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Los banquetes de sordomudos y el nacimiento del movimiento sordo

Los banquetes de sordomudos y el nacimiento del movimiento sordo18

Debemos inscribir 1834 entre las grandes fechas de la historia sorda. Este año marca el inicio del culto del Abad de l’Épée con el primer banquete que se organizó para conmemorar su nacimiento. Es la fecha de nacimiento de la nación sorda. Es el año en que, por primera vez, los sordos se otorgaron una especie de gobierno, que nunca se detuvo desde entonces.

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Sicard, sucesor del Abad de l’Épée, muere en 1822 dejando la Institución de París19 en un estado lamentable. Su sucesión fue difícil. Durante casi una década el funcionamiento de la institución estuvo prácticamente en manos del consejo de administración. Este último, poco competente en materia de educación de los sordo-mudos, adoptó una orientación oralista. Orientación que puso en cuestión el lugar de la mímica en la educación, y al mismo tiempo el rol de los profesores sordos. Ambas cuestiones van de la mano, ya que si se introduce la articulación –la enseñanza del habla– dentro de las funciones ordinarias de los profesores, los profesores sordos, incapaces de enseñarla, se encuentran lógicamente reducidos a asumir la función de repetidores. Junto con éstas se preconizaron otras medidas del mismo estilo que, gracias a la resistencia de los maestros y alumnos o simplemente a causa de su propia absurdidad, no fueron aplicadas. La guerrilla se había instalado en la institución.

En 1834 Ferdinand Berthier –profesor sordo-mudo de la institución de París– y algunos de sus colegas, Lenoir, Forestier –que luego será director de la escuela de Lyon–, decidieron dar un gran golpe. Crearon un comité de sordo-mudos. Entre los diez miembros del comité se encontraban: F. Peysson, de Montpellier –pintor y autor unos años más tarde del célebre cuadro “Les derniers moments

18 In Lysiane Couturier et Alexis Karacostas (con la direción de), Le pouvoir des signes, catálogo de la exposición del bicentenario de la creación del Institut National de Jeunes Sourds de Paris en la capilla de la Sorbonne, Paris, INJS, 1989, pp. 170-177. 19 N. de T.: referencia al INJS: Intitut National de Jeunes Sourds, de Paris.

Capítulo 4. Nación sorda y políticas de la comunidad

de l’abbé de l’Épée”–, y un italiano del Instituto de Torino –también pintor– Mosca. La primera decisión del comité fue festejar de allí en más el aniversario del nacimiento del Abad de l’Épée con un banquete.

¿Quién participaba?

Una élite… Así fue como dos semanas más tarde, el 30 de noviembre según relata la crónica, “casi sesenta miembros de esta nación aparte estaban reunidos en los salones del restorán de la plaza del Châtelet. Había profesores, pintores, grabadores, empleados de distintas administraciones, impresores y simples obreros excluidos en principio del seno de nuestra sociedad, pero que gracias a su inteligencia habían podido entrar en ella y conquistar posiciones que les permitían vivir honorablemente. Había cerebros vastos y bien constituidos que hubieran despertado la admiración de la sociedad de frenología, ojos centelleantes de verbo, dedos activos, rápidos, más rápidos que la palabra. Representantes privilegiados de una especie excepcional… que Swift no imaginó, pero que hubieran podido ser descritos hábilmente por su pluma”.

A los sordo-mudos les gustaba hacer alarde de los puestos que habían logrado ocupar y felicitarse unos a otros, como para mostrar lo que eran capaces de obtener. De ello resultan largas listas de éxitos sociales ejemplares. Estos banquetes reunían sobre todo a la élite. Los sordo-mudos no instruidos, que representaban entonces más de tres cuartos de la población de sordos, no participaban.

…internacional. Segundo hecho que constatamos: siempre había sordos extranjeros, desde el primer banquete. En el tercero había sordos de Italia, Inglaterra y Alemania. Seguramente no venían exclusivamente por el banquete, sobre todo los norteamericanos. Es el caso de John Carlin, alumno de L. Clerc que nos dejó varios retratos de él, que hizo un discurso durante el sexto banquete (1839) y algunos brindis los años siguientes. Muy a menudo se trata probablemente de artistas que, como él, venían a París para formarse y perfeccionarse e incluso a vivir. Varias décadas más tarde los artistas sordos norteamericanos H. Moore, Douglas Tilden –que presidió un banquete en 1891–, Graville S. Redmond –amigo de Ch. Chaplin–, E. Hannan, o el pintor A. Terry –padre del movimiento sordo en Argentina–, eran asiduos participantes de los banquetes de aniversario del Abad de l’Épée durante sus estadías en París.

Hablantes. A la ocasión del primer banquete, dice la crónica, “sólo dos hablantes habían obtenido el raro privilegio de asistir a esta fiesta extranjera: E.

de Monglave –su seña era “bigote”–, amigo de los sordo-mudos, hablante de su lengua e iniciado a los usos y costumbres de la nación. Y el periodista de un gran diario, hombre incompleto según los sordos, desafortunado privado de la palabra mímica, paria de esta sociedad, que se veía obligado a recurrir al lápiz para conversar con los héroes de la fiesta. Una expresión de inefable compasión podía leerse en todos los rostros cuando se acercaba. “Pobre –decían los dichosos del momento–, no podrá hacerse entender””.

Desde el segundo banquete los sordos comprendieron las ventajas de no permanecer entre sí. Invitaron a una cantidad de redactores de grandes periódicos de la época y ello se volvió un hábito. Estos últimos, mimados y aclamados, supieron cumplir con la tarea que les estaba asignada: hacer que la cosa se sepa.

Hubo otros E. de Monglave que, como dice el brindis en su honor, “se volvieron ellos mismos sordo-mudos en el pensamiento y el apego”. A menudo eran quienes desempeñaban el rol de intérpretes.

Luego se invitó a funcionarios del Ministerio de Tutela y a responsables políticos, y esto también se volvió una costumbre. Así fue posible pasar por encima de la dirección del Instituto de París y hacer algunas confesiones con respecto a las vejaciones que sufrían los sordo-mudos y la mímica.

Las relaciones se normalizaron con la llegada de un nuevo director, Delaneau, que puso fin a la ofensiva oralista. El (los) director (es), una gran parte del personal e incluso una delegación de alumnos se volvieron habitués de los banquetes. Los profesionales venían en calidad de invitados y en general se comportaban bien, es decir, como invitados. Algunos sin embargo, no podían evitar la deplorable costumbre de querer dar consejos.

Por último, había también invitados prestigiosos. En el tercer banquete, por ejemplo, cuando se abrieron las puertas entró con paso grave un anciano cubierto de arrugas. Era Bouilly, autor de un drama muy famoso durante la Revolución, “L’abbé de l’Épée”. También se aplaudió a John O’Connell, hijo del libertador de Irlanda, un símbolo.

Sin embargo no siempre tuvieron suerte con los invitados vedette. Cuando le pidieron que escribiera unos versos sobre el Abad de l’Épée, el cantautor popular Béranger respondió –calurosamente sin duda– que su musa estaba agotada y que para componer necesitaba más tiempo que el que le acordaban (1836). Lamartine respondió “encantado, vendré”, pero un inconveniente de último momento se lo impidió (1837). Chateaubriand no contestó a la invitación (1839). Berthier fue hasta su domicilio y lo halló paralizado a medias, sin poder ni siquiera

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escribir para contestar a sus preguntas. De A. de Vigny, lograron obtener una “estrofa para los sordo-mudos, compuesta de inspiración después de los ejercicios de la Institución real (1840)”. Luego fue el turno de V. Hugo (1843) que desgraciadamente acababa de perder a su hija de manera trágica. No podía venir, pero escribió a Berthier sus excusas con palabras que generaciones de sordos se transmitieron: “Qué importa la sordera de la oreja cuando el espíritu escucha. La única sordera, la verdadera sordera, la incurable, es la sordera de la inteligencia”. Tres años más tarde lo volvieron a invitar. V. Hugo respondió con una carta más bien seca algo que podemos resumir en “nunca un domingo”! Pero los sordos no se desaminaron, esperaron. En 1850 fue Pélissier, el fino poeta “con el gesto dúctil”, quien se ocupó del asunto. Varios meses antes del banquete fue hasta su domicilio para tratar de seducirlo. Le tradujo en señas una de sus novelas para que “pudiera observar el lujo del lenguaje pintoresco que, en su compasión, la naturaleza concede a los pobres sordo-mudos”. La víspera del banquete, Pélissier lo invitó y le recordó este grato momento. Mala suerte. Hugo estaba en cama, su médico le prohibía salir. En esa ocasión escribió también unas bellas palabras, no quería tratar a los sordo-mudos de “desheredados –escribía–, puesto que la naturaleza les ha quitado el órgano pero los ha dotado casi siempre del doble de inteligencia. Usted, Señor, es una noble y brillante prueba. Tiene usted el raro talento de ser a la vez mudo y elocuente”.

Y ahí quedaron las cosas, pero ¡qué lástima!

Únicamente hombres. Las grandes ausentes fueron las mujeres. Una o dos veces alguien tuvo la delicadeza de proponer un brindis “por las sordo-mudas, por nuestras mujeres!” y recordar que fue gracias a ellas, a quienes tanto debemos, que todo comenzó. Se refería a las dos hermanas que habían revelado su vocación al Abad de l’Épée. Pero a nadie se le ocurrió pensar que las mujeres podían formar parte de la fiesta. ¡Hubo que esperar hasta 1883 para que las sordas-mudas participaran del banquete! Fue un evento. Fue un banquete en el mes de julio, en homenaje a la ley del 2 de julio de 1791 –que declaraba que el Abad de l’Épée merecía el reconocimiento de la patria y de la humanidad y transformaba su escuela en Instituto nacional–, y a la ley del 28 de junio de 1793 –que adoptaba a los niños sordo-mudos como hijos de Francia y ordenaba la creación de seis escuelas nacionales para su instrucción. ¿Los sordo-mudos eran falócratas? Bastante pareciera. Pero no más que los hablantes de esa época, cuyos banquetes fueron durante mucho tiempo un asunto de hombres. El lugar de las mujeres era el hogar.

¿Qué se hacía?

Un festival de la mímica. ¿Habían querido hacerle daño? Bueno, entonces la verían. Sería un espectáculo para los hablantes. De los banquetes se decía que eran las olimpiadas del pueblo sordomudo, “olimpiadas cuatro veces más frecuentes que las griegas y cien veces más curiosas, más atractivas”.

“Creeríamos –relata el cronista visiblemente deslumbrado–, que sesenta hombres privados del oído y de la palabra tendrían que formar un conjunto triste y lastimoso, pues en absoluto. El alma humana anima a tal punto sus rostros, en general bellos, se pinta tan vivamente en sus ojos, se abre camino tan rápidamente hacia la punta de sus dedos, que en lugar de tenerles lastima nos veríamos tentados de envidiarlos. En los juzgados, en el púlpito, en el teatro, en el mundo, oímos tan a menudo palabras desprovistas de pensamiento que, al menos una vez al año, no lamentamos ver pensamientos sin palabras.

No es exagerado afirmar que ninguno de los oradores que más admiramos podría luchar contra Berthier, Forestier o Lenoir en cuanto a la gracia, la dignidad y la limpidez del gesto. En realidad, cuando vemos un discurso como los que esos tres jóvenes han pronunciado, querríamos –creo– desaprender la palabra”.

No se trata únicamente de bellos trozos de retórica. Muchos intentan la poesía, pero el encantador, el Píndaro, la delicia de los banquetes es Pélissier.

En los brindis los sordomudos extranjeros jamás olvidan señalar el carácter universal de la mímica “ella les gana a todas las lenguas parciales de la humanidad hablante, confinadas a un espacio más o menos vasto. Nuestra lengua abraza todas las naciones, el mundo todo”.

Un lugar de culto del Abad de l’Épée. El busto del Abad de l’Épée, rodeado de banderas tricolores y a veces coronado de flores, preside como desde un altar la cumbre de la mesa en U. Es a él que se dedican la mayor parte de los brindis. Los sordomudos lo llaman “nuestro padre espiritual, nuestro padre intelectual, nuestro mesías, nuestro salvador, nuestro redentor”. Padre espiritual no significa buen papá, padre de familia que protege, alimenta, recompensa y castiga. Quiere decir genitor. Aquel que nos ha hecho pasar de la noche a la luz del día. Una vez y para siempre. “¡Ahora nos toca a nosotros obrar!”. El tema invariable de los brindis es: antes de él no éramos nada, éramos parias, vivíamos en el caos, en la ignorancia, fuera de la sociedad, lejos de las miradas. Ahora existimos, hemos sido devueltos a la sociedad.

No se necesitará mucho tiempo para que la separación tajante entre un antes –en el que no existíamos– y un después, pase también por 1834. Desde el cuarto

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banquete Forestier, en respuesta al discurso del presidente Berthier, declara: “Acuérdense de lo que éramos hace apenas cuatro años, miren lo que somos hoy… Estábamos aislados en el mundo, hoy nos hemos reunido. Sin apoyo, sin lazos en común, cada sordo vivía para y por sí mismo como podía: triste vida, una suerte de exilio en el seno mismo de la sociedad… Hoy hemos reunido nuestras inteligencias, nuestros esfuerzos, nuestras luces. Hoy formamos un cuerpo, somos todos miembros activos y fieles, todos deseamos su bienestar. Hoy, nosotros que no éramos, ¡somos!”.

La nación sordomuda no nació directamente con el Abad de l’Épée o un poco después. Nació cuando su herencia se vio amenazada y los sordos decidieron rendirle culto.

Un mesías, un antes y un después. Podríamos pensar en algo puramente religioso. Se trata sobre todo de uno de los temas centrales de la Revolución Francesa: la regeneración. Tema que vuelve a menudo en los brindis. Una clave de la política sorda del siglo XIX, impregnada de la filosofía de las Luces.

Una tribuna política. Durante los banquetes se rendía cuenta de la actividad del Comité de sordomudos, que luego ampliaría sus funciones y se transformaría en la Sociedad Central (1838), la Sociedad Universal de los sordomudos (1867), para volver a llamarse modestamente después de la muerte de Berthier, la Sociedad amical de sordomudos de París (1887). En las actas de los banquetes podemos leer los sueños, los proyectos, las luchas, las realizaciones y los deberes del pueblo sordo en pleno apogeo. También los desacuerdos tan parecidos a los actuales.

La organización de los banquetes fue el desafío común de sociedades rivales que se reconciliaban periódicamente. Los banquetes proliferaron en el interior y luego en el extranjero.

Los banquetes, igual que el deporte, son hoy en día momentos importantes de la vida social sorda, pero hemos olvidado sus orígenes.

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