a menudo es que los oyentes son incapaces de concebir las formas de comportamiento de los Sordos como verdaderas elaboraciones culturales. En lugar de reconocerlas como auténticas creaciones del genio humano, piensan que son la consecuencia directa, bruta e inmediata del hecho de ser sordo, de no oír. Las consideran como ausencia de cultura y civilidad.

Es la posición etnocentrista, bien descrita por Claude Lévi-Strauss: “Esta actitud –escribe– tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos hallamos en una situación inesperada. Consiste en repudiar pura y simplemente

las formas culturales: morales, religiosas, sociales, estéticas que estén más alejadas de aquellas con las que nos identificamos. “Costumbres de salvajes”, “eso no es así en nuestro medio”, “no debería estar permitido esto o lo otro”, etc., son todas reacciones groseras que traducen el escalofrío, la repulsión que nos producen las formas de vivir, de pensar o de creer extranjeras. En la antigüedad se llamaba “bárbaro” a todo aquello que no formaba parte de la cultura griega y luego grecoromana. Más tarde la civilización occidental empleó el término “salvaje” con el mismo sentido. Detrás de estos epítetos se disimula un mismo juicio, es probable que el término bárbaro se refiera a la confusión y falta de articulación del canto de los pájaros en oposición al valor significante del lenguaje humano. Salvaje, que quiere decir de la selva, hace referencia a una forma de vida humana opuesta a la “cultura humana”. En ambos casos se niega la diversidad cultural, se expulsa fuera de la cultura, al ámbito de la naturaleza, todo lo que no corresponde a la norma bajo la cual vivimos”.

A veces escuchamos decir que no puede haber una cultura sorda ya que la sordera es un defecto. ¡Sorprendente! ¿La cultura no es para cada sociedad la manera en que ella afronta sus limitaciones, responde a los desafíos que le son propios, inventa respuestas a los problemas difíciles, insoportables o irresolubles como el sentido de la existencia, el destino, la enfermedad, la desdicha y la muerte? Precisamente porque la sordera es un defecto, una falta, y porque vivir siendo sordo en una sociedad organizada en torno a la audición es un desafío inmenso, es por ello justamente que se trata de una cultura, de una cultura cuya lección concierne y debería interesar a toda la humanidad. Únicamente el nazismo hizo del ideal de perfección de los cuerpos, de la raza –de la naturaleza podríamos decir– la esencia misma de la cultura. Y todos conocemos las consecuencias de tan grave confusión.

Conclusión

Si hubiera tenido que dirigirme a los Sordos, no me hubiera atrevido a decirles “¡Muéstrense, den!” Al contrario, a veces la reserva es necesaria. La discreción es la prueba de la sabiduría, por ejemplo, cuando aquello que ofrecemos no es bien recibido.

Pero lo que me han pedido es que me dirija a los oyentes. A ellos están dirigidas mis palabras.

En esta larga historia hay momentos en los que los Sordos se dejan ver, se muestran, dan. Muestran y dan su lengua, la LSF. Lo más específico que poseen.

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Estos momentos corresponden a los períodos de gran participación e integración social. Después de todo, los grupos sociales y los individuos existen en el mundo, participan de él, hacen aportes y reciben en la medida en que presentan y afirman su especificidad.

En otros momentos en cambio, se vuelven discretos, se esconden, guardan para sí sus tesoros. Son momentos de repliegue social.

Oyentes preocupados por la integración, que nunca dejaron de dar, dar y dar a los Sordos, de llenarlos, tal vez ha llegado el momento –es la lección de esta historia– de empezar de una vez a recibir. A aprender. A intercambiar.

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