Ya son años buscando suelo: Crónica de un tránsito Álvaro Hernando Freile
A
ramos el páramo helado con las manos desnudas, en surcos estériles. Construimos también el muro con las manos francas, despojadas. Recibimos todo lo importante, de la vida y de la muerte, con las manos desvestidas. Suelo y tiempo son nuestras dos fronteras. No hay siquiera espacio para el ruido en la desnudez. Hay también un susurro que nos busca, una escucha hecha ceniza mojada tras el muro, bajo el jardín, junto al borde del abismo y del recuerdo. Mecemos la desnudez entre tanta espera inmarcesible, y si brota algo de ello siempre nos recuerda al yo -el único fruto engendrado sin agua, ni sustancia, ni tiempos-, y de esa cosecha y de esa música no puede uno sentirse dueño, con sus manos, heridas y desnudas. Así es la casa vacía que construyo cada noche sobre el colchón helado y vacío, con sus muros hechos de ti, con su forma siendo tú, con sus espacios imaginados y hechos de tu ausencia y mi locura. Esto me digo, cada noche, mirándome al espejo, en el esfuerzo de no perderme de mí mismo. Sé que lo normal es que uno entierre a los suyos en tierra cercana. Poder salir a la avenida, perderse por las calles, hasta el extrarradio, y alcanzar la puerta del cementerio. Abrir la reja y caminar con cuidado entre las lápidas, incluso perderse hasta llegar a lo que queda de los nuestros. Decirles, cada vez menos adiós, cada vez, más hola. Ese es el otro espejo que, de tanto en tanto, visitamos.
20 | contratiempo
Lo normal es roca madre a la que volvemos para encontrarnos. Volví a España hace unos meses. Pasé unos años en otras tierras. Cuando me fui hace siete años, para asentarme por un tiempo en tierras americanas, me llevé un puñado de recuerdos conmigo, todos libros, señas de identidad. Mi roca. No quería olvidarme de quién soy, ni de quienes me regalaron esos libros, ni de los que los han leído, ni de quienes no lo han hecho. Metí el resto de mi piedra, todos mis libros, en decenas de cajas. Tengo miles. Siempre me preguntan si los he leído todos. Es una pregunta falsa en sí misma. Deberían de preguntarnos si conocemos a todos nuestros libros. Yo les contestaría que este Libro del desasosiego, de Pessoa, es lo que me queda de mis ansias de escribir; que ese libro de Sampedro es lo que queda de mi padre; que esa compilación de libros de Herman Hesse es lo que hay de los amigos de la infancia, que son, pero ya no están; que aquí, en definitiva, la roca inamovible es libro, bajo y dentro del que yacen las pérdidas y la memoria. Ya sé que lo normal es ponerse nostálgico frente a las lápidas de los antepasados, que es ahí donde uno debería ir a hablar con ellos, pero yo prefiero los libros. Miren en sus estanterías. Seguro que tienen más libros escritos por gente muerta que viva. Nadie se pone triste ante la colección de cómics de Will Eisner y, sin embargo, ahí está, cadáver. Nada nos une a este hombre muerto, salvo sus libros. Lo mismo me pasa con Cervantes,
Maya Angelou, Dickinson o Apiano. Con mil más. Cada vez que me preguntan si he leído este o aquel libro, contesto con un sí, lo conozco, y me vienen a la mente los rasgos de la persona que lo escribió. Si no sé, por desconocimiento u olvido, cómo era su cara, en cuanto puedo investigo para satisfacer esta curiosidad. Acercarse a un libro es, para mí, una danza del vino. Me acerco y pienso, despacio, como quien pisa la uva, que ya no queda nadie. Sí, como quien pisa uva con el pie descalzo y sabe que ese mosto le pertenecerá para siempre. Pasa el tiempo y ese mosto se hace vino, y el sabor le permanece en la garganta. Y el vino se hace cada vez menos joven y menos reservado. Pero siempre se recuerda que ya no queda nadie. Nos dicen que permanecen en sus libros, pero es la gran mentira, porque en sus libros permanecemos nosotros. De ellos queda el recuerdo. Y, quizá, el recuerdo sea como ese sabor a vino, entre dulce y amargo, sobre un pan azucarado, en aquellas meriendas de tardes de infancia. La vida queda en las piedras del cementerio, debidamente empaquetada para su envío al más allá, devolviéndonos el recuerdo como acuse de recibo. En mi caso, mis muertos me acompañan en mis libros. Son la roca. Son el suelo. No pude llevarme en mi antiexilio todos los libros que hubiera deseado. Los guardé en cajas. Más de cincuenta. Es tiempo de abrirlas. Y las abro como quien busca su identidad en la visita a esas lápiPRIMAVERA 2020