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Jéeruriwas y Yucunas - Primer congreso en la costa del río Guacavía

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Proyecto Piloto CDMC2016

Por Jhon Moreno Riaño

Jeeruriwas y Yucunas

Primer congreso en la costa del río Guacavía

Jhon Moreno

MARTES 8 DE NOVIEMBRE

En medio de una lluvia torrencial apareció el cuerpo bajo y macizo, con la cara morena de pelo corto y liso, de Ricardo Yucuna, en la entrada del restaurante. Él es el encargado de lo relacionado con cultura en la comunidad indígena denominada Je'eruriwa Yucuna, que se encuentra asentada desde hace cuatro años en la vereda de San Marcos, Arenales. En este territorio, que políticamente hace parte del municipio de Medina (Cundinamarca) pero que se encuentra más cercano, social y cotidianamente, a Cumaral (Meta), los pobladores de esta vereda, incluidos los indígenas, hacen sus compras y se divierten los domingos.

Hay dos maneras de llegar hasta el asentamiento. La primera es a través de un camino (solo transitable a pie) que sale desde Cumaral hasta las playas del río Guacavía; antes había un puente colgante, que durante años sirvió en temporadas de invierno, pero que se volvió inútil cuando el río decidió cambiar su cauce a un lado del puente; este recorrido se podía hacer en hora y media. La segunda es tomar un colectivo (de horario incierto) hasta la inspección 1 de Guacavía y, desde allí, caminar por una trocha hasta el asentamiento durante cuarenta minutos aproximadamente; una variación (más costosa) consistía en ir en un jeep expreso desde el centro de Cumaral hasta el lugar.

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Algunos municipios tienen «inspecciones», que son pequeñas poblaciones, menos rurales que las «veredas», pero que no alcanzan a ser municipios.

Cuando veo a Ricardo acercarse a la mesa, pienso que él vendría a ser, según el mundo occidental de los blancos, el Secretario de Cultura de su comunidad. Yo estaba sentado en aquel restaurante de Cumaral con Felipe, un compañero del equipo de trabajo que me acompañaría a la maloca para conocerlos personalmente, para así continuar con el trabajo que habíamos iniciado dos meses atrás con ellos. Ya habíamos desayunado hacía una hora e íbamos por el segundo tinto y pensábamos que Ricardo no vendría a la cita que habíamos acordado para las nueve de la mañana; eran las diez y media, de modo que sentimos un gran alivio y celebramos su llegada.

Los Je'eruriwa y los Yucuna provienen de La Pedrera, en el Amazonas. La razón por la cual se están asentando en esta vereda de Arenales, y los esfuerzos detrás de esto, es uno de los motivos más importantes por los cuales queremos conocerlos de cerca y pasar tiempo con ellos, ademas de

extenderles una invitación a través de su capitán, para que puedan participar del encuentro de oralidades que se celebrará en Cumaral.

A través de las palabras de Ricardo nos comenzamos a hacer una idea de la situación que ellos afrontan en el territorio amazonense y, ahora, en Arenales, donde se están estableciendo. Vienen desplazados por la violencia que ha surgido en sus territorios originarios, y están intentando abrir nuevos espacios de

participación que hagan posible su sostén económico y consoliden su proyección como comunidad. Ante la coyuntura de violencia, en 2013, uno de sus líderes, con recursos propios, logró comprar el terreno en Arenales donde están establecidos hoy día.

Cumaral es una población ubicada a unos 18 kilómetros de Villavicencio sobre la vía que conduce hacia Casanare y Arauca; esta población se encuentra a los pies de la cordillera Oriental y, dada su cercanía al páramo de Chingaza, es uno de esos municipios que se conocen como "cielo roto", porque llueve casi a diario.

Para este día estaba programada la primera visita para conocer la comunidad y tener un primer acercamiento con su líder y el resto de las familias, pero, tras alargar la charla, con la esperanza de que amainara la fuerte lluvia, acordamos postergar la visita para la mañana del día siguiente . .-=-a.,.i:::;::�,c:::�- ....

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MARTES 8 DE NOVIEMBRE

A las 9 de la mañana, y tras sumarse Da río y Wilmar del equipo de trabajo, emprendimos un viaje de más de una hora por carretera pavimentada, primero, y, después, por una trocha terciaria en mal estado, que asciende la cordillera y cruza riachuelos de montaña sin puente.

El jeep entonces se detuvo en un pequeño descampado, rodeado de unas construcciones de bloque naranjado, en obra negra, en el que trabajaban dos maestros de obra. Por una recomendación de Ricardo Yucuna el día anterior en medio de la lluvia, habíamos llevado varias cajas de cigarrillos Pielroja, dulces y libras de café: es costumbre entre ellos, siempre que se va de visita, llevar algo para compartir.

Alrededor del descampado se sentía el olor del campo. El aire fresco que venía de las cumbres del páramo de Chingaza, que moría algunos cientos de metros arriba de

metros arriba de aquel sitio, refrescaba, pero no lograba hacer de esta vereda un territorio considerado como frío. Muy cerca se escuchaba el sonido del agua. Un joven de la comunidad que nos observaba se acercó, saludó y nos guio hasta una

pequeña represa que habían construido, y que estaba atravesada por un puente rústico de madera y arena. En la represa se bañaban dos niñas indígenas, que nos saludaron casi de forma imperceptible, presas de cierta vergüenza, y se sumergieron inmediatamente en el agu ante nuestro saludo.

El camino de tierra ascendía suavement en un terreno arenoso y en medio de u pequeño bosque, sobre el que habían improvisado unos escalones, erosionados seguramente por las corrientes de agua originadas por los innumerables aguaceros de la región. Luego de un poco más de cien metros de ascenso, perdimos de vista el descampado y la pequeña represa; el camino serpenteó y giró a la derecha, se internó en un rozado que había sido quemado al estilo del conuco, propio del sistema de tala y quema que se practica en muchas regiones, para ganarle sabana a la selva.

Allí, el terreno se volvió plano y los incipientes tallos de la yuca, de pocos centímetros de altura, ya se dejaban ver y sus pequeñas hojas nos rozaban los tobillos. Al fondo se veía, imponente, una maloca construida con techo de latas de zinc, sobre fuertes columnas de madera de corazón y cubierta por plásticos verdes, a manera de paredes.

El olor de la selva, del aire cargado de oxígeno y de la humedad de la pequeña represa cedió al humo de la leña que salía del techo, desde uno de los extremos de la maloca, justo en el lugar donde ya adivinábamos los fogones; se escuchaba el rumor de las voces de varias mujeres que hablaban en su lengua, el yucuna.

Los pollos pequeños, de raza de pelea, corrían chillando de un lado a otro por el conuco. Atravesamos una pequeña cancha de fútbol, delineada de manera improvisada sobre el piso de tierra, junto a la maloca; agachamos un poco la cabeza bajo el borde

del techo, sintiendo el olor cada vez más penetrante del humo de tres fogones de leña -leña verde, pensé- que ardían bajo uno de los alerones, y entramos saludando.

Cinco mujeres mayores, morenas, curtidas, de vientres abultados y bajas de estatura se voltearon desde sus lugares de labor en la esquina izquierda de la maloca, saludaron y siguieron en lo suyo.

Los hombres del lado derecho saludaron entre dientes. El capitán de la comunidad no estaba. Se acercó entonces a nosotros Eduardo, su hermano menor y quien toma

las decisiones en su ausencia. Bajo de estatura, moreno, anchísimo de hombros -como la espalda de un boxeador, pensé-, de bigote y ojos penetrantes y orgullosos, me miró fijamente durante tres o cuatro segundos, sin pestañear; tomó mi mano derecha y la estrechó con la suya.

Nos dio una corta bienvenida, pidió a los demás que nos saludaran formalmente y, enseguida, nos trajeron sillas plásticas para sentarnos alrededor de lo que parecía ser el sitio donde se sienta el capitán.

Allí, sobre un banco de madera similar a un banco ritual, se sentó Eduardo. A su lado había un pequeño banquito que hacía las veces de mesita y un objeto tejido con cortezas de árbol que servía de cesto, sobre el que había infinidad de objetos, entre ellos unos tubos delgados de bambú que servían para aspirar tabaco por la nariz, un gran caracol sellado con cera y cerrado con un tapón de corcho, cigarrillos Pielroja -de los que habíamos llevado -, sonajeros y

collares de semillas de diversos tipos, y muchos recipientes grandes de plástico con marca de Choco Listo y Kola Granulada, desgastados por el uso, que claramente no contenían esos productos, porque desde hace mucho tiempo servían para guardar el mambe.

La maloca, un rectángulo de unos cuarenta metros de largo por unos treinta de ancho, comprende básicamente tres espacios en un solo ambiente. En uno de sus extremos (un tercio de la maloca aproximadamente) están los dormitorios, donde cuelgan decenas de chinchorros colgados de una columna a otra, y bancos de madera con maletas de bocas abiertas que vomitan ropa.

En el extremo opuesto está la cocina, donde estuvieron las mujeres durante todo aquel día hasta la noche. Allí había algunos aparatos importantes; por ejemplo: un bastidor trípode, de donde se soportaba un balay o manar de fibra plástica (los

tradicionales de fibra vegetal los usan en otras tareas) para filtrar el almidón de yuca; un motor a gasolina, que a través de una correa impulsa un molino para procesar la yuca; en un extremo del espacio una troja, sobre la cual se colocaban los utensilios y recipientes de la cocina; y, finalmente, los fogones de leña con una gran plancha metálica encima.

Allí es donde día a día sucede el milagro, allí se cocina el casabe, base fundacional de la gastronomía Je'eruriwa Yucuna. De allí proviene ese olor dulzón -caigo en la cuenta al verlo-, que desde que llegué no me había sido posible determinar, hasta que estuve parado en frente de esa plancha caliente, con un casabe asándose a fuego lento.

Uno a uno, Eduardo nos fue entrevistando detenidamente en el tercio central de la maloca, destinado a reuniones, charlas y rituales -¿era la zona social?, me pregunté

Sentado sobre su banco anotaba

'Es una forma de entender los espacios desde nuestra lógica urbana, porque para ellos el espacio privado es casi inexistente; en conclusión, excepto el cuarto del baño o el espacio donde realizan sus necesidades fisiológicas, todos los espacios son sociales en la maloca.

nuestros nombres sobre la arena del piso de la maloca, mientras enfatizaba: «Es necesario escribir para no olvidar, la memoria es algo fundamental». Prestaba especial atención a la manera como se escribía cada uno de nuestros nombres y, así, fue escribiendo Wilmar, Darío, Felipe, Jhon y Rafael, cuidando siempre la buena ortografía y preguntado cómo se debía escribir cada nombre, cuando dudaba.

A nuestras profesiones o trabajos no les dio tanta importancia y después nos mostró la manera correcta como se escribe el nombre de su comunidad: Je'eruriwa Yucuna, que denota la unión de dos comunidades indígenas del Amazonas (no está permitido unirse en matrimonio dentro de una misma comunidad), así que, de las familias que están allí viviendo, unos pertenecen a los Je'eruriwa y otros, a los Yucuna. Según él, los Je'eruriwa son muy pocos (78 en total), y no están registrados como grupo indígena ante el gobierno. El tema fundamental de la charla se centró

entonces en el territorio; para Eduardo la cercanía de Cumaral los acerca todo el tiempo a esta población más que a Medina, población a la que pertenece esta vereda políticamente.

En el acento de Eduardo se puede rastrear cierto dejo del portuñol y, un rato después, encontré la explicación que me satisfizo, cuando me enteré de la ubicación geográfica de esta comunidad según el mapa que él nos fue dibujando lentamente, con el dedo, sobre el piso de la maloca. Están ubicados en el límite con el Amazonas brasileño.

Mientras hizo esto, fue contándonos los problemas de que han sido víctimas. Su territorio originario está demasiado alejado de un centro urbano importante, y eso los ha hecho vulnerables a muchas problemáticas: la falta de acceso a servicios de salud y educación, así como la imposibilidad de articulación comercial que les permita la venta de productos para

captar recursos, son algunos de los principales; pero, últimamente, el peor de todos es la inseguridad y la violencia. La lenta salida de la guerrilla de aquellos territorios por temas como el proceso de paz ha permitido el ingreso de grupos armados que buscan explotar las riquezas que hay en los ríos, especialmente el oro; estos grupos los han amenazado de muerte.

Durante toda la charla las oleadas de humo siguen llegando continuamente desde la cocina, que está ubicada a unos ocho o nueve metros de distancia de donde estamos sentados (casi en el centro de la maloca). Esto se funde con el olor del piso de tierra y hay un dejo de olor a algo resinoso que me desconcierta, pero que luego identifico con el ámbar de los árboles que ellos usan para pegar algunos objetos de uso ritual o artesanal, objetos que cuelgan de las columnas de la maloca.

Por otro lado, está el olor característico de ellos, algo extraño que lentamente voy descubriendo cada vez que un integrante nuevo se me acerca y me saluda estrechándome la mano.

Ninguno, excepto Eduardo, tiene esa plena seguridad en sí mismo, que hace sentir cuando saluda y estrecha la mano con fuerza, sosteniendo la mirada sin el menor asomo de turbación. La ropa de todos está colgada en bolsas o mochilas por toda la maloca, y a medida que pasa el tiempo soy más consciente del olor característico, suave pero constante, que siempre está presente dentro del recinto. Todo es una mezcla del olor de la yuca molida, macerada y exprimida, el casabe asado a fuego lento, la sopa de los pescados que trajeron desde el río Caquetá para la reunión del congreso y la fiesta, el sudor de los cuerpos, la tierra húmeda y el humo de la leña.

Eduardo relata que salieron de Bogotá a las tres de la mañana en un avión de la fuerza aérea, que el Ministerio del Interior les facilitó como apoyo para realizar la reunión, que inicia justo el día de hoy. De Bogotá volaron a La Pedrera y allí recogieron algunos miembros de la comunidad; luego volaron a Leticia, donde recogieron más personas y, desde allí, volaron directo a la base militar de Apiay, sobre la vía que conduce de Villavicencio hacia Puerto López, adonde llegaron ya en horas de la noche.

El objeto de esta reunión, denominada por ellos "Primer Congreso Je'eruríwa Yucuna de Arenales", tiene por objeto reunir a la mayoría de los miembros de la comunidad, con el fin de organizarse en este territorio, saber cuántos son (ellos creen que hay 78 miembros, pero en realidad no tienen la certeza) y poder solicitar al gobierno, a través del Ministerio del Interior, laEl día anterior ha sido un día fuerte y los que adjudicación de tierras para declararse así lo vivieron lo recuerdan ahora. como resguardo indígena de Arenales,

pedir una declaratoria de Cultural Inmaterial (PCI) para sus manifestaciones culturales, y establecerse allí de manera definitiva, protegidos en sus derechos fundamentales, dada la complicada situación que se vive en La Pedrera.

Eduardo nos presenta la comunidad; muchos de los que llegaron la noche anterior se han ausentado durante el día a caminar por los rastrojos y el monte y a reconocer el nuevo territorio; otros han bajado hasta el pueblo. Básicamente quedan unos jóvenes reunidos alrededor de nosotros escuchando las palabras de Eduardo y las nuestras; las mujeres, que siguen trabajando en la cocina; y cuatro abuelos que nos miran silenciosos, mambeando desde el momento en que llegamos.

Eduardo nos convida a mambear con él, y rápidamente abre el frasco más grande de Choco Listo, que está rebosante de mambe, llena una cucharada, se la echa en la boca, y empieza a hablar con la boca llena -como cuando de niño uno trataba de hablar comiendo Choco Listo o Quipitos-. Nos explica que esto es de sumo respeto para ellos y que mambear junto con los invitados es una clara muestra de que somos bienvenidos.

El plan de trabajo que tienen para esta reunión es iniciar una plenaria en la tarde ese mismo día, y continuar hasta tarde en la noche. Al siguiente día (el jueves 10 d

noviembre), van a tener plenaria todo el día y el día viernes, desde el medio día, iniciarán la fiesta de cierre, a la cual nos invitan formalmente para que los acompañemos y compartamos con ellos.

Una vez que compartimos el mambe y un tipo de rapé conocido como lukuji, que transportan en el caracol y que se inhala a través de los tubos que vimos al inicio, nos dedicamos a caminar por la maloca, a apreciar los detalles y a hablar con las personas.

Erminda es una de las mujeres que se dedican a la preparación de la yuca en su primer proceso, luego de que es molida por la máquina; ella es una sabedora y nos habla de cierta bebida conocida como cujnú, que se elabora a partir del almidón del jugo de la yuca al igual que la caguana (todo esto lo prepararán para la fiesta). También nos comparte la elaboración de un tipo de condimento que se hace conjugo de yuca y caldo de pescado, conocido como tucupí;

este se pone en una olla sobre el piso, y los comensales van pasando, uno a uno, a mojar en él el casabe para darle sabor antes de comerlo; de todo esto participamos durante la hora del almuerzo, cuando nos convidan a la sopa de pescado, el casabe y el tucupí.

Una vez Erminda escurre el almidón en el balay, lo va depositando en platones, y otras dos mujeres se encargan de realizar el proceso siguiente, antes de que una cuarta mujer (María) se encargue de armar esa gran suerte de "pizza blanca" que parece el casabe ya armado sobre la plancha de asar.

Erminda fue contratada por el gobierno para que.junto con otras dos personas de la comunidad Je'eruriwa, realizaran la traducción de los acuerdos de La Habana a las dos lenguas indígenas que ella sabe, y nos comparte esa experiencia con mucho orgullo. Guarda la esperanza de que la vuelvan a contratar para traducir nuevamente, cuando salga el nuevo

acuerdo que se sigue cocinando en La Habana al igual que su casabe, luego de no haber sido aprobado en el plebiscito. Dice con emoción que le gustó mucho ser traductora y que nunca había hecho algo semejante.

María es la encargada de armar y asar el casabe; ella está de paso, y fue a Arenales a participar del congreso porque quiere mantener vivas sus tradiciones, apoyar a su familia y no olvidar de dónde viene.

Vive con su esposo en el Huila desde hace varios años, pero el desierto de la Tatacoa y su experiencia con los blancos no ha hecho que olvide sus tradiciones. El olor del casabe asándose invade la charla, es toda un experiencia y saborearlo recién hecho es algo realmente nuevo para los sentidos.

María volverá el siguiente sábado al Huila en el mismo avión de la fuerza aérea que los trajo aquí, pero tendrá ya un lazo de unión con esta nueva comunidad de Arenales,

que lucha por obtener un territorio, luego de haber perdido su tierra por la violencia colombiana.

La invitación de toda la comunidad queda abierta para que los acompañemos el viernes a la fiesta. Nosotros nos comprometemos a apoyarlos con diversas necesidades que tienen: ropa, algo de aguardiente, tabaco y pan, entre otros.

Ya cayó la noche, y con Felipe salimos a dar un paseo por los cultivos de yuca que circundan la maloca; el sol casi se ha ocultado y abajo, en el centro de la llanura, el espectáculo es hermoso.

Del lado del páramo se oscurece el cielo, que junto con un viento húmedo y ahora muy frío anticipa lo que será una lluvia de toda la noche y parte del día siguiente.

El jeep, además de la lluvia, ha llegado a buscarnos, y devolvemos nuestros pasos bajando los escalones desgastados por el

agua que recorriéramos en la mañana, ahora a la luz de la linterna.

El olor de la maloca, de la sopa de pescado, de las resinas, del sudor de Je'eruriwas y Yucunas, del casabe caliente y del humo de la leña se desvanece mientras cruzamos el puente de madera y arena sobre la pequeña represa.

Al paso, recuerdo fugazmente el saludo de las niñas que se bañaban en la mañana y la vergüenza infantil de sus rostros, al escuchar nuestro saludo. ¡Volveré el viernes a la fiesta!, pienso con una sonrisa, cuando ya caen los goterones del diluvio.

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