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Las culturas como dinamizadoras de políticas comunitarias, locales y regionales para la GNR � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � �

momento se vieron fragmentadas por la violencia partidista y en la actualidad se han venido disgregando por causa del conflicto armado y el narcotráfico.

Las culturas como dinamizadoras de políticas comunitarias, locales y regionales para la GNR

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En el marco de la fragmentación cultural se proyectó una política multicultural que posibilitaría el reconocimiento legal de las diferencias culturales. En este aspecto, la Constitución Política de 1991 trajo consigo en el papel la materialización de estos proyectos que lograrían la inclusión de los pueblos indígenas y las comunidades negras. A partir de esto y de acuerdo con Dest (2020), la progresiva institucionalización del movimiento indígena y negro desenfocó las reivindicaciones y acciones que en este caso giraban en torno a la recuperación del territorio y la lucha por la autonomía.

Así mismo, con el avance y la territorialización del conflicto armado se desmintió la puesta en marcha del multiculturalismo y se evidenciaron las dos caras de la constitución que, por un lado, reconocía la diferencia y, por el otro, legitimaba la inversión económica extractiva sobre los territorios étnicos. Esto desencadenó el surgimiento de nuevas movilizaciones sociales que al tomar distancia del régimen inclusivo legal propuesto por los valores del multiculturalismo desestimó los espacios de diálogo institucional para llevar sus acciones a espacios de decisión comunitaria. Plataformas de lucha como el de las Mujeres Afrodescendientes por el Cuidado de la Vida y los Territorios Ancestrales y los procesos de Liberación de la Madre Tierra en el departamento del Cauca pusieron en duda la aplicación del modelo multicultural colombiano al señalar

y reafirmar los legados del despojo colonial y racista que aún persistía y en el que se denunciaba el compromiso del Estado por preservar un modelo de desarrollo ligado al sistema económico predominante: el capitalismo (Dest, 2020).

Si bien el conflicto armado colombiano ha disminuido los niveles de participación ciudadana en lo concerniente a la reclamación de sus derechos fundamentales, se han venido registrando acciones y movilizaciones en defensa de la paz. Según Mary Luz Alzate (2010), la violencia en Colombia al fragmentar el tejido social logró instaurar una cultura de la indiferencia hacia los efectos de la guerra. La falta de participación se sustentó en la desconfianza generalizada, la atomización del movimiento social, la particularidad de las demandas y la instrumentalización de algunas organizaciones sociales por parte de los actores armados. En este mismo sentido, la represión estatal y el grado de polarización incrementaron el asesinato de líderes y lideresas sociales.

Con la consolidación de movilizaciones por la paz y la defensa de los derechos humanos en la década de 1980 se hicieron evidentes modos alternativos de presión y protesta. Por este motivo, se sistematizaron las violaciones a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, constituyéndose como una estrategia de denuncia y sensibilización que buscó humanizar la guerra o salidas políticas para mitigar la violencia. Sin embargo, a raíz de esto incrementaron las amenazas en contra de las y los defensoras/es de derechos humanos y las elites políticas comenzaron a estigmatizar este movimiento. Las organizaciones tuvieron que internacionalizar su lucha y buscar su defensa en estrados intergubernamentales, participando de este modo en redes de defensa transnacional que

posibilitaron una estrategia de salvaguarda ante los niveles de represión estatal. Posteriormente, el Estado institucionalizó las propuestas de algunas de las organizaciones de derechos humanos y la internacionalización de las denuncias activó las movilizaciones internas en contra de la guerra y la violencia armada (Alzate, 2010).

En palabras de Alzate (2010), la movilización en Colombia se ha venido fortaleciendo y madurando ya que ha pasado de adoptar una reacción contestaria y de oposición frente al Estado a formular proyectos y estrategias de desarrollo comunitario, así como elevar estrategias de resistencia civil cuyos elementos han venido propugnando por generar y establecer una “cultura de paz”. Bajo este legado, se reconocen las experiencias de la Comunidad de Paz de San José de Apartado, las Comunidades de Autodeterminación, Vida y Dignidad del Cacarica (Chocó), el Comité Todos Unidos por la Vida y la Paz de Murindó y la Consulta Popular de Aguachica.

Bajo esta misma dirección, el cambio de función que antepuso en estos escenarios la cultura de paz sobre la cultura de la violencia también ha conseguido introducir la recuperación de la memoria colectiva como un instrumento de cambio estructural. Desde esta visión se han consolidado alternativas de reflexión y acción para deconstruir categorías y etiquetas discriminatorias que han contribuido a reafirmar sistemas de dominación colonial, patriarcal y racista. Con respecto a esto, Mauricio Archila y Martha Cecilia García (2015) consideran que la memoria revive en el presente un pasado significativo. En el caso de las memorias indígenas estas se vuelven narrativas disidentes frente a la memoria histórica nacional, constructo de experiencias vividas que son trasmitidas desde la oralidad

de generación en generación. Además de esto, al ser cíclicas y temporales, son memorias de larga duración que mantienen una dimensión política en la que la reconstrucción del pasado se encuentra al servicio de la lucha.

Cabría destacar que la narrativa de esta memoria no se da sobre un plano temporal, sino que se reconstruye en un eje espacial. Cada hecho y cada recuerdo colectivo se inscriben en un lugar determinado en el interior de un territorio específico. De acuerdo con Archila y García (2015), se pueden reconocer dos ciclos de la memoria, una de larga duración y otra de corta duración; su relación es inherente y por lo mismo las dos se complementan:

[…] en una nación que los excluía y los trataba de “salvajes”, los indígenas colombianos siguieron alimentando sus memorias de resistencia tratando de mantenerse al margen de las guerras civiles del siglo XIX o, cuando era necesario, aliándose pragmáticamente con quien más garantías les ofreciera. (Archila y García, 2015, p. 30)

Con el fin de ilustrar este concepto se documentaron las experiencias de los pueblos Nasa del norte del Cauca y Wayúu de la Guajira. En el caso del pueblo Nasa, las memorias largas tienen relación con las estrategias de resistencia directa como en el caso de la cacica Gaitana o legal como la intermediación que el cacique Juan Tama logró conseguir con la Corona Española para titular su territorio a través de las Cédulas Reales. De este mismo modo, se recuentan las gestas legales y extralegales de Manuel Quintín Lame y la movilización indígena en contra de la explotación de los terratenientes conocida como la Quintinada (1914-1917). En este trasegar de reactivación de

la memoria se documentan desde la oralidad los procesos que cuestionan la cooptación partidista y se recalca la estigmatización histórica del indígena del Cauca fundamentada por las élites caucanas y los diferentes gobiernos de turno (Archila y García, 2015, p. 30).

En cuanto a las memorias cortas, se lograron documentar los procesos de movilización y despertar indígena que culminaron con la constitución del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) en 1970 y la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic) en la década de 1980. Al identificar los reclamos de autonomía frente a la presencia armada, sitúan en la memoria colectiva la constitución de un grupo de autodefensa indígena conocido con el nombre del Movimiento Armado Quintín Lame. En el marco de la historia de la guerra, resaltan sus acciones de resistencia para demostrar su independencia de los actores armados, subrayando la importancia de sus movilizaciones para conseguir que los armados abandonen su territorio. De esta manera, evocan las acciones de constitución de la Guardia Indígena en el año 2001 o el desalojo del batallón militar en el cerro Berlín (Toribío, 17 de julio del 2012) (Archila y García, 2015).

En el caso del pueblo Wayúu en la Guajira la memoria de larga duración logró ubicar los procesos de conquista y despojo situados en la época colonial, pero la memoria de corta duración se enlazó con los efectos recientes que trajeron consigo las afectaciones de las acciones paramilitares. En este sentido, se ubicaron las luchas por conservar sus territorios amenazados por las políticas extractivistas y turísticas. De acuerdo con esto, la presencia de los actores armados en su territorio activó y fortaleció los trabajos de la memoria centrados, por ejemplo,

en la recolección de objetos de una masacre; la conservación y clasificación de recortes de prensa sobre los eventos victimizantes; la constitución de fiestas rituales como los Yanamas en los que a partir del trabajo colectivo se intentó incidir en la superación del temor al hacer actos de reparación y retorno; la proliferación de expresiones organizativas de mujeres como es el caso de Fuerza de Mujeres Indígenas Wayúu (Archila y García, 2015).

En esa misma línea, María Carolina Alfonso (2013) documentó las políticas de la memoria de la Organización Femenina Popular (OFP) y su disputa por lo público frente a los grupos paramilitares y las instituciones del Estado. La OFP se constituyó en Barrancabermeja en el año 1972 y afrontó la incursión del paramilitarismo. Ante esto asumió y consolidó una posición política en contra de la guerra y a favor de la reivindicación de los derechos de la mujer. De acuerdo con esto, las mujeres de la OFP han sido reconocidas como emprendedoras de la memoria, pues han agenciado políticas ancladas en la interpretación del pasado y las luchas políticas que están asociadas con lugares y fechas específicas. Al velar por una memoria desde la perspectiva de ser mujeres y madres han luchado por la reivindicación de sus derechos, promocionando desde sus discursos y prácticas una salida política y negociada del conflicto armado.

En el ámbito político su lucha por la recuperación de la memoria se ha centrado en conmemorar fechas institucionalizadas como el 20 de julio, el 8 de marzo o el 25 de noviembre para acentuar y posicionar los eventos que han afrontado las mujeres en torno a la violencia estatal y paramilitar. Con la constitución de la Casa de la Mujer en la década de 1970 se

consolidó un espacio de encuentro, actividades y discusión de las problemáticas de las mujeres en la región. Entre 1998 y el 2002 la casa se convirtió en el refugio de mujeres desplazadas y en espacio de encuentro con las organizaciones sociales amenazadas por los paramilitares. En el año 2001 una parte de este lugar fue derribado por un grupo de hombres, factor que originó la campaña conocida como la marcha del ladrillo en la cual de manera colectiva se logró reconstruir la casa nuevamente (Alfonso, 2013).

A nivel simbólico, la OFP ha dinamizado una producción iconográfica centrada en desmontar el mito y promover la consigna. Es decir, se ha intentado desnaturalizar la imagen de la mujer como madre y figura nutricia. Desde allí se han consolidado las consignas que resuenan con dos imágenes específicas. El mensaje de la primera imagen: “las mujeres no parimos ni forjamos hijos e hijas para la guerra” (Alfonso, 2013, p. 367) expresa el rechazo al conflicto armado y la militarización expresada desde su condición de mujer. En el segundo mensaje: “pare la vida y está dispuesta a defenderla, a no entregarla” (Alfonso, 2013, p. 368) se resignifica la palabra madre, que desde este contexto defiende la vida, politiza su significado social y hace público su carácter como un símbolo de resistencia materna ante la guerra y la muerte.

La segunda imagen conocida como La olla vacía, la olla de la resistencia resignificó el objeto y el uso de la olla, valorado como un artefacto privado usado por las mujeres, para convertirlo en un instrumento público de socialización para consolidar sus actividades. Se documenta que estas ollas fueron pedidas por los paramilitares para alimentar a un grupo de manifestantes en contra de las negociaciones del Gobierno con el Ejército de

Liberación Nacional (ELN) y las mujeres no accedieron a prestárselas, “no vamos a prestar ollas. Por eso las ollas se convierten en ollas de resistencia. No prestamos nuestras ollas para que se violente a la población” (Alfonso, 2013, p. 371).

Otra manera de contribuir al cambio estructural de las problemáticas sociales que han venido afianzando la promoción de la violencia y agudizado el conflicto armado colombiano puede fundamentarse a través de los conocimientos tradicionales que algunas comunidades han venido desarrollando. En este caso, el antropólogo Arturo Escobar (2008) documentó cómo las comunidades negras del Pacífico colombiano han reconceptualizado la biodiversidad, así como su apropiación y conservación. En este sentido, el autor puntualiza que la defensa de los recursos naturales en esta región ha sido anterior al discurso de la biodiversidad, debido a que el movimiento social de las comunidades ribereñas negras en las selvas de Pacífico colombiano ha convivido con su entorno natural biodiverso.

Bajo este contexto, y en el marco de la legitimación de la Constitución Política de 1991 y el auge del discurso biológico de preservación, se constituyó en el Pacífico colombiano una red de más de 140 organizaciones locales, hecho que culminó con la constitución del Proceso de Comunidades Negras (PCN). A partir de esto, el PCN declaró objetivo central el control social del territorio como vehículo o instrumento para fortalecer su cultura. Los integrantes de este proceso estudiaron los componentes de la Constitución Política de 1991 y fueron acopiando conceptos propios en torno a las categorías de territorio, desarrollo, prácticas de producción tradicionales y uso de los recursos naturales. Esta revisión y promoción conceptual los llevó a incidir en la expedición de la Ley 70 de 1993.

En este mismo sentido, el PCN logró establecer un diálogo con las instituciones nacionales a partir de la ejecución del Proyecto Biopacífico. En este proyecto se fundamentó un marco conceptual sobre la “ecología política” en el cual el territorio se concibió como un “espacio fundamental y multidimensional para la creación y recreación de las prácticas ecológicas, económicas y culturales de las comunidades” (Escobar, 2008, p. 18). Desde esta perspectiva, las comunidades negras en nombre del PCN lograron redefinir el concepto de biodiversidad logrando así darle un significado al territorio desde el componente de su cultura, en donde se definió que estos espacios serían catalogados como corredores capaces de conectar los ecosistemas. La visión cultural tradicional desde este punto de vista fortaleció la política comunitaria de preservación territorial y cuidado de la biodiversidad.

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