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armado en Colombia � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � �
los modelos de convivencia entre la población y el entorno que los circunda. Todas estas experiencias contribuirán a fortalecer la visión de la paz territorial legitimada en el Acuerdo Final de Paz entre las FARC-EP y el Gobierno colombiano.
La incidencia de la cultura de la violencia en el origen del conflicto armado en Colombia
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De acuerdo con el sociólogo Orlando Fals Borda (2015), la violencia en Colombia podría ser el resultado de la acumulación de un sinnúmero de disfunciones en todas las instituciones fundamentales. Con esta premisa, se ha registrado una progresiva deformación de las funciones dentro de las instituciones políticas. La explicación de esta disfunción puede comprenderse a partir de la existencia de vínculos sistémicos en los que desde el orden nacional se comenzaron a normalizar conductas que cambiaron los roles establecidos y estos comenzaron a verse reflejados en los sistemas regionales, locales y familiares. En este aspecto, la Policía comenzó a ser vista como un agente del desorden y del crimen; la justicia como el sinónimo de la impunidad y la institucionalidad económica como el lugar en donde se materializó la usura de la tierra y la pauperización del sector campesino.
Para Fals Borda, la consecución de estos hechos trajo consigo un agrietamiento estructural producido por:
la deformación de estatus-roles dentro de las instituciones fundamentales, especialmente las políticas y económicas. Esta deformación llevó a relievar de forma manifiesta las diferencias latentes que existían entre las normas reales y las ideales en cada institución. (Fals Borda, 2015, p. 144)
Este fraccionamiento o grieta estructural puso en evidencia ciertos puntos débiles que posteriormente se han hecho más visibles en los demás sistemas sociales. Como, por ejemplo, la impunidad en las instituciones jurídicas, la escasez de tierras, la pobreza en las instituciones económicas, la rigidez y el fanatismo en las instituciones religiosas y la ignorancia en las instituciones educativas.
En el momento en el que esta disfunción institucional permeó las estructuras sociales los problemas comenzaron a hacerse más evidentes hasta llegar a ocasionar un futuro conflicto. En este punto, el estadio del orden y control social al ser transgredido se convirtió en el uso extremo e incontrolado de la violencia, como sucedió en el caso colombiano. Según Fals Borda, nunca ha existido un acuerdo y su origen se remonta a los tiempos en los que los grupos o partidos políticos tradicionales al verse enfrentados concibieron el poder como un medio para poner en marcha sus programas de manera excluyente. Al radicalizarse las diferencias a través del poder estatal se agudizó el conflicto partidista que inmediatamente se replicó en la esfera social.
Con base en la evidencia colombiana, el conflicto puede entonces definirse como un proceso social que se desarrolla cuando dos o más partes tratan de imponer valores excluyentes dentro de una escasez de posiciones y recursos, con el fin de influir en la conducta de los grupos y determinar así la dirección del cambio social en esos grupos. (Fals Borda, 2015, p. 149)
Así pues, surgió una nueva escala de tipo de valores completamente anormal en la que el uso legítimo de la violencia
desde la institucionalidad partidista facilitó la trasmisión de contravalores que perpetuaron actitudes y actos individuales y grupales de agresión, oposición y destrucción como el odio, la venganza, los celos, la intimidación, el robo, el incendio y el homicidio. Cabe destacar que muchos de estos hechos fueron justificados por el Estado en nombre de los partidos o grupos dirigentes, en donde se evidenció “la crisis moral del país” (Fals Borda, 2015, p. 149). Estos hechos, reflejarían la manera en la que la misma composición del Estado y sus instituciones se concibió a partir de un proyecto ideológico en el que se pudieron consolidar estas formas o programas que Clifford Geertz denominaría las expresiones más puras de la cultura, en este sentido, “la formación del Estado implica formas, rutinas y rituales que tienen el propósito de constituir y regular formalmente las diversas identidades sociales, a partir de una idea específica del orden social y político” (Vélez, 2004, p. 93).
Este proyecto de dominio ideológico constituiría lo que William Rosberry denomina campo de fuerza, un espacio en el que la población recibe la trasmisión de valores consolidados desde las estructuras del poder. La formación del proyecto de nación logra consolidarse como un artefacto cultural de una clase o grupo particular que influye en los comportamientos de la gente. En el caso colombiano, al tener el Estado grados diferenciados de poder en el que cada partido constituyó su régimen ideológico y político, la sociedad fue estructurada por los poderes partidistas que en una determinada época fungieron como subculturas en cada uno de los territorios en donde se desplegó su influencia. Cabe subrayar que en otras regiones el control social se vio infundado a través de la lógica hacendataria y los valores católicos (Vélez, 2004).
Este tipo de fenómenos son analizados por la antropóloga María Victoria Uribe (2004), quien, al revisar los hechos de la época conocida como La Violencia (1946-1964), identificó cómo la práctica del bandolerismo en Colombia mantuvo una relación dependiente con el orden y los partidos políticos tradicionales, producto de las relaciones clientelistas que fueron sepultando el grado de autonomía y rebeldía de estos grupos. Como se ha venido presentando, la consolidación del Estado nación colombiano fue construido a partir de un sistema de pugna bipartidista en la que se instituyó un puente que comunicaba la institución con la comunidad. Sin embargo, este lazo estuvo precedido por la violencia (Uribe, 2004, p. 12).
Uno de los hechos más significativos que podrían demostrar esta afirmación fue el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán en 1948, promovido por el sectarismo político, así como la intolerancia de élites y terratenientes afiliados a las facciones partidistas del momento (Liberal o Conservador). Todo esto ocurría al interior de una Colombia rural en donde la sociedad se encontraba integrada por la economía doméstica, predominando así una cultura campesina cuyo patrón organizativo recaía en las haciendas y el desarrollo comercial en los poblados. En este ambiente los discursos de odio se fueron proliferando a través de la radio y la división en las comunidades rurales comenzó a agudizarse debido a que la herencia política estaba mediada por las herencias familiares y territoriales. Rápidamente, al interior de un mismo territorio, se fueron apropiando los discursos políticos de los líderes del momento: Laureano Gómez y Jorge Eliecer Gaitán. “[…] eran identidades que funcionaban como cajas de resonancia que hacían eco a los discursos de los líderes” (Uribe, 2004, p. 18).
Las comunidades campesinas eran antagónicas pero complementarias, ya que compartían un mismo sistema de creencias y ritos, anclado a la institución social del compadrazgo, que los obligaba a frecuentar la mayoría de los lugares y eventos sociales comunes como los matrimonios, etc. De todas formas, lo que mantuvo separadas a estas comunidades fue la adscripción a los partidos políticos (polarización que aún persiste). El bipartidismo trajo consigo el aislamiento social traspasado por códigos violentos o de honor patriarcal que en muchos casos generó violencia cotidiana y antepuso a los varones como los defensores de la familia. La venganza potenció las acciones y “matar el enemigo suponía asesinar a toda la familia, ya que dejar con vida a un miembro de ella suponía el origen de una cadena de venganza” (Uribe, 2004, p. 23).
Esta cadena de sucesos demostraría la tesis propuesta por Uribe (2004) en la que se reafirma cómo el origen y constitución de la nación colombiana en la independencia se concibió a partir de intereses centralistas de las élites bipartidistas, las cuales se alejaron de la comprensión de un país diverso compuesto por múltiples culturas. Desde esta perspectiva, se dividió y configuró el territorio a partir de la definición de los centros como espacios de gobierno y las periferias como “territorios salvajes” (Serje, 2005).
Tomando como referencia el trabajo investigativo del CNMH y la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic) (2019), la negación histórica de la diversidad y, más concretamente, de los pueblos indígenas perpetúa la proliferación de múltiples violencias que han desembocado un proceso de genocidio cultural. En este aspecto, si bien el conflicto armado colombiano ha afectado directamente las estructuras políticas, económicas y
culturales de estos pueblos, las violencias han sido reiterativas y fundamentaron la construcción de imaginarios negativos en los cuales lo indígena se equiparó con lo inferior y salvaje, elemento central que posibilitó la persecución de su población, el asesinato colectivo y la materialización progresiva de programas de inclusión a la vida nacional a partir de la institución de la Iglesia católica.
Con base en esto, la cultura de la violencia y la normalización de acciones violentas en las diferentes esferas o instituciones en Colombia propició gradualmente el surgimiento del conflicto armado; el cual surgió a su vez por el centralismo exacerbado, la negación de la diferencia o diversidad y la proliferación de las desigualdades sociales. Con el desarrollo del conflicto armado y la afectación de sus acciones victimizantes los escenarios de la cultura se han permeado y carcomido paulatinamente. Al traer a colación un estudio de caso descrito por Daleth Restrepo (2015) en el municipio de Necoclí (en el golfo de Urabá), se evidenció cómo el paramilitarismo logró privatizar la fiesta pública municipal, la cual se organizaba en los barrios con sus juntas y la colaboración comunitaria. En esta medida, fueron llegando otros estilos musicales y otras prácticas sociales asociadas con los modos de conducta originados por el narcotráfico (pasando así del baile del bullerengue a la irrupción del picó). Procesos similares se desarrollaron durante la violencia partidista, pues se logró reconfigurar la cultura rural y sus valores de compadrazgo por prácticas directas de difamación y agresión. La evolución de la violencia y el surgimiento del conflicto armado colombiano evidenció la descomposición social, el agrietamiento estructural de sus instituciones y la fractura de comunidades que en un primer