Costanza Revista Literaria

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COSTANZA Revista Literaria Número 2

Paola Balboa / Ana Tapia / Rocío Wittib Patricia Fernández Corral / Saccas / Damián Aguirre Luigi Pirandello


Costanza Revista Literaria Publicación digital trimestral Julio de 2018 Esta revista se edita en Barcelona (España) ISSN: 2604-3254 Dirección: Manuel González López Edición: Manuel González López Chiara Presutti Colaboran en este número: Paola Balboa Ana Tapia Rocío Wittib Saccas Patricia Fernández Corral Damián Aguirre

Contacto: costanzarevistaliteraria@gmail.com

Declaración legal: Todas las obras pertenecen a sus autores, que responden por la originalidad y autoría de las mismas. Los editores no se hacen responsables por las opiniones de sus colaboradores

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Declaración de intenciones

Costanza Revista Literaria se postula como un espacio de difusión de la literatura despojado por completo de límites, ya sea en cuanto a la generación de los autores, la extensión de trabajos o los temas. El parámetro que guía el criterio de selección es, simplemente, la calidad. Poesía, narrativa y ensayo o artículos son, en principio, las categorías dentro de las que se enmarcan las obras que se publican en Costanza, aunque dichas categorías no son para nosotros más que un simple modo de ordenar los textos, una taxonomía necesaria, pero no un límite o un corset que impida apreciar, valorar y publicar trabajos que apuesten por la hibridación o la experimentación con los géneros literarios. Todo texto es bienvenido, en la medida en que ese texto constituya una apuesta sincera por la estética.

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Sumario 2

Poesía

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PAOLA BALBOA

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ANA TAPIA

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ROCÍO WITTIB

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Narrativa

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El motociclista – SACCAS

67

Los pies sobre la hierba – LUIGI PIRANDELLO

73

Pepe o da Barcala – PATRICIA FERNÁNDEZ CORRAL

75

Un pueblo fantasma – DAMIÁN AGUIRRE

81

Castigo sexual – DAMIÁN AGUIRRE

83

Biografías

93

Colaboraciones

III


A la memoria de Pablo Arturi

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POESÍA

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PAOLA BALBOA (Poemas inéditos)

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I No cabe ya el enigma de la noche Ni la ciudad que abate de melancolía No cabe la sospecha de mensajes tardos De amores lerdos no leídos No cabe la piedad ni el látigo que acecha En la verde patria que fuimos No cabe ya el desgarro sufragando Invencibles los mares de los tiempos No cabe el corazón ni el sentido en las banderas Erigidas en nombre del amor No cabe mi cintura en la mano del patio Que una tarde corriendo alcanzaste tomar No caben las manos en la melena alocada De la negra pampa del cuerpo empecinado No cabe el poema que no diga que calle que es frío Que está tarde que la lluvia y sin abrigo No cabe mi cuerpo en un verso que no cabe Que no encuentras que está tarde Que la lluvia y sin abrigo.

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II He visto gemir al viento Con la triste certeza del que parte Y nada olvida de las sombras Habitadas en las manos. Como viajero fugaz de un paseo Ajado de arena Con su boca herida por la sal No volverá al país de mirasoles lejanos. He visto gemir al viento Con la efímera verdad que escurre Entre las hendijas de las pupilas suspendidas De tanto mirar la nada De pura espera del venir Yendo en callado paisaje Que anuncia lo ido para siempre. He visto las sensitivas hojas desplegadas Al vacío con temblor huidizo El desabrigo del desierto de los besos enmudecidos Tanta tarde de ignorar de las bestias Que corren a beber de nuestro río.

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XXIV Vendrá el olvido en la certeza de hablar con la sombra En esta tierra de hielo El adiós vendrá después de otro siempre Inacabado beso que se despide para volver Con los pies helados ante la intemperie de ojos Domados por quién sabe misterioso azar de penas. Caerá tu arribo Demorando los ardides de la memoria en el vaivén de la noche. Ya no más ocres versiones de la muerte en medio del desierto Ya no más disparos que amanezcan la tierra yerma Ni un penar abarrotado en las sienes de nuestro continente.

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1 Ya nos íbamos cuando de pronto se adentró en nosotros una pequeña. Nos quedamos para siempre viéndola Aquí y allá crecer con su dolor encendido a veces Y otras callando Oh, tan callando. Debemos aprender a tener otros ojos Otras manos, otra boca. Para ser pacientes con dios. 2 Blancas hojas emergían de tus heridas Se enredaban desde las sombras en las cicatrices de otro tiempo Hay una noche luciérnaga Abrasando la oscuridad de lo impedido. Son antorchas que pueblan el bosque de tanta pena. ¿Quién conoce la eternidad y sus cifras? ¿Quién sabe de tu llanto? ¿Será un resabio de lo que no pudiste llorar dormida? 3 Reclamas en ese gemido lo prometido por nuestras voces. Y entonces, pequeña, atravesamos noches interrogando a los muertos Hablando con los pájaros, mensajeros que atraviesan el cielo de crónicas.

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XXIX He vuelto de un viaje hacia raíces vedadas Con mujeres en las ventanas gimiendo De vida en vida Con ojos claros mirándome sostenidos. No volverán a ese país de estatuas de pesado girar.

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XXX Luego de cuรกntas ausencias en pรกramos con tierra En la boca en las manos. Para culminar el combate de sierpes Es necesario despojar densos paisajes que poblaron los cuerpos. Una mujer y otra y otra Con cicatrices de todas las heridas de los tiempos.

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ANA TAPIA (Selecciรณn de poemas)

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Las ovejas radiactivas de Kolimรก

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Nave Generacional Babilonia

Creíamos que el exilio no era eso que habían contado los antiguos monarcas aquellos jefes de caballo y yelmo cuya memoria sigue viva en nuestros genes y que el llanto de Lama Dismashá no se refería a esta distancia que se mide en billones de kilómetros y que la nostalgia de la patria cantada por Marina Tsvietáieva no suponía una daga tan profunda creíamos que al dejar el planeta de los padres la emoción de un futuro prodigioso supondría una mordaza para el miedo y que podríamos soñar con otra vida como dijo Harry Martinson y no perderla no desperdiciarla en un sueño de años luz

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eso creíamos que sería fácil apretar la identidad bajo los puños para que ningún bucle en el espacio o en el tiempo nos la robase y sin embargo esta sensación es como una sinfonía de corazones un galope desbocado y silencioso cuando la nave Babilonia afronta la negrura todos somos los hijos de Jonás dentro de un gran cetáceo que abarcará sistemas estelares durante décadas hemos depositado tanto en un futuro que aún no nos pertenece: al mirar la Tierra nos embarga un terror primigenio a olvidar y a que nos olviden.

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Oh planeta

Así ocurrió. Los animales huyeron por las estepas yermas de Kolimá ignoraban que su cuerpo era una caja de Pandora que el radón el plutonio el tántalo el uranio campaban por sus huesos conquistaban su memoria de ADN así ocurrió pero qué sabían ellos los caballos las ovejas los tsurimis y las vacas los antílopes de Tarsi los coyotes pardos las ratas qué podían saber de las telarañas erráticas de las pezuñas confusas y la ausencia de hambre de la trampa del agua y del color de las hojas chamuscadas no había dios que dijera qué hemos hecho qué hemos hecho así que ahora hay que buscar más allá del horizonte de fuego encontrarle la entraña a Kolimá por muchos años maldita Kolimá esclava del temblor de los isótopos anfitriona de una muerte de cenizas 15


oh planeta dicen que no tienes voz para quejarte pero es mentira tu voz es la arena y el viento en la arena radiactiva y los brotes que ocultas como un niño apaleado que protege su último juguete oh planeta qué especies podrán ya recorrer tus ruinas quizá los pájaros del mercurio o los insectos mutantes o los niños del desamparo que vagan por la estepa buscando un lugar limpio oh planeta deja que sean las propias manos humanas las que te consuelen las que limpien del todo esta infamia.

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El polizรณn desnudo

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Crónica del desquite

Fíjate sor qué locas que estamos: caminamos desnudas por la orilla del río mordemos la piel de los árboles y luego nos reímos nos metemos un pez entre las piernas sor pero sólo el instante del gemido y después nos frotamos los senos con la savia de almendro. Como estamos tan locas ya da igual lo que hagamos. Como ya hemos pecado es un deber disfrutarlo. Fíjate sor en cómo corremos por la orilla del río buscando acicate. Llegamos a la aldea y nos follamos a un macho cabalgando sobre él una dos y a la de tres y luego nos follamos también a su esposa y huimos hacia el bosque sor de capulí y vamos en tu busca para contártelo todo y tú te enfadas y nos dices que eso no por ahí no pero ya será tarde porque ya estamos locas y hemos pecado y ya nos ha gustado porque se parece remotamente al inicio del mundo y así la tristeza no es la única consorte porque también hay fuego y hay destellos de luz verde y hay también amor 18


y sexos liberados y podrĂ­amos remontar siempre el rĂ­o y no dejar de estar locas sor.

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Poemas inĂŠditos

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El retorno

Un día todas las cosas volvieron a las manos de sus dueños. Fue un éxodo invertido y caótico las carteras expoliadas arrastrándose como tortugas mancas por el asfalto caliente los lápices, las plumas, los cuadernos las notas de suicidio todos escarbaban la tierra de los cementerios como hocicos ansiosos besaban la putrefacción de sus artífices cientos de miles de llaveros perdidos en viajes haciendo la ruta transmongólica otros apenas tuvieron que moverse pues siempre habían estado ahí bajo la cómoda todos todos volvieron y asustaron a sus dueños arrancaron lágrimas y expresiones soeces a tantísimas bocas fue un éxodo bolsos de mujer abriéndose paso por entre las piedras de los vertederos hijos pródigos manchados de excremento de rata la mayoría fueron rechazados 21


olvidado el brillo de su antigua belleza inútiles —nadie quiere una llave que ya no abre nada— por lo tanto qué hacer con aquellos trastos sin padres adónde ir así pues surgió un batallón de escombros con el corazón roto que parecía un pecado nacional y los buscaron y los recolectaron y los destruyeron oh cómo sufrían sus invisibles bocas incapaces de saber qué hacía más daño si el fuego o el desprecio de las puertas selladas.

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Neopatetisches Cabaret

De todos los muertos posibles yo os amo a vosotros mis hermanos de ojos tormentosos: mirad vuestras vidas como el vuelo de un caballo posible y azul mirad el aquelarre que habéis hecho estallar en mi cabeza mirad cómo busco la puerta de todas las ciudades donde las bestias que hunden sus fauces en la arena alimentan las calles tragicómicas. No lloréis mis hermanos nuestras vidas son aire y son palabra en mi seno una memoria de párpados violáceos. Stadler fue a la guerra y se murió Trakl fue a la guerra y se murió qué huérfanos estuvimos entonces sólo nos quedaba aprender a oler el rastro de orín de un alce en bosques sospechosos simular que aún podía haber fiesta en el Cabaret —Gottfried trajo vino y trajo juventud— y bailamos entonces un baile de ratas y esqueletos 23


que a pesar de todo no era un baile triste después le tocó a Kurt y le tocó a Else los dos conocieron la muerte también como ventana abierta a la locura de los soñadores jardín de olivos o abrazo de madre ah qué solos y qué huérfanos gastando el resto de la vida en atrapar el mar entre los dientes de un invierno ajeno. De todos los muertos posibles yo os amo a vosotros por vosotros subiría al final de la quebrada como en dancing with wolves para gritar HERMANOS y gritar AMIGOS y no sentís como ojo puro aquel que se inclina en la noche salvaje y acaso podéis contar el número de estrellas o hacer versos con la sangre del sucio corazón o renunciar tan sólo renunciar a la estúpida gloria del estúpido canon de los hombres masticar el lenguaje hasta hacerlo papilla violarlo por detrás y vivir y morir eternamente en el agua profunda de otras venas.

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Muelle del ansia A J. M. Miralles Sall

Yo también quiero llegar a esa ciudad pestilente y deudora del petróleo y dar manotazos a los peces muertos y decir oh Liverpool oh gran isla de grasa y humo negro desde todos tus puentes yo derramo una sed de lágrimas un ansia por los culos de las prostitutas carmín ajeno en un cuadro que Chavannes nunca pintó oh muelles poderosos por los que he de arrastrarme como una perra hasta que las palabras sean mucho más que palabras vetas de savia o semen que puedan devolver el sol a los difuntos qué ansia estúpidas ganas de patear borrachos con las botas prestadas de algún loco: me conformaré con recitar tus versos en la cama sola claro que sí eso haré 25


gritar tus versos hasta que se quiebre una montaña convocar a los pájaros hambrientos nadar en el agua encharcada de un poema que sólo oigan los muertos claro que sí eso haré orquestar mi propia berrea asustar a los vecinos hasta que alguien me ayude a patear los tabiques del miedo así que espérame, Liverpool también yo tengo derecho a agarrar los senos de las mujeres quedar encinta del sudor de sus sueños vomitar en un barco que se aleja después de una noche de vergas y de furia espérame: podría tardar años o vidas pero te juro que llegaré con o sin este cuerpo a los andenes donde crecen las mandrágoras sabes querido amigo te moriste un día después de mi cumpleaños.

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El barco

Todos los libertos esperaban su turno. Agazapados en el borde mismo de la palabra ausentes de su trágico pasado indemnes con los ojos ateridos por el viento oceánico todos esperaban el revés de la fortuna un barco con bitácora distinta a sus planas biografías que abarcara la línea oblicua del futuro todos incrédulos y suspicaces se miraban a la espera de una duda en los ojos del otro que empezara a dejar salir el pánico grito amarrado en lo hondo de las gargantas. Pero no. Nadie terminaba de ceder al espanto. Mientras quedaran estrellas para poder contarlas una y dos y dejar que el día hiciese su trabajo algunos se acariciaban las parcas cicatrices 27


—carreteras rosáceas en sus brazos— mientras esperaban. Pero el barco no acababa de llegar y en la noche los más ansiosos empezaron a aullar unos cánticos raros así que en la comarca nació el miedo los hombres blancos y católicos tenían miedo pobres campesinos deudores de la guadaña qué miedo tenían una de aquellas madrugadas fueron a por los libertos con porras y con piedras y con hachas y los amenazaron hasta el mar acusados de comerse las mazorcas y beberse las ubres los libertos al mar pero entonces por fin llegó el barco qué extraña embarcación con forma de sirena con grititos de rata lo reciben al barco manos en alto el barco estaba hecho del material de las nubes tanto que al tocarlo se hacía nube o polvo de nube exactamente igual que algunos sueños.

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A Zajra (Expressionismus)

Quizá pienses que te he buscado para hacer el amor pero no es más que eso no sé cómo explicártelo tu pierna de palo hacía ruido y yo seguía ese ruido a través de las noches destiladas y las copas de los árboles a los que el viento mecía yo cruzaba las calles y los puertos las calles y los puertos, comprendes, y sabía que acababas de pasar por allí sólo un instante antes un olor un estremecimiento como un puño y en los ojos un cierzo momentáneo tantas veces he creído ser tú pero no he visto los barcos suficientes el rencor necesario las babas de los hombres la guerra que cuelga de tus ojos melancólicos perdóname por no saber hacerte carne amor mío eres la emanación de la tinta y la sangre todos te han visto y nadie te ha visto eres como una niña jugando a Latitud 29


y tienes en tus manos al mismísimo Océano todos te han visto y nadie te ha visto así como quien atisba un corzo entre los álamos un animal de arena que se escurre entre los dedos de una mano que hoy ahora se encuentra con la mía y la aprieta y la toca a través de la efímera luz de un encuentro y te veo así desnuda y sabia y tímida pero no te he buscado para hacer el amor —aunque te ame— sino para dejarte ir.

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ROCIO WITTIB (Selecciรณn de poemas)

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deberĂ­as ya comprender que no basta ser ni estar ni quedarse cuando la piel busca piel en su deriva sĂłlo alcanza un suspiro vano que no sabe morir y con nada puede matarse

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duele pero nos mantiene vivos que el olor salvaje del recuerdo muerda de tanto en tanto el corazรณn

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esto que no vimos llegar esto de lo que no saldremos ilesos esto que arde y que un día también será cenizas esto salvaje y dulce —¿sientes como ruge y te acaricia a la vez? esto que aprendimos a querer y sin embargo duele esto que nos hace cómplices y culpables y víctimas esto que torpemente consuela el vacío la soledad la vida esto que no descansa que nos acorrala que nos mira con recelo esto que es una guerra en la que estamos condenados a rendirnos esto la herida que besa el puñal

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tuvimos miedo y cruzamos la vía con los ojos cerrados quisimos creer que no teníamos nada que perder porque nada teníamos para darnos mentimos lo suficiente hasta crear una verdad y tampoco fuimos capaces de creerla nadie dijo que debajo de las palabras había cuchillos y nos nacieron heridas dentro del silencio ni nos arrepentimos ni pedimos perdón muchas veces nos cansamos de esperar de huir de tener que olvidar que no estamos a salvo pero del deseo no se aprende la valentía sino la sed la urgencia el hambre yo siempre seré una cima trepando por tus pies tú la intemperie creciendo sobre mi corazón vivir tan solo la forma correcta de equivocarse

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lo que no existe lo que nunca ha sido lo que no serรก sin embargo perdura

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NARRATIVA

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El motociclista Por

SACCAS

1 Recibir el nombre de Segundo al momento de nacer no es un buen modo de comenzar la vida; el nombre nos designa, nos marca y de manera misteriosa determina el devenir de nuestra existencia. Es difícil imaginar que Alejandro Magno hubiese conquistado el mundo de haberse llamado Segundo, o que Julio Cesar, de llevar ese nombre, se hubiese armado del coraje necesario para cruzar el Rubicón. Aunque resulte imposible establecer la relación que hay entre el nombre de una persona y el camino aciago o feliz que desarrolle su vida, es evidente que ésta existe. Dicen los creyentes y los ocultistas que Dios creó el mundo con palabras en virtud de un poder mágico que se esconde en el verbo. De ser así, podríamos afirmar que los sonidos que conforman un nombre prefijan el destino de su portador. Y pese a que algunos crean que es la personalidad del hombre la que engrandece al nombre, si examinamos la historia, veremos que los grandes hombres han ostentado siempre nombres afortunados. 39


Más allá de este mal comienzo, el nombre no fue el mayor de los problemas de Segundo, aunque —paradójicamente— haya sido el primero. Los padres de Segundo provenían de una provincia del norte del país y con sólo dieciocho años habían llegado a la capital, como tantos otros, impulsados por el anhelo de lograr una vida mejor en base a la estabilidad laboral que podía ofrecerles, en aquel entonces, una ciudad que era el epicentro de un desarrollo industrial que prometía desterrar del país la pobreza y el atraso. Si bien los sueños de grandeza que habían animado al país en esos años fueron desintegrándose al cabo de un par de lustros, los padres de Segundo pudieron cumplir su pequeño anhelo de establecerse en la ciudad, en las afueras, en esa periferia suburbana donde se habían instalado las industrias que dieron trabajo a hombres y mujeres como ellos, y ser dueños de su propia vivienda. No pudo ser la casa, si bien era lo que deseaban. Comprar el terreno no era imposible, pero al padre de Segundo no se le daba bien la albañilería y si a eso sumamos el hecho de que el avance de la obra estaría supeditado a los avatares económicos de la pareja, existía la posibilidad de que la construcción de la casa se tornase eterna, lo que finalmente los llevó a tomar la decisión sensata de comprar un departamento en uno de los barrios construidos por el sindicato del gremio al cual estaban afiliados, y que además podían pagar en cuotas. En ese complejo habitacional, veinte años después de la llegada de sus progenitores desde el interior, nació y creció Segundo García. Segundo se crio bajo el influjo de su madre, que supo inculcarle sus temores provincianos sobre una ciudad de la que siempre desconfió. La precaución frente a los extraños, el cuidado de recibir regalos o golosinas de un desconocido, o una desconocida, el silencio y respeto frente a los mayores y la razón apriorística e indiscutible de los padres fueron los pilares sobre los cuales se edificó la monumental timidez de Segundo. Hasta casi terminada la escuela secundaria prácticamente no transpuso los límites del monoblock. Cursó los estudios primarios y secundarios en los colegios del complejo. La televisión y los partidos de 40


fútbol en la cancha de la esquina eran su única recreación cuando, luego de prolongadas súplicas a su madre, conseguía esquivar la obligación de la siesta. Dos meses antes de cumplir diecisiete años salió a bailar por primera vez. Su primera salida fue también su primera noche fuera de casa y la primera vez que salía del barrio sin la compañía de su familia. La perseverancia de sus amigos y, especialmente, el voto favorable del padre que sostuvo que ya estaba bien, que el chico era grande y tenía que empezar a salir si no quería quedarse para vestir santo, fueron los motores que lograron torcer la negativa de la madre, que no veía con agrado que su hijo se arriesgase a ir a bailar quién sabe adónde, en compañía de quién sabe quiénes (pese a que esos “quiénes” eran los amigos de Segundo, vecinos del edificio, a los cuales ella veía a diario prácticamente desde que habían nacido, además de conocer las familias de cada uno de ellos). Acompañó

el

beso

de

despedida

con

una

infinidad

de

recomendaciones, en especial que tuviese cuidado de que no le pusiesen nada en la bebida, sin especificar si se refería a los cubitos de hielo, veneno o alguna sustancia tóxica o alucinógena; recomendaciones que Segundo toleró callado y asintiendo con la cabeza. Segundo fue a bailar, pero no bailó. Se quedó en la barra, intimidado por las jóvenes a las que no se atrevía a abordar. Pese a la insistencia y el aliento de sus compañeros de juerga para que se acercase a alguna chica, se resignó a pasar toda la noche tomando coca cola. Sirvió de poco que le dijesen que no tenía nada de malo si le decían que no, es más, era lo habitual que las chicas dijesen que no, pero a fuerza de intentarlo, siempre existía la posibilidad de que alguna dijera que sí. Ley de probabilidades. No hubo caso. Segundo prefirió la seguridad de la barra al riesgo de enfrentarse a una cara demasiado pintada que le otorgase una negativa vergonzosa. Aunque la vergüenza real no estaba en la posibilidad o en la certeza del rechazo, sino en el hecho de acercase a una chica (esos seres hermosos e inaccesibles que parecían diseñados para 41


otros jóvenes, pero no para él) y, simplemente, hablarle. Lo asolaba la imposibilidad de construir o imaginar un discurso con el cual acercarse, y la imposibilidad aún mayor de expresarlo, o de expresar tan sólo la pregunta más sencilla en una disco: ¿bailás? Hacia el final de la noche, inspirado por sus amigos con más experiencia, cambió la coca cola por un vodka con naranja. A partir de ese sábado no pasaría un fin de semana en que no fuese a bailar. Aunque no bailase. Segundo se sentaba a la barra y, mientras tomaba un vodka tras otro, contemplaba cómo sus amigos acosaban a las chicas para que bailasen con ellos o, cuanto menos, entablasen conversación, dentro de lo que el volumen de la música permitía. Por la mañana de domingo, Segundo dormía en su habitación perfumado por un intenso olor a alcohol, mientras su padre, orgulloso, lo contemplaba imaginando las aventuras amorosas que su hijo experimentaba a lo largo de cada noche de discoteca. 2 Ese año, Segundo —más allá de algún que otro sobresalto con un par de materias— consiguió terminar sus estudios y descubrió por azar, al encender el televisor la mañana siguiente a uno de sus sábados de vodka, las carreras del campeonato del mundo de motociclismo, y, como consecuencia de esa casualidad, percibió en su plexo al finalizar el gran premio, luego de haberse maravillado con la demostración de coraje y de talento de los pilotos, el comienzo de una pasión y de algo que al cabo de los años sería un deseo insatisfecho. Como no podía predecir que jamás llegaría a satisfacer ese deseo, Segundo decidió posponer el ingreso a la universidad para buscarse un trabajo que, luego de un par de años de ahorro, le permitiese comprarse una moto. Desde luego, no hizo partícipes a sus padres de su proyecto. Dijo, ante el disgusto de ambos progenitores, que se tomaría un tiempo de descanso antes de comenzar la carrera de ciencias económicas. En un mes ya estaba trabajando en una tornería a la que había ingresado como 42


aprendiz. El sueldo no era bueno, pero le habían asegurado al momento de incorporarlo al taller que cuando hubiese acumulado la experiencia y los conocimientos necesarios para ser oficial, su sueldo aumentaría de modo considerable. Como en todos los trabajos, había que pagar un derecho de piso. Segundo, resignado, asumió que tendría que trabajar por un salario escaso. En pocos meses pudo entender las palabras de su padre cuando le hablaba acerca de la importancia de terminar una carrera, si no quería trabajar toda la vida como un animal por una paga miserable. Cuando fue consciente de la verdad absoluta de los consejos paternos, ya era tarde para inscribirse en la universidad, debería esperar hasta el año siguiente. Pero al transcurrir el primer año de trabajo en la tornería Segundo ya se había habituado a los rigores de la vida del obrero, ya no le resultaba un suplicio levantarse a las cinco de la mañana, no se le hacían eternas las jornadas laborales de doce horas, ni le dolían —como al principio— todos los músculos del cuerpo. Inclusive, salía durante los días de semana y no eran pocas las veces que iba a trabajar sin dormir. La juventud sabe tolerar los excesos, y Segundo, como muchos jóvenes, creía que esa juventud sería eterna. Esa creencia (y lo magro de sus ahorros) lo llevó a posponer por otros doce meses el ingreso a la universidad. Tenía sólo diecinueve años, le dijo a su padre. La universidad podía esperar. Esta afirmación renovó, como era predecible, el disgusto de su madre por esa rebeldía —sería la única— que mostraba su hijo; aunque el disgusto se veía atenuado por el hecho de que la postergación era a causa de un afán laboral, algo que para los padres de Segundo no dejaba de ser un motivo de orgullo. Durante ese año la vida de Segundo se desarrolló en un ir y venir del hogar paterno al trabajo, de lunes a viernes, y del hogar a la discoteca, los sábados. El domingo era el día reservado para la resaca y el sueño hasta las tres o cuatro de la tarde, salvo que hubiese carreras de motos. Entonces madrugaba o directamente se quedaba despierto hasta que

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comenzasen las carreras y no se levantaba de la silla hasta que terminase la ceremonia del podio de la última carrera. En ese tiempo comenzó a tener algún tipo de experiencia amorosa los sábados de baile: besos, largos abrazos y tocamientos torpes y ansiosos en los reservados. Descubrió olores y humedades diversas, propias y ajenas, los múltiples sabores de una boca femenina y el sabor de la piel. Arrastrado por sus amigos, apenas comenzaba la noche, un sábado visitó una casa de putas donde dejaría, al cabo de pocos minutos y demasiado dinero, su virginidad. Segundo se esforzaba por ahorrar, pero cuando se ha vivido infancia y adolescencia sumido en la austeridad del hogar de una familia obrera y se dispone de dinero por primera vez sin necesidad de rendir cuentas por su uso y la absoluta libertad para gastarlo, la sensación del papel moneda en el bolsillo va unida al deseo irrefrenable de deshacerse de él, por lo que la obligación auto impuesta de ahorrar se convierte en un objetivo que roza la utopía. Sin embargo —y pese al dinero tirado en alcohol y prostíbulos— Segundo logró reunir la suma necesaria para comprarse la moto, aunque le llevó cuatro años conseguirlo. Les comunicó a sus padres que empezaría la facultad un mediodía de domingo en que, absolutamente adrede, se levantó temprano pese a que el campeonato del mundo de motociclismo había terminado un mes antes, porque a su juicio, no había mejor oportunidad que un almuerzo dominical para darles a sus progenitores una noticia que sabía que esperaban y que los alegraría. Era hora, le dijo su padre, aunque le parecía una lástima haber perdido cuatro años. Seguía siendo joven, pero tenía una edad en la que ya podría haberse recibido, de haber empezado la carrera en su momento. Aunque viviese cien años, cuatro años perdidos no se recuperaban más. Su madre sintió una satisfacción profunda y, a la vez, algo parecido al alivio, como si se sacase de encima un peso que la agobiaba; y en parte era así, porque el esfuerzo que habían llevado a cabo durante cuarenta años había sido para que su hijo no

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repitiese la vida de ellos, una vida consumida por la obligación de trabajar mucho y cobrar poco. Fue después de un momento de silencio y de algo parecido a una especie de éxtasis colectivo, cuando Segundo, casi como al pasar, dijo que con la plata que había ahorrado se compraría una moto, vehículo que le sería muy útil para ir de su casa a la universidad, que no quedaba cerca. Al oír la noticia su padre sólo frunció el ceño en señal de disgusto e íntimamente comprendió cuál había sido la verdadera razón de su hijo para posponer el ingreso a la universidad. No dijo nada, y hubiese aceptado la compra de la moto de no haber sido por la actuación de su esposa, digna de la mejor actriz de teatro. No, dijo la mujer llevándose una mano a la frente y la otra al corazón; no, repitió mientras se levantaba de la mesa y luego de un mareo fingido se recostaba en el sofá. No habían sacrificado toda su vida ella y su esposo para que su hijo se matase andando en una moto, eso en el mejor de los casos, porque en un accidente de moto siempre existía la posibilidad de quedar parapléjico, que era peor que estar muerto. Segundo, a quien nunca le sobró mucho coraje, trató tímidamente de convencer a su madre de las ventajas que le brindaría su codiciado vehículo en cuanto al ahorro de dinero y de tiempo. El ahorro de dinero no necesitaba de mucha explicación, un vehículo reducido tiene un consumo reducido, pero en lo que más ahorraría sería en tiempo, y eso no implicaba una velocidad exagerada, no, la moto ahorra tiempo por su agilidad para circular entre el tráfico, y el tiempo ganado en traslados era tiempo ganado para el estudio. Su madre, con sequedad, dijo que si tanto le importaba el tiempo, no tendría que haber perdido los cuatro años que se pasó escapándole a la universidad. Segundo estuvo a punto de decir que era mayor de edad, que había ganado su dinero trabajando, que podía decidir en qué gastarlo, pero intuyó cual sería la respuesta: la calle; por lo cual, prefirió resignarse a aceptar la voluntad de su madre.

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3 La universidad no le resultó tan sencilla como él esperaba. Habituado a salir y beber casi todos días, y totalmente desacostumbrado del hábito de estudiar, el volumen de textos a los cuales debía enfrentarse se le hacía inaccesible en el poco tiempo que le quedaba después de trabajar y de cursar las materias. Su capacidad de compresión, su memoria, su facilidad para la matemática, todo lo que alguna vez fue una virtud o privilegio de su mente estaba aletargado, adormecido, cautivo en algún lugar remoto de su cerebro. Y lo peor era la voluntad: la carencia total de voluntad para estar horas sentado en una silla estudiando. Segundo sabía que necesitaba imponerse la rutina del estudio. El problema radicaba en que una cosa es reconocer una necesidad y otra muy distinta conseguir satisfacerla. Y en medio del esfuerzo, la tentación de las compañeras de clase, las fiestas universitarias. El primer año abandonó la mitad de las materias en las que se había inscripto al empezar la cursada. Aprobó la mitad de las materias que consiguió completar. En su segundo curso las cosas no variaron sustancialmente. Cursaba poco y aprobaba menos. Seguía contando con la fidelidad de sus amigos a la hora de salir y emborracharse, y con la suya propia para despertarse todas las mañanas de domingo siempre y cuando fuese para ver una carrera de motos, no para estudiar. Si bien no conseguía construir la disciplina que lo impulsase en su martirio universitario, había desarrollado una increíble habilidad para inventarse excusas que justificasen, en cada circunstancia, el acto de no estudiar: la luz de su habitación era excesivamente blanca y cansaba su vista, o demasiado amarilla y provocaba el mismo resultado que si fuese blanca; otras veces algún sonido lejano —una máquina en un edificio, por ejemplo— lo alteraba hasta impedirle lograr la concentración necesaria; si estudiaba por las noches, eran los apagados ronquidos de su padre los que lo conminaban a levantarse de su silla y dejar el estudio para otra ocasión; de día, podía ser la espera del llamado de algún 46


compañero de clase para confirmar el tema de un trabajo en equipo el hecho que lo condujese a un estado de ansiedad tal que haría imposible la comprensión de cualquier texto, y como es de esperar en tales circunstancias el estudio debería quedar para más tarde. La situación se prolongó por dos años más. Al cabo de cuatro años recién había aprobado las materias del primero. El panorama era pésimo. Pero a mitad de ese cuarto año ocurrió algo que sería determinante en su futuro. Desde luego, se trataba de una mujer. No puede decirse que las chicas con las cuales Segundo salía fuesen lindas; es más, lo justo sería decir que en su mayoría eran feas y sólo una estrecha minoría alcanzaba el estatus de no feas. Pero siempre hay un día de suerte en la vida de un hombre, hasta en la vida de los más desgraciados; pero la suerte, si se trata de mujeres ( y de eso se trata), no es aquella que beneficia al hombre en las conquistas ocasionales o nocturnas, la suerte es aquella que hace que un hombre seduzca o enamore a una mujer que le es, en situaciones normales —cuando el azar no talla— inaccesible, ya sea por educación, cultura, clase social o belleza. Y el día de suerte de Segundo fue el último sábado de mayo, cuando luego de la tenaz insistencia de uno de sus amigos, Segundo optó por no quedarse a estudiar en su casa (una vez que se había decidido a hacerlo) para el parcial de Estadística que tenía el lunes siguiente y asistir a la fiesta que se hacía en la facultad de medicina, a cien metros de Ciencias Económicas, y donde, según su amigo, encontrarían a las chicas más lindas de la universidad. Y fue así, al menos para Segundo, porque esa noche —no podemos precisar si para bien o para mal— conocería a Marcela. Marcela provenía de una familia de clase media. Era muy linda, estudiosa, seria, trabajadora y tenaz; por eso resulta difícil encontrar una razón que justificase el atractivo que pudiese verle a Segundo, que no era buen mozo y ostentaba los defectos que se contraponían a las virtudes de Marcela. Alguien podría llegar suponer que se vio seducida por la diferencia de edad que había entre uno y otro, pero no era tanta como para que llegase a sentir que estaba frente a un hombre y no un post 47


adolescente. Sea como fuere, ese sábado, más por iniciativa de Marcela que de Segundo, se dieron su primer beso y dieron inicio a una relación que terminaría en matrimonio. En poco tiempo Marcela marcó las pautas que regirían el noviazgo. Tenía carácter, y de manera consciente o intuitiva, no podemos saberlo, había tomado nota de las debilidades de Segundo y sabía hacer uso de ellas para imponer su voluntad frente a su novio. Una noche, cuando hacía ya seis meses que estaban de novios, le informó a Segundo que siempre había anhelado casarse después de terminar la carrera. Este comentario no era inocente, no le contaba simplemente un deseo, le estaba haciendo saber que se casarían apenas terminase sus estudios. Aunque alguna que otra vez Segundo insinuaba un intento de rebeldía. Como cuando los invitaban a alguna reunión con amigos de Marcela, y la posibilidad de un encuentro con personas de una clase social que no era la suya causaba en Segundo un recrudecimiento de todos sus complejos de inferioridad. Entonces, ante la perspectiva de experimentar el horror y la incomodidad de sentirse poco más que un animal entre esa gente, Segundo se atrevía a manifestar su desacuerdo de manera categórica. —Yo no voy, me siento incómodo con tus amigos. —No vengas, yo no te obligo a nada. Hacé lo que quieras; pero a mí me gustaría que vinieses —le respondía Marcela con un tono ambiguo en la voz y una mirada tan intensa que sumadas trasuntaban algo así como una promesa de vaga amenaza, de cruel represalia femenina ante la cual Segundo, aterrado, terminaba por rendirse y acceder a todos los caprichos de su novia. No hace falta agregar que Marcela jamás consentía en asistir a las reuniones de los amigos de Segundo. Y no sólo eso. Tampoco podía ir Segundo, porque a Marcela le parecía de pésimo gusto dejar sola a una novia para salir a emborracharse con los amigos. Desde luego, los amigos de Segundo fueron las primeras víctimas de los cambios que Marcela comenzaría a introducir en la vida de su 48


novio. Al principio, acaso porque aún no sentía mucho por él, toleraba las escapadas etílicas de Segundo. Pero con el correr de los meses su actitud comenzó a cambiar, aunque no de modo brusco. Como pasaban casi todo el tiempo juntos, en casa de él, tomaba nota de las llamadas telefónicas que Segundo atendía, y si la conversación se prolongaba y las palabras dejaban paso a las risas, comprendía que eran los amigos invitándolo a salir o proponiéndole nuevas borracheras. Y Marcela no podía dejar pasar por alto que alguna persona que no fuese ella tuviese un ascendiente sobre Segundo; entonces, al cabo de unos meses, al oír la campanilla del teléfono Marcela empezó a tomar una actitud de alerta, como la de un felino al momento de divisar una presa, y cuando tenía la seguridad de que eran los amigos de su novio torcía la boca de manera tal que dejaba saber que la cuestión le molestaba. Con las semanas intensificó el enojo y sus manifestaciones gestuales, ya no era una cuestión de torcer la boca; ahora, el ceño fruncido acompañaba a los labios apretados y oblicuos, y juntos, labios y ceño, daban el marco adecuado al comentario que seguía. —¡Otra vez los borrachos! ¡Cuándo vas a madurar, querido! Segundo sentía por Marcela tanto amor como temor, por lo que no le resultó difícil conseguir a Marcela, un sábado por la tarde luego de un prolongado sermón, que Segundo dejase de lado esas dañinas amistades que no le reportaban otra cosa más que la cercanía y la tentación del vicio. —Todo lo malo se pega, amor mío. 4 Segundo, paralelamente al noviazgo, y no obstante el cese del ejercicio del culto a la amistad salvaje, continuaba su larga marcha de derrotas en la universidad. Marcela, que acaso no haya sido la primera en notarlo, pero sí la única que tuvo el coraje de expresarlo en voz alta, con la naturalidad que le daba saberse dueña de la verdad y sentirse superior a todo el mundo, dijo, un mediodía de domingo mientras 49


almorzaba con su novio y sus futuros suegros en la casa de estos, que Segundo debía dejar los estudios. —Sí, porque vos no querés estudiar. Nunca vas a terminar la carrera. Si te hubiese importado alguna vez, ya tendrías que estar terminándola. En vez de perder el tiempo en la universidad lo que tenés que hacer es dedicarte exclusivamente a trabajar y hacer la mayor cantidad de horas extras posibles, así nos casamos a fin de año. Es lo mejor para los dos. ¿No les parece? En un solo día los padres de Segundo recibieron dos noticias, o dos mazazos: su hijo dejaría la universidad y a fin de año se casaba. La primera, aunque sabían que era cuestión de tiempo, les provocó tristeza y decepción, porque había sido su anhelo aún antes de que Segundo naciera, y aunque Segundo nunca había dado indicios de ser un gran estudiante, siempre se habían aferrado a la esperanza de que su hijo, algún día, sentase cabeza y concluyese los estudios; la segunda los sorprendió tanto que no supieron si alegrarse o asustarse. Seis meses después de esa charla, Marcela y Segundo se habían convertido en marido y mujer. 5 Con la ayuda de los padres de ella alquilaron un departamento en el centro, ubicación que a Marcela le permitiría estar en sólo media hora en el hospital donde trabajaba. Necesitaban vivir en la ciudad porque Marcela, ocasionalmente, debía hacer guardia en el hospital, y con los riesgos que implicaba trasladarse de noche era mejor que ella estuviese cerca del trabajo. A Segundo el viaje a su trabajo se le complicaba un poco, porque debía salir de la ciudad para ir a la tornería que quedaba muy próxima a su barrio de toda la vida, pero esto no importaba porque su horario laboral era hasta las seis de la tarde. El matrimonio no representó para Segundo una emancipación. El matrimonio fue un paso de una esfera de influencia a otra; es decir, dejó de responder a las órdenes de su madre para pasar a estar bajo el 50


comando de Marcela. Desde luego, Segundo no lo percibió así. Creyó que con el matrimonio se libraba del yugo materno y que, lejos del hogar paterno, podría, por fin, hacer de su vida lo que quisiese, gastar su dinero en lo que le gustase. Esa creencia —la de su libertad— lo llevó a su primera discusión de pareja y, por ende, a su primer desencanto matrimonial. El tema: la moto. Llevaban tres años casados, les iba bien económicamente —habían comprado de contado un pequeño auto que Marcela usaba para desplazarse— y puede decirse que eran felices. Todo estaba en orden en cuanto a la vida en pareja, pero Segundo, alejado de sus amigos y sin otra cosa que hacer que mirar la televisión cuando llegaba del trabajo, comenzó a sentir, durante esas tardes en que esperaba a que Marcela volviese del hospital, o en las eternas noches en que ella tenía guardia, el crecimiento de cierto vacío existencial, por decirlo de algún modo. Segundo se aburría. Y entonces, una de esas tardes, llegó a la conclusión de que no había mejor remedio para el aburrimiento que satisfacer su viejo anhelo de comprarse una moto; podría salir a dar una vuelta al llegar a casa o apenas salía de la tornería, imaginó fines de semana de largos paseos con Marcela. Ya no vivía en la casa paterna, no necesitaba autorización de sus padres, con su sueldo, si bien era inferior al de su esposa, le alcanzaba para comprarse una buena moto sin necesidad de recurrir a la ayuda de su pareja. Entonces, ¿por qué no? —¡No, Segundo!¡No! —fue la respuesta de Marcela al oír el proyecto de su esposo. —Pero ¿cómo se te ocurre? ¿Y si te matás? ¿No sabés que el paragolpes de una moto es la cabeza del conductor? No quiero que te pase nada, mi amor. Pero Segundo, esta vez, no estaba dispuesto a ceder así no más. Peleó y argumentó como nunca, dijo que era mayor de edad, que la complacía en todo lo que quería, que se mataba trabajando como un buey y no se daba ninguna satisfacción, y dijo, además, que esta vez no iba a renunciar a comprarse algo que deseaba desde que tenía dieciocho años. Le habló de los futuros domingos compartidos de salidas a la ruta, de 51


que iba a gustarle la moto. Marcela replicó que jamás iba a subirse a una moto, que era cosa de adolescentes y que ella era una mujer con responsabilidades. —Igual me la compro— dijo Segundo. —Está bien—dijo Marcela, y continuó —hacé lo que quieras, pero ya sabés… Y al oír ese “ya sabés”, cuya ambigüedad contenía una carga indescifrable de significados que iban desde la vaga amenaza al simple hecho de conceder, de rendición femenina cargada de rencor y de disgusto por la batalla perdida, pero rendición al fin, Segundo sintió ese vacío, esa angustia que Marcela sabía provocar y por medio de la cual lo llenaba de la desorientación y del terror que lo habían convertido en un objeto más de los que ella acumulaba en su casa; el miedo (el miedo de no saber si había perdido o ganado al impagable precio de perder a su mujer) alcanzó para derrotarlo, para entregarse mansamente, otra vez, al arbitrio de Marcela. Marcela, después de la discusión, apenas necesitó de unos días de frialdad y de silencio para que Segundo le dijese una noche que no, que tenía razón, que la moto era para adolescentes y que él ya estaba para otras cosas. Marcela no pasó por alto el hecho de que tener a su esposo prisionero en su casa sin nada que lo entretuviese a la larga terminaría jugando en su contra; algún día, Segundo acabaría por cansarse y hacer, entonces, lo que le viniese en gana. Fue de ese modo en que ella comenzó a hacerle obsequios. Empezó regalándole el abono a la televisión por cable en la variante más cara, que incluía todas las películas de estrenos y eventos deportivos; le regaló una videograbadora para registrar esos eventos que a juicio de Segundo mereciesen memoria, también lo suscribió a una colección de clásicos del cine acción, porque no todo era deporte; luego le regaló una computadora (que con el tiempo sería reemplazada por una notebook) y un contrato de conexión a Internet de banda ancha. No eran sobornos, no buscaba comprar su docilidad y sumisión, como fácilmente podría llegar a 52


pensarse; Marcela construía para Segundo la vida vicaria a cambio de la vida real que ella le quitaba; una vida virtual sin peligros para él y que aseguraba para ella la imposibilidad de quedarse sin una de sus posesiones, y más aún, sin perder el íntimo placer, la rara excitación que le causaba gobernar los actos y pensamientos de su esposo. Segundo era feliz con la vida plena que le proveía su esposa a través de esa multiplicidad de pantallas. Ufano, ante los compañeros de trabajo, decía que a las siete de la tarde ya tenía el pijama puesto y sentado en el sofá comenzaba a disfrutar de la tele, o de la computadora y navegación por internet. Dos años más tarde por la cabeza de Marcela rondaba la idea de comprar su propio departamento y cambiar el coche. Tenía dos trabajos, el hospital y su consultorio, y Segundo seguía en la tornería y no ganaba mal; por eso, porque durante un tiempo tendrían muchos gastos que le impediría la compra de nuevos obsequios, le regaló el que a su juicio — al menos hasta que se desahogaran económicamente— sería el último. Llegó de noche mientras Segundo sentado en el sofá del comedor miraba un partido de básquet. —Te traje un regalo, Segu —dijo Marcela Segundo desenvolvió el paquete con ansiedad y torpeza infantiles. —¡Uh! —fue lo único que consiguió articular Segundo al ver que el regalo era una consola de videojuegos. —Me costó cara, pero quería regalártela porque por un tiempo tal vez no pueda comprarte nada. Quiero que tengamos una casa, Segundo. Y también quiero que cambiemos el coche. Segundo respondió que sí casi sin reparar en lo que decía Marcela, ni comprender las implicaciones de esas palabras, y era obvio que no prestase atención, porque mientras su esposa determinaba el futuro de la pareja para los próximos años, notó con una alegría absoluta que entre los varios cd de juegos que acompañaban el regalo había uno que para él era especial: el campeonato del mundo de motociclismo. 6 53


Segundo y Marcela se embarcaron alegremente en el sueño de la casa propia y del coche nuevo. Él aumentó las horas de trabajo y ella sumó al consultorio y el hospital unas horas en una clínica privada. Marcela renunciaría a las compras de zapatos y vestidos y Segundo vería reducida las horas que planeaba ejercitar frente a la consola de videojuegos con el consiguiente perjuicio que ello acarreaba en la disputa del campeonato del mundo de motociclismo. Apenas se mudaron a la casa con la que tanto había soñado, Marcela decidió que debían organizar una fiesta para celebrar la compra, algo que según ella traía suerte. Un mes después, cuando terminó con la decoración de la casa, Marcela repartió todas las invitaciones entre sus amigos y parientes (los de ella, no los de Segundo). La fiesta fue un derroche de vinos caros y comida, pero para Marcela había valido la pena, porque amigos y parientes se fueron a sus casas impresionados algunos y envidiosos otros, tal como ella lo había esperado. Llegaron a fin de mes con lo justo, después de tanto gasto; y para desgracia de Marcela o de ambos, una repentina crisis en la industria metalúrgica debida a la apertura de importación provocó que Segundo tuviese una reducción en las horas de trabajo, lo que dejaba el esfuerzo económico de la pareja sobre las espaldas de Marcela. Pese al disgusto que Segundo demostró el día que llegó a su casa con la noticia de los problemas en la tornería, íntimamente, lo colmaba la cálida satisfacción de saber que dispondría del tiempo necesario para entrenarse con la videoconsola, algo que hasta ese momento no había podido hacer; y gracias a la práctica, que de ahí en más sería constante, lograría batir —estaba seguro— todos los récords de puntos en el juego del campeonato mundial de motos. Como era un principiante eligió disputar el campeonato del mundo de 125 centímetros cúbicos, ya tendría tiempo de ascender de categoría. Enseguida descubrió que el videomotociclismo no era una disciplina sencilla. Al igual que en el motociclismo real había que conocer la moto, dosificar el consumo de neumáticos, saber poner a punto las 54


suspensiones y, algo fundamental, conocer los circuitos.

En esos

primeros meses de entrenamiento Segundo se convirtió en un asiduo visitante del asfalto y la leca. Las caídas se sucedieron una tras otra, día tras día, pero luego de muchos intentos consiguió clasificar para la primera carrera del mundial. El resultado fue malo: último a cuatro vueltas del vencedor. Pero había corrido su primera carrera.

7 Un año más tarde la situación económica permanecía igual, y repercutía en todos los hogares. Repercutía favorablemente para Segundo, porque trabajaba pocas horas y podía dedicarse a los videojuegos, y desfavorablemente para Marcela, que continuaba con un ritmo de trabajo casi bestial. Aunque, para ella, lo malo no era trabajar sino el hecho de no poder disponer de dinero para gastar en cosas innecesarias, una actividad que tanto valoraba; ya no podía comprar dos o tres pares de zapatos al mes, ni tampoco ropa de marca, hecho que limitaba sus cambios de vestuario: no podía cambiarse de ropa dos veces por día como era su costumbre antes de que la economía se derrumbase. Debía resignar todos esos viejos placeres para pagar las cuotas de la hipoteca y las del coche. Marcela había comenzado a detestar la imagen que encontraba en su casa cuando llegaba del consultorio para tomarse un descanso de dos horas antes de ir al hospital: Segundo sentado en el sofá con la consola en la mano, casi ajeno a su llegada. Se preguntaba por qué seguía pagándole la conexión de Internet y la televisión por cable, se preguntaba por qué no cortaba con esos gastos y usaba ese dinero para comprarse ropa y zapatos mientras lo miraba jugar o lo escuchaba narrarle todos sus progresos en el videomotociclismo; se preguntaba reiteradamente y sin respuesta, ¿por qué? En esos días Marcela descubrió, mientras contemplaba a Segundo jugar en el sofá, que un esposo era —o debía ser— algo más que un 55


hombre con el cual una mujer se asociaba para comprar una casa o un coche, comprendió que un esposo debía ser mucho más que el amor que una mujer pudiese sentir o no por ese hombre, y mucho más también que el sexo o el deseo, que nunca debe faltar, pero que solo, tampoco alcanza; un esposo, pensó Marcela, tenía que ser más que el placer intenso y malsano del dominio y la sumisión del otro a su arbitrio. Tenía que ser algo más, pero ella aún no sabía qué. Por esos días, también, se conjugaron otros hechos que fueron a profundizar esa brecha incipiente que había comenzado a distanciar a Marcela de Segundo: el coche que Marcela pagaba cumplió los kilómetros necesarios para llevar a cabo la primera revisión y cambio de aceite, circunstancia que dejaba a Marcela sujeta a la inconstancia de los medios de transporte público. Por otra parte, Segundo estaba más enfrascado que nunca en el motociclismo. Ya lograba clasificar sin inconvenientes en todas las carreras del campeonato. 8 Una noche apenas llegó al hospital le presentaron a un compañero de trabajo nuevo. Ella había llegado tarde y todavía se quejaba de las demoras de los colectivos cuando el director del hospital, que la vio pasar apurada por delante de su oficina, la detuvo. —Marcela, te presento a Sergio, él va a estar con vos en la guardia. —Encantada —dijo Marcela sólo para cumplir con la cortés formalidad del saludo e irse a cambiar de inmediato. No hablaron casi nada a lo largo de la noche, pero por la mañana, cuando ya se habían cambiado para irse a sus casas, ella vio que Sergio llevaba puesta una campera de cuero y un casco de moto colgando del brazo. A la semana Marcela se animó a preguntar: —Vos tenés moto, ¿no? Sergio respondió que sí, que nada le gustaba más que andar en moto, y que lo hacía desde los doce años. 56


—¿Y tu esposa no te dice nada? —No tengo esposa, ni novia; y si la tuviese ¿por qué iba a tener que decirme algo? Marcela se quedó callada al oír esa respuesta. No dijo que detestaba las motos, ni que a su esposo le encantaban, ni —tampoco— que tenía esposo. Simplemente calló. 9 La mañana en que le llegó el telegrama de despido, Segundo permaneció parado en la puerta de entrada de su casa durante varios minutos después de haberlo leído. No le provocó ninguna sensación en particular, salvo por la sensación de irrealidad que le sobrevino al darse cuenta de que después de casi veinte años dejaría de trabajar en la tornería. Cuando volvió en sí, se sentó en el sofá y comenzó a clasificar para el gran premio de Donington Park A Marcela el despido de Segundo le provocó una impresión algo más fuerte que a él. Sabía lo que le esperaba. Aunque Segundo cobraría una indemnización importante, tenía más de treinta y cinco años y carecía de profesión. ¿Cuándo volvería a conseguir trabajo? ¿Qué pasaría con las deudas que tenían cuando se acabase el dinero que iban a pagarle? Marcela, la noche del telegrama, sintió el terror del animal acorralado mientras, acostada sola en la cama matrimonial, trataba infructuosamente de conciliar el sueño. 10 Se hablaron poco en las dos semanas siguientes. Segundo se levantaba temprano para buscar trabajo y cuando llegaba de vuelta a su casa, alrededor de las doce del mediodía, se sentaba en el sofá a jugar con la consola hasta la noche. Hay que decir que había mejorado en el videomotociclismo; si bien para Segundo era difícil llegar primero, ya se 57


acercaba a los puestos de punta: sexto, séptimo, incluso en el gran premio de Cheste había llegado quinto. Marcela había optado por no volver a su casa a descansar los días que le tocaba ir al hospital después de salir de su consultorio. No quería encontrarse con Segundo, no quería verlo sentado en el sofá. Hacía tiempo en algún café o se hacía mala sangre mirando en las vidrieras zapatos y ropa que debía abstenerse de comprar. El viernes de la segunda semana de desempleo, apenas transpuso la puerta de su casa al regresar de la cotidiana y baldía búsqueda de trabajo con la que ocupaba sus mañanas, Segundo se vio atacado por una sensación parecida a un estado febril, pero que no lo era; lo sitiaba, en realidad, el deseo irrefrenable de ganar su primera carrera; una fiebre que lo condujo a sentarse en el sofá y no levantarse hasta el día siguiente, salvo para satisfacer alguna necesidad fisiológica. Marcela tenía que trabajar esa noche en el hospital. Salió de su consultorio y se fue a un bar a tomar un café y a leer los periódicos. Estaba cansada, prefería relajarse un poco en lugar de mirar vidrieras, que tanto sufrimiento le provocaban; un sufrimiento que se multiplicaba y que la conducía a otras fuentes de dolor al recordar que la falta de dinero no era temporal, que seguía pagando el cable y la conexión de Internet que Segundo ya no usaba, pero que cierto sentimiento inexplicable para ella le impedía dar de baja; que cargaba sola con los gastos de electricidad, gas, agua, comida y las cuotas del auto y la casa; que estaba inmersa en una situación de la cual temía una duración infinita. Cercada por ese agobio, un par de horas después se fue al hospital a cumplir su turno de guardia. Pasó la noche callada, respondiendo con monosílabos las preguntas de sus compañeros y atendiendo con indisimulado fastidio a los pacientes nocturnos. 11

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Sergio arrancaba la moto cuando Marcela salió del hospital. En un primer momento no vio a su compañero de trabajo, pero el particular ronroneo del motor de dos cilindros en “v” la obligó a desviar la mirada hacia izquierda y reparar, entonces, en Sergio. Era la primera vez que lo veía con su moto y a pesar de que no le gustaban no pudo dejar de sentirse atraída por la belleza de ese vehículo. Era roja y brillante. Marcela miró con algún embeleso las curvas del tanque de nafta que emergía de entre las piernas de Sergio. —Te llevo —dijo Sergio. —No me gustan las motos, me dan miedo —dijo Marcela —¿Y caminar sola a esta hora no te da miedo? Aparte, ¿miedo de qué? Vamos despacio así podemos hablar, no te preocupes. Dale, subí. Marcela estuvo a punto de decir que las motos eran vehículos peligrosos, cuyo paragolpes, como todo el mundo sabe, es la cabeza del conductor, y que, además, la moto es un medio de transporte para adolescentes y ella era una mujer seria, profesional y responsable. Estuvo a punto de decirlo mientras miraba extrañada esos tubos que parecían trenzados y que conformaban el chasis de la moto; sí, estuvo a punto de decirlo mientras miraba las piernas flexionadas de Sergio que ocultaban en parte ese chasis, estuvo a punto de decirle todas esas cosas hasta que Sergio aceleró y el sonido y la vibración del aire, luego de provocarle un cosquilleo en el estómago, la sacó de ese estado de duda y contemplación. —Dale, subí —le dijo Sergio mientras volvía a acelerar la moto. El ruido fue un impulso. Entonces Marcela, sin decir una palabra, subió. En ese mismo instante, Segundo largaba el gran premio de Holanda, en el circuito de Assen, la catedral de la velocidad. La parte del asiento que correspondía al pasajero era pequeña y estrecha, tan pequeña que de inmediato Marcela, sentada allí, y aún sin estar la moto en movimiento, sintió el vértigo del desamparo. Para mitigarlo ciñó los brazos alrededor de la cintura de Sergio, y sin quererlo logró un estado de inclemente confort y seguridad cuando instaló sus manos en un espacio que estaba comprendido entre el frío del tanque de 59


nafta, que rozaban los nudillos de sus dedos entrelazados, y el calor que emanaba del abdomen del hombre que la llevaría a su casa, sobre el que se apoyaban las palmas de sus manos. No quiso privarse de ese placer de temperaturas opuestas, dejó sus manos allí, aunque en un primer momento la proximidad, el contacto con un hombre que no era su esposo, le pareció algo impropio de una mujer decente. Iban sin casco, pero Sergio, que sólo tenía uno, sabía que a esa hora de la noche la policía de tráfico no los molestaría. La noche era ideal para andar en moto, no hacía ni frío ni calor, y para Marcela, el viento en la cara, en el pelo que se arremolinaba como una estela detrás de su cabeza, era un camino que la llevaba a través de un territorio sensorial inexplorado y placentero. Segundo llegó a la primera curva en mitad del pelotón y logró transitarla sin caerse pese a la cantidad de competidores que luchaban por una posición. Como suele ser habitual en Assen, la pista estaba húmeda y Segundo debía estar atento en las frenadas: un exceso de confianza podía llevarlo al piso, pero un exceso de prudencia le podía hacer perder posiciones. Cuando Marcela y Sergio llegaron a la primera curva la suave presión de la mano de Sergio sobre el manillar del freno delantero redujo la velocidad de la moto, y esa reducción, acaso brusca pese al tacto sensible del conductor, provocó que Marcela se desplazase levemente hacia adelante y que sus senos se apretasen contra la espalda de Sergio. ¡Uh!, dijo Marcela luego de ese inesperado contacto, para recuperar enseguida su posición en el asiento después de haberse aparatado haciendo un pequeño esfuerzo con sus manos sobre las caderas de Sergio. Enseguida percibió el olor de la campera de Sergio, y reparó en el hecho de que nunca le había gustado tanto, nunca le había causado tanto placer el aroma del cuero curtido; durante el viaje lo sentía cada vez que se acercaba a su compañero, cuando se hacía de coraje y se animaba a apoyarse en él, a dejar reposar el mentón sobre el hombro de Sergio. Hasta el olor de la nafta le era grato. 60


En el sofá del salón, después de siete vueltas de carrera, Segundo notaba el olor ácido de la propia transpiración mientras intentaba adelantar a un adversario en la curva Stekkenwal. No lo logró en ese primer intento, su rival se alejó unos metros, pero la mirada de Segundo tenía centrado su objetivo en el colín azul de esa moto que lo precedía. Mordiéndose los labios se lanzó con una rabiosa tenacidad sobre ese punto azul que se le había escapado un momento antes. Consiguió sobrepasar a su rival por el interior al llegar a la curva De Bult. Ya era décimo, y se acercaba al grupo de punta. Sintió el calor de la adrenalina desplazarse del cuello hasta las sienes. Marcela sintió llegar a su abdomen el hormigueo causado por la vibración del motor que, pese a los bujes de goma que debían impedirlo, se trasladaba por el chasis multitubular hasta ese asiento que la albergaba y que ya había dejado de ser el reducido espacio de temor del comienzo del viaje. Agradecida, comprendió que esa vibración que atravesaba los metales y los cuerpos, de algún modo, los unía a la máquina y los unía entre sí. Segundo comenzó la última vuelta en cuarto lugar. Un gran campeón de Fórmula 1 afirmaba acceder a estados alterados de consciencia cuando pilotaba en las calles de Mónaco; esa noche, al entrar en la última vuelta de la carrera, Segundo había accedido a un estado similar: ya no transpiraba, ya no estaba sentado en el sofá, no tenía los mandos de la consola en sus manos, estaba montado en esa moto de carreras, era uno con ella en la pantalla del televisor. Segundo se había adueñado del espíritu del circuito de Assen, había incorporado el alma de la catedral y el alma de todos los motociclistas del mundo, los vivos y los muertos, y cuando un motociclista consigue esa energía se adueña entonces del conocimiento intuitivo y obtiene la vuelta perfecta. A la salida de Meeuwenmeer tenía a su alcance la rueda trasera del piloto que rodaba en tercera posición. Era el podio. Sin pensar, supo que el intento de sobrepaso sería en Geert Timmer Bocht, la chicana célebre previa a la meta. Allí. Caída o podio. Allí se lo jugaría todo. Segundo alargó la frenada

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hasta último momento y se lanzó por el interior en la entrada de la chicana. Sergio y Marcela entraron en la avenida. Por momentos Marcela miraba hacia el costado, hacia las veredas, donde los edificios, los árboles, las columnas de alumbrado y los autos estacionados pasaban antes sus ojos fijos como una sucesión de imágenes borrosas, un film acelerado y denso. En esa amplia y prolongada avenida que la llevaría a su casa, con su pubis adherido al hueso sacro de Sergio, descubrió los cálidos placeres de la inercia: el de las frenadas que pegaban sus senos a la espalda de su amigo, y el de las aceleraciones que la separaban y la obligaban a apretar sus manos a la cintura de él para volver a acercarse; un ir y venir, un contacto de pubis contra sacro y de senos contra espalda repetido cada doscientos metros ante la presencia de un semáforo en rojo, que se transformaba en verde, y prolongado por los cinco kilómetros de recorrido hasta la esquina de su casa. —Dejame en la esquina, que mi marido es un poco celoso —dijo Marcela. Después de que Sergio se fuera dio unos pasos en dirección a su casa y se detuvo. Esperó un minuto parada en la vereda. Luego miró el reloj, se acomodó el pelo y camino hacia su casa. Cuando Marcela entró en el comedor Segundo acababa de cruzar la meta en tercer lugar. Marcela lo miró y vio que estaba satisfecho, contento. —Hola —dijo Marcela y se acercó al sofá para darle un beso. Segundo la miró y vio el extraño rastro que las lágrimas habían provocado en la cara de Marcela. —¿Qué pasó? ¿Estas triste? ¿Estuviste llorando? Notó cierta anomalía, porque las lágrimas caen hacia abajo, hacia los hombros, perpendiculares al suelo, y no se desplazan horizontalmente hacia la nuca. Segundo lo notó contrariado; pero pese a que amaba las motos nunca se había subido a una y no podía saber que esas lágrimas que habían desafiado la ley de gravedad, y de las que sólo quedaba un

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rastro tenue, eran producto del viento recibido en la cara durante un paseo en moto, no de la tristeza. —Nada. No me pasa nada —dijo Marcela, y agregó: estoy cansada, nada más. Se fue a bañar enseguida. Y se quedó en la ducha media hora más de lo que acostumbraba. 12 En las semanas siguientes entre Segundo y Marcela creció una distancia evidente cuyo síntoma más notorio era el silencio.

El poco

tiempo que pasaban juntos prácticamente no se hablaban. Segundo jugaba con la consola y Marcela miraba la televisión o hacia alguna labor doméstica. Otra señal de la brecha que se abría entre ambos era la poca disposición a estar juntos que demostraban; es decir, la búsqueda permanente de excusas para no compartir un ámbito o un lapso de tiempo. Aunque, para ser justos, era Marcela el motor de ese distanciamiento; era ella quién se imponía actividades fuera de casa, o dentro, si esa actividad debía realizarse en un espacio que no fuese el comedor donde Segundo jugaba. Segundo, pese a que Marcela había negado que fuesen producto de una tristeza, estaba preocupado por aquellos rastros de lágrimas, tantas veces repetidos en posteriores retornos nocturnos. Segundo tomó consciencia de que debía conseguir un trabajo para que se acabasen esas huellas de llanto en la cara de Marcela. Comenzó a buscarlo por las mañanas, aunque sin suerte. Tenía la certeza absoluta de que una vez que consiguiese empleo y que los problemas de dinero comenzasen a solucionarse, las cosas entre él y su mujer volverían a ser como en el pasado. Era evidente para Segundo que el hecho de que Marcela llevase sola el peso de los gastos de la pareja tenía que abatirla, trastocar su estado de ánimo, quitarle ganas de estar con él e incluso divertirse. Tampoco mejoraba su desempeño en las carreras. El tercer puesto en Assen había resultado, aparentemente, producto del azar. Marcela, si

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bien ya disponía del coche, decidió que empezaría a desplazarse por el transporte público, hasta que la situación mejorase un poco. —Y las noches en que te toca ir al hospital, ¿cómo vas a hacer para volver? —Me arreglaré de algún modo. 13 Hay días en que un hombre al despertar se siente movido por una inspiración que tal vez provenga de los dioses; cuando eso sucede, todo parece posible, aun aquello que la lógica se empecina en negar o la imaginación nunca ha llegado a concebir. Ese lunes, por la mañana, mientras se lavaba los dientes para ir a comprar el periódico, Segundo sintió que a partir de ese día su suerte iba a cambiar. No era una convicción nacida bajo el impulso de una actividad racional, era tan sólo un presagio, una corazonada, pero bastaba para llenarlo de una confianza y una seguridad en sí mismo que nunca había poseído. Salió de su casa en dirección al kiosco de diarios. Compró el diario convencido de que habría algún anuncio laboral que requiriese un hombre de sus conocimientos, de su experiencia. En un bar leyó los avisos mientras tomaba un café. Eran pocos, pero en uno de los primeros solicitaban un oficial de tornería. No era lejos de su casa. Pagó el café y salió del bar. Apenas llegó a la esquina arribó el colectivo que debía tomar y que lo dejaba prácticamente en la puerta de la fábrica donde necesitaban un tornero. Al llegar no lo desanimó la cola de doscientos metros conformada por hombres cabizbajos que esperaban para ser atendidos por el encargado de la fábrica. Sabía que esos pobres hombres estaban condenados, al menos por ese día, a la derrota, a prolongar su condición de desocupados, porque era él, Segundo García, el hombre que allí necesitaban y a quien iban a incorporar. Esperó cuatro horas para que lo atendiesen. Mientras se entrevistaba con el capataz percibió que había entre ambos una secreta 64


afinidad. Segundo describió su experiencia y expuso sus aspiraciones salariales. El capataz lo invitó a demostrar en el torno sus conocimientos. Fueron cinco minutos frente al torno. —Muy bien —dijo el capataz —¿Puede empezar mañana? Segundo salió feliz de la fábrica. Había conseguido el trabajo pero no estaba sorprendido. Lo sabía, lo había sentido mientras se lavaba los dientes por la mañana. Era su día. Había conseguido trabajo, y, por la tarde, cuando Marcela llegase del consultorio la sorprendería —sí, para ella sí sería una sorpresa— con la noticia. En el colectivo, de regreso a su casa, recordó la videoconsola. Se dijo que ganaría su primera carrera. Apenas llegase se sentaría en el sofá y empezaría a jugar. Con esa idea en mente llegó a su casa. Disfrutar en soledad, hasta que

llegase

Marcela,

de

su

inminente

primera

victoria

en

el

videomotociclismo. Abrió la puerta de su casa y al ingresar en salón lo sorprendió la presencia de Marcela, que estaba sentada en el sofá. —Hola, amor —dijo Segundo a pesar de la sorpresa, ya que su esposa debía llegar por la noche del consultorio. Segundo buscó con la mirada la consola y la vio reposar en la mesa ratona. —Segundo, tenemos que hablar —dijo Marcela. Marcela empezó a hablar antes que Segundo se sentara a su lado. Comenzó su discurso diciendo que al igual que los hombres y las mujeres, las relaciones humanas nacen, se desarrollan y mueren; siguió diciendo, ante la distraída expresión de Segundo que buscaba con la mirada la consola, que el amor, al cabo de los años, se desgasta, que eso que motoriza una relación, muchas veces, cuando sólo uno de los cónyuges “tira del carro” termina por perder impulso y calor, y entonces sucede que ese vínculo, ese sentimiento que los unía, fenece. Y es así como una pareja queda perimida, terminada. Y eso les había pasado a ellos. Segundo tardó en comprender de qué hablaba Marcela, de tan feliz que había llegado de la entrevista 65


—Se acabó, Segundo. Me voy. Ya no aguanto. En la semana vengo a buscar mis cosas. —Conseguí trabajo —dijo Segundo, sin terminar de entender lo que le decía esa mujer que comenzaba a alejarse de su vida. —Mejor para vos —dijo Marcela, antes de levantarse e irse de la casa sin saludar. Cuando el eco de la puerta que acababa de cerrarse llegó hasta Segundo, éste comenzó a darse cuenta de lo que había ocurrido, de lo que estaba ocurriendo. Cinco minutos después, aún sentado en el sofá y consciente de lo irreversible de la situación, comenzó a ganarlo el vértigo, que fue confundiéndose con otras emociones, mezclándose con el temor y una irresistible sensación de vacío. Una hora más tarde, desde el sofá miró hacia la consola de videojuegos y sintió el impulso de tocarla, tenerla en sus manos; pero de inmediato, otra fuerza de igual intensidad y sentido contrario lo obligó a quedarse sentado, a dejar pasar el tiempo. Se quedó allí, en el sofá, tal vez hasta la tarde siguiente, dividido y angustiado por impulsos contrapuestos.

Compostela, junio de 2009

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Los pies sobre la hierba Por

LUIGI PIRANDELLO Traducido del italiano por Manuel González López

Fueron a despertarlo al sillón de la habitación de allá, por si quería verla una última vez antes de que la tapa fuese soldada sobre el ataúd. —¿Pero está oscuro? ¿Por qué? No, las nueve y media de la mañana, pero hoy el día despuntó así, apenas se ve. El traslado está fijado para las diez. Mira como un idiota. Le parece imposible haber dormido, y tanto, toda la noche, así tan bien. Todavía aturdido por el sueño, aturdida dentro de sí la desesperación de aquellos últimos días, aquellas caras insólitas de vecinos en torno a su sillón en aquella débil luminosidad de día. Querría alzar las manos para defenderse de ellos, pero la somnolencia se le coló y se le fijó en el cuerpo como el plomo; sin 67


embargo, le arriba, quién sabe cómo, a los dedos de los pies un deseo de levantarse que de inmediato cede. ¿Debe mostrarse todavía desesperado? Le dan ganas de decir: —Para siempre… Pero lo dice como uno que se reacomoda bajo las mantas para continuar durmiendo. Tanto es así que los otros se miran a los ojos sin comprender. ¿Qué, para siempre? Que el día haya despuntado así. Querría decir esto: pero no tiene sentido. El día después de la muerte, el día del funeral, así para siempre en la memoria, con aquella luz mortecina que apenas deja ver; y esta somnolencia; mientras allá, en la habitación de la muerta, quizás las ventanas… ¿Las ventanas? Sí, cerradas. Quizás permanecieron cerradas. Perdura todavía una luminosidad cálida de los grandes cirios goteantes. La cama retirada, la muerta en tierra en el ataúd, rígida y lívida en aquel tapizado de raso crema. No, basta: la ha visto. Y cierra los párpados sobre los ojos que le queman de tanto llorar durante los días pasados. Basta. Ahora que ya durmió, con este descanso ha terminado todo, digerido, sepultado todo. Ahora, a esperar en estado de liberación de nervios, en esta sensación de vacío doliente y relajado. Cerrar, cerrar el ataúd, y fuera allí dentro toda su vida pasada. Pero si está todavía allí… Se levanta de golpe, vacila, lo sujetan, y, con los ojos cerrados, se deja llevar hasta el ataúd. Allí, abre los ojos y de pronto, ante ella, grita el nombre de la muerta, el nombre vivo, como sólo a través de su nombre él la puede ver y sentir viva, toda, en todos los aspectos y actos de la vida tal como fue para él. Mira con feroz rencor a todos los presentes que están ahí sin saber nada de ella para verla muerta, como está, y que podrían al menos imaginarse qué cosa significa para él quedarse sin ella. Querría gritarlo, pero he aquí que el hijo acude a separarlo del ataúd con una furia de la que él pronto percibe el sentido. Un sentido que lo deja helado, 68


como si se viese descubierto. Vergüenza, todavía de este deseo hasta último momento y después de haber estado durmiendo toda la noche. Ahora se debe obrar rápido para no hacer esperar más a los amigos invitados para acompañar el cadáver a la iglesia. —Ve, ve allá. Sé razonable, papá. Con los ojos malignos y a la vez piadosos, de pobre, retorna a su sillón. Razonable. Sí, ya; inútil gritar eso que surge de las vísceras y no encuentra sentido en las palabras que se gritan, y tantas veces ni siquiera en los actos que se cometen. Por un marido que queda viudo a cierta edad, cuando todavía se tiene necesidad de la esposa, la pérdida ¿es quizás igual a la de un hijo para el que es en cambio una providencia quedar huérfano? Providencia, sí, providencia, a punto como estaba de casarse, apenas transcurrieran los tres meses de luto riguroso con la excusa de que ahora para los dos es necesario una mujer que se ocupe del gobierno de la casa. —¡Pardi! ¡Pardi! —llaman fuerte desde la sala de ingreso. Y se queda helado, sobre todo, al advertir claramente por primera vez que no llaman a él ya por ese apellido que es el suyo, sino al hijo; que ese apellido continúa vivo, ahora, por su hijo, no por él. Y él, en cambio, tonto, fue a gritar el vivo nombre de la madre, necesidad inútil, lo reconoce él mismo, después de aquel prolongado sueño que lo liberó de todo. Ahora, realmente, la cosa más viva en él es la curiosidad por ver cómo quedará su casa, como se la transformarán, dónde lo harán dormir. La cama grande, de dos, mientras tanto, se la han llevado. ¿Lo harán dormir en una cama pequeña? Sí, ya. En la de su hijo. La cama pequeña, ahora, será para él. Y el hijo, mañana, en la cama matrimonial, para encontrarse a su esposa al lado, al alcance su brazo. Él, en la cama pequeña, el brazo lo extenderá en el vacío. Entumecido y con una gran confusión en su cabeza y con la sensación de aquél vacío, dentro y fuera de su cuerpo. El entumecimiento del cuerpo proviene de haber estado sentado tanto tiempo, siente que si hiciera el esfuerzo para ponerse de pie, está seguro de que, en todo aquel 69


vacío, se levantaría liviano como una pluma. No tiene nada más dentro de sí, reducida a la nada toda su vida. Poca diferencia entre él y aquella silla de allí. Es más, la silla puede parecer satisfecha de sus cuatro patas; mientras él no sabe dónde posar sus pies, ni qué hacer con sus manos. ¿A quién importa su vida ahora? Ah, pero tampoco a él la de los demás. Sin embargo, su vida, dado que aún le queda, debe continuar. Recomenzar. Una vida sobre la cual no puede todavía pensar, en la cual no habría pensado nunca, si hubiesen permanecido las condiciones en las cuales ya se había cerrado. Ahora, sacado afuera así: todavía no era viejo pero ya no era joven… Sonríe y alza los hombros. Por su hijo, de repente, desplazado, se ha convertido casi en un niño. Pero después de todo, se sabe que casi siempre ocurre así, los padres que se transforman en hijos de sus propios hijos, que se han apoderado del mundo y que han avanzado más que el padre, han logrado una posición más importante que les permite a ellos tener al propio padre en reposo, para recompensarlo de cuanto ellos les han dado de pequeños, ahora que los padres a su vez se han vuelto como niños de nuevo…

No le han dado ni siquiera la pequeña habitación en la que dormía el hijo, sino otra, casi escondida, sobre el patio, con la excusa de que allí estaría tranquilo y sería libre de acomodarse a su manera, con sus mejores muebles, dispuestos en un modo en que nadie podría ocurrírsele que aquel fuese el cuartito donde antes tenían instalada a la criada. En las habitaciones de adelante llevaron muebles nuevos, pretenciosos, dispuestos en modo distinto, e incluso alfombras lujosas. No hay ya ningún rastro de sus viejos hábitos en la casa toda renovada; y también los viejos muebles —los suyos— en la pequeña habitación donde fueron relegados, del modo en que ahora fueron ordenados, parece que no supiesen cómo entenderse entre ellos. Y, sin embargo, qué raro, a pesar del desprecio en el que junto a ellos se ve inmerso, no consigue sentirse mal; no sólo porque, admirando las habitaciones renovadas, siente una 70


bella satisfacción por su hijo, sino también por otro sentimiento que aún no es muy claro, de otra vida que, con la prepotencia de los aspectos nuevos, toda lustrosa y colorida, ha cancelado el recuerdo de la vieja. Un “algo” nuevo que puede también renacer en él, solapado. Sin hacerse descubrir, lo ve como desde una rendija luminosa e ilimitada de una puerta que se le abrió a sus espaldas, donde podría desaparecer, aferrando una ocasión fácil, visto que ninguno se preocupa ya por él, dejado como de vacaciones en la sombra del cuartito de allá, para “que hiciese lo que le diera la gana”. Se siente más ligero que nunca, y le viene a los ojos una luz que, coloreándole todo, lo hace ir de maravilla en maravilla, como si fuese otra vez un niño. Tiene ahora los ojos como los tenía de niño. Vivaces. Abiertos a un mundo que le parece del todo nuevo. Ha tomado la costumbre de salir de mañana, como para iniciar las vacaciones que durarán todo el tiempo que le durará su vida. Despojado de todas sus preocupaciones, se ha puesto de acuerdo con el hijo sobre cuanto dejará cada mes de su pensión para su mantenimiento; poco, quería dejar todo para estar más ligero y no tener tentaciones: no tiene necesidad de nada, pero el hijo dice, nunca se sabe, cualquier deseo; no, ¿y de qué? Le basta a este punto ver solamente la vida así, desde afuera. Sacudido de encima el peso de todas las experiencias, con los viejos no sabe cómo tratar, les huye; con los jóvenes, no puede, porque lo consideran viejo; se va al parque, donde están los niños. Recomenzar la vida así, con los niños, sobre la hierba de los prados. Donde es más alta, fresca y gruesa que aturde con la embriaguez de su olor, los niños van a esconderse, desaparecen. El sonido permanente de un agua que corre cubierta no permite advertir el murmullo de las hojas movidas. Pronto los niños se olvidan de su juego, se desnudan los pies; allí hay uno, rosado, en medio de todo aquel verde. ¡Quién sabe que delicia inundan los pies en el fresco de esa hierba nueva! Prueba a liberar un pie también él, a las escondidas; está por desatar el zapato del otro, cuando le surge delante con toda la cara encendida y con los ojos fulminantes una jovencita que le grita:

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—¡Viejo cerdo! —escondiendo sus piernas inmediatamente con las manos, porque él la mira desde abajo y los arbustos le han levantado un poco el vestido en la parte de adelante. Queda como petrificado. ¡No! ¿Qué ha creído? Ella ha desaparecido. Él quería darse un placer inocente. Se cubre con las dos manos el pie desnudo, endurecido. ¿Qué ha visto de malo? ¿Porque se es viejo no se puede sentir el gusto que sienten los niños al desnudar sus pies sobre la hierba? ¿Se piensa de inmediato en el mal porque se es un viejo? ¡Eh...! Sabe que, de niño, en un salto él puede transformarse también en un hombre. Es todavía un hombre, hombre, pero no es necesario pensar más, no en ello, era como un niño en el acto de sacarse los zapatos. ¡Ah, qué infamia injuriarlo así! ¡Cobarde! Y se tira de cara sobre la hierba. Todo su duelo y su pérdida, y el hecho de que ya no tiene a nadie y que por eso ha llegado a hacer aquel gesto interpretado como sucia malicia, todo le vuelve como un reflujo amargo. ¡Estúpida! Si lo quisiese hacer, se lo acepta también el hijo: “cualquier deseo”. Tiene en el bolsillo el dinero para eso. Trastornado por la cólera, se levanta. Con las manos temblorosas, se pone avergonzado el zapato. La sangre se le subió a la cabeza y los ojos le laten con fuerza. Sabe dónde ir para eso. Lo sabe. Pero después, por el camino, se calma y vuelve a casa. Entre esa confusión de muebles, que parece hecha a propósito para que hacerle dar vueltas el cerebro, se tira en la cama, con la cara hacia la pared.

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Pepe o da Barcala Por

PATRICIA FERNÁNDEZ CORRAL

—Avó, por que non se vé? hai néboa? —Non, é fume. —E por que hai fume? —Porque ven de alá —contesta o avó sinalando ó seu frente. —Que hai alá? —Lume. —Por que hai lume alá? O avó frunce os beizos cos ollos encendidos.

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O raparigo matina en silencio na información. Pero non ten moito tempo, as cousas acontecen axiña ese serán. De seguido ve pasar un home panzudo xurando e blasfemando. —Avó, onde vai Pepe o da Barcala tan enoxado? Está a dicir palabras que non se poden dicir. —Vai á súa leira da Piqueta. Está enoxado co lume porque a quere comer. —Por iso quere correr coma fago eu? —Si. O lume é moi rápido. O rapaz tenta seguir os movementos de Pepe o da Barcala entre o fume. Pero non pode. Uns poucos metros e xa o perde de vista. Entón vóltase de novo cara o avó. —Que pasa se o lume come a leira da Piqueta de Pepe o da Barcala? O avó desvía o ollar, fixo na “paisaxe”, e mirá ó neto. —Se o lume come a leira de Pepe, as súas vacas xa non terán onde ir comer. —Morrerán ca fame? —respinga o neno amedrentado. —Se non comen non teñen leite —fala o avó soterrando a pregunta do seu neto. —Se non teñen leite Pepe non o pode vender. E así o resto da parroquia non pode ter leite, nen Pepe cartos. O rapaz escoita mirando en fite para o ancián cos ollos moi abertos. Outro son o interrumpe, os alaridos dunha muller que ven polo carreiro. Tenta correr mentres limpa a cara co mandil, cheo de cinzas. —E agora, por que chora a muller de Pepe o da Barcala? —Porque o lume comeu a Pepe.

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Un pueblo fantasma Por

DAMIÁN AGUIRRE

Dimos vueltas durante tres horas, caminando sin destino, con la esperanza de encontrar al menos algo que nos resultara interesante: una plaza, una estatua o la pisada de algún prócer de cuarta que hubiera recorrido el lugar hace 154 años. Aquello era un pueblo fantasma. Una y otra vez terminábamos en la misma estación de servicio, el único sitio abierto en ese paraje que se extendía a la vera de un río color mierda. Mi prima no paraba de hablar de su novio, un médico de treinta y pico que había conocido dos meses atrás. Me tenía harta. Cuando yo encuentre a otro tipo también se lo voy a refregar en la cara, pensé. Aunque tal vez 75


cuando estuve de novia con Nacho fui igual de pesada. Pero Tamara era un caso aparte. El pibe era el primer tipo con el que salía. Incluso la había desvirgado y ella ya tenía 24 años. Se aferró a él como si fuera la única esperanza de formar una familia. Yo no tenía ganas de escuchar sus anécdotas interminables. Mucho menos en mi estado. A Nacho lo extrañaba, más que a cualquier cosa en el mundo. Con él seguro que hasta esa ciudad de porquería hubiera tenido encanto. Se reiría de la falta de negocios, imitaría a alguno de los pocos pueblerinos que corrían por la costanera y hasta mearía en los árboles gritando que su meo era el mejor atractivo turístico del lugar. Yo le pediría que dejara de ser un pelotudo, pero en el fondo me estaría cagando de la risa, y le daría las gracias porque sin él el viaje sería muy aburrido. Frenamos en el kiosco. Lo único abierto a lo largo de diez cuadras, junto con la estación de servicio en donde paraban todos a almorzar, charlar, o simplemente a dejar que el tiempo pasara. Los caminos parecían mucho más largos que en Buenos Aires, como si todo estuviera diseñado para que no pudiéramos salir. Un laberinto. Ciudad del orto. Tamara se compró una Pepsi y yo un atado de puchos. Si no fumaba me iba a morir. Era imposible no pensar en él cada vez que me prendía un cigarrillo. Al tercer mes de conocernos me dio a probar uno. Le dije que era un asco, que no entendía su vicio, pero desde ese día no paré de fumar. Nacho ejercía una fuerza sobre mí que no tenía ningún tipo de lógica. Me obligaba a hacer cosas de las que ni él era consciente. La vi a mi prima y me lo imaginé pidiéndole que se callara, gritando que era una forra y que a nadie le importaba el idiota de su novio narigón ni cuántas calorías tenía la gaseosa porque igual seguiría estando gorda. Ella le diría que tenía que madurar y buscaría un baño para vomitar todo lo que había comido en el día. Se pelearían un rato largo y después pasarían unos minutos sin dirigirse la palabra. Me divertía que se odiaran. Pero yo no era tan pesada como Tamara, nunca le hablaba de él. Al terminar la hora de la siesta, cuando se suponía que la gente comenzaría a salir de sus casas, todo se mantuvo en silencio. Pasó un 76


rato y unas sombras comenzaron a desplazarse a lo lejos. Se las veía distantes, perdidas en un mundo que no era el nuestro. Pensé en agarrar a mi prima de la mano, pero ella era más cagona que yo así que me la aguanté. Nos largamos a caminar, de nuevo. Después de todo en aquel pueblo abandonado no había nada para hacer. Supusimos que en un par de horas las personas saldrían de sus casas y nos dirían que todo aquello había sido una joda. Una ciudad fantasma también puede ser un atractivo turístico, pensé. —Ahí abajo debe haber gente muerta —le dije. —No seas tarada —me respondió. —¿Vos te crees que nadie tira gente al río? Si yo te matara ahora y quisiera que nadie te encontrase lo primero que haría sería atarte los pies a una piedra pesada y dejarte caer hasta el fondo de ese charco gigante. —Eso pasa en las películas. Esto parece una ciudad tranquila. —Tenés razón, en la vida real no muere gente, todos son felices y el río está lleno de amor y paz... A veces sos tan hueca que me dan ganas de pegarte. —No soy hueca, soy optimista. Bueno, eso me dice mi gordi, que le gusta como... Miré el suelo y empecé a patear piedras para no escucharla. Sabía que los próximos cinco minutos serían sobre cuánto la amaba su cosita linda y sobre cómo la ayudaba a disfrutar de la vida. Andábamos en círculos, volviendo siempre al mismo lugar. Se suponía que la costanera sería el sitio más hermoso, o al menos eso nos habían dicho. Pero no era más que un sitio deshabitado, cubierto por matas de pasto seco que bordeaban un río tan negro como putrefacto. Hacía diez cuadras que Tamara llevaba la botella vacía, esperando que por arte de magia se cruzara en nuestro camino un tacho de basura. Habíamos contado tres personas, todas haciendo lo mismo: correr. Tal vez estaban escapando del aburrimiento. —Necesito un baño —le dije. —Vamos a esa plaza que debe tener un baño perdido. 77


Fuimos. El baño público de la plaza tenía todas las paredes sucias con inscripciones y el aire apestaba a mierda, un olor nauseabundo que se te pegaba en el pelo y no te soltaba por nada en el mundo. Cuando salí del baño, haciendo fuerza para aguantar la respiración, Tamara ya no estaba. Supuse que estaría dando vueltas, buscando un tacho en el que tirar la botella. Miré por todos los rincones, pero fue inútil. No tenía muchos sitios en los que esconderse: un par de cafés de comienzos del siglo XX (que ahora parecían abiertos), el kiosco y su dependiente con cara de nabo, que seguro tenía la mano llena de pelos de tanto tocarse, la estación de servicio sin baño y el río ennegrecido. Y esa plaza en la que estaba yo, con mis fantasmas que no paraban de atacarme. Volví a llamar a Tamara, sin gritar demasiado y casi por obligación. Pensé en llamarla al celular, pero preferí quedarme un rato sola. Me largué a caminar. No tenía mucho para hacer. Pensé que Nacho se estaría muriendo de risa con todo aquello ¡Qué suerte que Tamara se fue porque si volvía a escuchar algo más de su gordi le rompía la cara! Me dije. A unos metros, doblando por la esquina, vi el cartel estropeado de un sucucho que rezaba "Café" en letras grandes, con unas luces coloridas que se prendían y apagaban. Desde adentro salía una luz rojiza. No podía dejar de escuchar la voz de Nacho diciéndome que, si nos poníamos a coger arriba de las mesas, nadie nos iba a decir nada porque aquello tenía pinta de telo. Igual entré. Le pedí al único tipo que andaba por el lugar, un hombre alto y con facciones alargadas, que me trajera una lágrima. En esos minutos traté de no pensar en nada. Ni siquiera en Nacho. Aunque seguro él se hubiera pedido una pinta con medio tostado. Siempre tomaba cerveza. Te va a salir panza de borracho y te voy a mandar a cagar, le decía, pero él no me daba pelota y seguía pidiendo lo mismo. Cuando levanté la vista de la taza para mirar por la ventana, noté que la estación de servicio ya no estaba en el lugar en el que yo recordaba haberla visto. En su sitio había ahora un enorme descampado. Era como si el desierto se estuviera tragando todo a su paso. Las casas tapiadas y las persianas bajas de los locales comerciales completaban el espantoso 78


escenario. Alcé la mano para llamar al mozo. El tipo alargado se acercó arrastrando los pies y dejó la factura, hecha a mano, junto a la taza vacía. Quedate con el cambio, le dije después de poner un Roca junto al papel. Tuve la necesidad de salir corriendo. Maldita ciudad, malditos fantasmas que me atormentaban y me dejaban cada vez más sola. Ya en la calle me tomé un segundo para prenderme un pucho. No había ni un alma, ni siquiera un auto perdido que se dibujara al fondo, en lo lejano del horizonte. Llamé a Tamara pero su teléfono daba apagado. De fondo, el río calmo y el ruido de los pájaros comenzaba a apagarse. El pajero del kiosco seguro sigue ahí, pensé, a esos tipos no te los sacás de encima por nada del mundo. Pero cuando fui hasta ahí con la excusa de comprar algo para comer, el kiosco tampoco estaba, ni el tipo, ni los pelos de su mano. Me senté en el suelo. Quedé desolada en medio del desierto con el cigarrillo a medio aspirar y las cenizas que caían en mi pantalón. Creí ver una sombra que se escondía junto a un árbol muerto, pero seguro fue un juego de mi imaginación. Estaba asustada. Los pájaros ya no se oían. A mi alrededor no había nada más que un descampado, unos cerros que apenas se divisaban a lo lejos y el río, siempre calmo, amagando también con desaparecer de un momento a otro. Me senté, sabiendo que la próxima sería yo. Esperé, de corazón, ser la próxima. Pero nada. Nacho me diría que algunas minas son huesos duros de roer. Y Tamara seguiría hablando de lo dulce y tierno que era su gordi en situaciones como esa.

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Castigo Sexual Por

DAMIÁN AGUIRRE

El tipo era grandote, de esos cuerpos marcados que cubren el sol cuando se paran frente a la ventana. Me agarraba de la nuca y me la metía hasta la garganta. Yo estaba en éxtasis, sin prestar atención a lo que pasaba alrededor. Por eso no me di cuenta cuando sacó la foto, ni cuando siguió usando el celular para mandar mensajes, ni siquiera cuando dibujó una sonrisa burlona en su cara de chico malo. Yo me mantuve en la mía, comiéndosela a más no poder, aprovechando los pocos minutos de libertad que me habían concedido. Estuve en ese plan un buen rato, saboreando cada pedazo de su carne. Luego le pedí que me cogiera pero me respondió que no fuera ansioso. Ahí el pibe me agarró de los pelos, me hizo apoyar las manos sobre la cama y empezó a chuparme el orto. Su lengua se movía como la lengua de un experto, abriendo todo 81


lo que encontraba a su paso. Yo gemía, sin discreción. Me sacudía tratando de acercarlo más. En ese instante, justo cuando sólo podía pensar en las ganas de que me penetrara hasta lo más profundo de mis deseos, escuché el ruido de la puerta. Era mi novio, que entró sosteniendo el teléfono al grito de sos un hijo de puta. El pibe me dio una nalgada y dijo algo así como “te agarraron nene”. Me di vuelta, sin entender nada. Ellos se fueron a un costado y hablaron, pero no parecía que estuviesen discutiendo. Esperé a que se agarraran a trompadas, pero en lugar de eso comenzaron a chapar. Mi novio se acercó, me agarró de la cara, me comió la boca a mí también, y me ató con una soga que traía en la mano y que yo hasta el momento no le había visto. Se sacó la ropa. Quedé aferrado a una viga del techo, al tiempo que ellos se tocaban y besaban frente a mí. No pude cerrar los ojos, ni gritar, simplemente me limité a ver cómo mi novio devoraba cada centímetro de su pija, para luego subir hasta su boca y hundirle la lengua en la garganta. El otro lo apretaba con sus manos gruesas y movía los ojos de costado hacia mí, agarrándose a su cintura y bombeando con tanta fuerza que se escuchaba el ruido que se hacía cuando las pieles chocaban. Pararon de besarse y mi novio se le acercó al oído para decirle algo que no pude escuchar desde donde me encontraba. El tipo grandote volvió a sonreír. Se alejó, agarró una remera que uno de nosotros había tirado sobre la silla de la ropa sucia y la usó como venda para taparme los ojos. Queremos un poco de privacidad, dijo. Sólo atiné a decirle que yo también tenía ganas de que me cogiera, a lo que él respondió, susurrando cerca de mi cara, que con el culo de mi novio por ahora le alcanzaba. Todo quedó a oscuras. Pude imaginarme cómo se enlazaban contra la pared mientras gritaban alocados y sudaban entre gruñidos salvajes. Luego de un rato me dejaron con los ojos al descubierto, aunque permanecí atado a la viga del techo bajo que nacía junto a la ventana. Ellos estaban recostados en medio de la cama, desnudos y abotonados como si no quisieran soltarse. El tipo lo abrazaba por detrás, dándome la espalda.

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Biografías

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Paola Balboa

Paola Balboa nació en la Ciudad de Buenos Aires, en 1967. Es profesora en Letras (Escuela Nacional Normal Superior de Profesorado Mariano Acosta). Obtuvo la Diplomatura Superior en Ciencias Sociales con

mención

en

Lectura,

Escritura

y

Educación

(Facultad

Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO). Fue capacitadora en el Equipo de Lecturas y Escrituras (Escuela de Capacitación docente del Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se desempeñó como Tutora virtual de la Especialización Superior en Educación Primaria y TIC, en la materia Infancia, escuela primaria y TIC. Políticas y perspectivas y en la materia Enseñar Lectura, Escritura y Oralidad con TIC, perteneciente al Instituto Nacional de Formación Docente del Ministerio de Educación de la Nación (INFD). Trabajó como profesora de Lengua y literatura, de Literatura, coordinando talleres literarios y realizando talleres de Mitología griega en distintos establecimientos durante más de 10 años. Actualmente se desempeña como asesora pedagógica en el Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y, también, como docente de la materia Enseñanza de las Prácticas del 84


Lenguaje en la Formación Específica del profesorado para la enseñanza Primaria, dependiente del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Es autora de “Zutana”, (Editorial Filofalsía, Buenos Aires, 1989) y de “Con la sed y el agua” (Editorial Tierra firme, Volumen 214 de la Colección de poesía Todos bailan. Director: José Luis Mangieri. Buenos Aires, septiembre de 1996). Es coautora del guion cinematográfico “La palabra historia”, basado en la novela “Los tres impostores” de Arthur Machen, 1998. Durante estos años, colaboró y publicó poemas en diferentes

revistas

literarias

nacionales.

En

la

actualidad

está

escribiendo una novela corta perteneciente al género fantástico “El dolor y el deseo” y un libro de poemas “Una mujer en tu ventana”, próximos a publicar.

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Ana Tapia

Almería, 1974. Licenciada en Psicología y en Antropología Cultural. Es profesora de relato histórico en la Escuela de Escritores de Madrid. Ha publicado Túnel de espejos deformantes (Andrómina, 2006, Premio Leonor de Córdoba de poesía), El polizón desnudo (El Gaviero, 2009), obra híbrida inspirada en su experiencia como antropóloga, Kiriwina (Fin de Viaje, 2012), fruto de sus estancias en Suecia, país con el que tiene un fuerte lazo emocional. Ha publicado también Vértigo (Cazador de Ratas, 2018) y el poemario de Ciencia Ficción Las ovejas radiactivas de Kolimá (Cazador de Ratas, 2018). Ha participado en numerosas antologías de poesía y relato, como la de Viajes Interestelares (Cápside, 2016) o la de Terroríficas (Palabaristas, 2018) con del relato de terror Holodomor. Como antóloga, ha editado la obra colectiva Hijas del pájaro de fuego (Fin de Viaje, 2012). Mantiene el blog de impresiones literarias Querida Carson McCullers.

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Rocío Wittib

Rocío Wittib, Buenos Aires (1989). Ha publicado poemas en varias revistas virtuales y en papel, como Círculo de Poesía (México) y Cuadernos Hispanoamericanos (España). Publicó el libro Poemas para perseguir sin prisa el silencio (2016), en la editorial portuguesa Temas Originais. Sus poemas han sido traducidos al italiano, rumano y portugués. También es aficionada a la fotografía, publica sus trabajos en Instagram y en captura.org.

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Patricia Fernández Corral

Patricia

Fernández

Corral.

Santiago

de

Compostela,

1980.

Licenciada en Historia (Universidad de Santiago de Compostela, 2003). Profesora de Geografía e Historia. Premios literarios en las categorías infantil y juvenil (1991, 1996). En el verano de 2005 publicó tres relatos cortos en el diario El Correo Gallego. En 2007 participó en la exposición “Apaga a luz, quero medo”, a través de la Asociación AGPI, como parte del VIII Salón do Libro Infantil e Xuvenil de Pontevedra con el texto “Pepe o da Barcala”; y publicó el texto “Señorita” en la Antología de Jóvenes Escritores “El libro y su autor”, de Lulú Publicaciones. En la actualidad ejerce como docente para la Consellería de Educación de la Xunta de Galicia, publica un blog centrado en el relato y novela corta, y realiza colaboraciones literarias esporádicas.

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Damián Aguirre

Damián Aguirre nació en la ciudad de Mar del Plata en el año 1988. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Mar del Plata. En 2006, ganó un concurso de cuentos organizado por la mencionada casa de altos estudios; en enero del corriente año, la revista literaria “El Narratorio” publicó, en el número 23, su cuento El mundo es un álbum de fotos.

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Saccas

Saccas es el nombre artístico de Manuel González López. En una vida anterior nació en Buenos Aires, en 1964. Publicó dos libros de cuentos: Las ramas quebradas (2003) y Caballo negro (2007). Su cuento “La hermana” se publicó en la revista literaria El interpretador, en 2005; en el año 2011, el número 54 de PROSPEKTIVA RIVISTA LETTERARIA incluyó, traducido al italiano, su cuento “Besos en el aire”. Radicado en España desde el año 2003, vivió en las ciudades de Santiago de Compostela y Vitoria Gasteiz. Al margen de las cuestiones literarias, ha realizado extensos viajes en moto en los que ha recorrido España, Italia, Francia y Grecia. En su vida actual, reside en Barcelona y dirige Costanza Revista Literaria.

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Luigi Pirandello

Luigi Pirandello, Agrigento 1967-Roma 1936. Con su vasta obra ensayística, teatral y novelística es uno de los autores más importantes del del primer tercio del siglo XX, período en el que marcó uno de los puntos más altos del decadentismo. Se desarrolló desde el Verismo regionalista como punto de partida para arribar a una experiencia decadente y cosmopolita. Contribuyó al desarrollo de la novela moderna y a la destrucción

de

los

esquemas

del

teatro

tradicional,

con

audaces

innovaciones. Sus primeras publicaciones fueron libros de poemas tales como Mal Giocondo, 1889 o Pasqua di Gea, 1891. Entre sus novelas se destacan L’esclusa, 1908; I vecchi e i giovani, 1913 y Uno, nessuno e centomila, 1926. Su obra teatral comprende cuatro etapas: un teatro siciliano (La ragione degli altri, 1915), teatro humorístico grotesco (La giara, 1917), teatro dentro del teatro (Seis personajes en busca de autor, 1921) y teatro de mitos (I giganti della montagna, 1937) Escribió cuentos que fueron reunidos bajo el título Novelle per un anno. El proyecto original era la redacción 365 cuentos, uno para cada día del año, que finalmente quedaron en 241, debido a la muerte del autor. A esta serie relatos pertenece Los pies sobre la hierba. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1934. 91


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COLABORACIONES: Costanza Revista Literaria publica textos de poesía, cuento y ensayo sin restricciones en cuanto a su extensión, generación de sus autores o tema. Quienes deseen enviar sus obras deben hacerlo, aclarando en el asunto del mensaje el género al que pertenece dicho texto, a la siguiente casilla de email: colaboraciones.costanza@gmail.com

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PrĂłximo nĂşmero: noviembre 2018

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