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La herencia de la Revolución
La herencia de la Revolución21
No es mi intención comparar la condición de los Sordos durante la Revolución francesa con su condición actual. Simplemente abordaré algunos puntos importantes de su historia que creo que deben ser considerados a la luz de las ideas y de la herencia de la Revolución francesa. Propongo esto como un apéndice de la presentación que hizo Alexis Karacostas.
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Los primeros están relacionados con el nacimiento del movimiento sordo y algunas de sus orientaciones.
Los otros tienen que ver con la política lingüística de la Revolución francesa –quiero hablar del ideal monolingüe– que fue retomada por la IIIª República. La sordo-mudez es ante todo un problema de lengua. Podemos apreciar a priori la importancia de esta cuestión.
Antes que nada haré una precisión acerca del vocabulario. Emplearé a menudo mímica para designar lo que actualmente se conoce como lenguaje gestual, o mejor aún, lengua de señas o lengua de señas francesa. Del mismo modo seré fiel al vocabulario de la época y diré sordo-mudo y hablante en lugar de sordo y oyente como se dice actualmente. En ese entonces se prefería designar a unos y otros en función de los actos y de lo que es visible. Hablar o no hablar es algo que se ve. Son actos. Oír o no oír, son más bien estados. Algo que no se ve. Estas consideraciones son válidas únicamente para los oyentes. Los intérpretes no han tenido que modificar sus costumbres, más allá de la articulación labial que acompaña la seña “oyente”, puesto que en lengua de señas francesa y en la mayoría de las lenguas de señas del mundo se sigue empleando la seña “sordomudo” para designar a los sordos y “hablante” para los oyentes.
21 In P. Turpin (éd), Les acquis de la révolution française pour les personnes handicapées de 1789 à nous jours, actas del coloquio (22 de marzo de 1989), Paris, Université Paris X, 1991, pp. 54-63.
Capítulo 4. Nación sorda y políticas de la comunidad
Nacimiento del movimiento sordo
Me gusta situar el nacimiento del movimiento sordo en 1834. Es también la fecha del culto al Abad de l’Épée. Las dos cosas están íntimamente relacionadas. Forman una sola.
Alexis Karacostas citó a Desloges y nos recordó que antes del Abad de l’Épée ya existían medios sordos. Es muy probable que antes del Abad de l’Épée, pero sobre todo a partir de ese momento, los sordo-mudos conocieran formas de acción colectiva organizada. Sin embargo, fue recién en 1834 que este pueblo, esta nación –esos son los términos que los sordo-mudos de entonces preferían para designarse como entidad colectiva– se dio a sí misma una especie de gobierno, de representación permanente.
Esto surgió de un grito de cólera.
El Abad Sicard, sucesor del Abad de l’Épée, muere en 1822 dejando la Institución de París en un estado lamentable. Su sucesión fue difícil. Durante casi una década el funcionamiento de la institución estuvo prácticamente en manos del consejo de administración. Este último, poco competente en materia de educación de los sordo-mudos, adoptó una orientación oralista. Orientación que puso en cuestión el lugar de la mímica en la educación y al mismo tiempo el rol de los profesores sordos. Ambas cuestiones van de la mano, ya que si se introduce la articulación –la enseñanza del habla– dentro de las funciones ordinarias de los profesores, los profesores sordos, incapaces de enseñarla, se encuentran lógicamente reducidos a asumir la función de repetidores. Junto con éstas se preconizaron otras medidas del mismo estilo que, gracias a la resistencia de los maestros y alumnos o simplemente a causa de su propia absurdidad, no fueron aplicadas. La guerrilla se había instalado en la institución.
En 1834 Berthier, profesor sordo-mudo del Instituto de París, decidió junto con otros dar un gran golpe. Crearon un comité de sordo-mudos compuesto por diez miembros, entre los que figuraban personas que no pertenecían a la institución. Había incluso un extranjero, Mosca, pintor italiano sordo-mudo.
La primera decisión tomada por el comité fue: a partir de ahora se festejará con un banquete el aniversario de nacimiento del Abad de l’Épée en noviembre. Esta tradición existe aún en nuestros días, pero ha perdido su sentido original. En la actualidad estos banquetes ya no tienen el sentido político que tenían al inicio.
En ese entonces los banquetes reunían a la elite de los sordos. Aquellos sordos que no habían ido a la escuela probablemente no participaban de ellos. Eran la mayoría. También participaban sordos del interior del país y algunos extranjeros,
italianos, ingleses, alemanes y hasta norteamericanos22 .
El primer año sólo dos hablantes tuvieron el privilegio de ser admitidos. Uno era “sordo-mudo de cuerpo y espíritu”, conocía la lengua y “los usos y costumbres de la nación”. El otro era un periodista que aparentemente estuvo un poco perdido, pero al mismo tiempo deslumbrado y calurosamente atendido. Los hablantes invitados a comulgar con el culto al Abad de l’Épée fueron más numerosos cada año. Entre ellos podemos contar una cantidad de redactores de periódicos importantes de la época que fueron recibidos con gran dedicación y que a cambio hicieron lo que se esperaba de ellos: hablar de los banquetes. También participaron funcionarios del ministerio de tutela y algunos responsables políticos. El director de la Institución de París y una parte del personal estuvieron presentes una vez que las relaciones se normalizaron. Hubo también invitados prestigiosos. Entre ellos algunos se excusaron por no poder venir o declinaron la invitación a último momento: Bérenger, Lamartine, Chateaubriand, Alfred de Vigny y Víctor Hugo.
Estas fiestas periódicas fueron consideradas como las olimpíadas del pueblo sordomudo, “olimpíadas cuatro veces más frecuentes que las griegas y cien veces más curiosas y cautivadoras”. Era en efecto un verdadero festival de mímica.
Se hacía elogio de ellas. Los sordomudos extranjeros, en sus brindis nunca dejaban de señalar el carácter universal de su lengua diciendo que “le gana a las lenguas parciales de la humanidad hablante, limitadas todas a un espacio más o menos grande. Nuestra lengua abraza todas las naciones, el mundo entero”.
Pero, sobre todo, en los banquetes se mostraba la lengua. Se la presentaba bajo sus formas retóricas y poéticas más seductoras. Pelissier es el más célebre de los sordos que encantaron a los invitados con la declamación de sus poemas en lengua de señas.
El busto del Abad de l’Épée coronado de flores y rodeado de banderas tricolor presidía como un altar en el centro de la mesa en U. Se le dedicaban la mayoría de los brindis. Los sordomudos lo llamaban “nuestro padre espiritual, nuestro padre intelectual, nuestro mesías, nuestro salvador, nuestro redentor”. Estos términos no evocan en absoluto al padre de familia que protege, alimenta, recompensa y castiga, sino al genitor –en el sentido más fuerte del término–, el que engendra.
22 Banquets des sourds-muets réunis pour fêter les anniversaires de la naissance de l’abbé de l’Épée, (de 1834 a 1863), T. 1, 287 p., T. 2, 205 p., Paris, Hachette, 1864; en los diarios de sordo-mudos, passim.
Capítulo 4. Nación sorda y políticas de la comunidad
Invariablemente los brindis giraban alrededor de un mismo tema: “antes de él no éramos nada, estábamos en la noche, en el caos, en la ignorancia, fuera de la sociedad. Hoy somos”. De aquí en adelante la separación entre un antes –en el que no existíamos– y un después, se fijará también en 1834: antes de los banquetes no éramos, ahora somos.
Primero pensé que esto tenía que ver con una visión puramente religiosa, pero luego me di cuenta de que se trataba sobre todo de uno de los temas centrales de la Revolución francesa: la regeneración23 . Un término que vuelve a aparecer a menudo en los discursos y brindis de los banquetes.
En esos banquetes se rendía cuenta de la actividad del Comité de Sordomudos, que más tarde se transformará en la Sociedad central de Sordomudos de París (1838) y luego en la Sociedad universal de Sordomudos (1867).
En el transcurso del siglo los banquetes se volvieron cada vez más brillantes. También más numerosos. La idea de festejar de este modo al Abad de l’Épée se extendió a las ciudades del interior, también al extranjero, hasta los Estados Unidos. En París, una sociedad rival organizará otros.
Finalmente, a partir de 1843, en plena monarquía, se crean los banquetes de julio en honor a las leyes del 21 de julio de 1791 –que declara el mérito del Abad de l’Épée para la patria y la humanidad, y transforma su “humilde escuela” de la calle des Moulins en institución nacional– y la ley del 28 de junio de 1793 –que proclama a los sordomudos hijos de Francia y ordena la creación de seis escuelas nacionales para su instrucción24 .
La acción fue organizada enteramente según lo que significa la regeneración. Por un lado, en continuidad con la línea de la filosofía de las Luces, se organizó una escolaridad exigente dentro del marco de la educación pública y no una instrucción mínima, mezquina y puramente utilitaria bajo la tutela del departamento de beneficencia del ministerio del Interior. Por otro lado, tuvo lugar la plena conquista de los derechos cívicos. No una juridicción de excepción, sino el derecho de todos. Los sordomudos debían conocer sus derechos y obligaciones. Berthier es el autor de un código de Napoleón accesible a los sordomudos.
23 Mona Ozouf, « Régéneration », in Furet F., Ozouf M., Dictionnaire critique de la Révolution française, Flamarion, Paris, 1988, pp. 821-831. 24 Aperçu historique des banquets annuels de juillet en l’honeur des lois des 21 juillet 1791 et 28 juin 1793, Alliance silencieuse, Tours, Juliot, 1900, 12 p.
El lugar de la mímica en la República ideal monolingüe
No es sorprendente que la Constituyente y la Convención se preocupen también por la lengua, tomadas como estaban por la fiebre de la regeneración que las hizo modificar la manera de medir las cosas y el tiempo. Sin embargo, lo que motivó esta preocupación fueron problemas prácticos y no motivos ideológicos relativos a la naturaleza de las lenguas y al lugar que ocupaban en la edificación de la Nación. Seis millones de ciudadanos ignoraban por completo el francés. Otros seis millones lo conocían a penas. ¿Cómo era posible dar a conocer las leyes e incentivar la adhesión popular?
A un problema práctico se le dio una solución técnica. Para empezar se adoptó espontáneamente una solución que no implicaba en absoluto un proyecto de reforma de la situación lingüística de Francia: la traducción. En el ministerio de Justicia y en las provincias se abrieron oficinas encargadas de traducir las leyes en alemán, italiano, catalán, vasco y bretón.
Al cabo de algunos años, a partir de 1793, la estrategia cambió radicalmente. Esto se debió esencialmente a la opinión de los enviados especiales a las provincias. Éstas no serían un “simple obstáculo pasivo, sino el lugar de una resistencia propia que difunde la contrarrevolución”. “El federalismo y la superstición, escribe Barère, hablan bretón; la emigración y el odio de la república hablan alemán; la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo habla vasco”.
Barère hizo votar una ley que establecía un institutor de lengua francesa en cada comuna en la que se hablaba una lengua extranjera. Este institutor debía encargarse de enseñar el francés y la Declaración de los derechos del hombre a los niños y de “dar lectura al pueblo y traducir vocalmente las leyes de la República” cada década. Otros textos del mismo tipo siguieron y el 16 pradial25 año II, Grégoire presentó a la Convención su famoso Informe sobre la necesidad de eliminar las lenguas regionales y de universalizar el uso de la lengua francesa26 .
El informe de Grégoire no menciona en ningún momento la lengua de señas. Hubiera sido paradójico que se desterrara de la cité la lengua que el Abad de l’Épée
25 N. de T.: noveno mes del calendario republicano. 26 «Rapport sur la nécessité d’anéantir les patois et d’universaliser l’usage de la langue française». Lettres à Grégoire sur les patois de France (1794-1790), Biblioteca de las lenguas regionales de Francia, 1880, Slatkine Reprints, Ginebra, 1969, 353 p.; de Certeau M., Julia D., Revel J., Une politique de la langue, la Révolution française et les patois, Gallimard, Paris, 317 p. ; Roger P., «Le débat sur la langue révolutionnaire» in Bonnet J.C., (bajo la dirección de), La Caramagnole des muses, l’homme de lettre et l’artiste dans la Révolution, Colin, Paris, 1988, pp. 157-184.
Capítulo 4. Nación sorda y políticas de la comunidad
había empleado para reintegrar a los sordomudos a la sociedad, a la Nación. Una vez eliminada la idea de que l’Épée habría creado o perfeccionado esta lengua, y suponiendo que la misma hubiera podido ser tomada en consideración, se le hubiera acordado un lugar privilegiado y aparte. Esto a causa de la idea que en ese entonces se tenía de las lenguas en general y de la mímica en particular. La iconicidad de la lengua de señas a priori va bien con la idea –prevalente entonces– de que el lenguaje es la pintura de los objetos y de la realidad. Pero sobre todo es su imputación de universalismo la que podía conferirle un estatus de excepción.
El informe de Grégoire no menciona la mímica, pero si menciona a los sordomudos y les atribuye una misión sorprendente. Nada menos que la de contribuir a revolucionar el francés. A perfeccionarlo.
Al final de su informe, entre las medidas preconizadas para mejorar el francés, propone “hacer desaparecer todas las anomalías que resultan de los verbos irregulares o defectivos y de las excepciones a las reglas generales. En la institución de los sordomudos –dice– los niños que aprenden el francés no pueden concebir estas rarezas que contradicen la marcha de la naturaleza en la que se los educa. Y es en función de esta última que acuerdan a cada declinación, a cada conjugación o construcción, las modificaciones que siguiendo la analogía de las cosas, se derivan de ella”.
El informe de Grégoire fue precedido por una encuesta magistral acerca de la situación lingüística y sociolingüística de Francia. Esta encuesta comenzó a hacerse pública en 1880. En ese año Gazier publicó lo que él creía que eran casi todas las respuestas al cuestionario del Abad Grégoire. Se dirigía a los amantes de las lenguas minoritarias, a los “conocedores”. “Verán –decía– cuál era hace 80 años el estado de todos esos bellos dialectos marchitos injustamente bajo el nombre de jergas. Podrán regodearse pensando que todos los esfuerzos destinados a hacerlos desaparecer, hicieron en definitiva que se los conociera mejor”. La Revolución –decía y se felicitaba por ello– no logró eliminar las lenguas regionales. “Pero le debemos en parte los bellos resultados que hemos obtenido sobre todo después de la creación de las redes ferroviarias: … hoy en día todos los franceses comprenden la lengua francesa”.
Desgraciadamente esto no podía ser suficiente para la joven III República. Ella retomará por su cuenta el programa del Abad Grégoire y lo ejecutará casi completamente. No es éste el momento para entrar en detalles ni para hacer un balance de la lucha contra las lenguas minoritarias, pero hay que subrayar que a partir de ese momento la lengua de señas forma parte del conjunto.
Es cierto que hasta allí, al menos que yo sepa, en ningún momento se aproximó explícitamente la lengua de señas de las lenguas regionales y otros idiomas minoritarios: tal vez esto se debió a que la comunicación entre el ministerio de la Instrucción pública, encargado de estos últimos, y el ministerio del Interior –de los Cultos y la Beneficencia–, responsable de la educación de los sordomudos, no era corriente.
Entre el largo cortejo de vicios que se les imputan a las jergas, no hay ninguno del que no se acuse también a la lengua de señas, y en los mismos términos. La única diferencia es que cuando se trata de la lengua de señas estos vicios parecen aún más graves. Los jóvenes sordomudos se ven desposeídos de su rol de jueces del francés. Ahora es a través de su francés que se los juzga. Sus faltas en francés son consideradas como la consecuencia de la interferencia de su lengua. Los procedimientos empleados para erradicar las lenguas particulares, las jergas y la lengua de señas son del mismo orden. Humillaciones, sistema organizado de denuncias en el aula. Pero el método “de las manos atadas” es aún más severo. Después de todo, cuando un niño bretón entra a la escuela ya sabe lo que significa hablar, para qué sirve y cómo se usa. Cuando sale del aula vuelve a encontrar fuera de la escuela su lengua de todos los días.
En cambio, es en la escuela –en el internado especializado– que el niño sordo aprende su lengua de las manos de los mayores. Allí, a una edad en general avanzada y con un deslumbramiento y una exaltación que muchos recuerdan con placer, el niño sordo descubre lo que significa hablar –en señas. El internado es por esta razón y por otras, la cuna de su cultura. Es allí que el niño sordo aprende culturalmente, sociológicamente, a convertirse en Sordo. Pero paradójicamente es también el lugar en el que su lengua es estigmatizada. En el internado le enseñan que emplear la lengua de señas sirve para hacerse notar y asemejarse a los monos; esto también forma parte del aprendizaje. En la vida cotidiana, en el recreo y hasta en los dormitorios la institución se esfuerza por ensuciar la lengua de señas, por prohibirla.
Con respecto a la condena de la lengua de señas el veredicto fue emitido en 1880. En ese año se llevó a cabo en Milán un congreso internacional de institutores de sordomudos, en gran parte bajo la instigación de los oralistas franceses. Los profesores sordos fueron cuidadosamente dejados de lado. Esta asamblea de hablantes puso término a más de un siglo de querellas pedagógicas: ¿se debe recurrir al lenguaje gestual en la educación de los sordos, en qué medida? El Congreso se termina al grito de “¡Viva la parola!” después de la decisión a favor
Capítulo 4. Nación sorda y políticas de la comunidad
del oralismo puro27 .
Se acordó una prórroga de siete años para que aquellos que habían comenzado a ser educados en la mímica pudieran terminar su escolaridad. Sólo había que separarlos de sus compañeros más jóvenes, por temor a que estos últimos resultaran contaminados con sólo mirarlos. Se comparaban los gestos con la cizaña. En nuestros días diríamos el sida. Siete años más tarde, de manera despiadada, junto con los últimos alumnos educados en la mímica, partían de los establecimientos los profesores sordos28. Estaba terminantemente decidido que no perpetuarían aquella que, desposeída de su estatus de lengua y considerada como una anomalía vergonzante, debería prontamente desaparecer.
A pesar de los controles periódicos no hubo nada que hacer. La lengua de señas desapareció de las aulas pero no de los internados. Se convirtió en la lengua de los intercambios afectivos y de la conspiración, en la lengua de los niños contra los maestros oyentes. Una vez terminada su educación, estos niños encontrarán en las manos de sus mayores, en los hogares de sordos, en los campos de deporte o en las grandes reuniones que tanto les entusiasman, una lengua algo diferente de la suya. Lo mismo sucederá en los grandes congresos nacionales e internacionales. Congresos en los que, durante un siglo, en todos los países del mundo de manera repetitiva y testaruda –y sin ser escuchados jamás–, los sordos no cesaron de pedir el derecho de cité para su lengua y una educación a la altura de sus ambiciones y capacidades. No de rebaja.
Hace apenas una década que este pedido comienza a ser un poco oído.
27 Mottez B., A propos d’une langue stigmatisée, la langue des signes, roneo, CEMS, 1976 ; Cuxac C., Le langage des Sourds, Payot, Paris, 1983 ; Lane H., When the Mind Hears, A History of the Deaf, Random House, New York, 1984. 28 Karacostas A., “On liquide, L’Institution de Paris après les décisions du Congrès de Milan”, suplemento de Coup d’Œil, n° 42, 1984.