Costanza Revista Literaria

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COSTANZA Revista Literaria Número 3

María Laura Decésare / Ernestina Elorriaga Enesa Mahmić / Carina Sedevich Carlos Pereiro / Saccas Julio Antonio Corigliano / Luigi Pirandello Luis García de la Torre


Costanza Revista Literaria Publicación digital trimestral Noviembre de 2018 Esta revista se edita en Barcelona (España) ISSN: 2604-3254 Dirección: Manuel González López Edición: Manuel González López Chiara Presutti Colaboran en este número: Ernestina Elorriaga María Laura Decésare Carina Sedevich Enesa Mahmić Carlos Pereiro Saccas Julio Antonio Corigliano Luis García de la Torre

Contacto: costanzarevistaliteraria@gmail.com

Declaración legal: Todas las obras pertenecen a sus autores, que responden por la originalidad y autoría de las mismas. Los editores no se hacen responsables por las opiniones de sus colaboradores

I


Declaración de intenciones

Costanza Revista Literaria se postula como un espacio de difusión de la literatura despojado por completo de límites, ya sea en cuanto a la generación de los autores, la extensión de trabajos o los temas. El parámetro que guía el criterio de selección es, simplemente, la calidad. Poesía, narrativa y ensayo o artículos son, en principio, las categorías dentro de las que se enmarcan las obras que se publican en Costanza, aunque dichas categorías no son para nosotros más que un simple modo de ordenar los textos, una taxonomía necesaria, pero no un límite o un corset que impida apreciar, valorar y publicar trabajos que apuesten por la hibridación o la experimentación con los géneros literarios. Todo texto es bienvenido, en la medida en que ese texto constituya una apuesta sincera por la estética.

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Sumario 1

Poesía

3

ERNESTINA ELORRIAGA

11

MARÍA LAURA DECÉSARE

31

CARINA SEDEVICH

41

ENESA MAHMIć

43

Narrativa

45

Agua y fuego – CARLOS PEREIRO

53

Nina – CARLOS PEREIRO

69

Papeles de colores – SACCAS

85

El abanico – LUIGI PIRANDELLO

93

Radalberto y la eternidad – JULIO ANTONIO CORIGLIANO

101

Artículos/Ensayos

103

Del boom al realismo sucio – LUIS GARCÍA DE LA TORRE

127

Biografías

139

Colaboraciones

III


POESÍA

1


2


ERNESTINA ELORRIAGA (Selecciรณn de poemas)

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Comer del hueso

Comer del hueso desangelado del poema. Comer del poema para que el lado izquierdo del cuerpo se repliegue y su escápula cobije tu corazón aterido que de tu mano escape ese pájaro agazapado que no te deja vivir. Chupar su tuétano hasta que el desamor huya a los alaridos de tu garganta. Nadie cruza el océano caminando lo sé. Pero yo he visto navegar la risa en tus ojos oscuros y donde la orilla se esfuma entre los pliegues de los párpados asomaba la luz.

La única luz que pido te devuelvas. La luz que nace del hueso roído del poema.

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De regreso al camino de la infancia

Cerrada la noche era el regreso mi caballo se demoraba junto a las estrellas. El miedo se avenía a lamerme las pisadas. Las sombras de los eucaliptus se empecinaban conmigo las podía sentir cayendo verticales sobre mi cabeza. Mientras la luna cómplice las apañaba garras me entraban a las vísceras garras en mis tobillos alguien me respiraba fuerte por la nuca. De una casa a la otra sólo había que correr cincuenta pasos. Sin cuenta se me hacían. La respiración cesaba el ruido de mi corazón un tum tum desgarrador ayudaba a espantar al que se escondía en la sombra. En mi país lejos de la infancia corro corro para huir del desamor para no ver lo que se ve y se oculta detrás de las vidrieras para que esa niña que extiende su mano me abofetee y no me humille. Para que la sombra no se relama mientras busco unas monedas que laven mi nombre y mi sueño. Regresar a la infancia en otro cuerpo sin serpientes ni abismos.

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Aprender a amar

Quitar los huesos y toda dureza de roca que impida la luz. Que la boca degluta las palabras para que vuelvan de mica y embrujo por tus labios. Yo ruego al cielo y a la tierra que la sangre me sea fiel para que tu piel cargada de miedos se encoja. Que no sea una galaxia creciendo sin tiempo entre mis dedos Yo ruego de rodillas sobre granos de maĂ­z porque yo he pecado le he dado de comer a la serpiente. Aprender a amar como quien aprende a caminar.

6


El mantel de hilo tenía bordadas flores azules palabras agitado por sus manos descendía estremeciendo el aire las flores por momento parecían quebrarse quedar desordenadas los brazos de mi madre repetían el movimiento mis ojos la seguían el mantel

los brazos

los brazos

el mantel

las palabras

no sé qué vientos precipitaron el derrumbe de la nada sobre esa mesa.

7


Talos ha regresado y algo del mundo parece que se hubiera ordenado. Sin embargo sé que el águila afila sus garras y medio oriente suelta un sudor que se huele a guerra en todas partes que una nueva mujer cae atrapada a la red que de su amor quedará apenas dibujado un recuerdo de infancia que un país empieza a temer por su destino de selva mientras la arena del desierto va cegando sus ojos. Talos vos regresando me acercás a puro ladrido torpemente a la vida.

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Bendita seas Virgen de la niebla que me arrinconas y como si mi cuerpo fuera un tajo en la hostia me hincas nievemente de luz me dejas ciega haces de mi mudez de dromedario un leve trazo (o) un ideograma Y estallo en rosa

en intemperie

en palabra.

9


El miedo no pudo burlar el ojo de la trampa una mariposa ciega cayó a la nada los cerrojos ardían como una rosa de fuego en el desierto. Era el país de las maravillas con las campanas doblando el bronce de los días. Entonces

ella

la palabra

la descarada la que camina a cuatro patas por el guadal y sin pudor amanece dormida en los burdeles la inequívoca de los ojos vendados desplegó sus alas ante mí y dijo

calladita

jamás.

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En la seda del lomo de mi gata aguardo un movimiento la insinuación de una metáfora versos de arte menor

el extravío de alguna aliteración

arte mayor

o un susurro prendido con garras a la garganta de la noche “sinalefa sinalefa desafinada ven a mí” grito con voz de perro “hipérbaton regrésate” pero la hoja persevera en su impertérrita palidez de otoño. Lo confieso cuando te veo desnuda y te cubres con la ropa gris de mi tristeza siento que en tu silencio habita el miedo.

11


Con una flor en el pelo y el cayado colgando de tu mano golpeabas la espalda de la noche Ibas vestidita de ciega pero traĂ­as en tus ingles el fuego de una hembra en celo, mis manos deseaban asir tu cabellera, tu paso de terciopelo en la cara mĂĄs nieve de la luna. EstĂĄs esquiva, sin embargo, persisto, me busco y te busco en la nitidez cotidiana del espanto en la nada que el espejo devuelve a mi rostro endemoniada.

12


Como la primera gota que da sentido a una tormenta o el colibrí que hace posible el néctar del tiempo, soy la escama necesaria de un pez que gravita en círculos de hielo Peregrina y misteriosa aguardo tu regreso, llevo el temblor de tu huella de sal refugiada en los brazos. Palabra cuánto tiempo ha pasado

desde la noche que dormí

acurrucadita entre tus brazos.

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14


MARÍA LAURA DECÉSARE (Selección de poemas)

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Retrato El espejo se rompe y avanza la imagen de lo pequeĂąo que olvidamos hace tiempo. Con asombro vemos unos ojos de mirada limpia que casi no podemos reconocer. Ha pasado tanto sobre nuestras cabezas que el claro de esos ojos nos toca y es mejor estarse quieta por un rato.

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Ensueño

Un rato antes de dormirme miro por la ventana como el sueño se desplaza por los edificios, un ronroneo sutil, una leve brisa, y el recuerdo de un amor que creía olvidado vuelve y me besa. Digo que sí, por unos segundos ese beso fue real.

17


De madrugada

La niĂąa que fui vuelve con la noche, me toma de la mano y pide que cierre los ojos: oigo el ladrido del perro, un movimiento de sillas y la voz de papĂĄ. No abras los ojos, insiste la niĂąa y siento una caricia sobre mi pelo negro, tiemblo al reconocer ese olor familiar. No te vayas, murmuro, no me despiertes.

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Irse Volver es una forma de alcanzar lo que creĂ­mos perdido: una mirada, un libro, el nombre de lo amado. Una voz insiste y me dice: no cruces esa puerta. Pero ya es tarde, desobedezco, salto y canto como un grillo.

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Camino a casa De memoria voy por el camino que me lleva a la casa materna, desde la plaza veo el molino al que pocas veces me atreví a subir para ver desde lo alto los techos, no cualquiera tiene uno en su patio. Cruzo la puerta, atravieso el jardín mientras tarareo una canción. Que pase lento el tiempo, pido para mis adentros. La misma escena: mamá en el sillón, yo de rodillas le abrazo las piernas y dejo que sus manos me despeinen. Una caricia repetida que me vuelve niña y me trae sin paradas intermedias, derechito al comienzo de todo.

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En blanco

Escribir versos en el aire bajo una luna de plata que acaricia en silencio la mano temblorosa. QuĂŠ hacer a estas horas cuando la palabra duda y no acepta el salto al poema.

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Purasangre

Como un caballo de carga que debe ir hacia adelante sin descanso, sin parar, asĂ­ me siento hoy. Con el peso sobre el lomo es imposible rebelarse pero el amor exige mĂĄs. Escucho el sonido del viento, me dice al oĂ­do: libertad.

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CARINA SEDEVICH (Selecciรณn de poemas de Lejanas bengalas estallan, publicado por Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2018)

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Loicas, calandrias, benteveo, rĂ­o (fragmento)

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4 Pasó la vida y nos vimos separados como los arroyos de montaña que contemplaba Bruce Lee. —Dice el poema: demasiada verdad me desconcierta. Y también: el agua se aclara mansamente cuando decanta la tierra—.

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5 Atrás quedó nuestro tiempo y no recuerdo casi nada con exactitud. Sin embargo, cada vez que escucho música, imagino que bailamos.

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6 Los mil ojos del pavo real de tu bata me ven estar desde un amor incorrupto.

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Lejanas bengalas estallan (fragmento)

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4 Graniza, de pronto. Mi hijo duerme en esta casa donde su infancia no ocurrió. Mi mano en su espalda es la ternura. Apago la lámpara a su lado. Dejo mi lámpara encendida. Lo cubro como en una cuna. Silencio a la gata que lo ronda. —El hielo seco nos golpea. La flor tibia del jacarandá se habrá perdido—.

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5 Graniza, de pronto. Como una mama mi corazón se ensancha. Y alguien más se ríe en esta noche joven como no volverá a ser.

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6 Lejanas bengalas estallan. Mi hijo se marcha maĂąana. QuiĂŠn sabe si volverĂŠ a verlo.

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ENESA MAHMIć (Selección de poemas. Texto bilingüe: bosnio/español)

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Stablo jabuke Dragi, ovdje je buka Ljudi govore Ljudi previše govore A niko nikog ne sluša Nakaze ustoličene u gradu. Jasno nam je moramo poći Tražimo mirna skrovišta U maslinicima U šumama Ispod jabukinog stabla Zabijaš jezik duboko u Moje srce Drhte siluete Strahovi isplivavaju na površinu Vidim sebe prije 10 godina u Kazbegiju Kako uzmičem pred goničem Njegove ruke, njegove užasne ruke Silovano tijelo, pretučeni duh Tvoje ruke, tvoje predivne ruke Tjeraju aveti Znaš, bilo je tako teških dana A ovdje ispod jabukovog stabla je tako lijepo Dok kiši Vatra i vino gori u nama

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Manzano Es ruidoso aquí, querido La gente habla Habla demasiado Pero ninguno escucha (Son salvajes anclados en la ciudad). Está claro, tenemos que irnos Buscar escondites pacíficos En los olivares En los bosques… Debajo del manzano Hundes la lengua profundamente En mi corazón. Las siluetas tiemblan… Los miedos vuelven y me alcanzan. Me veo hace diez años en Kazbegia Huyendo de los perseguidores Sus manos, sus terribles manos Cuerpo violado, alma aplastada. Tus manos, tus manos maravillosas Expulsan mis demonios. Hubo algunos días difíciles, lo sabes. Pero es todo tan hermoso aquí bajo el manzano… Mientras llueve El fuego y el vino arden dentro de nosotros.

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Odlazac Kad sam odlazila jutro je bilo maglovito. Lica blijeda od nesanice Vukla se prema kancelarijama, školama, bankama. Mačke su cvilile po krovovima Pogrbljeni starac skupljao lišće. Ništa nije moglo pomjeriti taj vječni red Niti je moglo razbuditi uljuljanu masu A ja sam išla kao da je moguće. Hodala sam dugo: Maske i zamke I izranjavana stopala. Tlo sviklo na topot osvajača Ne podnosi meki korak. Aveti prošlosti davili su me žilavim rukama. Vjeruj mi Bilo je svakakvih. Bilo je naivnih što se ogoljavaju previše Ironiziraju sami sebe jer se ne mogu prihvatiti. Bilo je pakosnih, perverznih, idiota Najviše bilo je usamljenih. Trebalo se prilagoditi, nagoditi, saviti kičmu, izgubiti oblik. Glas na radiju ponavljao je: Narod.Volja Naroda. Individua. Snaga. Riječi su padale kao mrtve ptice. Išla sam tako daleko Pod ovim otužnim nebom Doc moje biće nije zavapilo: Dom!

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Paseo Cuando salí por la mañana había una espesa niebla. Rostros pálidos por el insomnio Se arrastraban hasta las oficinas, las escuelas y los bancos. Los gatos maullaban por los tejados. Un viejo jorobado recogía las hojas. Nadie podía alterar ese orden eterno Ni despertar de su sueño a la masa adormecida Y yo había salido como si fuese posible. Paseé durante un tiempo prolongado: Máscaras y trampas Y plantas llagadas. El suelo, habituado a las pisadas del conquistador, No soporta los pasos leves. Los fantasmas del pasado me estrangulaban con manos recias. Créeme, Había espectros de todo tipo. Había algunos ingenuos que se desnudaban demasiado E ironizaban sobre sí mismos porque no conseguían aceptarse. Había otros vengativos, perversos, idiotas, Pero la mayoría eran solitarios. Había que adaptarse, negociar, doblar la espalda, perder los propios Rasgos. La voz de la radio repetía una y otra vez: Pueblo. La voluntad del pueblo. Del individuo. Fuerza. Las palabras caían como pájaros muertos. Fui caminando lejos Bajo este cielo tedioso Hasta que todo mi cuerpo gritó: ¡patria! 37


Lisabon

Popili smo vino I krenuli cestom Dolje prema Serra de Sintra Jug je savodnik On otire tegobne misli Dok ponovo ne zaboli

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Lisboa

Tomamos vino Y fuimos por el camino Que baja la Sierra de Sintra. El sur es un seductor El nos quita los pensamientos tristes Hasta que nos hieran otra vez.

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Pralje na Ganesu

Hodala sam dugo do mosta koji vodi u Hardiwar Ništa se nije čulo osim žubora vode I prigušenih glasova pralja U jednom trenutak Činilo se kao da tečem u istom ritmu sa vodom I da voda teče kroz cijelo moje biće. Zatim Pralje su ugasile fenjere Voda je postala crna i smolasta Kali- cijeli život u kruženju svjetla i tame.

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Las lavanderas del Ganges

Caminé durante horas hasta el puente que lleva a Hardiwar Lo único que se oía era el borboteo del agua Y las voces amortiguadas de las lavanderas. Por un momento Me pareció que yo fluía al mismo ritmo que el agua Y que el agua fluía por todo mi espíritu. Luego Las lavanderas apagaron las farolas Y el agua se volvió negra y resinosa. Kali: toda la vida en el círculo de la luz y la oscuridad

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NARRATIVA

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Agua y fuego Por

CARLOS PEREIRO

Se levantรณ a las seis, no porque necesitara o le gustase madrugar, sino porque desde antes de las cuatro, cuando fue a orinar y tomรณ un trago de agua del pico de la botella, no pudo volver a dormirse. 45


Compró el diario, que hojeó distraídamente sin detenerse en ninguna nota mientras tomaba un café, y antes de las siete se encontró con que no tenía nada para hacer. Debiera ponerse a trabajar, pero de esos no tenía ganas, ninguna gana. Lo que sí quería, descubrió cuando fue a la cocina a calentar agua para otro café, era tomar, tomar apenas pasadas las siete de la mañana. No prendió la hornalla. Fue al living y volvió con un cigarrillo, se quedó el tiempo que le llevó fumarlo apoyado en la mesada, mirando por la ventana el pasillo largo y sucio que corría debajo, sintiendo que la superficie de acero inoxidable le enfriaba las nalgas. Ahogó el pucho bajo el chorro de la canilla y lo tiró a la basura. Se quedó un poco más apoyado ahí, apenas un par de minutos y volvió al living. Miró el diario cerrado, casi intocado y se sentó frente a él. Lo dio vuelta para leer la página humorística que no logró arrancarle una sonrisa. Pasó la hoja y al ver el crucigrama estiró la mano para buscar una birome. Antes de destaparla hizo lo que nunca, leyó el horóscopo correspondiente a su signo que en un par de líneas le auguraba un día venturoso. “1) Pequeño estado europeo enclavado en los Pirineos entre España y Francia”, era la primera pregunta. Distraídamente escribió “Andorra”. Ya no leyó la segunda. Cerró los ojos y viajó hasta el pupitre de la escuela, vio a la maestra —alta, gorda, bonachona— señalar con una regla de madera pequeños puntos en el mapa cuarteado de Europa que, desde su banco en la penúltima fila del aula, apenas alcanzaba a ver. “Los pequeños estados europeos son seis”, la oyó decir, y enumerarlos, aunque no era necesario que siguiera escuchándola porque los recordaba perfectamente. En el margen de la hoja de diario los anotó encolumnados. Andorra El Vaticano Mónaco San Marino Lichtenstein Luxemburgo 46


Debajo de la lista escribió el nombre de la maestra, esa mujer dulce que se negaba a jubilarse, que recordó de pronto. Después del viaje escolar que lo llevó a recordar esos lugares minúsculos que seguían sonándole tan exóticos como en aquella época, volvió a pensar en la bebida. Apesadumbrado, sabía de sobra que aunque se resistiera terminaría yendo a comprarla a esa hora de café con leche y medialunas. Buscó plata en la mesa de luz. Tendría que caminar unas cuadras, buscar otro supermercado, porque le daba vergüenza ir a comprar a su chino apenas levantada la persiana. A unas pocas cuadras había un Disco o un Coto donde pasaría desapercibido. A nadie le importaría lo que comprara, tampoco al chino, pero era otra cosa. Mientras esperaba que la luz del semáforo le permitiera cruzar pensó que tal vez, después de tantos años, las cosas hubieran cambiado con respecto a los pequeños estados. En aquel momento se los denominaba así por la escasez de su territorio, ahora era probable que la modernidad ordenara los países por su importancia económica, el nivel de vida de sus habitantes o cualquier otra variable. Entonces, seguramente, Luxemburgo fuera, por ejemplo, menos pequeño que Grecia o Portugal. Frente a la góndola contó lo que tenía en la billetera y se decidió por una botella de whisky escocés. Llenó medio vaso y lo llevó a la habitación. Prendió el televisor para profundizar el absurdo. Tenía para elegir entre series archirrepetidas, películas horribles o los canales de noticias que lo enteraban, como si fuera una novedad, de que la panamericana, mano a Capital, estaba colapsada; que le mostraban la foto del asesinado de cada día. Tomó un sorbo de whisky. Prendió otro cigarrillo. Se tiró en la cama y apagó el televisor. Se preguntó qué fue lo que lo llevó esta mañana, de este día cualquiera, a los pupitres de la infancia. No lo sabía, tampoco le importaba.

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Los ojos se le entrecerraban. Las pocas y mal dormidas horas, el whisky puro cayendo en el estómago vacío, hicieron que el sueño llegara rápido y violento. Se resistía a dormirse. A pesar de que le resultaba difícil conciliar el sueño ahora que llegaba luchaba contra él. Quería seguir tomando, fumar otro cigarrillo. Se pasó la mano por los ojos enrojecidos. Le pareció que lo que quedaba en el vaso era insuficiente y fue a la cocina a buscar la botella. Volvió a prender el televisor para que el ruido le impidiera dormirse. El trago le quemó las tripas. Eructó. Luchó por contener las náuseas. Apagó el cigarrillo y resbaló por la almohada. No podía con el sueño como no podía con casi nada. Con los ojos cerrados reconoció alguna palabra de ese idioma que apenas entendía. Las voces extranjeras se amortiguaron, aunque no llegaron a apagarse. “Muerte dudosa”, caratuló el juez, y entonces hubo que meter su cuerpo en un nicho, entregarlo a los gusanos. Su pobre carne lacerada ni siquiera podía liberarse por la purificación del fuego. A pesar del dolor, de la perplejidad, no pudo evitar el pensamiento de que la calificación era tan lacónica como errónea. Porque no había dudas de que estaba muerto, dudosa era la causa, la razón por la que había volado, no, volado no, caído como una piedra desde una cantidad imprecisa, aunque más que suficiente, de metros. Abrió los ojos de pronto, la frente empapada por un sudor frío y el corazón rebotando contra las costillas. Por esto era por lo que solo dormía cuando su cuerpo no daba más. Por eso era por lo que despertaba sobresaltado en medio de la noche, orinaba, tomaba agua, se acurrucaba para volver a dormir rogando no soñar. Pero el temor se lo impedía, así que generalmente pasaba el resto de la noche con los ojos abiertos mirando la oscuridad. Subió el volumen del televisor hasta casi ensordecer. Tomó un trago de whisky. No quería entregarse, no iba a entregarse al sueño, pero tampoco lograría pensar en otra cosa, en algo diferente de la muerte del hijo, un tipo mucho mejor que él, aunque desgraciado heredero de sus debilidades, sus cobardías.

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Entre el llamado del viernes por la tarde desde la empresa donde el muchacho se ganaba la vida avisando que había sufrido un accidente, hasta la mañana del domingo en que el sepulturero ajustó el último bulón de la tapa del nicho, su memoria era un agujero negro, retazos deshilachados, fragmentos. Quería terminar con esos intentos por recordar, por rellenar los huecos, algo que hizo mil veces, que no podría dejar de hacer mientras viviera. Un trueno sonó lejano. Unos segundos después el destello de un relámpago atravesó la ventana y el estruendo se oyó más fuerte. Llegaba la lluvia. Las primeras gotas golpearon contra el vidrio sucio. Le gustaba la lluvia. Antes, hasta dos años atrás, la disfrutaba, le provocaba una dulce melancolía. Lo llevaron al cementerio bajo un sol casi obsceno. El niche estaba en la fila de abajo, a ras del piso. Debieron agacharse, ponerse en cuclillas, casi acostarse sobre las baldosas frías para dejar una flor junto a la placa de latón con su nombre y dos fechas demasiado cercanas. Detrás de la puerta cuadrada de piedra recién atornillada, tan cerca y tan lejos, estaba lo que quedaba de él, ya nada. Después todo lo que tuvo que ver con él, con sus restos, esa palabra de funebreros, estuvo emparentado, signado por la lluvia, más acorde con la situación que la impertinencia del sol. Llovía cuando al cumplirse el primer mes de su muerte fueron a la Chacarita sin saber por qué ni para qué, tal vez solo como una manera infantil de poner en movimiento la impotencia. Llovía, no mucho tiempo después, cuando volvieron a peregrinar porque era, hubiera sido, su cumpleaños. Y, finalmente, diluviaba cuando varios meses más tarde, despejadas ya las dudas para el fiscal y el juez sobre lo accidental de su muerte, autorizada la cremación, regresaron para sacarlo de la cueva y entregarlo por fin a las llamas. Apenas abrió el cementerio, a las ocho, entró junto a la madre, la mujer que hasta el día de su muerte apenas había visto un puñado de veces en treinta años, que llevaba apretada contra el pecho la carpeta con

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todos los papeles necesarios, en la oficina donde tenían que autorizarlos a reducir su cadáver a cenizas. Ella se sentó frente a una empleada y desplegó los documentos. Él se quedó unos pasos atrás. En un momento la empleada se levantó y la dejó sola. La madre se acercó y le dijo que creía que si ponían unos pesos el trámite saldría más rápido. Con un toque suave de la mano le impidió abrir la cartera. Sacó unos billetes del bolsillo, le dijo que lo que fuera para terminar de una vez. La empleada regresó. Pasaron unos minutos más hasta que la madre se levantó y lo miró con un gesto triunfante, casi agitando el papel con los sellos y las firmas necesarios. Bajo un cielo de paraguas caminaron, escoltados por los amigos del hijo, hasta el nicho. Esperaron sentados en el piso. Un cuarto de hora más tarde llegaron dos empleados empujando un carro de metal para transportar el ataúd. Desatornillaron la tapa y su vieron el féretro al carro. Uno de los hombres acarició la tapa, cubierta por una capa de polvo, como si fuera un peluche. —¿Quiere que lo abra? —le preguntó el tipo mientras el otro, a pedido de la madre, le entregaba la chapita de latón. —¡¿Qué dice?! —se espantó, porque no podía creer en lo que acababa de oír. El muchacho, que apenas pasaría de los veinte años, lo ilustró. —Le pregunto si quiere que abra el ataúd para que esté seguro de que es su familiar. Pensó que estaba loco o era un perverso, enseguida que trabajaba en un cementerio, que los cadáveres serían para él más reales que los vivos. Un tipo acostumbrado a convivir con los muertos, silenciosos, nada problemáticos. —No, no, está bien —alcanzó a decir—. ¿Qué tenemos que hacer ahora? —Vayan al crematorio y esperan. Es allá —señaló con el dedo—, donde se ven las chimeneas. El camión tiene que recoger unos quince más. Vamos a demorar un rato largo, don, tres horas por lo menos.

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Volvieron a marchar. Las tres horas se convirtieron en cinco, un tiempo eterno que transcurrió en una sala donde mucha otra gente esperaba, todos emparentados por la urna que ocultaban como algo vergonzante en bolsas, mochilas. Sacaron café de la máquina hasta quedarse sin monedas. Cada tanto salían a fumar, se guarecían bajo un alero angosto que no lograba evitar del todo que se mojaran. En algún momento un empleado lo nombró, dijo por fin el apellido, y todos se acercaron. La madre entregó la urna, pidió por favor, un pedido que acompañó con un billete, que pegaran la chapita al recipiente. Un cuarto de hora más tarde el tipo volvió y le entregó la urna conteniendo, probablemente, una palada de cenizas indiferenciadas. La lluvia seguía cayendo inmutable. Desandaron el camino hacia la salida, los dos casi desconocidos delante y la media docena de amigos, de los que él solo conocía a dos, detrás. En la puerta se miraron un poco confusos, desorientados; ya no había más nada para hacer. Alguien señaló un bar del otro lado de Corrientes. Tomaron un café en ese lugar enorme y horrible, rodeados de gente que comía y hablaba a los gritos. Ellos casi no dijeron nada. Con un gesto severo detuvo a los que metían las manos en los bolsillos. Pagó. Salieron a la calle y hubo algo de indecisión porque cada quien tomaba un rumbo diferente. Saludo y se fue. Ya sin fuerzas desdeñó la boca del subte, paró un taxi y se acurrucó en el asiento. Aún llovía.

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Nina Por

CARLOS PEREIRO

Nina cumple cincuenta años y decide hacerse el mejor regalo que podría recibir: no ir a trabajar. Lo decide medio dormida, mientras hace los gestos cotidianos de abrir la ducha y poner a calentar el agua para el té. Desnuda, se mira en el espejo y se dice que, a pesar de los años, no 53


está tan mal. Se rasca el vientre, aunque ya es más que nada un tic, porque la cosquilla aparece cada vez más esporádicamente. Nina tiene un nombre que detesta y que pocos conocen. La cosquilla apareció un día cualquiera y era tan débil, tan inofensiva, que tardó unos cuantos más en notarla. Se bañaba y con las uñas enjabonadas se rascó debajo del ombligo. Pero la cosa estaba adentro, la arañita suave y persistente royendo que la depositó en una camilla con las piernas abiertas. Quedó mirando el techo, por eso no pudo ver el gesto preocupado de la médica, médica y amiga, cuando sacó la mano. Se fue del consultorio con una pila de solicitudes de estudios y la cosquilla leve, casi infantil. Llegó entonces el tiempo de peregrinar por laboratorios, de familiarizarse

con

palabras

desconocidas,

todavía

no

demasiado

preocupada, fastidiosa sí, por las esperas, los madrugones. Con los resultados a la vista, la médica-amiga le puso otros nombres a lo innombrable. Antes de comenzar a sentir miedo apartó rápidamente de su vida la presencia descolorida de Ernesto, para no tener que explicarle, para que no se le convirtiera en un lastre, y se entregó mansa a los caprichos de la ciencia. El cirujano cortó, vio y no tuvo mucho más para hacer. Cuando salió de la anestesia, la amiga-médica estaba allí, a un costado de la cama, tomándole la mano. —¿Y? —preguntó con voz débil, todavía dopada. La médica, con un movimiento automático y superfluo, constató el buen goteo del suero. —Está todo bien. Ahora dormí, más tarde vuelvo. Pero todo estaba mal y tuvo que decírselo, no esa tarde, un par de días después, cuando le dieron el alta que no era el fin sino el comienzo de su calvario. La médica seguía haciendo malabares con las palabras para no decir justamente esa, pero Nina la vio reflejada en su mirada, en el imperceptible retorcimiento de los dedos. —Tengo cáncer —dijo, y sintió que se moría. Como un conjuro contra la desgracia la médica no repitió la palabra, se animó en cambio para decir que los avances en medicina eran

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constantes; quería mostrarse optimista y Nina quería creerle. Iba a ser una paciente dócil que se prestaría a todo lo que fuera necesario. Nunca hubo dolor y eso la ayudaba a creer que, tal vez, las cosas terminarían siendo no tan graves. Solo la cosquilla, viva día y noche, le recordaba lo que le sucedía. Fracasaba un tratamiento e intentaban otro, que también fracasaba. La amiga-médica peleaba ya más apoyada en su empecinamiento que en su saber. Pero no había caso, el mal seguía allí, inmutable, incorruptible. Después de tres años no hubo ya nada para intentar, y parecía mentira, porque nada en ella sugería que para la ciencia era poco más que una moribunda. La enfermedad había adoptado una forma tan recoleta, tan poco estridente, como lo era la vida de su víctima. Supo, por fin, que no habría cura, pero al parecer tampoco sufrimiento. Vendría un tiempo, de duración incierta, de vida normal, hasta que la cosquilla la extinguiera. No había acá el diagnóstico de “le quedan seis meses, o un año, o unos días”. Podía ser mañana o nunca. Hasta era posible que la cosquilla la hiciera inmortal. Pretendió hacer de cuenta que todo seguía igual y fue a trabajar, escuchó su música después de la cena, se durmió, como siempre, con la presencia del gato a los pies de la cama. Pero sin la esperanza, sin ninguna esperanza, esas cosas ya no valían nada. Pidió una licencia y se encerró en su casa a pensar qué hacer. Pasaban los días y no pensaba nada. Una tras otra, del día a la noche, veía películas en el cable, tirada en la cama, comiendo cosas de las que ya no tenía sentido privarse. Después apagó el televisor y lloró sentada en un sillón contra la ventana con la casa a oscuras. Entrevió un viaje largo, gastar la plata que tenía en el banco. Se entretuvo un rato con eso hasta que, como un recordatorio, la cosquilla centelleó en su vientre y supo que no, que no quería morir acosquillada en un crucero y ser arrojada al mar. Se secó las lágrimas, se pintó los labios y volvió al trabajo. Se ducha, se viste, toma el té de pie junto a la mesada, como si tuviera apuro, y sale a la calle. Tiene que jugar el 50 a la quiniela, le ha dicho el ordenanza. Seguramente, sus compañeros llevarán una torta, 55


habrán comprado algo, un pañuelo de seda o un perfume, con una plata juntada a sus espaldas. Tendrán que dárselo mañana. Juega a la quiniela enseguida, por temor a olvidarse. Llega al centro caminando y se mete en un restaurant, pero se arrepiente antes de sentarse. Mejor volver a casa. La seduce más la idea de llevarse una bandeja a la cama y mirar una película, o aprender recetas de cocina, sin contar con que los hijos, lejos, despreocupados de los husos horarios, pueden llamar en cualquier momento. Sale del subte y desemboca frente a la cristalería, casa de regalos, no sabe cómo se llama ahora a esos comercios: bazar, piensa, el bazar del barrio en el que cada tarde, al regresar del trabajo, ve ese juego de copas en la vidriera. Le gustan, el pie alto, un borde violeta en las de agua, lila en las de vino. Doce para cada bebida. Se le ocurre que podría comprarlas y verlas en su casa siempre que quiera. Veinticuatro copas para no usar nunca y, sin embargo, entra, saca la tarjeta, tiene una conversación breve y amable con el vendedor que le ofrece enviárselas más tarde con el cadete. Firma el cupón y anota su dirección en un papel. La caja llega a las siete de la tarde. Ha recibido ya los llamados de la gente de la oficina, de la doctora, de Ernesto, que dejó morir en el contestador; de su hijo, desde algún lugar de la tierra buscando algo que quizá no encuentre nunca. El chico deja la caja sobre la mesa del comedor y se va con su propina. Ella va hasta el aparador buscando dónde hacer lugar para tanto bulto. Abre la caja, desenvuelve la copa y estruja la hoja de diario. En la quinta o sexta mira el pedazo de papel. Ve una foto. Mira ese papel que tiene una foto y una leyenda debajo. Busca los anteojos. La foto es mala, borrosa: una foto en un papel de diario. Para peor, el hombre tiene la cabeza un poco gacha, como si hubiera querido esquivar el ojo de la cámara. Lee: “Emilio Bustos volvió al Café del Bulevar con su espectáculo `Tango´”. Con el canto de la mano alisa el papel, después pierde cinco minutos en buscar una lupa en los cajones donde guarda las cosas inútiles. No mejora mucho. El grano grueso de la hoja de diario casi se devora la imagen. Por la posición de los brazos, por algunos puntos que parecen botones y por el nombre del espectáculo 56


probablemente sostenga un bandoneón. Tiene el pelo más o menos largo y una barba que parece canosa. Acerca y aleja la lupa. No lo reconoce, pero, sin embargo, algo, en algún lugar de su cuerpo, le dice que es él, aunque su nombre claro no sea el que ella le conoce. Se pregunta qué diario será ese y enseguida busca un origen, pero no lo encuentra. Es solo una hoja, en rigor la mitad de una hoja que no le dice nada. Al lado de la foto del tanguero hay una columna que participa la boda Raymonda-Pagani, llevada a cabo en la iglesia de la Inmaculada Concepción; el nacimiento de Sebastián Machado, la mejoría en la salud de la señora Eugenia Carrasco de Paz. En el reverso de la hoja está el comentario del partido de fútbol entre los equipos de San Martín y Sudamérica por la liga local. Desarruga las pelotas amontonadas a un costado de la mesa, pero solo son trozos de “clarines” y “naciones”. Apuesta a las copas que faltan, la mayoría, pero no encuentra otra hoja de ese diario extraño que muestra una foto que casi no se ve. Tira a la basura las hojas de los diarios conocidos y vuelve a acercar y alejar la lupa sobre el otro. Cree, por un momento, que ha enloquecido, que la arañita teje en su cabeza. Después mira el reloj. Son las ocho y media. Corriendo el riesgo de que llame su hija y no la encuentre va hasta el bazar con el pedazo de papel en la mano y una justificación inventada a las apuradas. El vendedor, que no necesita ninguna, la escucha solícito, agradecido todavía por la buena venta que ha hecho en estas épocas difíciles. El papel de diario, con el que envuelven la fragilidad de las piezas, se lo compran por kilo a un jubilado. Lo reciben y lo guardan en el depósito. No hay nada más que pueda decirle, lo que sí puede es dejarle revisar los diarios, si quiere. Ella dice que sí. El vendedor llama al cadete y le dice que la acompañe al sótano. Le agradece y baja. La pila es más o menos alta. El chico la sube a una mesa y se va. Solo “clarines” y “naciones”, ni siquiera algún otro diario. Cuando sube el vendedor ya ha bajado la cortina metálica, lamenta que no encontrara lo que fue a buscar. Oye en el contestador el mensaje de una amiga que dice que va para su casa. Sin avisar llegan otras dos. Tiene unas bebidas en la 57


heladera y pide empanadas por teléfono. Termina acompañada un día que esperaba pasar sola. Un día de su vida. Otro día más. Cuando se está quitando el maquillaje frente al espejo de la cómoda, llama su hija, disculpándose atropelladamente por no haberlo hecho más temprano, cariñosa como siempre. La reunión la hizo olvidar por un rato la hoja. Quiere pensar en ella, pero enseguida se duerme. Pliega el papel con varios dobleces y lo guarda en un bolsillo de la cartera, lo lleva con ella. Algunas veces se tienta con mostrárselo a alguien en la oficina, pero nadie puede ayudarla y no tiene explicaciones para dar. Pasan los días. Cada tanto en su casa, sola, despliega la hoja frente a sus ojos. Mira la foto que la marca de los dobleces ha vuelto, si eso fuera posible, todavía más confusa. Se pregunta por qué si allí dice Emilio Bustos y ella no lo reconoce, cree que ese tipo es Horacio Franzoni, en una época lejana, anterior a la irrupción de la cosquilla, su marido. Se pregunta por qué, si aunque reconoce que le gustaba el tango, nunca había estado cerca de un bandoneón. No tiene respuesta, pero cada vez está más segura de que es él. Busca una foto, la única que conservó, tomada poco tiempo antes de que se fuera, casi doce años atrás. Busca también la carta, una nota apenas. No la había dejado sobre la mesa de luz, la del comedor o la de la cocina, sino en el estudio de un abogado que ella no conocía, metida en un sobre de papel madera, mezclada, como si fuera lo mismo, con la escritura de la casa, documentos del negocio, del banco; como el testamento de alguien que va a morir. Pero no moría, se iba, decía que se iba. Balbuceó alguna pregunta, pero el abogado no tenía ninguna respuesta para ella, solo los papeles. “Ya no te quiero y no lo puedo soportar. Por eso me voy, tengo que irme”, lee, aunque por supuesto conoce ese puñado de palabras de memoria. Solo esas dejó. Nada sobre los hijos, nada para los hijos como no fuera un techo sobre sus cabezas, plata en el banco de la venta del negocio hecha a sus espaldas. Nada. Si no reconociera la letra, si no tuviera la prueba de su ausencia, pensaría en una confusión, una broma que ya llevaba demasiados años. El hombre que había escrito esas palabras, desaparecido como un fantasma, era el mismo que levantaba la persiana 58


todos los días a la misma hora, el que se preocupaba por pagar las cuentas, el que revisaba el cuaderno de los hijos. Parecía difícil de creer. Tenía otra mujer, eso era seguro. Enamorarse de otra persona es algo que le pasa a la gente todo el tiempo. Pero la gente normal actúa de otra manera: se separa, se divorcia, se va a vivir a otra casa y divide las cosas, pasa una mensualidad. Y Horacio era un tipo normal, hasta demasiado normal. Decía “me voy” y ya se había ido. Él no tenía más familia así que ella intentó con los amigos, los conocidos. Nadie sabía nada. Ninguna nota para ellos, nada especial, por más que se esforzaran en recordar, la última vez que lo habían visto. Y ahora, tantos años después, un pedazo de diario venía a removerle la memoria, a fastidiarla, como si no fuera suficiente con la enfermedad, que recordaba cada noche cuando se iba a acostar, con la ausencia de los hijos —la muchacha, veinticinco años, casad, trabajando y estudiando en Alemania; el varón, veinte, vagando por el mundo junto a otros pibes tan desorientados como él— a los que no había sabido cómo explicarles que los abandonaba sin siquiera dedicarles una línea en su despedida. No podía evitar la curiosidad tal vez porque estaba sola y fuera del trabajo no se le ocurría demasiado qué hacer. Pero no sabía cómo avanzar, cómo averiguar adónde quedaba el lugar en el que Horacio Mateos, disfrazado de Emilio bustos, presentaba su espectáculo “Tango”. Volvía a preguntarse, como en el tiempo en el que tuvo que explicar lo inexplicable, por qué había escrito lo escrito. “No lo puedo soportar” remitía a una pasión que ignoraba, que Nina nunca había recibido. Tuvo que buscar en otro lugar mientras ella creía que no le faltaba nada, que no le interesaba nada más que lo que tenía.

Una tarde sale del subte en la esquina de Callao y Corrientes. Llueve. Todavía es temprano, pero las nubes bajas, compactas, aceleran la llegada de la noche. Se guarece bajo la marquesina de un edificio junto a otra gente que espera el colectivo. Se da vuelta y aprovecha su reflejo 59


en el vidrio para arreglarse el pelo. Le llama la atención las etiquetas de colores de los frascos de dulce. Entra a comprar una mermelada y descubre que no es un negocio sino de Casa de Mendoza. Ve los diarios desparramados sobre una mesa ratona, diarios desconocidos, y se da cuenta de que son parientes del que ella tiene, que pasa, junto al lápiz de labios y la billetera, de una cartera a otra. Pregunta, pero no es de ahí, claro, sería demasiado fácil, de todas maneras ahora todo es cuestión de seguir buscando. Deja el frasco de mermelada en la heladera y busca la guía de teléfonos, hace una lista y se entretiene agrupando las representaciones por zonas, por calles: todo el país encerrado en el radio de unas cuantas manzanas. La atienden bien. Un poco extrañados los empleados se pasan el papel y buscan descifrar si en la capital, en alguna otra ciudad, se edita ese diario. La respuesta final es más no sabemos que no, porque nadie está del todo seguro y entonces no puede clausurar ninguna opción. Mientras tanto, el manoseo va convirtiendo la hoja en una desgracia. En algún momento la protege con una cubierta de plástico, una especie de sobre duro y transparente. Pero la gente necesita verla desplegada frente a sus ojos para arriesgar una opinión. Las letras se borronean, la foto es casi poco más que una mancha, pero ella sigue mostrándola, empecinada, soportando con la esperanza renovada una y otra vez el pasamanos entre el personal de la oficina. Hasta que llega el día. Son poco más de las nueve de la mañana y en el salón, salvo el muchacho que ocupa un escritorio cercano a la puerta, no se ve a nadie. Lo encuentra vagamente parecido a su hijo. Tiene una carita tan aniñada que el traje y la corbata lo hacen parecer disfrazado. Uniendo el gesto a la palabra saca el rectángulo plástico de un bolsillo de la cartera mientras comienza a hablar. Utiliza el tono humilde del que sabe que está provocando una molestia que sin embargo no puede evitar. Cuando termina ya la hoja está desplegada frente al chico, patética, miserable. Sin mirarla le ofrece un café, toma el silencio de ella como un asentimiento y se mueve apenas unos pasos para

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alcanzar la cafetera eléctrica. Después del primer sorbo se ocupa del papel, lee, brevemente, y sonríe. —Esta vieja no se muere más. —¿Qué decís? —Que esta vieja no se muere más. Eugenia Carrasco de Paz. ¿La conoce? —No, claro que no. —Mejor para usted. Siente la tentación de decirle que si supiera no iría allí a preguntar, pero lo importante es la posibilidad de haber encontrado por fin. —Entonces, ¿conocés el diario? El pibe dice que claro, cómo no lo va a conocer, si ese diario lo fundó su bisabuelo; lo reconocería aunque se lo mostraran hecho papel picado. Además, está el nombre de la Queca Paz, apellidos familiares entre los jugadores de San Martín y Sudamérica, el clásico de la ciudad. San Martín, camiseta azul con una franja roja diagonal de izquierda a derecha; Sudamérica, rayas verticales verdes y rojas, concluye en un alarde de erudición frente a la mancha grisácea de la fotografía. —Es “El Tribuno”, sin dudas. “El Tribuno” de Trelew. Nina le marca con el dedo la leyenda en la foto que le vinteresa. —¿El “Café del Bulevar” lo conocés? —No, debe ser nuevo, yo hace bastante que no voy por allá. Pero la avenida Roca, la principal, tiene un bulevar. Ahí tiene —dice señalando una mesa en el fondo—, fíjese. Son de la semana pasada, pero supongo que le van a servir. Encuentra enseguida el “Café del Bulevar” que, como el muchacho ha sospechado, queda en la avenida Roca. Se despide de él dándole las gracias y un beso cariñoso en la mejilla. Busca un atlas para saber algo más de esa ciudad de la que solo conoce el nombre. Al ver en el mapa la dilatada extensión de la provincia, su lejanía, piensa que la cosa tiene aún menos sentido que antes: no era solamente irse, era enterrarse en vida.

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Asomada al balcón, viendo el movimiento constante y ruidoso del tránsito, intenta imaginarlo en la plataforma, con un equipaje escaso, esperando la llegada del micro. Porque está segura de que de haber ocurrido tuvo que ser así, en un micro, de ninguna manera en avión, de ninguna manera un paso rápido y cómodo a un inexplicable cambio de vida. Un micro, sí. Imagina el estampido de la puerta que se abre para recibir a los pasajeros, resignados a soportar centenares y centenares de kilómetros, horas y horas. Puede ver a Horacio y sin esfuerzo el deterioro que el trayecto causa en los pasajeros, en él: la barba crecida, el oscurecimiento en el cuello de la camisa, el cansancio que no logra mitigar el sueño leve, encogido en el asiento, la cabeza rebotando contra el vidrio de la ventanilla. Ahora sabe de dónde proviene el diario. Puede olvidar las casas de provincia que le quedaban por visitar, tirar el listado a la basura. Puede, lo hace, estrenar las copas, una de cada color, un sábado por la noche, mientras mira una película en DVD. Lo que sabe, lo que ha averiguado, no le sirve para nada, da lo mismo Trelew que Humahuaca si no puede descartar que sea él, si no puede confirmar que sea él. Le sorprende descubrir que desde hace años lo daba por muerto. Apaga el televisor y se sirve otra copa de vino. El problema no es que sin saberlo lo creyera muerto, o que viva en un lugar tan alejado de su casa. El problema, lo que la hace dudar de su cordura, es haber podido ver en esa cara borrosa, en un pedazo de hoja de diario, al hombre que amó, al padre de sus hijos. El problema es, a pesar de que quiere olvidar el asunto, que mar la hoja, seguir viendo esa cara. Retira los estudios que se realiza obedientemente cada tres meses y como siempre los lleva a que los vea su médica. La doctora Rey, Ángeles, se toma su tiempo para mirar los papeles. Está todo igual y eso es bueno. Ya lo mejor que puede pasar es que no pase nada. Dejan a la arañita tranquila en el vientre y conversan. Ángeles es una de las pocas personas que conoció a Horacio a la que sigue tratando. Saca el papel de la cartera y se lo muestra. La amiga escucha. Del relato de Nina parece surgir algo más que la curiosidad por saber si es o no es, algo más oscuro, una 62


presencia que vuelve, duele. Llora. Con los ojos muy abiertos deja correr las lágrimas. La médica se alarma. La angustia, la pena, la desesperación podrían sacar a la arañita de su letargo. Que se olvide de esa tontería, que piense en otra cosa y si no puede, vuelve a mirar el papel, si no consigue obedecer a la razón, que se tome un avión y termine con el malentendido. Pero no es su médica quien la convence, quien le hace pedir unos días de vacaciones, meter algo de ropa en una valija. Es su hija, una conversación con su hija que necesita llamar seguido porque la extraña, extraña un idioma, la calidez de una voz. No puede mostrarle el diario por eso le dice, le cuenta. La hija tenía ya trece años cuando el padre se fue y Nina no sabe qué ha hecho ella con eso. Hubo un acuerdo tácito para no hablar, para convertir el asunto en un tema tabú. Su ropa regalada a la caridad, todas sus cosas; rápidamente borrado todo vestigio de su vida en sus vidas. Hay un silencio prolongado. Nina imagina que unas palabras han salido de la boca de su hija y demoran en atravesar el mar, llegar a su oído. Pero la hija no dice nada. Escucha algunos sonidos inconexos, casi guturales, como si quisiera articular unas palabras que no logran salir de su garganta. “No creo que sea él”, balbucea Nina esperando acertar. Un ruido chirriante se apodera de la línea. Siente la tentación de cortar justificada en la ruindad de la comunicación. Sin embargo habla, vuelca sus palabras a ese río de descargas eléctricas. “No me hagas caso, olvídate de lo que te dije. Debe ser la menopausia, la miopía que me hace ver mal las cosas…, o la soledad”, dice después de una pausa breve, musita casi para sí misma, pero como justo en esa pausa cesa el estridor, esas últimas tres palabras son las que su hija alcanza a oír claramente. Nina quería tranquilizarla y ahora la escucha llorar. Llora por la soledad de su madre, claro, pero también por la suya, desesperada por volver y sin poder decírselo a nadie. Vuelve la interferencia, más fuerte aún. Ahora no quiere cortar, no quiere dejarla llorando. “Andá y asegurate de que no es él”, cree escuchar, y enseguida cesa todo, queda sola en la línea muerta.

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Muerta, así se siente la mujer que deja caer el auricular con un gesto desmayado. Tiene la tentación de marcar el número de su hija. Pero para qué, se pregunta, para nada que pueda servirle a alguna de las dos, se responde. Entonces es ahí, cuando después de dejar el tubo toma una valija, la más pequeña, y la arroja sobre la cama, guarda alguna ropa al azar, no olvida las cajas de medicamentos, placebos que la médica receta para tranquilizar a ambas. Tiene algo de dinero en un cajón y las tarjetas. En internet averigua que hay un vuelo a las cinco de la mañana, un micro a las siete y media. Poco más de dos horas contra cerca de un día entero. La velocidad contra una épica pobre. Son casi las diez de la noche. Marca el número del celular de su jefe. Veinte años de trabajo le otorgan el derecho de tomarse unos días de vacaciones así de repente, sin necesidad de dar mayores explicaciones. La rapidez del avión tiene la desventaja de la inmediatez. Abrocharse el cinturón a las cinco con la posibilidad de tropezar a media mañana en la calle o en un café con quien va a buscar le parece algo brutal. El micro, su ronroneo monótono, los largos tiempos muertos de la travesía, se le antoja más adecuado a la situación. Qué más se puede hacer, mientras desfila el campo a los costados, desde la inmovilidad del asiento que imaginar un escenario, un lugar desde donde mirar. Nadie ocupa la mitad de su asiento. No es extraño, apenas una docena de pasajeros trepa los escalones del micro. En sus caras de resignación puede verse el aburrimiento, el cansancio que van a padecer. Nadie que pueda pagar el avión afrontaría semejante vía crucis, salvo ella que, precavida, ha guardado en su bolso libros, agua, un tejido. La azafata reparte las bandejas del desayuno apenas iniciada la marcha. Después de un pequeño discurso acerca de cómo van a ser sus vidas en las próximas horas Nina recibe una frazada, una almohada y se acurruca en el asiento. Pasa una película, a la que no presta atención, un almuerzo frugal bastante bueno. Acomoda la almohadita contra el vidrio y se tapa con la frazada hasta el mentón. Siente la mano que le oprime el brazo por encima del codo. Concilia el sueño mejor allí que el que suele conseguir entre las sábanas bien planchadas de su somier de dos plazas. Abre los 64


ojos en medio de la oscuridad. “No es, quédate tranquila que no es”, quiere tranquilizar a la mano que atraviesa el mundo para sacudirla. La azafata le ofrece algo para tomar, un trago antes de la cena. Ha dormido de un tirón casi cinco horas. La muchacha le alcanza un whisky con hielo en un vaso de vidrio. Suben un poco las luces, pero no lo bastante como para destruir ese clima de intimidad al que todos aportan con su inmovilidad y su silencio. Saborea la copa y no se esfuerza por imaginar nada, apenas fantasea con una buena habitación de hotel, el placer de una ducha caliente. Al fin y al cabo no es tan malo el viaje aunque todavía resta mucho tiempo. Llega a la terminal desierta poco después de las cuatro de la madrugada, toma un taxi hasta el hotel, permanece un largo rato en la bañera y luego juega un poco con el control remoto hasta quedarse dormida con el televisor prendido. Desayuna en el comedor inmenso, cerca del hogar donde chisporrotea la leña. Se aventura a la calle, pero solo para recorrer las tres cuadras que la separan del “Café del Bulevar”. Está cerrado. Una pizarra, encadenada a un árbol, anuncia el espectáculo de esa noche. Lee, al final de una lista de nombres y en caracteres más grandes, el que busca; lamenta la ausencia de una foto. Mira hacia el fondo de la avenida, hasta donde le dan los ojos, pero no da un paso, desanda el camino y vuelve al hotel. Un hotel y un bar, tres cuadras escasas en el medio, comunes como la de cualquier otra ciudad. Será como si nunca hubiese estado allí, seguirá siendo un lugar desconocido, apenas un punto en el mapa del país infinito. Cuando vuelve a salir, a la noche, hace mucho frío. Siente que le parte los labios y le congela algo en el alma, y dentro del lugar siente el mismo frío, porque está desierto y es un sitio enorme, un galpón con un altísimo techo de chapa a dos aguas. El mozo, que se desprende de la barra, le confirma que hay show y le deja saber que por ahí no son muy puntuales. Le dice que puede quedarse, si quiere, o regresar un rato más tarde. Se queda. Desdeña las mesas cercanas al escenario y ocupa una sesgada, discreta, pegada a una columna. Quizá desde ahí no vea muy 65


bien cuando llegue la gente, si es que llega. Está sola con su té. Siempre está sola. El líquido caliente le lacera los labios agrietados. Hubiera debido pasar por la farmacia y comprar un protector. Hubiera debido usar más esa boca, dejarla morder, asfixiarse bajo un aliento. Cómo pudo demorar tanto en descubrir que lo creía muerto si desde aquel día se comportó como una viuda, una viuda de luto eterno, resignado. La gente aparece de golpe, llega en grupos ruidosos que juntan mesas, cambian las sillas de lugar. El ambiente se caldea con las respiraciones, el humo azulado de los cigarrillos que sube denso hacia el techo. Un chico joven sube al escenario, furtivo, y toca en el teclado una canción tras otra, aunque todas parecen la misma. Nadie le presta atención, no es por él que están ahí. Todo el mundo habla a los gritos. Todo el mundo bebe, fuma. Agradece estar apartada. Su soledad debe verse ridícula, su taza de té entre tanta botella de cerveza, tanto trago para mitigar el frío que quedó del otro lado de la puerta. Se siente observada. Puede imaginar los comentarios sobre esa extranjera mustia, vestida como para ir a otro lado. Y, sin embargo, ni por un instante se le cruza la idea de levantarse e irse. Algo la atenaza a la silla, algo que no puede entender, que se manifiesta en una cólera fría que le hace cerrar los puños, le marca la punta de las uñas manicuradas en las palmas de las manos. Ese algo que está más allá de la cara que tenga el hombre que va a tocar el bandoneón en un rato más. El mozo se acerca a preguntarle si se va a servir alguna otra cosa. Ya no quedan mesas libres y van por la suya. Tiene que pedir algo caro, una botella de champán, por ejemplo, para que no vuelvan a molestarla. El muchacho abandona de golpe el pianito y se pierde en el enjambre que rodea la barra. Vuelven a mirarla cuando la botella golpea los cubos de hielo al regresar al balde. La mirada de un hombre dura un poco más, algo contenida porque está acompañado por una mujer. Nina la sostiene un instante. Piensa que le gustaría fumar, como los demás, para entreverlo a través de los hilos de humo, con un ojo medio cerrado. La mujer es más joven que ella, bastante más joven, pero ella es más

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atractiva, será por eso que los visajes del hombre son cada vez más frecuentes. Nada para esa boca, su boca. Ninguna lengua en el mundo para lamer sus labios rotos, ninguna para hablarle. Boca cerrada la suya, ya cerrada para siempre cuando bajaba las escaleras de la oficina del abogado. Horror cuando —siente que se le enrojecen las mejillas al pensarlo, como si el hombre que no deja de mirarla pudiera leer sus pensamientos— llegaba inesperadamente ese ardor, las manos que no podía detener mientras sus hijos dormían o hacían la tarea. Y al final, para matar la obsesión, hombres como Ernesto, parodias, caricaturas de hombre. Esporádicamente necesitaba esa cosa que no podía llamar por su nombre. Entonces abría las piernas, pero no abría la boca. Como las putas, justo ella, sacudía la cabeza para que no le besaran los labios remedos de hombre como Ernesto. Y después, enseguida, mal aplacado el tumulto de la sangre, su despedida sin despedida, casi siempre sin despedida. Desde hace un rato un tipo flaco, de anteojos, canta las canciones de Sabina con la voz de Sabina. Hay como un regodeo en ese lugar en la falsedad. También ella era falsa cuando se tendía en la cama y le hacía creer al Ernesto de turno que tenía algo que ver con sus quejidos entrecortados, sus torpes espasmos higiénicos. Después, la aparición de la cosquilla trajo, junto con la amenaza de muerte, el congelamiento del ardor. Solo entraban dedos enguantados, instrumentos de metal frío. Y más tarde aún, cuando los médicos dejaron de tocar, de palpar, de intentar adivinar, nada, menos que antes, horror de que esa cosa se acercara, fastidiase a la arañita. Al falso Sabina se le agotó el repertorio y baja acompañado de unos pocos aplausos. Hay un intermedio, un espacio para que la gente pueda volver a hablar a los gritos y los mozos a renovar los tragos. No entiende por qué se puso a pensar en esas cosas en medio de ese aquelarre, mientras traga el champán dulzón y ordinario. No lo va a reconocer aunque sea él, no es para saber si es él que está ahí, que atravesó la noche. No, no es; de repente está segura de eso. Por qué es, entonces, 67


quiere saber. La dejó sin siquiera decírselo, sin mirarla a la cara, y ella no pudo hacer nada, a no ser unas preguntas, pocas y pobres, al abogado, a sus tres o cuatro amigos, para ponerle algo a la nada que había dejado para sus hijos. Nada. No lloró. No pataleó, apenas se entregó. Él, el tipo que quizá en un momento más toque en medio de ese barullo, no se llevó ni la ropa, pero se llevó su vida. Nada, ni la arañita le provocaba dolor, la mataba sí, amenazaba con matarla, pero sin incomodarla demasiado. La arañita que le cosquilleó en el vientre hace un rato mientras se enjabonaba, como si quisiera decirle algo, que empieza a rascar un poco más fuerte, tal vez enojada por lo que ella traga a sorbitos cortos, como un gorrión, mientras cesa la música en los parlantes y se oscurece la sala. Le dejó una casa, un negocio, plata en el banco. Nada. Y a cambio se llevó su vida. Nada. Una muerta que veía irse a sus hijos y salía a trabajar. Estaba ahí porque esa hoja de diario la hizo buscar, por el temblor cuando se la mostró a Ángeles, que aliviada como cada tres meses decía que la arañita seguía aletargada, por la reacción de su hija cuando se la describió. Ahora vuelve a mordisquearla y ella la serena rascando con las uñas por debajo del elástico de la bombacha. Desde el pequeño escenario el presentador engola la voz para anunciar a Emilio Bustos, mientras un haz de luz se posa sobre un hombre inclinado sobre la barra, una espalda que estuvo toda la noche frente a los ojos de Nina. Sin darse vuelta levanta un brazo, separa el taburete y comienza a girar, a mostrar el perfil. El brazo alzado le impide, todavía, verlo, pero ya no importa. Este llanto de ahora es por la pena de antes. Amonesta a la arañita con una presión más fuerte de las uñas, mientras con la otra mano levanta la copa. Da lo mismo quedarse o irse. Va a quedarse porque le gusta el tango y todavía le queda media botella. Y mañana a Buenos Aires, en avión. Emilio Bustos apoya el pie derecho en una banqueta, extiende un paño sobre el muslo y apoya el bandoneón. Nina saca un pañuelito bordado de la cartera y se suena ruidosamente la nariz.

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Papeles de colores Por

SACCAS

Once de la mañana. El policía detiene su moto frente a la compañía financiera. Estaciona a cuarenta y cinco grados. La rueda de adelante toca el cordón de la vereda. El policía apoya su pierna derecha en el asfalto y apaga el motor. No advierte, mientras busca con la pierna izquierda la muleta del vehículo, que alguien desde el interior de la financiera le apunta con un fusil de guerra. Cuando por fin su bota encuentra la muleta y comienza a hacerla descender, el dedo índice de ese hombre que lo tiene centrado en la mira presiona el gatillo del fusil. En menos de un segundo, la bala perfora el cristal de la vitrina y atraviesa el cuerpo del agente y su ineficaz chaleco antibalas. Inocente e ignorante de lo que acaba de suceder, el policía, que no ha conseguido extender la muleta, muere y al mismo tiempo inicia, 69


acompañado por su moto, una caída lenta hacia la izquierda. No hacen ruido al golpear contra el piso. De la financiera cuatro hombres salen corriendo. Llevan bolsos con dinero. Uno de ellos porta el fusil del que partió la bala que mató al policía. Es flaco y moreno. Le siguen otros dos que llevan escopetas 12/70 recortadas. Uno es de estatura media y el restante es bajo y muy joven. El último es gordo, demasiado gordo, y lleva una Uzi en su mano izquierda. —¡Por qué le tiraste, Núñez! ¡Dije que no había que matar a nadie, carajo! ¡Ni siquiera a un policía! —dice el Gordo, agitado. Suben a un Renault 18 negro. Al volante se sienta el hombre más joven, Núñez ocupa el asiento del acompañante y detrás van los otros dos. —Era un policía, Gordo; por eso tiré. —No me importa. Dije que no había que matar a nadie. El joven es un conductor hábil, circula rápido pero lo hace de manera sutil, con un cuidado que no deja entrever que ese coche negro que elude el tránsito y encuentra espacios imposibles en la avenida lleva a cuatro hombres en fuga. El Gordo está incómodo; sentado detrás de Núñez, que es alto, no le queda mucho lugar donde meter sus piernas. “Me tendría que haber sentado detrás de Chirola o adelante, no entro en este coche, qué lo parió” —Maneja bien el pendejo —dice Rossi, que va sentado al lado del Gordo, mientras comienza a oírse un lejano sonido de sirenas. Ninguno responde, ni siquiera Chirola, el beneficiario del elogio. —Ocurre que en determinados temas reacciono según mis códigos, Gordo, ¿entendés? —dice Núñez, algo tarde. —Cuando se trabaja conmigo se hace lo que yo digo. Lo que vos creas no importa. Lo que importa, cuando trabajás conmigo, es llevarse la plata y no caer adentro. Si matás a alguien, todo se complica. Si encima es policía, la cosa se complica más. —¿Cuánto falta para que lleguemos a donde está el auto de recambio? —pregunta Rossi. 70


—Era él o nosotros, Gordo. —No, carajo. No. —Sí, Gordo. Siempre son ellos o nosotros. —No, no discutas. Si no matas a nadie, aunque caigas, las cosas se pueden solucionar. —Y qué pasó entonces que no arreglaste todas las veces que caíste. —Y… siempre se me pegó algún gil como vos a la hora de hacer un trabajo. Semáforo en rojo. Chirola, aunque el sonido de las sirenas se expande por la ciudad y parece cada vez más próximo, detiene el coche y espera. Es sólo un minuto.

Dentro del vehículo el ronroneo del motor, suave, casi un

murmullo, se impone a la voz de los hombres. Extrañamente, callan. Escuchan el motor. Piensan o caen en algo parecido a un trance, un estado de suspensión de la ira y la conciencia. Se enciende la luz verde y arrancan. —No tendríamos que perder tiempo parando en los semáforos — dice Núñez. —Discúlpeme, pero el que maneja soy yo. —El chico sabe lo que hace, en cambio vos… —No me busques, Gordo. —No tengo necesidad, Núñez. No se puede ir a lo loco, ¿está claro?, tenemos que parecer cuatro tipos normales en un coche cualquiera, sobre todo después de la cagada que te mandaste. —Terminala, que ya me estás cansando; yo no me mandé ninguna cagada. No me busques, dejá de joderme. —Te repito, no te busco. Te tengo delante de mí —dice el Gordo, mientras roza el asiento de Núñez con el caño de la Uzi. —¿Ese ruido no es un helicóptero? —dice Rossi. El Gordo presta atención unos segundos y reconoce el sonido lejano de las aspas de un helicóptero. A pesar de su esfuerzo por abolir el sonido de las aspas, y con él la preocupación que acarrea, el Gordo sigue oyéndolo, rítmico, grave, tenue, 71


como un latido o el sonido de la maquinaria de un reloj. Y se hace presente en el interior de cada uno de los pasajeros del Renault. Al igual que la luz del semáforo, esta presencia sonora impone el silencio entre los hombres y se impone al sonido, este sí más cercano y agudo, de las sirenas de los patrulleros. Los hombres, mudos, piensan y temen. Chirola, atento, ve un embotellamiento a unos doscientos metros y lo evita doblando a la derecha. Recorre una cuadra y vuelve a doblar, pero a ala izquierda. Ahora guía el coche por una calle paralela a la avenida. Durante

el

kilómetro

siguiente

Chirola

conduce

con

una

tranquilidad y una lentitud comparables a la de un anciano al volante. Frena en cada esquina. Cede el paso a los peatones que cruzan la calle. Maneja completamente ajeno a la contaminación sonora que provoca la policía y sus medios, multiplicidad de ruidos que enerva a sus compañeros. De pronto frena el R18 y estaciona bien pegado al cordón de la vereda. —¡Qué pasa! —dice el Gordo. —Cambiamos el coche ¿no se acuerda? —contesta Chirola. El Gordo tarda en reaccionar, tarda en recordar los trazos de su plan, como si la grasa que enlentece su cuerpo se hubiese apoderado de su cerebro y entorpeciese, también, la agilidad de su mente. Cuando reacciona, ve cómo sus compañeros se alejan caminando a una velocidad inconcebible para él en dirección al auto que tenían preparado. Corre, lento, él también hacia ese coche donde los otros ya lo esperan, corre hacia esa única puerta que permanece abierta. Y de nuevo en el asiento de atrás, del lado derecho. Es un Fiat Marea, un auto más pequeño que el anterior, y esa estrechez es un tormento para los kilos de más de Gauna. Agitado, mira su panza mientras Chirola enciende el motor. Hundido en la contemplación de toda la grasa que ha redondeado sus extremidades, cara y abdomen, se apodera de su cuerpo la inercia del arranque del auto —Chirola, acostumbrado al vehículo que los ha 72


llevado hasta allí, suelta demasiado rápido el embrague—, y esa fuerza lo empuja hacia atrás, contra el respaldo del asiento, y hacia atrás en el tiempo, hasta el día en que salió de la cárcel, flaco, fibroso y decidido a no volver a caer preso. Apenas recuperó la libertad, mientras daba sus primeros pasos por unas calles que ya no eran las mismas que ocho años antes, llegó a la conclusión de que tenía que irse, cambiar de aire, dejar de frecuentar a la gente y los lugares que habían conformado el paisaje de su vida. Le pidió dinero a un viejo compañero sin invocar los códigos que regían los actos de los viejos delincuentes, porque no era necesario entre hombres de su clase, de su época. Prometió devolverlo, aunque sin precisar cuándo. Entonces se fue y ni siquiera pasó por su barrio. La periferia de la ciudad era tan grande que no necesitaba trasladarse al interior para cambiar de ambiente. Se fue al sur, bien al sur, más allá de los límites de la ciudad, donde nadie lo conocía. A los pocos días consiguió trabajo en una parrilla. Siempre había hecho buenos asados y hasta que proyectase su nuevo futuro su talento como parrillero le serviría para ganarse la vida. Calculó que su nuevo oficio no se prolongaría por más de un año y medio. Así ocurrió. Ése fue el tiempo que ejerció como asador y el que tardó en subir cincuenta kilos. De cara a la parrilla, durante cada uno de esos días, sin olvidar el pasado y repitiéndose que no volvería a caer preso, empezó a concebir lo que sería su futuro. Ya no tenía edad para vivir la vida de la cárcel ni para soportar la cotidiana tensión de un mundo que se rige por las pautas que imponen la política del conflicto permanente, ya sea entre guardias y presos o entre bandas de presos. Pelear todos los días, por un pedazo de pan o por liderazgo del rancho o del pabellón o por un puto. Pelear. Sólo pelear. Frente a las brasas, frente al calor insoportable y cotidiano de las brasas, como acicate para imponer su proyecto se dijo una y otra vez que un hombre como él tampoco podía pasar los quince o veinte años que le quedasen tragando mierda en un trabajo. No se veía, no quería verse, como esclavo de un tipo que no valía nada: su jefe. 73


Un golpe: una financiera; y, según el resultado, quizás otro: un camión de caudales. Y ahí se acababa la historia. Pero por momentos no se sentía tan seguro. Se sentía viejo. Sabía que en diez o quince años su cuerpo, su vida, ingresaría en el abominable territorio de la vejez. Una angustia poderosa invadía su pecho cuando pensaba en el tiempo: la juventud desperdiciada y el futuro intangible; y era entonces cuando arribaban a su ánimo unas ganas irrefrenables de correr, de escapar, de salir del trabajo sin decir nada y correr. Correr, y también llorar. A los seis meses comenzó a moverse, a buscar gente. De la mayoría de sus conocidos los que no estaban presos, estaban muertos. Se reencontró con Rossi, con quien había trabajado un par de veces; éste lo llevó a Núñez. No eran gran cosa, pero tenían coraje y alguna vez, también, tuvieron algo de cabeza. En los seis meses siguientes comenzó a buscar un posible objetivo. Un día de franco, de paseo por el centro de la ciudad, descubrió la financiera. Lo había encontrado. Ése sería el blanco. Mandó a Rossi y a Núñez a estudiar los movimientos de la zona, los horarios de las rondas policiales y a tomar nota de la presencia de cualquier custodio o policía que cubriese el lugar trabajando de civil; también, a identificar, en la medida de lo posible, al personal de la empresa. Poco más de un año después de haber recuperado la libertad el Gordo Gauna ya tenía la documentación falsa y las tarjetas de crédito para alquilar los vehículos con los que llevarían a cabo el asalto (no quería coches robados), tenía las armas, había estudiado todos los movimientos de la financiera y, además, tenía el plan. Sólo le faltaba el conductor. El viejo compañero que le había prestado el dinero para alquilar una casa apenas salió de la cárcel le recomendó a Chirola, el día que el Gordo Gauna pasó a pagar su deuda. —Es joven, pero es buen chico. No es un bardo, tiene códigos. Estableció el itinerario de la fuga y los lugares donde estarían los coches que irían intercambiando a lo largo de ese trayecto. Practicaron durante un mes, los cuatro en un coche, el recorrido de la financiera 74


hasta cruzar el límite de la ciudad. De ahí, irían a un pueblo casi abandonado en el interior de la provincia donde el Gordo ya había alquilado una casa, y donde desguazarían el auto del último intercambio y esperarían unos meses hasta que todo se tranquilizase La hora de la ronda policial (un policía en moto o a veces un patrullero) era a las doce del mediodía. En vista de ese horario el Gordo Gauna determinó que darían el golpe a las once menos diez. Todo estaba listo y calculado al detalle. El día anterior, después de alquilar los tres autos que necesitaban, reunió a los hombres y les recomendó cuidado y no matar a nadie si no era estrictamente necesario. Si no hay sangre, en caso de caer, siempre se puede arreglar, con la policía o con el juez. No podía conciliar el sueño la noche anterior al trabajo. Dio vueltas en la cama, se levantó una infinidad de veces a tomar agua y para ir al baño. Creyó que no iba a dormir y en la última ocasión que fue a la cocina sacó de la heladera una botella de vino tinto abierta del día anterior y la llevó a su mesa de luz. Recostado, bebió del pico de la botella. No pensaba en nada. Y bebía. A la media hora se quedó dormido. Soñó que estaba en una playa, desnudo, pero su cuerpo no era la voluminosa masa de carne en la que había desembocado luego de un año de trabajo en la parrilla, sino el cuerpo fibroso y delgado con el que había salido de la cárcel. El sueño transcurría de noche y no había luna. Parado en la playa escuchaba el sonido de las olas al desintegrarse en la arena, mientras el viento que llegaba del mar agitaba sus cabellos. Atraído por el olor de la sal se metió en el agua. Caminó en el mar hasta que el agua le llegó al pecho. Entonces comenzó a nadar mar adentro, hacia la noche violeta que nacía a partir de la línea del horizonte. No lo percibió al principio, pero con cada brazada, con cada metro que se adentraba en el mar, su cuerpo rejuvenecía. El agua era tibia y tan violácea como la noche. Miró hacia la playa y no pudo divisarla, se había alejado demasiado, estaba en medio de las olas y su cuerpo, ahora, ya no era el cuerpo de un hombre sino el cuerpo de un niño. Una alegría y un vigor 75


olvidado lo impulsaban a seguir nadando. No tenía miedo, sólo quería nadar, más adentro, más lejos, cada vez más lejos. Vio que más adelante las aguas y el cielo se cerraban como si fuesen la parte estrecha de un cono y allí, donde el cono se cerraba, el mar brillaba y se hacía más violeta, acaso más tibio, e intuyó de ese modo inexplicable en que las cosas se saben en un sueño, que una vez que llegase allí recuperaría algo remoto y perdido, cálido y brillante como ese mar violeta. Entonces, repentinamente, sin verla, sintió la presión de una mano que apretaba su hombro y no lo dejaba nadar, lo hundía y lo ahogaba bajo el agua. —Jefe, despierte, que tenemos que trabajar. —Cómo hiciste para entrar —Bueno, en el gremio también se aprende a abrir puertas— contestó Chirola. Se bañó rápido, subió al coche del lado derecho, en la parte de atrás, y partieron rumbo a la financiera. Una frenada violenta —un peatón que cruza mal la calle— y Gauna, víctima de la inercia, da su cabeza contra el respaldo del asiento de adelante y vuelve al presente, a la fuga que comparten los cuatro hombres silenciosos. Chirola conduce tranquilo, como si estuviese de paseo un domingo al mediodía. Y esa tranquilidad los hace pasar desapercibidos en el tráfico. Se aproximan a la gran avenida que circunda y limita la ciudad, pero la cercanía con el límite que separa no sólo dos distritos sino también la posibilidad real de escapar de la policía, de llevar a buen puerto la fuga, o de volver a la cárcel, impone en sus mentes la duda, el temor. Saben que la policía puede estar esperándolos en los cruces, en los puntos donde inevitablemente deberán pasar para salir de la ciudad. Pueden ver la avenida, pero los pasos para cruzarla son elevados y esa diferencia de altura impide ver qué hay del otro lado. —¿Y, gordito? ¿Qué hacemos? —interroga Núñez sin darse la vuelta para mirar a Gauna. 76


—Podemos intentar cruzar por los túneles peatonales. Ya nadie los usa, la gente tiene miedo y usa los puentes de caños que pasan por arriba. —¿Hay alguno cerca de donde tenemos el otro auto? —Pregunta Gauna? —Sí —dice Chirola— Pero al pasar del otro lado tendremos que caminar tres o cuatro cuadras hasta llegar al coche. —Es un riesgo. ¿Túnel? ¿Estamos de acuerdo? —Dice Gauna. Todos aceptan. Chirola los hace bajar en la entrada del túnel y se va con la intención de abandonar el Fiat lejos del lugar para no dejar indicios que delaten el itinerario. Núñez, Gauna y Rossi se acercan al túnel y miran hacia adentro. Tiene un metro y medio de ancho y unos cien de largo. Hay agua podrida en el piso, también basura. Apenas entran les llega el inconfundible olor de un animal muerto que se descompone. Caminan diez metros y se detienen a esperar la llegada de Chirola. —Podríamos quedarnos todo el día acá dentro. Parece seguro— dice Rossi. Ni Gauna ni Núñez le contestan. El Gordo Gauna mira hacia la salida: sólo se ve el frente de una casa, un poco descuidada. Pasan cinco minutos y Chirola no aparece. —Qué pasa con este chico, que no viene. ¿Habrá arrugado? —dijo Núñez. —Tranquilo, que ya va a aparecer —contestó Gauna Se miran entre sí. Y esperan. Escuchan ruidos. —Es él —dice Rossi. Se escuchan voces, varias, aunque no se entiende lo que dicen. Desde el túnel ven pasar a unos ancianos despreocupados que ni miran hacia el interior. —Partido de bochas —dice Rossi. Diez minutos más tarde aparece Chirola.

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—No había lugar donde estacionar, y no se puede dejar el coche tirado para que todo el mundo sospeche por dónde anduvimos. En dos o tres días se darán cuenta que el coche no es del barrio, pero... —Bien, nene —dice Gauna. Recogen los bolsos con el dinero y caminan hacia la salida del túnel. Es verano, hace calor, y la proximidad de la salida y la incertidumbre respecto a lo que pueda haber del otro lado aumentan, a cada paso que los hombres dan, la sensación de agobio que los embarga: sufren el calor del miedo, además del que provee el verano. Llegan al otro lado y las calles están vacías. No hay gente ni coches. Sólo calor. Están fuera de la ciudad, cruzaron el límite por debajo de la tierra como en una fuga carcelaria. Caminan por la vereda en busca del último auto. El que los llevará a su refugio en el interior de la provincia. Un viento caliente, que no alivia el agobio que provocan el peso de las armas, los bolsos con dinero y los trajes, incrementa la incomodidad que soportan. Dejan atrás la primera cuadra y Núñez se saca la corbata y el saco y los guarda en el bolso donde lleva una parte del dinero. Miran hacia la avenida que es el límite de la ciudad que acaban de dejar y casi no circulan vehículos. Tampoco hay gente en la calle, de este lado de la avenida. Ya no escuchan las sirenas ni helicópteros policiales. La calma, después de tanta tensión, les provoca una sensación rara e indefinible, como si hubiesen ingresado a otro mundo y no a otro distrito al salir del túnel. Pasan otras dos cuadras y Gauna, perdida la costumbre de caminar, casi no puede respirar por el calor y el ejercicio de desandar tres cuadras vestido con traje y sobrepeso. Debajo del saco y la camisa la correa del bolso le está dejando una marca roja en la piel. Ya caminan en la última cuadra. Casi en la esquina los espera un Peugeot 505. Gauna, que es el cuarto de una fila india que encabeza Chirola, apura el paso. Gauna supera a Núñez y a Rossi, sólo Chirola

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queda por delante. Chirola llega primero al coche. Tiene las llaves y abre la puerta del lado del conductor. Gauna, apurado, lo toma del brazo y le impide el acceso. —Dejá, Chirola, esta vez manejo yo, pasá para el otro lado Chirola se introduce en el 505 y se desplaza hacia la derecha, de una butaca a la otra, hasta quedar del lado del acompañante. —¿Qué, vas a manejar vos, Gordo? ¿Te acordás de cómo se hace? —Quedate tranquilo, sé cómo se hace —contesta Gauna, que hace más de diez años que no conduce. El Peugeot arranca. Gauna y Chirola adelante, Núñez detrás de Chirola, Rossi detrás de Gauna. Con toda la capacidad de esfuerzo de la que es capaz puesta al servicio de la simulación, Gauna conduce e intenta ocultar la inseguridad notoria producto de los diez años apartado del volante. Va despacio, como si estuviese seguro de sus condiciones conductivas, como si sobrase la situación, como si fuesen de paseo y no estuviesen en fuga, como si intentase disimular, al igual que Chirola cuando conducía, que se escapan,

que huyen y que no quieren demostrar con violencias

automovilísticas que son ellos quienes habían robado la financiera y matado al policía; Gauna va despacio y se nota, ahora, más preocupado por el hecho de conducir que por la persecución policial. Núñez lo percibe y sonríe, y en esa sonrisa cualquiera de los otros tres que van en el coche podría advertir, si volviesen sus caras para mirarlo, el resentimiento de Núñez con Gauna y el secreto desquite que para él representa esa debilidad, esa falencia producto de los años de cárcel: la perdida de las habilidades para conducir. Núñez disfruta. —Te diste cuenta, Gordo —dice Núñez multiplicando la erre—, que soy yo ahora el que está detrás, recordalo. Y cuidadito. Gauna lo mira mediante el espejo y ve el gesto de Núñez, que afirma con fuerza el caño de su fusil, indicando su ventaja frente a él, que tiene sus manos en el volante. —¿Qué pasa, Gordo, que te quedás mirándome?

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Gauna lo mira y aguanta, trata de serenarse, podría decirse que están a salvo y no quiere dejarse llevar por la ira, ya habrá tiempo de discutir con Núñez o arreglar las cosas del modo que sea conveniente. —Sí, Gordo, estoy detrás. ¿Está claro? Rossi sonríe y disfruta con la tensión que crece dentro del Peugeot. —¿Quiere que maneje yo? —dice Chirola. —No, Chirola, está todo en orden. —Sabés, Gordo, que no sé por qué te pusiste a manejar vos. ¿Por qué no lo dejás al petiso? —Porque no se me cantan los huevos. —Cuidado con la boca. No te olvides, Gordo, de que estoy detrás y tengo la máquina encima. —Si paro el auto y bajo vamos a estar de frente. Gauna ve el semáforo en verde, a cincuenta metros. Intuye que va a cambiar pronto al rojo. Comienza a frenar. Llegan a la esquina y semáforo recién cambia al amarillo. El Gordo detiene, en un exceso de prudencia, el coche antes de que el semáforo se pongo en rojo. Entonces mira a Núñez y comienza a decirle, “pedazo de gil...” pero el sonido agudo de una frenada que llega de atrás tapa su voz. El impacto es violento. Es el impacto de un Ford cuyo conductor no esperaba que el auto que los precedía (ése que conduce Gauna) frenase con el semáforo aún en amarillo. El golpe es sobre el centro del baúl y desplaza al vehículo hacia adelante hasta quedar en medio de la bocacalle, donde, desde la izquierda, por la calle que ahora tiene el semáforo en verde, les llega el segundo impacto —un camión— a la altura de la rueda delantera izquierda, cuya violencia hace girar el Peugeot que golpea con la rueda trasera izquierda en el cordón de la vereda y lentamente vuelca. El auto queda de costado. Apoyado sobre su lateral izquierdo exhibe la parte inferior del chasis y dificulta, a la vez, la salida de sus ocupantes. Gauna siente un dolor infernal en las piernas. Las tiene, o cree tenerlas, atascadas, en particular la izquierda, entre el metal deformado 80


del casco del vehículo. Además, soporta el peso de Chirola, inconsciente o muerto, sobre su costado derecho. Casi no puede moverse, aprisionado por el cuerpo del joven y la puerta izquierda. Tampoco puede ver hacia adelante, porque el parabrisas está completamente astillado. Gauna, desde su terrible incomodidad, oye la voz de Núñez que insulta mientras se esfuerza por ponerse de pie. Núñez, ayudado por Rossi, sale por la ventanilla. Luego, extiende su mano y toma dos bolsos con dinero que Rossi le alcanza; después, con la misma mano, ayuda a Rossi a abandonar el coche. —¿Podés salir, Gordo? ¿Estás bien? —pregunta Núñez, mientras Rossi recoge los otros dos bolsos que iban en el baúl, abierto por el choque, y que expulsados, reposaban en el asfalto. —No puedo, tengo las piernas quebradas o aprisionadas con los fierros del coche. Tengo a Chirola encima. Ayúdenme a salir. —Eso pasa por comer como un chancho, Gordo. No podemos perder tiempo, Gordo, va a venir la yuta en cualquier momento. Mala leche, viste. Nos vamos. Nos llevamos la plata, por las dudas. No vamos a dejar los papeles de colores para que se los quede la cana. Después arreglamos, o no. Gauna escucha la risa de Rossi. Luego los gritos de Núñez amenazando a la gente que comienza a llenar la calle, atraídos por el ruido del choque. Segundos o minutos después, lejano, se escucha el sonido seco de unos disparos al aire. Es Núñez. Si hay algo que aprende un hombre que ha pasado por la cárcel es a perder. Gauna sabe que de momento está perdiendo. Está perdiendo con Rossi y Núñez que lo traicionan, pero sabe también que siempre late la posibilidad del desquite. Por eso se queda callado cuando los dos hombres que lo traicionan anuncian su partida y su abandono. Sabe perder. Y también sabe ajustar cuentas. Sólo debe salir del coche para hacerlo. Es entonces cuando una oleada invisible y cálida golpea su cuerpo y su consciencia, un exceso de realidad que exaspera su capacidad de 81


percibir sonidos y colores y lo lleva a asumir, como si acabase de notarlo, que está atrapado, con las piernas rotas o aprisionadas entre los hierros del auto y con un hombre muerto o inconsciente que lo aplasta y ninguna ganancia entre sus manos después de ocho años de cárcel y uno y medio haciendo planes y pensando en el robo. Consigue deshacerse de una molestia que sentía en su costado izquierdo: la Uzi. Había quedado debajo de su cuerpo y ahora está en sus manos. Al menos ha recuperado el arma. Un minuto después Chirola se mueve. Chirola despierta. Está vivo e ileso. —¿Qué pasó, jefe? —Nos chocaron, Chirola. —¿Usted está bien? —No lo sé. —Salgo del auto y lo ayudo a salir. Pedimos ayuda a la gente. —No. Dejá. Salí vos y andá a buscar a los hijos de puta de Rossi y Núñez, que se llevaron los bolsos. —Lo ayudo a salir y los vamos a buscar juntos. —No. Andá vos. No vaya a ser cosa de que venga la cana y nos agarren a los dos y los otros se queden con la guita. Andá. Después nos encontramos, ya sabes dónde buscarme. —Está bien —dice Chirola y sale del 505 por la ventanilla derecha. Gauna escucha los pasos de Chirola que corre. Escucha las voces de la gente que mira el coche, pero teme acercarse. Gauna se siente más cómodo, físicamente más cómodo. Hace fuerzas para mover las piernas, pero el dolor es tan intenso que lo deja en el umbral de la inconsciencia. Cuando recupera la lucidez le parece que el aire es infinitamente más denso: tiene la sensación de estar bajo el agua. Sabe que si pudiese soltar la pierna de donde está trabada, podría intentar escapar. Lo sabe. Lo ve con una claridad absoluta en medio de esa atmósfera húmeda. Si sacase esa pierna atascada en medio del metal podría salir. Rompería el parabrisas astillado y saldría a la calle, pero no 82


huiría, el objeto de su escape no sería huir, sino arreglar las cosas con Rossi y Núñez. Se ve destruyendo el cristal con el caño de la Uzi e intercambiando disparos con la policía, aunque no ha llegado; imagina su reencuentro con Chirola y su ajuste de cuentas con Rossi y Núñez. Se ve, luego, dando un nuevo golpe, con Chirola, sólo ellos dos, el último golpe. Entonces percibe el dolor de la pierna que vuelve y sube hasta el centro de su cuerpo, mientras un mareo lo aprisiona, lo ahoga y lo adormece.

La sirena de un patrullero lo despierta. La policía está en el lugar y rodea el Peugeot. Escucha las conversaciones por radio y el ruido y la distorsión de los mensajes por radio. Sonidos. Sonidos que odia y que lo rescatan y eliminan esa sensación de estar bajo el agua. Está despierto. Toma la ametralladora, aunque no puede moverse. Intuye, aunque no puede ver con nitidez, aunque sólo ve sombras azules a través del parabrisas astillado, los uniformes de los policías que caminan de un lado a otro alrededor del auto. Intuye, al ras del piso, que esas manchas oscuras, movedizas, son los zapatos negros de los policías. Intuye sobre los zapatos y dentro de los uniformes azules a los policías de piel oscura que los visten, esos policías cuyos ojos no ven ni intuyen que detrás del parabrisas astillado hay un hombre que no consiente la posibilidad de rendirse, no ven los policías, debajo de sus gorras azules y detrás de sus anteojos de sol, que ese hombre que está en el interior del vehículo, detrás del parabrisas, aferra una Uzi y apoya el dedo índice en el gatillo; los policías miran hacia el 505, dudan, y no ven ni sospechan ni intuyen el dedo índice que aprieta el gatillo y dispara. Sólo oyen la detonación y no advierten aún cómo, progresiva, la sangre de Gauna colorea el asfalto.

Barcelona, abril de 2011

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El abanico Por

LUIGI PIRANDELLO Traducido del italiano por Manuel González López

El jardincito público, mezquino y polvoroso, en aquélla tórrida tarde de agosto estaba casi desierto, en medio de la gran plaza rodeada de altas casas amarillas, adormecidas por el calor. Tuta llegó allí, con el bebé en brazos. Sobre un banco a la sombra, un viejecito delgado, perdido en un traje gris de alpaca, tenía un pañuelo en la cabeza. Sobre el pañuelo, el sombrerito de paja amarillento. Se había arremangado las mangas sobre las muñecas y leía un periódico. A su lado, en el mismo banco, un obrero desempleado, dormía con la cabeza entre los brazos, inclinado hacia un costado. De tanto en tanto, el viejecito interrumpía la lectura y se daba vuelta para observar con una cierta angustia a su vecino, al cual le estaba 85


por caer de la cabeza el sombrero engrasado, rígido de mugre. Evidentemente aquel sombrero, quién sabe desde cuanto tiempo estaba en equilibrio, caigo y no caigo, comenzaba a exasperarlo: habría querido acomodárselo bien en la cabeza o sacárselo con un golpe de su dedo. Bufaba, después daba una mirada a los bancos de alrededor, quién sabe si no le ocurriese de descubrir algún otro a la sombra. Había un apenas un poco distante, pero estaba sentada una vieja gorda, harapienta, la cual, cada vez que él se daba la vuelta para mirar, lanzaba de la boca desdentada un formidable bostezo. Tuta se acercó, muy despacio, en puntas de pie. Se puso un dedo sobre los labios como señal de silencio; después, lentamente, tomó con dos dedos el sombrero del durmiente y se lo puso correctamente en la cabeza. El viejo siguió con los ojos todos esos movimientos, primero sorprendido, después con el ceño fruncido. —Con la buena gracia, Señor —le dijo Tuta, todavía sonriente e inclinándose, como si el servicio se lo hubiese dado a él y no al obrero que dormía. —Dele una moneda a esta pobre criatura. —¡No! —respondió rápido el viejecito con irritación (quién sabe por qué), y bajó los ojos al periódico. —Se intenta sobrevivir… —suspiró Tuta. Y agregó: —Dios provee. Y se fue a sentar más allá, al otro banco, al lado de la vieja harapienta con la cual comenzó a hablar de inmediato. Tenía apenas veinte años, baja, bien formada, blanquísima de tez, con los cabellos brillantes, negros, divididos con raya al medio, estirados desde la frente y anudados en la nuca con trencitas tupidas. Los ojos pícaros le brillaban, casi agresivos. Se mordía de tanto en tanto los labios. Y la nariz respingada, un poco torcida, le temblaba. Le contaba a la vieja su desventura. El marido… Desde el principio la vieja le dio una ojeada que ponía los límites de la conversación; o sea: un desahogo, sí, estaba dispuesta a dárselo, pero engañada, no, no quería serlo. —El esposo, ¿verdad? 86


—Estamos casados por la iglesia. —Ah, bue… por la iglesia. —Y qué, ¿no es un marido? —No, hija. No sirve. —¿Cómo que no sirve? —Lo sabes, no sirve. Y sí, de hecho, la vieja tenía razón. No tenía valor. Desde hacía tiempo aquel hombre quería librarse de ella, y a la fuerza la había mandado a Roma, para que buscase trabajo como nodriza. Ella no quería ir, sabía que era demasiado tarde, porque el niño tenía ya siete meses. Había estado quince días en la casa de un productor agrícola, cuya mujer, para resarcirse de los gastos, al final había osado proponerle… —¿Lo entiendes? ¡A mí! De la cólera se le había acabado la leche. Y ahora no tenía más, ni siquiera para su hijo. La mujer del productor le había sacado los pendientes y se había quedado también con el paquete que se había traído de su pueblo. Desde esa mañana estaba en la calle. —Pero de verdad, sabes. No podía volver al pueblo y además no quería: el marido no la quería con él. ¿Qué hacer, mientras tanto, con ese bebé que le ataba los brazos? Ni siquiera hubiese encontrado trabajo de criada. La vieja la escuchaba con desconfianza, porque ella contaba todas esas cosas como si no estuviese desesperada, incluso sonreía, mientras repetía su pero de verdad, sabes. —¿De dónde eres? —le preguntó la vieja. —De Core. Y se quedó un momento como si estuviese viendo en el pensamiento el pueblito lejano. Luego se sacudió, miro al bebé y dijo: —¿Adónde lo dejo? ¿Aquí en el piso? ¡Pobre nene mío! —¿Lo tuviste? Te lo aguantas. —¿Yo lo tuve? —se dio vuelta la joven. —Sí, lo tuve y Dios me castigó. Pero sufre también él, pobre inocente. ¿Y qué hizo él? Bah, Dios

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nunca hace las cosas justas. Y si no las hace él, imagínate nosotros. ¡Se trata de sobrevivir! —¡Mundo, mundo! —suspiró la vieja, poniéndose de pie de a poco. —¡Es un gran sufrimiento! —agregó, meneando la cabeza, una vieja asmática, corpulenta, que pasaba por ahí, apoyándose en un bastoncito. La otra sacó de entre sus trapos una bolsita sucia que le colgaba de la cintura, escondida bajo el vestido, y le ofreció un trozo de pan. —Toma, ¿lo quieres? —Sí, Dios se lo pague —se apuró a responder Tuta. —Me lo como. ¿Puede creer que estoy en ayunas desde la mañana? Lo partió en dos pedazos: uno, más grande, para ella; el otro lo metió entre los esbeltos deditos rosados del bebé, que no se querían abrir. —Papa, Nino. Es bueno, ¿sabes? La vieja se fue arrastrando los pies, junto con la otra del bastoncito. El jardincito ya se había animado un poco. El cuidador regaba las plantas. Pero ni siquiera con los chorros de agua se querían desvelar del sueño en el que parecían sumidos —sueños de una tristeza infinita— aquellos pobres árboles que emergían de los canteros escasos, florecidos de cáscaras de huevos, de pedazos de papel, y resguardados con una empalizada endeble de palos y púas aquí y allá, o con un cerco de roca artificial en el cual se amuraban los bancos. Tuta se puso a mirar la pileta baja, redonda, que surgía en medio, cuya agua verdosa estaba inmóvil bajo un velo de polvo que se rompía de tanto en tanto al roce de alguna cáscara lanzada por la gente que se sentaba alrededor. Ya el sol estaba a punto de caer, y casi todos los asientos alrededor ya estaban a la sombra. En uno de esos bancos, allí a su lado, se vino a sentar una señora sobre los treinta años, vestida de blanco. Tenía los cabellos rojos, como el cobre, despeinados, y la cara pecosa. Como si no se pudiese soportar más el calor, buscaba alejarse de las piernas a un niño grosero, amarillo como la cera, vestido de marinero: y mientras tanto miraba aquí y allá, impaciente, forzando sus ojos miopes, como si esperase a alguien; y volvía 88


de tanto en tanto a empujar al niño, para que se encontrase un poco más allá a algún compañero de juego. Pero el niño no se movía, tenía los ojos fijos en Tuta, que comía el pan. También Tuta miraba fijamente a la señora y al chico, y en un momento le dijo: —Usted, Señora, por la buena gracia, ¿no le serviría una mujer de criada o a medio servicio?... ¿No? Y bue… Después, viendo que el niño enfermo no le sacaba la mirada de encima y no quería ceder a los empujones de su madre para que se fuese, lo llamó. —¿Quieres ver al bebé? Ven a verlo, cariño, ven. El niño, empujado violentamente por su madre, se acercó; miró un poco al bebé con los ojos entrecerrados como un gato azotado, y después le sacó de la manito el pedazo de pan. El bebé se puso a gritar. —¡No! ¡Pobre bebé! —exclamó Tuta. —Le has quitado el pan. Ahora llora, ¿ves? Tiene hambre… Dale al menos un pedacito. Alzó los ojos para llamar a la madre del niño, pero no la vio en el banco: hablaba allá al fondo, entusiasmada, con un hombre barbudo que la escuchaba distraído, con una curiosa sonrisa en los labios, las manos detrás de la espalda y el sombrero blanco caído detrás de la nuca. El bebé, mientras tanto, seguía gritando. —Bien, te lo saco yo al pedacito. Entonces también el niño se puso a gritar. Acudió la madre, a la que Tuta, de buen modo, le explicó lo que había sucedido. El chico apretaba contra el pecho con sus dos manos el pedazo de pan, sin querer entregarlo, ni siquiera bajo el pedido de su madre. —¿Lo quieres de verdad? ¿Te lo comes, Ninni? —dijo la mujer pelirroja. —No come nada, sabe, nada. ¡Estoy desesperada! Quizás lo quería de verdad… Será un capricho… Déjeselo, por favor. —Bien, sí, con gusto —dijo Tuta. —Tenlo, cómelo tú. Pero el niño corrió a la fuente y tiró el pedazo de pan. —A los pececitos, eh Ninnì —exclamó Tuta riendo—, y esta pobre criatura mía que ayuna… No tengo casa, no tengo leche, no tengo nada… Pero de verdad, señora… ¡Nada! 89


La señora tenía apuro por volver con aquel hombre que la esperaba: extrajo de la carterita dos monedas y se las dio a Tuta —Dios te lo pague —le dijo mientras se iba. —Vamos, vamos, estate tranquilo, coco mío, te compro de comer, ¿sabes? Hicimos dos monedas con el pan de la vieja. Callado, Nino mío. Ahora somos ricos… El bebé se tranquilizó. Ella se puso, con las dos monedas apretadas en una mano, a mirar a la gente que ya llenaba el jardincito: muchachos, nodrizas, niños, soldados… Era un griterío continuo. Entre las niñas que saltaban la cuerda, los niños que se perseguían, los bebés gritones en brazos de las nodrizas que charlaban plácidamente entre sí, las niñeras que noviaban con los soldados, deambulaban los vendedores de lupines, rosquillas y de otras golosinas. Los ojos de Tuta se encendían, a veces, y los labios se le abrían a una extraña sonrisa. ¿Realmente nadie quería creer que ella no sabía qué hacer, ni dónde ir? Se le hacía difícil creerlo a ella misma. Pero era así, verdaderamente. Había entrado allí, en ese jardincito para encontrar un poco de sombra, se entretenía desde hacía una hora, podría permanecer allí hasta el anochecer, ¿y después? ¿Dónde pasar la noche con esa criatura en brazos? ¿Y el día después? ¿Y el siguiente? No tenía a nadie, ni siquiera en el pueblo, menos aquel hombre que no quería saber más de ella; y, en fin, ¿cómo volver? Pero entonces, ¿ninguna vía de escape? Pensó en esa vieja bruja que le había quitado los pendientes de sus orejas y atado con sus cosas del pueblo. ¿Volver con ella? La sangre se le subió a la cabeza. Miró a su pequeño, que se había adormecido. —Eh, Nino, ¿nos tiramos al río los dos? Alzó los brazos, como si estuviese por tirarlo. Y después, ella. —¡Pero que no! Levantó la cabeza y sonrío, mirando la gente que pasaba delante. El sol había caído, pero el calor perduraba, sofocante. Se desabrochó el corset en el cuello, dobló hacia el interior los dos extremos, descubriendo un poco el pecho blanquísimo. 90


—¿Calor? —¡Para morirse! Tenía delante un viejito con dos abanicos de papel metidos en el sombrero, otros dos en la mano, abiertos, de colores chillones, y una cesta en el brazo desordenada y llena de abanicos, rojos, celestes, amarillos… —Dos monedas —¡Vete! —dijo Tuta, haciendo un gesto con los hombros. —¿De qué son?, ¿de papel? —¿Y de qué lo quieres? ¿De seda? —Bueno, ¿por qué no? —dijo Tuta, mirándolo con una sonrisa desafiante. Después abrió la mano con la que tenía las dos monedas, y agregó: tengo estas dos monedas solamente, ¿por una me lo das? El viejo meneó la cabeza con dignidad. —Veinte centésimos de Lira. ¡Gasto más para hacerlos! —Está bien, maldito seas. Dámelo. Me muero de calor. El bebé duerme… Se trata de sobrevivir. Dios proveerá. Le dio los veinte centésimos, agarró el abanico y, tirándose más abajo la abertura del escote, comenzó a darse viento y viento y viento allí, sobre el seno casi descubierto, y a reír y a mirar, desvergonzada, con los ojos brillantes, que invitaban, a los soldados que pasaban.

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Radalberto y la eternidad Por

JULIO ANTONIO CORIGLIANO

I

Otra paciente noche, que parecía morir sin dejar más rastro que el rocío en los tejados del pueblo y un cristal pulido y cortante en la garganta de los gallos, se entramaba inquieta y seductora en las pupilas de Radalberto, el adivino. Una vez más, como así lo hubieran dispuesto los astros desde esa infatigable constancia que pretende emular la inasible eternidad, Radalberto abandonaba cansado y confuso las tablas, 93


mapas y apuntes de aquella repostería celestial. Y siempre quedaba en pie esa extraña conexión de la décima segunda espiral en el brillo medio de Sirio y la humilde peregrinación de su alma… o la desconcertante desarmonía de las Tres Naves en el claro abismo y el inquieto ajetreo de pueblos y naciones de la tierra. Los misterios sólo concedían el agotamiento, el más divino de los dones. Y Radalberto descansaba del camino de los cielos para otorgarse “tiempo” en su desmesurado corazón. Con paso lento y senil descendía de sus altos aposentos hacia la umbría serenidad del parque. En lo secreto creía imitar a las estrellas que a esa misma hora se ocultaban tras el horizonte para descansar de la ciencia de la tierra. Como la inmensa y sapiente noche, se tornaba humilde en la sombra de las pequeñas cosas. Su porte firme y delicado, su rostro amplio y preciso, envuelto en los pliegues de su túnica blanca, regresaba al mínimo espacio de la bondad de sus manos, a la caricia sin nombre, a la fugacidad del tacto. Se internaba por los senderos medio ocultos del jardín, aspirando la luz escondida aún en el vientre del rocío, sonriendo con el impreciso menearse de las hojas e intentando recordar los escuetos fragmentos de un poema que sólo mencionaba los siglos y los elementos, pero que enturbiaba sus ojos como lo hubiera hecho el más íntimo y tierno de los gestos amantes. Un poema, un mantra liberador donde vertía, sobre la repetición del fuego y el agua, los más sublimes deseos de la efímera pasión de su alma. Agua y eternidad, fuego y eternidad, piedra… Pero ahora Radalberto volvía con sus flores. Tal vez las rosas fueran aquella mañana sus elegidas; y entonces las rosas gozarían de cuidados y exquisiteces. Tal vez los claveles; y entonces los claveles recibirían su ramo de delicadezas. Tal vez los crisantemos, tal vez los jazmines… Jornadas de amorosas elecciones en que la cálida dedicación de aquel sabio se abocaba sobre la fugaz donación de la vida. Unos pétalos acariciados lentamente, un tallo enderezado, unas hojas recogidas, unos colores admirados con delectación… Amante de las flores y las estrellas, de la pequeñez y la inmensidad, de lo mudable y lo permanente, del tiempo y la eternidad… 94


Sus manos se posaban se posaban temblorosas sobre aquellas florecillas y parecía orar por la fragilidad de la belleza. Radalberto sufría aquella distancia que desde el origen separa el cielo y la tierra. Radalberto buscaba un sendero en aquel abismo, una callejuela por donde conducir una infinita legión de ángeles, una vereda de sol… Y así consumía su vida, cavilando, orando, soñando, midiendo un trecho de anhelos que tantas veces veía desandar hasta casi aniquilar su corazón. Aquella

mañana

fueron

las

rosas:

negras,

aterciopeladas,

magníficas… Radalberto amó sus rosas, encendió sus manos con tanta vida en secreto que sintió vacilar el aire a su alrededor y el espacio todo con el aliento de un ser divino. Entornó sus ojos, aspiró la bondad de un beso. Amanecía enamorada la tierra, requerida, citada por la fidelidad del alma. Luego, cuando el común de los mortales se entregaba a sus tareas cotidianas, nuestro adivino se rendía al sueño… Y claro, allí también maltrataba su corazón. II Sirio estrechaba su órbita junto al periplo del halcón; Marte se encendía en su tercera morada; Venus destilaba su acostumbrado magnetismo.

Aquella

noche

transcurría

sin

mayores

sorpresas,

monótona, rígida, matemática… y tal vez ésta y otras decepciones íntimas fueron empequeñeciendo hasta casi herir de muerte el misterio. El fondo negro y descarnado del abismo estrechaba poco a poco la esperanza de aquel hombre, y como en tantas otras ocasiones amenazaba con sumirlo en una desconsolada y ácida tristeza. Radalberto juntó fuerzas e intentó sobreponerse. Desvió su atención hacia el cuadrante de la luna, luego indagó las constelaciones del Águila y del Centauro, trazó líneas negras, rojas y verdes sobre sus cuartillas, anotó tiempos y distancias… pero todo coincidía exactamente con la eternidad de los viejos cálculos, todo parecía una combinación perfecta de desgastados e inútiles talismanes… Radalberto fijó en su corazón las coordenadas de un fuego torturante. Apretó sus labios y contrajo el rostro en un gesto de impotencia, apenas 95


contuvo un gemido… En sus manos crispadas podía leerse el eterno designio que lo había aferrado a un difícil derrotero de dolor. El silencio se posó en la imagen de su figura. Radalberto retornó a sí mismo. Comenzó por aquel poema que siempre era el comienzo… unos pocos versos de amor, una migaja de pequeña historia. Volvió a su alma el recuerdo más feliz de su vida: Altea… y aquella luz lanzó su sonrisa sobre la pena del hombre. Sus cabellos, sus manos, la gracia de sus años y como un ardiente mar de espumas las ondas de aquella entrega. Un relámpago de vida que había cruzado sus sienes… Fueron transcurriendo las horas… Al amanecer, como siempre al amanecer, se dirigió a su querido jardín, totalmente extenuado por las fuertes emociones y comenzó a pasearse lentamente entre los primaverales canteros. Contempló las orquídeas, los geranios, las amapolas, buscó afanosamente las rosas y se alegró de encontrarlas todavía lozanas, orgullosas. Así fue descansando su perturbada pequeñez de sabio. La brisa matutina limpiaba su rostro, un sol recién nacido apaciguaba sus parpados, se aspiraba un aire dulce y sano. ¡La primavera y sus pasadizos a todos los milagros! Serían hoy las amapolas, las margaritas, los jazmines o… Radalberto fijó su atención en una extraña flor que sencillamente el aire a unos veinte pasos de él. Se acercó con curiosidad. Pero ¿de qué se trataba? Por entre unas insignificantes y comunes hojitas se erguía una flor de belleza sin igual. Sus pétalos eran rojos y negros, sus estambres, amarillos, y el cáliz de un verde intenso, oscuro. Radalberto hizo un gran esfuerzo por contemplarla con detenimiento pues era como si se resistiese a ser vista… Tal vez la escaza claridad de la hora o su cansancio, o su turbación… Miró a su alrededor como buscando la razón de todo aquello. Sintió que le faltaba el aire. Mareado, se apoyó contra el tronco de un árbol cercano y desde allí trató de observar con calma. Aguzó la mirada y estuvo varios minutos en silencio, expectante, rígido. Al cabo dejó escapar una sola palabra: Altea… y comenzó a llorar.

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Luego siguió una suerte de rosario místico en que la misma palara se cargaba de infinitas modulaciones de amor. Altea, Altea, Altea… y había lágrimas y sonrisas, turbación y serenidad, fuego y lluvia, cielo y mar… hasta que finalmente cayó de rodillas y se desvaneció. III —Tú no puedes hacerme esto, mi amor… Te lo suplico. Desde aquella mañana la vida de Radalberto se había convertido en un infierno. A todas horas estaba junto a aquella extraña flor… Por momentos orando, por momentos maldiciendo, por momentos sumido en un éxtasis de infinita dulzura… pero aun así estas largas meditaciones concluían siempre con la misma imprecación: —Tú no puedes hacerme esto, mi amor… Te lo suplico. Horas de desgarradora lentitud, horas de desgarradora fugacidad… Desde aquella aparición: ¡el tiempo! Radalberto raras veces interrumpía su vigilia y no precisamente para descansar o alimentarse sino para correr a contemplar por un momento el cielo. Subía a sus altos aposentos y desde allí se dirigía a su Altea-estrella para serenar su alma… Pero era inútil. Como si aquella luz inalterable que brillaba en lo alto ya no tuviera nada que entregar a su corazón sediento. Entonces, Radalberto se embozaba en su propia oscuridad y descendía febrilmente hacia si Alteaflor. —¿Por qué? ¡Dime! Tú no puedes hacer esto, mi amor. Así transcurrían sus angustias. Hasta pensó en huir, en un momento dado pensó en huir… Llegó hasta el umbral de la casa, contempló a lo lejos las últimas callejas del pueblo e inmediatamente corrió al jardín para caer de rodillas. Huir era imposible. ¿Huir de Altea? Antes había sido imposible, siempre sería imposible. Era el amor del universo donde Altea estaría siempre en flor. —¿No te ha bastado mi ciencia? ¿Es que la suma de mi esfuerzo no ha sido nada para ti? ¿Por qué vuelves a repetir esta pasión? ¿Por qué vuelves a desmenuzar mi esperanza?

Elevo mi vista a lo alto y te 97


encuentro delicadamente engarzada en el alma de Dios, y puedo desde mi pequeñez sentir que las esferas y los fuegos astrales dispensan sus siglos y eras cósmicas en torno a ti. Pero ahora has vuelto a encarnarte en las manos del demonio… y te ajarás y te marchitarás bajo su estridente carcajada… y no podré hacer más que amarte… ¡Tú no puedes hacerme esto! Y así fueron pasando los días… Para mayor pena del desconsuelo y del horror, una noche, tal vez la última, Radalberto subió desesperado a los altos aposentos y desde allí extendió sus brazos a Altea-estrella… Pero entonces una espada de fuego vació su corazón. En aquel techo de inmisericorde negro no había nada, allí no estaba la luz de su vida; sólo un hueco que arrojaba de sí una lacerante angustia, sólo una fría negación, sólo nada, sólo nada, sólo nada… Fue entonces que comprendió. Inclinó su cabeza y dejó caer pesadamente sus brazos. Luego murmuró: —Otra vez mi Altea… Otra vez tanta pena Y descendió confuso al jardín, de donde ya no se apartó hasta el final. Volvió a revivir los momentos más oscuros de su vida. ¿Por qué esta flagelante repetición? Sobre sus parpados fueron cayendo uno a uno los ancestrales otoños terrestres… Morir mil veces, morir con la tierra toda, deshojado de planetas y de astros, marchito el árbol de la sangre, desierto el abrazo del cielo. Fueron horas lentas, frías, rugosas, de colores desfallecientes y lágrimas, de manos rígidas. Radalberto estaba absolutamente extenuado, no apartaba los ojos de la muerte… Y la brisa comenzó a deshojar los pétalos. Lentos, cadenciosos, caían al césped y luego desaparecían por los senderos. Radalberto se obstinaba en una infinita pregunta, ciega, dura, amarga… Después, el viento. ¡Todo fue tan rápido! Aproximó sus labios al último pétalo y lo desgarró con un beso… —Adiós, Altea… Súbitamente levantó su rostro al cielo. —Adiós, Altea…

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Sólo brillaba sus propias lágrimas. Le faltaron fuerzas para seguir en pie y cayó de rodillas, enquistado sobre su dolor, aferrado a la lanza que hería su pecho. —Altea… Fueron siglos, miles de siglos…

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ENSAYOS ARTÍCULOS

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Del boom al realismo sucio Por

LUIS GARCÍA DE LA TORRE

Resumen: Fin del boom como proceso literario, e inicio del realismo sucio con su autobiografismo como causa, dura y pura, en la escena escritural de América Latina de fines del siglo XX y principios del XXI.

Realismo sucio, aclaro que el término particularmente me reúne a todo escritor, o toda literatura, que pudiera ser llamada de diversas formas, a expensa de cada frontera interna, pero que aborda la realidad tal y como hoy la vive, siente y huele cada persona común y corriente de 103


este lado del planeta, es decir nada armoniosa y mierdera, no importa su latitud o costumbre. No defino, no encasillo, ni quedo bien, pero es lo que abarca con este u otro denominador. Cada vez que utilice el término, comercial o editorial, que igual no me molesta, realismo sucio, piénsese en contemporaneidad: hambre, sexo, desilusión, corrupción, drogas, alcohol, consecuencia de políticas de dictaduras modernas, debilidad, angustia,

ultraje,

mordaza,

incorrección,

bajos

fondos,

dinero,

desagradabilidad y lo negro del blanco, en estas décadas actuales. Mencionaré boom, y lo haré prefiriendo este vocablo, al de realismo mágico, que igual referiré algunas veces para evitar la errada reiteración, por el impacto que tiene el término y el englobe que conserva en la mente de quien lee. Además, ya que en el realismo mágico popularmente caben autores, de generaciones muy posteriores, que no son incluidos al hablar del boom, y claro está para todos, aunque parezca a veces inverosímil, pero hay personas bien inteligentes e interesadas que ahora se acercan, por edad o curiosidad a la literatura, por lo que muchas veces lo implícito no es tan obvio. Por lo que aludo a estos consabidos autores de diversos países, con distintas realidades, intenciones, caracteres e inspiraciones, pero que curiosamente esta palabra determinó en afinidad, y así se reconoció mundialmente, y aún se conoce. Lo fuerte del calificativo que comercial o editorialmente se creó, boom auge en español, es en definitiva allegado al de dirty realism o realismo sucio, igual comercialmente divulgado. Y he aquí la primera convergencia editorial que se nos ha dado a engullir por el mercado. ¿Pasó el boom a la realidad sucia? ¿Fue dando paso el boom latinoamericano, de forma espontánea o “forzada”, al realismo sucio, explícito o implícito, consciente o inconsciente, dentro de la literatura de mitad del siglo pasado a la actualidad? ¿El contexto y lo autobiográfico en la literatura latinoamericana de hoy, conforman, por su peso ya en desarrollo, la tendencia literaria que señala a América ante el resto del mundo, como sucedió en la década del 60 con aquellos referentes populares de nuestra literatura? En este errar pretendo que sí, proponer al realismo sucio como inclinación imperante dentro de la literatura 104


latina contemporánea, el vástago en tiempo y espacio del boom. Reconozcamos dentro de esta preferencia rasgos de autores y obras generales, ya que da para un estudio más amplio, que conforman este proceso descarnado de escribir y lo que muestra literariamente su fórmula, y a lo que responde, que es a un contexto en el que la personaautor está tan imbuido en el sistema que lo jode que no puede dejar de crear con su misma biografía ciudadana, voluntaria o involuntariamente, sin espejismos. Con una escritura, detallada, precisa, y un amplio ruido dramático a la vista y mente de los lectores. La realidad vivida por los autores lo marca y lo define. Es decir, hoy más que nunca vuelve, como hizo el naturalismo[1], su predecesor lejano, a predominar lo peor del contexto exterior, que cría y arropa a lo más carcomido del interior, más que otro factor, en el autor y por ende su obra lo refleja. Las letras están marcadas, por esta estética ruda diaria y violentamente urgente que viene sucediendo en el plano social, económico y cultural, de hace años a la fecha, en nuestras regiones y que, aun cuando el hombre prefiere dar vuelta a su vida diaria y buscar otra manera de estar, cada uno en su “felicidad” continua e individual, inevitablemente lo que subyace se registra en la literatura, y se destaca entre las otras corrientes que están vívidas. Los procesos literarios, y de creación en general, tienen por su naturaleza bien humana, más que otros tantos, fronteras poco visibles. Solamente el tiempo y los contextos, van definiendo o ubicándolos, en esta locura no vivida anteriormente por el hombre de codearse aparentemente con modelos infinitos, gustos, facilidades de expresión, interpretación, palabras y estilos, y los cuales son puestos a la vista, y al intelecto, por la contemporaneidad. Se hace necesario, ya que actualmente están muy visibles las divergencias de este curso escritural latinoamericanos de inicios de la segunda mitad del siglo XX, sus fines y principios del XXI, aceptar que esta “nueva” literatura en este lado de nuestro mundo nos ha “fotografiado”, de tal forma, que podría ser la candidata heredera del boom, visto y estudiado como fenómeno.

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Hoy autores y obras que están fuertemente relacionadas con situaciones límites, que hacen aparecer valoraciones y realidades que el ya mencionado naturalismo nos legó, después de vivir décadas de orgullo escritural mágico, con escritores socialmente lúcidos, ubicados en las mismas zonas geográficas, pero con diferencias aparentemente tan marcadas se hilvanan, se unen en sus contrastes y se suceden. El realismo sucio da un proceso literario que hiela cuando se lee, que influye con sus maneras en el resultado final de creaciones dentro de cierto salvajismo escritural. Sin miramientos. Sin darle basura intangible al lector. El boom como fenómeno tan bien estudiando, y abordado, no me adentraré en definirlo “definir al boom, cosa nada fácil visto que su existencia se ha registrado en millares de revistas y diarios de los últimos diez años, como un tópico cuyo origen nadie conoce pero que se repite como una contraseña”[2], fue sin dudas realista pero con ese gran matiz que todos dominan y admiran, no tuvo horizontes definidos que separaran lo verdadero de lo fantasioso. En esos años de irse poco a poco cayendo el velo de lo maravilloso, escritural y literariamente hablando, se fueron sucediendo fenómenos derrotistas y atractivos a lo moderno, a lo original, que inyectaron esta nueva literatura, a estos días venideros, influenciados por “lo abyecto y lo pornográfico, la violencia, una estética de la “basura,” y hasta una tendencia a lo políticamente incorrecto, al machismo y el sexismo”[3]. Autores que iban ya haciendo su obra, creando a la sombra de un monstruo latino de época, creando lo duro que se avecinaba. La novedosa modalidad es de por si la respuesta de cómo se le fue cediendo el paso, por la conexión evidente de las inconexiones propias de una etapa que rompe con las características de su antecesora, y he ahí es precisamente su convergencia si vemos la historia de la literatura. “Con la misma carencia de argumentos sólidos con que en los años sesenta, mediada la década, se comenzó a alabar y a consagrar al llamado “boom de la narrativa latinoamericana”; hacia 1972 varios reportajes a escritores y artículos periodísticos fueron índice de que se había 106


comenzado a decretar su extinción. Menos de una década había durado un procesamiento público de los valores literarios que se encuentra entre los más confusos y los menos críticos que se hayan conocido en las letras latinoamericanas…”.[4] “¿Cuánto duró el boom? No menos de 10 años. Se clausura con la política. El caso Padilla[5] fue deshaciendo una empresa común y fraternal, sentenció Vargas Llosa, como quien escribe un epitafio (…) No digo que la literatura latinoamericana entrara en recesión, sino que aquella empresa común pasó a ser una empresa individual”, matizó el Premio Nobel de Literatura”.[6] ¿Qué dejó el boom o qué no dejó, que es también legado, que estos noveles autores lo asieron? ¿Qué procrearon los padres del dirty realism que hoy tienen descendencia en Latinoamérica? ¿Qué realidad nos traga a nosotros mismos que aparece este desasosiego escritural y gusta? Algunos puntos divergentes, otros coincidentes y otros que se revuelven hacinados en la sucesión. En la reconquista de nuestro mundo: Carlos Fuentes[7]: “…iría repitiendo las observaciones de mi amigo personal Gabriel García Márquez que en América Latina estamos escribiendo una sola novela con distintos capítulos. Que escribe en Cuba un Alejo Carpentier, en Argentina un Julio Cortázar, en Perú un Vargas Llosas, etc…”.[8] Teresa Basile[9] comenta: “Resulta, entonces, tentador leer el realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez[10] en cotejo con el discurso higienista de la Revolución cubana. Para superar las lacras del capitalismo y romper sus cadenas de enajenación…”.[11] Pongamos el ojo territorial. García Márquez[12] en algún punto pensaba en un todo que intentaban, una sola América escrita y unida. Eran tiempos de bullicio político en Latinoamérica. Años posteriores continuó con el idilio en Cuba y con Fidel Castro, en una casa y su despacho, supongo, y de seguro también en un bello mar y una pesca. 107


Las obras del realismo mágico en general, y García Márquez liderando en particular por méritos propios y célebres, trenzan lo real y lo mágico en perfecta armonía, sépase y quien haya leído al respecto evidencia, que cuando se nombra lo asombroso se refiere a apreciar la mayoría de las veces lo real, lo que nos rodean en esta parte del occidente, y que es tan verdadero que causa estupor, y otras con la cuota irracional de fantasía propia que responde al cometido del escritor del fenómeno. Las obras escritas y dadas al público en esos años gloriosos del boom transcurren generalmente en un mundo americano y pueden ser ubicadas, según las características de nuestras regiones, en cualquier parte, en sitios o poblados, construidos para los personajes y sus situaciones. En cambio en Pedro Juan Gutiérrez, el lugar, la historia, el sol, la casa, la gente, y cualquier sustantivo común que me viene a la mente, están en un problema real, desde una existencia única, por ejemplo en este caso de su obra primaria[13], en la Cuba de los 90[14], que difícilmente se replica tan puntualmente en otra nación latina. Los cubanos lo saben. Y también provoca asombro lo real, da asco, da excitación, roña. Viven en un mundo tan peculiar, tan difícil de creer, que resulta inverosímil. Son el calcetín dado vuelta del realismo mágico cuando se describe lo latino. Son individuos tragados por un circo, todavía hoy están así, solos, con hambre, llenos de la peste de la realidad “revolucionaria”. Individuos que no fueron lo que los años 60 y 70 idearon, aislados en la Cuba de los 90, sin ayuda, en la lacra del invento social que siguen escondiendo. Aquello que señalaba García Márquez no pasó fuera de las fronteras de sus autores. El fin y el inicio del siglo rompieron. Como sucedió entre la Antigüedad y la Edad Media, la primera destaca el humanismo y la belleza exaltando la figura humana y el racionalismo con la razón y la reflexión, la segunda por su teocentrismo; el Renacimiento y el Barroco, con su ideal cortesano de hombre galante, diestro en las armas, buen amante y actuar natural, y quebrando la segunda con sus contrastes entre lo bello y lo feo o lo refinado con lo grosero; el Neoclasicismo desde su marcado fin didáctico y en el Romanticismo la primacía de las emociones frente a la razón, el marcado subjetivismo frente al mundo 108


objetivo de los neoclásicos. Y ayer lo mágico y hoy lo sucio. Nada mejor para una continuidad que la diferencia lapidaria. El “hombre nuevo” no fue. El mundo mejor tampoco. América se volvió más insoportablemente “sálvense quien pueda”, el fin de las quimeras, y Cuba, Chile, México, Argentina, Bolivia, Colombia, Perú y demás un ex país. Léase a García Márquez y a Pedro Juan con prolongación. Léanse los sueños comunitarios de antaño, que igual denuncian en sus historias no digo que no; y la vigilia individualidad de hoy, pero que es la que se vive. No puede verse de otro modo, se continúan. En el lugar equivocado y preciso: Guillermo Cabrera Infante[15]: “… yo me he sentido afuera de ese mundo, un outsider (…) un solitario y así prefiero verme…”.[16] Carlos Montenegro[17], escribe Vicente Francisco Torres[18]: “…Hombres sin mujer, la más fuerte novela cubana de todos los tiempos (…) Carlos Montenegro nació en Galicia, España en 1900. Hijo de padres cubanos, llegó a Cuba a los siete años de edad. A los 13 se enroló como grumete en un barco de cabotaje; fue minero y obrero en una fábrica de armas en estados Unidos. En 1919, en una calle de La Habana, asesina a un hombre, hecho que lo lleva a cumplir una condena de 10 años”. [19] Los dos están consagrados en el proceso escritural. Uno en su biblioteca, con la morriña y los libros; el otro en secesión con papel y tinta. Los dos escribiendo proscritos, los dos en la literatura y condenados. La soledad lo hizo. Guillermo Cabrera Infante no se sentía, y no tenía por qué, parte del boom, no obstante, estuvo el día, el año, la década y el siglo justo donde se dieron a conocer escritores latinos mundialmente y él ocupó, por real y amplio talento, nombre cuando se habla de Cuba y del boom. Haya “existido” o no. No se desligan desde entonces las siglas de GCI, Cuba y “su” boom. En paréntesis juzgo que fue, más que literario lo que la isla produjo del fenómeno en ese minuto, político y “dirigentón”. Pido acá perdón al Infante difunto ya que no quería estar ni incluido fuera, include me out soslayó. Carlos Montenegro, tiene invertido el orden de descendencia. Montenegro desde antes del boom ya 109


era padre referente del realismo sucio con su obra publicada en 1938 porque lo vivido, y la coyuntura, te hacen el imposible de no separarte cuando te colma lo duro. Al inicio me referí “Los procesos literarios, y de creación en general, tienen por su naturaleza bien humana, más que otros tantos, fronteras poco visibles. Solamente el tiempo y los contextos, van definiendo o ubicándolos…”, hoy Carlos Montenegro ocupa lo que vivió y sobre lo que escribe, saltando para producir un puesto hacia atrás de GCI y se conceptualiza saltando hacia delante, por encima del boom con su novela autobiográfica sin matices, de todo o nada. Se publica Hombres sin mujer 30 años antes del realismo mágico y 60 ó 70 años después se inserta. In media res. Se confunden los procesos con los dos cubanos que estaban en fecha y hora donde no querían, o debían, estar. Por la época dispar y por la escritura se unen. Tenemos entonces a dos escritores atemporales por elección o sorteo, poco tangibles para los que como yo quieren subrayar nombres y enlazarlos con motivos, irritables para la oficialidad que los sentenció, y escrituralmente queriendo salir pero sin embargo no hacen más que entrar al molde. Embrollados. En la imaginación real: Mario Vargas Llosa: “… no creo que pudiera escribir una novela puramente imaginaria (…) el boom no existe, era una nebulosa que nadie sabe que existe…”.[20] Marcial Gala[21], escriben en un artículo de diario en Cuba: “El narrador cubano Marcial Gala asegura que su novela La Catedral de los Negros [22], recién ganadora del premio Alejo Carpentier, tiende al realismo sucio, a la vez que apela a técnicas narrativas del Boom latinoamericano. El escritor laureado con el premio más importante concedido anualmente por el Instituto Cubano del Libro explicó que su obra toma lo fantástico y la realidad otra de la corriente literaria de los años 60 y 70 del pasado siglo, personificada entre otros por el colombiano Gabriel García Márquez”.[23]

110


Se sentencia la viceversa, coincide un paradigma de 40 años, en aquel lejano 1976, hoy 81; y un novato de 47. Independientemente de que los escritores del boom recrean sus historias, y es la característica más difundida y siempre señalada, con un manto de fantasía convivida comúnmente con “su” realidad, esta “su” es la materialidad de cada uno. Las

funciones

de

la

literatura,

estéticas

y

prácticas,

están

obligatoriamente presentes siempre y los acusan. Lo cognoscitivo del boom es delatado en los nombres, los vivientes, las costumbres descritas y las formas de vida que permiten poner el plato servido de la realidad de cada uno; y lo socio-ideológico domina en el sistema de pensamientos de la sociedad y los conflictos que van evolucionando a medida que se avanza en la historia, y no hay manera que se independice de lo que ha experimentado y vivido cada autor, a pesar de sus propias intenciones. Toda obra es, en mayor o menor medida, un documento histórico y directo de lo que sucede en el entorno que ha dado su existencia. Incluso por muy camuflado que se esté en la estética la estela que va dejando tatúa los factibles sentidos de la obra. En su conjunto los autores del boom escribieron conforme a un sistema de normas que “dominaron” el movimiento, y más fuerte aún no se zafaron de lo que les construyó el mercado, haya sido favorable, o no, en el momento vivido, pero así y todo la agitación social de la época y el clima político social y sobre todo diplomático primó, quizás no en algunas obras pero sí o sí en la definición de cada uno de estos autores. Tanto que no ha existido otro movimiento literario latinoamericano tan influyente, y participativo, en la política, decisiones y resolución de conflicto de nuestros países actuales. Tan radical en auto señalarse partícipe de una u otra inclinación, y estoy elogiando la sinceridad, aunque cuestionable por supuesto porque, sea de un lado u otro, derivaron, en menor medida sí, pero sumaron junto con el egoísmo político-social, y su supremacía, a conducir a esta América, al realismo sucio, a la basura. A la ficción de escritores que vuelcan a sus personajes en las cosas más comunes de la vida pero que no están resueltas para nada, como es ahora: la comida, la tranquilidad, la familia, el sexo enamorado, la educación, la solidaridad, la vida, la 111


amabilidad y el equilibrio entre otras conquistas humanas. Y aparece el hambre, la preocupación extrema, las separaciones, el sexo puro y duro, la ignorancia, el individualismo, la muerte, la rudeza y la mendicidad que entre otras engatusan lo antinatural que supondría, y significa todo esto, y que se muestra con una velocidad muy normal, y he aquí su denuncia, y por lo tanto, el hoy deslumbramiento de los lectores. En fin lo autobiográfico, lo cotidiano, que igual, supongo, no hace para nada que perdamos el asombro. El realismo sucio pudiera darse con el orgullo, muchos de sus escritores más auténticos, y es lo que lo hace igual bien atractivo, de que el lector no sabe mirar bien dónde comienza la ficción y lee todo en realidad. Puedo sugerir que la ficción parte ochenta y cinco por ciento de la realidad, claro está, pero recreada de igual manera, de ahí el autobiografismo que proclama, pero con una cuota bien importante de creatividad, porque cada autor no puede dejar de escribir de su imaginación y es que el vicio de la palabra hilvanada es demasiado, pero de esa persona que vio a su lado caer y que recrea tal y como lo horrorizó. A esto refuerza cuando calcas un lenguaje de esquina, una pose de diario y una acción oculta o televisada, pero que todos sabemos que está ahí. Creo sinceramente que los que leen, por la catarsis anímica de ver al otro más jodido, creen la ingenuidad de que tiene más porciento de realidad que de inspiración escritural. Y ahí en lo que la gente interpreta, sean lectores de otras latitudes sobre todo, está la cuota real o no, el morbo. Exactamente se compensan, y se hacen similares en el lector y su mente, lo mágico y lo sucio, cuando el de mirar y escribir al respecto claramente es bien distinto. En la cama: Severo Sarduy[24]: “…lo que pasas a la mano y es una energía que viene del sexo, es esa energía que brota del sexo y baja hacia la mano, no hacia la cabeza. Yo escribo con la totalidad del cuerpo, bailo mucho, me muevo mucho, hay mucho músculo en lo que yo hago. Y pretendo que el lector sea captado por este aspecto puramente físico (…) ya ello (…) el boom son objetos de tesis grado, ya ellos son escritores clásicos, son 112


constantemente citados y no pertenecen en lo más mínimo a la marginalidad (…). Lo más difícil es mantenerse al margen, mantenerse en la subversión, esto sí es duro (…) lo más difícil es mantenerse en el underground…”.[25] Pedro Lemebel[26] responde: “¿Cuáles son tus proyectos creativos más inmediatos? Un libro que se llama Nefando (Crónicas de un pecado), donde intento la reconstrucción de la oculta historia homosexual de Chile, desde lo pre hispano, donde escribo la historia travesti de los machis araucanos, mucho antes del glamour hollywoodense, desde ese no colonizado lugar de la memoria me propongo desplegar los hilos maricuecas de una historia no contada, no inscrita en la bitácora patria. Aunque

a

muchos

les

moleste

mi

reiteración

al

tema

de

la

homosexualidad, yo regreso cuando quiero y dejo la puerta entreabierta para que entre el fresco o el estupor”.[27] Severo Sarduy, ubicado en ese movimiento inmediato y de continuidad, de nombre horrible y nada agradecido, pero que nos sirve como consecuencia, el post-boom, está con su underground proclamando ser padre, parte, y aparición de algo más que un post. Y se da vuelta en su escritura a algo más directo. Con base barroca, experimental y lenguaje más complejo que sus antecesores. Textos más coloridos y de acción poética muchas veces. Provistos de la transexualidad se va acercando a lo más sucio que plantea la literatura de hoy. Amasa lo racial en la alienación del resentimiento contra lo que se plantea, sobre todo en su novela póstuma[28], comúnmente. Hay un cambio en la manera de plantear lo sexual que va llevando a otros autores a ser más explícitos. Reconoce que toda su obra es más bien un pie de página de la de Lezama[29], un marginado. Paradiso [30] fue editada en 1966, en pleno apogeo del boom, donde su capítulo bálano fue bien lascivo. Lo sexual Sarduy lo plantea desde la práctica de sentarse, o pararse a escribir lo que le azota el impulso y el baile. Y por fuerza cuando el cuerpo está caliente, en movimiento, la pluma lo traduce en saliva, en fiesta y empuje raudo y mojado. En el boom la representación femenina, casi endiosada 113


físicamente ya sea negra, europea o indígena, muestra delante de Sarduy a la mujer novia, honrosa familiarmente, ingenua prostituta, luchando por la ruptura de las tradiciones, y que se mueve en un mundo latinomachista, de diversas maneras, pero siempre, y reuniendo todo encuentro sexual que se explícita en implícito, es decir van a hacer el amor, lo están haciendo, lo hacen y me pregunto ¿ahí quedó el momentos de la vida de dos? ¿Dónde el sexo, y no el erotismo, de hacer el amor? Como lo continuó un poco Sarduy, y lo tajó el realismo sucio, como lector simple y sexual refiero. Además, se evidencia lógicamente el tema generacional, los años 60 no son los 80 y para nada los 2000, donde se proclama la heterosexualidad y hasta la trisexualidad como hecho común, y se practica en la cama y a viva voz. Y no puedo dejar de mencionar que el boom, y sus representantes, dejan entre líneas o no, que su posición, o condena, ante sus narraciones masculinas ponen grave, y dócil, las condiciones femeninas que hoy tanto se condenan, o infantil. En conclusión el boom está sí atestado de sexo pero que responde más bien al concepto de alusión al mismo, teniendo en cuenta la acepción de que es velado. Y ello replica, ya dicho, creo sinceramente a lo generacional, ya que igual acepto que fue raspante para el momento e introdujo lo que sigue y Severo Sarduy dio y contribuyó con otro pie. Hoy, la literatura sucia latina no experimenta, sino prueba con el tema y describe. Por ejemplo con Pedro Lemebel, que toda su obra es la de un escritor poblacional, urbano y maricón, lo digo elogiando. Tuve en años la misma sensación de frescura, como que me salvó la literatura, como cuando leí a los Loynaz Muñoz[31]casi niño, mis vecinos; y a Lemebel adulto y emigrante. Una pluma increíble, sustantivo pluma, seguro lo degustaría. Tiene una narrativa y un lirismo no exento y colmado de marginalidad, clasismo y sexo. Tiene páginas explícitas e implícitas, personales y profesionales bien sucias y encandila. Hizo gala en vida y obra de que “quien no se embarra no goza”, impensable para autores anteriores. Los del boom se embarraron y gozaron, pero en la política. En su obra se encarga de sacar todo lo que el poder, de antaño en Chile, y no tan lejano, y el actual ídem o muchas veces el mismo que “el lejano” 114


intenta tapar, esconder o manipular. Pedro Lemebel fue un escritor incómodo, en su discurso y en apariencia. Cuando se inserta la dictadura en Chile[32] la vida diaria fue censura, miedo, vigilancia, tortura y muerte. Por lo que gana terreno, y no había otra manera, la marginalidad audaz. Así hace su obra este autor, y deviene en contra de lo demás y se muestra real, activo, asqueado del no decir o del decir camuflado, y la letra se lee desajustada. Posmoderno le dicen, yo sucio, provocador subversivo y le encanta exhibirse. Leyendo al autor viene con su obra la seducción que va abracando, y esta seducción va marcada en, y más allá, de lo sexual, porque en su forma de entonar la denuncia lo explicita, e implícita. No lo conocí, si lo vi un par de veces en la calle, una frente a una sinagoga y otro en la Fiesta del Roto Chileno[33]. Su vida privada sería él mismo referente de su literatura. Su savia, su mismo espacio social literario, y es sabido. El espacio urbano, preestablecido, vigilado, que condena al ciudadano común, enmarcado en libertades y mierdero al final del día fue el motivo de su obra y la denuncia, ligado en causa. Lo sexual en sus textos callejeros está explícito, mostrado y es como se debía, rabioso y enlodado. Y ahí estaba por fin, a sólo unos centímetros de su nariz ese bebé en pañales rezumando a detergente. Ese músculo tan deseado de Carlos durmiendo tan inocente, estremecido a ratos por el amasijo delicado de su miembro yerto (…) Con infinita dulzura deslizó la mano entre el estómago y el elástico del slip, hasta tomar como una porcelana el cuerpo tibio de ese nene en reposo. Apenas lo acunó en su palma y lo extrajo a la luz tenue de la pieza, se desenrolló en toda su extensión la crecida guagua-boa, que al salir de la bolsa, se soltó como un látigo. Tal longitud, excedía con creces lo imaginado y a pesar de lo lánguido, el guarapo exhibía la robustez de un trofeo de guerra, un grueso dedo sin uña que pedía a gritos una boca que anillara su amoratado glande. Y la loca así lo hizo, secándose la placa de dientes, se mojó los labios con saliva para resbalar sin trabas ese péndulo que campaneó en sus encías huecas. En la concavidad húmeda lo sintió chapotear, moverse, despertar, corcoveando agradecido de ese franeleo lingual. Es un trabajo de amor, reflexionaba al escuchar la 115


respiración agitada de Carlos en la inconciencia etílica. No podría ser otra cosa, pensó, al sentir en el paladar el pálpito de ese animalito huacho recobrando la vida. Con la finura de una geisha, lo empuñó extrayéndolo de su boca, lo miró erguirse frente a su cara, y con la lengua afilada en una flecha, dibujó con un cosquilleo baboso el aro mora de la calva reluciente. Es un arte de amor, se repetía incansable, oliendo los vapores de macho etrusco que exhalaba ese hongo lunar. Las mujeres no saben de esto, supuso, ellas lo chupan, en cambio las locas elaboran un bordado cantante en la sinfonía de su mamar. Las mujeres succionan nada más, en tanto la boca loca primero aureola de vaho el ajuar del gesto. La boca loca degusta, y luego trina su catadura lírica por el micrófono carnal que expande su radiofónica libación [34]. El sexo genital en el realismo sucio es la derivación, es la palabra del testamento del boom y el post-boom. Se puede leer en él algo sexual sin extrañar el término o el transcurso, gústese o no. Un sexo objetivo de pareja, o demás personas incluidas. Años para que acá, de este lado del mundo, apareciera una literatura contradictoria y con sexo explícito, y que no lleve el adjetivo erótico como bandera que enarbola su precio, sino incorporado a una historia a la cual entre lo demás, también el sexo juega el papel que tiene en la vida real. Hombres y mujeres escaneándose continuamente con la mirada por donde quiera que pasan y aguantando, “ya que no somos animales” y “no sé qué otra cosa somos”, pero liberándose de lo que nos trabamos nosotros mismos. Así heredó esta tendencia, lo que fue evolucionando por menos de medio siglo, cuando mundialmente se nos mira: latinos, extrovertidos, de piel y contoneantes. En la gramática simple: Todo escritor se basa en una gramática, una coherencia, una cohesión y una sintaxis propia, la cual medita y ensaya demasiados años, para lograr lo que pocos pueden, la personalización y el acuñe de una rúbrica propia. Intentando ser referente y no referencia a otros. Pocos tienen tal manejo, y cuando no la novedad, el narrador, los personajes, los tiempos y los estilos fundamentalmente combinados lo logran. Igual 116


no son los genios, que son pocos, pero sí geniales arquitectos de la palabra que pespuntean y de pronto tenemos parido, e impreso, un fino trabajo puntualmente acabado que trasciende. El boom atesora genios y geniales. El realismo sucio también. Perfectos maestros que, recrean su estilo en la sintaxis, en las palabras, los sintagmas y su relación, en oraciones muy bien organizadas, que son los glóbulos que recorren las líneas de los textos, y hasta las entrelíneas. Y la gramática de hoy fraccionó a la de ayer. El boom lo logró en sus escritores insignes. Combinaron las palabras que formaron sus ideas y parieron un tiempo dudoso, original; renovaron las voces narrativas, en perspectiva; e hiperbolizaron las metáforas que rasgaron la realidad. Uno por uno. En fin dieron vida a una nueva literatura no conformista y crearon lo novedoso, palabra por palabra y sin fronteras. No voy a adéntrame en especificidades, en un análisis sintáctico, ya que son demasiadas particularidades, como escritores, pero si en singular en la extensión de las oraciones y los tiempos, como característica al vuelo de cada modelo, sus figuras y cómo rompió un patrón con su antecesor para destacar su pertenencia a la novedad que siguió. Léase: Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo [35]. Este ejemplo, tan dispar al sucesivo, da vínculo entre las dos tendencias que aludo por lo diferente, amén del idioma tan pertinente en que nos movemos. Aquí, el escritor paradigma, nos construye una oración gramatical, compuesta por cuatro oraciones yuxtapuestas y prolongadas por la coma, que indica el movimiento que el autor prefiere dar a las unidades lingüísticas ya que las oraciones son cercanas, y a partir de la primera se quiere lograr el efecto de que las otras dependen 117


de su existencia, son correlativas, en esta larga oración. Y antes se maquina, y utiliza, el participio habían empezado, y continúa cada vez que coloca una coma con un gerundio que convierte aún más la acción subordinada en tiempo, y se va desarrollando, y logrando, el efecto de mantenerte también disfrutando de un París fabuloso. En este continuar de oración extensa. Se logra. Ejemplifico, y recalco, amén de que cada autor tiende a su personalidad, pero voy directo con la comparación al punto que generalizo. En el realismo sucio, léase entonces: El lugar tenía el aspecto de los baños del Estadio Nacional que conocí la vez que me llevó un futbolista amateur. Las paredes estaban cubiertas, hasta la mitad, con losetas blancas. En la parte superior habían pintado delfines dando saltos. Esos dibujos estaban descoloridos. Apenas se percibía el lomo de los animales. En esa sala siempre me esperaba el mismo empleado para pedirme la ropa que llevaba puesta. [36] Los autores del boom colocan frecuentemente sus historias en la tercera persona gramatical, los de moda hoy se van a la primera persona del singular, sobre todo, y defienden al unísono esta regla como orden imperante y rupturista de su escritura, heredado sí, pero calentado con “su” protagonismo nuestras regiones. De ahí el autobiografismo “coincidente” o no, que tanto atrae al morbo, y curiosidad, de los lectores. El asombro y dónde ubicarlo, en una persona, una ciudad y un barrio. Y esta conjugación facilita la posición para el lector. En este ejemplo se aprecia la preferencia por las oraciones cortas de ritmo audaz. No con ausencia de descripción, y adjetivación, como aparece en otros autores, escogí “a vuelo de pájaro” cada fragmento, para poder demostrar, sino que se cita lo que se observa de manera objetiva y precisa, como se hace frecuentemente en esta literatura, sin regodeos ni detenciones de narrador subjetivo, si homodiegético bien protagonista, pero con marcado sentido de la objetividad, de focalización observadora. Los contrarios se unen. Sobre palabras claves de las dos etiquetas, una única cita: “… en El rey de La Habana[37] (1999) –novela a la que me voy a referir–, sin 118


embargo la palabra clave es “mierda” que abre y cierra el texto y también las vidas de Reynaldo y Magda “venían de la mierda y en la mierda seguirían” (195)… Esta palabra soez tiene algunos antecedentes próximos en América Latina los cuales sería interesante estudiar, uno de ellos, El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez, recupera el exabrupto y la protesta de la palabra en el final del relato; o Linacero, quien cierra sus memorias con “Todo en la vida es mierda y ahora estamos ciegos, atentos y sin comprender” en El Pozo de Juan Carlos Onetti[38]; o el anuncio final de la “tormenta de mierda” en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño[39]. En estos textos, la palabra aparece como un injerto en la textura de una lengua literaria que le es ajena, de allí que su eficacia radique en el contraste, en lo imprevisible, en la osadía con la que corta la prosa. La colocación de la palabra al final de estos textos –provocando el cierre del relato– no hace sino reduplicar su efecto”.[40] El vaso medio lleno y medio vació, pero en el vaso al fin. Y para ultimar, la sucesión. En dos autores y la obra latina y caribeña de los últimos 50 años: García Márquez de un modo simple y perfecto refirió algo así, “…un escritor lo único que puede hacer es escribir un solo libro a lo largo de toda su vida”. Y Pedro Juan Gutiérrez dijo, y parafraseo, “…creo que la marca de un escritor consiste en que pueda integrar un mundo propio que se amplía en cada nuevo libro”. Y sugiere, “A menudo algún crítico se atreve a decir que tal o más cuál escritor sigue abordando los mismos temas de su primer libro. Sí, claro, no puede ser de otro modo. Al igual que los políticos siguen con sus mismas ideas hasta que se mueren, y los científicos no saltan como locos hiperkinéticos de investigar en física nuclear los huecos negros del espacio, y los deportistas no abandonan los 100 metros planos por la natación. Entre otras cosas porque la vida no es tan interminable como nos parece a los veinte años”.[41] Está dicho, coinciden, el escritor es el mismo desde que comienza su mayúscula hasta su punto final, o inconclusión. Son los mismos 119


latidos, tragos, conferencias. Sólo cambia la cáscara de la piel, y dos o tres madureces. El lector escoge por lo que ya ha leído. Se dijo en el 79 en el boom y se redijo en el 2004 en el realismo sucio, su prole editorial. Y va el lector mundial, que es al principio y al final lo único que importa, a seleccionar en cada lectura latina que comienza, ideas, experiencias, indulgencias y curiosidades para favorecerse la vida saltando de la década del 60 del siglo pasado, a la actualidad recién, con sus coincidencias, desavenencias y embrollos continuos que el talento les ofrece. Que sabrosura todo esto que se cocina. Tan inquietante para continuar desarrollando. Invito. Qué bueno que seamos latinos. Tenemos peso. Y en cierta medida que no nos pongamos de acuerdo ¿O sí?

Publicado originalmente el 16/06/2017 por la revista http://critica.cl/

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en:

http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.7212/pr.7212. pdf 123


[12] (1927-2014) escritor colombiano. Figura fundamental del llamado boom de la literatura hispanoamericana, fenómeno editorial. Premio Nobel de Literatura en 1982. [13] Trilogía sucia de La Habana publicada en 1998. [14] Época nombrada por los dirigentes cubanos como el Periodo Especial. Por los ciudadanos hambre sin libertad. Y sabido como el ya despertar duro y puro de la ineficiente dictadura que hasta hoy gobierna en la isla. Para el cubano de a pie no ha cesado nunca el Periodo Especial. [15] (1929-2005)

escritor,

periodista

y

crítico

de

cine

cubano.

Dirigió Lunes de Revolución, prohibida por Fidel Castro en 1961. Recibió el Premio Cervantes en 1998. [16] Soler Serrano, J., A Fondo: Guillermo Cabrera Infante. De RTVE, 1976. [17] (1900-1981) escritor cubano. Con el triunfo de la revolución cubana en 1959 abandona el país y nunca más regresa. Muere en Miami. [18] (1953- ) ensayista y y narrador mexicano. Doctor en Lengua y Literatura Hispánica. [19] Recuperado

de

http://cdigital.uv.mx/bitstream/123456789/1449/2/199388P154.pdf / [20] Soler Serrano, J., A Fondo: Mario Vargas Llosa. De RTVE, 1976. [21] (1963- ) poeta, narrador y ensayista cubano. [22] Texto que tiene presente en su historia violencia, hipocresía, deshumanización, lenguaje inculto informal y además mantiene la fantasía presente de lo real maravilloso. Se ubica el entorno en Cienfuegos, provincia de la isla de Cuba. No es apta para menores de edad. [23] L,P., Realismo sucio y boom latinoamericano combinan. Radio Enciclopedia,

2010,

Sitio

web:

http://www.radioenciclopedia.cu/noticias/realismo-sucio-boomlatinoamericano-combinan20120110/www.radioenciclopedia.cu/coberturas/mariana-grajales

124


[24] (1937-1993) narrador, poeta, periodista y crítico cubano. Uno de los mejores escritores cubanos del siglo XX. [25] Soler Serrano, J., A Fondo: Severo Sarduy. De RTVE, 1978. [26] (1952-2015) narrador, cronista y poeta chileno. [27] Mateo del Pino, A., Cronistas y malabaristas. Universidad de Chile, 2001,

Sitio

web:

http://web.uchile.cl/vignette/cyberhumanitatis/CDA/vida_sub_simple 3/0,1250,PRID%253D11735%2526SCID%253D11737%2526ISID%253 D436,00.html [28] Pájaros de la playa obra póstuma ambientada en una clínica de VIH. [29] (1910-1976) poeta, novelista y ensayista cubano. Fundador de una de las revistas más importantes en Hispanoamérica Orígenes. [30] Obra cumbre de José Lezama Lima. Considerada una de las novelas más importantes del castellano y más importantes del siglo XX. [31] Dulce María, Enrique, Carlos Manuel y Flor Loynaz Muñoz. Hermanos, e inigualables, escritores cubanos del siglo XX. [32] El 11 de septiembre de 1973 con el golpe de estado a Salvador Allende, que devino en sangre y tortura para Chile. [33] Celebración anual en el Barrio Yungay, en Santiago de Chile, en la Región

Metropolitana,

se

celebra

desde

1889.

Son

actividades

comunitarias para niños, jóvenes y adultos. El sustantivo roto se refiere clasistamente, en el siglo XIX, a la persona de origen campesino, orgulloso y trabajador. [34] Novela Tengo miedo torero, 2002. [35] Fragmento de Rayuela de Julio Cortazar, Capítulo 4, 1963. [36] (1960- ) Mario Bellatin escritor peruano-mexicano. Fragmento de Salón de Belleza, 1994. [37] Novela de Pedro Juan Gutiérrez. [38] (1909-1994) escritor uruguayo. [39] (1953-2003) escritor y poeta chileno. [40] Basile, T., La escritura sucia de Pedro Juan Gutiérrez. Katatay, En Memoria

Académica,

6

(8),

115-119,

2010.

Disponible

en:

125


http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.7212/pr.7212. pdf [41] GutiĂŠrrez, Pedro Juan. (noviembre-diciembre 2004). Carpentier en los

otros.

2004,

de

La

Gaceta

de

Cuba

Sitio

web:

http://www.pedrojuangutierrez.com/Ensayos_ensayos_PJ_Sobre%20Ca rpentier.htm

126


BIOGRAFÍAS

127


MARÍA LAURA DECÉSARE

María Laura Decésare nació en Rufino, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1969. Reside en Buenos Aires. Estudió Ciencias de la Comunicación y es Técnica Superior en la Corrección de Textos. Publicó los libros de poemas: La letra muda (Ediciones del Dock, 2010), Vida de gatos (Ediciones del Dock, 2012 – reeditado en 2015) y Somos lo que damos (Ediciones del Dock, 2015), La hija menor (Colección Pez Náufrago, Ediciones del Dock, 2017). Integra la antología Décima Convergencia Internacional de poemas "JUNÍNPAÍS2011" (Ediciones de las tres lagunas, 2012). Sus poemas fueron publicados en revistas gráficas y virtuales de Argentina, Chile, México, Colombia y España; y en el periódico Día a Día News de los Ángeles (CA). Poemas del libro Somos lo que damos y La hija menor fueron traducidos al francés, portugués y al italiano.

Administra

el

blog:

La

letra

muda:

http://mldecesare.blogspot.com.ar/

128


ERNESTINA ELORRIAGA

Ernestina Elorriaga nació en Darregueira (Prov. Bs. As.) Argentina. Participó Encuentro de Poetas con la Gente, Cosquín; Feria Internacional del Libro de Córdoba, 2003; Festival Internacional Poesía de La Habana, Cuba, 2012; Palabras de Poeta, Escuela de Lenguas de la UNC- Córdoba; Encuentro de la Palabra, La Paz, Bolivia; Festival Internacional La Palabra, Ríosucio, Colombia, 2016; Festival Internacional de Medellín, 2017. Fue publicada en antologías y tiene inéditos libros de Poesía, y de Cuentos para niños. Ha recibido los siguientes reconocimientos: Tercer Premio de Poesía, Concurso Nacional Café de los Sueños, Córdoba, 1995. Primer Premio Poesía Concurso Nacional AIBA -Ayacucho -Buenos Aires, año 1996. Primer Premio Provincial de Poesía, Colegio Farmacéuticos de Córdoba, año 2000. Mención Concurso Nacional Abuelas de Plaza de Mayo, Buenos Aires, año 2002. Mención Premio de Poesía, Concurso Provincial

Luis de Tejeda-

Córdoba año 2003. Segundo Premio Poesía Concurso Jorge Barón Biza Feria de Arte, Córdoba – año 2003. 129


Tercer Premio, XIV Concurso Nacional de Cuento y Poesía Leopoldo Marechal -Morón-Buenos Aires, año 2008.

130


CARINA SEDEVICH

Carina Sedevich nació en Santa Fe en 1972 y vive en Villa María, Córdoba, Argentina. Es autora de los libros La violencia de los nombres (Fe de Ratas, Santa Fe, 1998), Nosotros No (Lítote, Santa Fe, 2000), Cosas dentro de otra cosa (Lítote, Santa Fe, 2000), Como segando un cariño oscuro (Llanto de Mudo, Córdoba, Argentina / Niña Bonita, Zaragoza, España, 2012), Incombustible (Alción, Córdoba, Argentina / Karakarton, Mallorca, España, 2013),

Escribió Dickinson (Alción,

Córdoba, 2014), Klimt (Suburbia, Gijón, España / Club Hem, La Plata, Argentina, 2015), Gibraltar (Dínamo Poético, Córdoba, 2015), Un cardo ruso (Alción, Córdoba, 2016), Cuadernos de Lolog (Postales Japonesas, Córdoba, 2017), Lavar a la madre (Buena Vista, Córdoba, 2017), Los budas y otros poemas (Eduvim, Córdoba, 2017) y Lejanas bengalas estallan (Del Dock, Buenos Aires, 2018). En breve aparecerá Bola de feno, la versión en portugués de Un cardo ruso, por Editora Moinhos, de Brasil. Parte de su obra ha sido editada en antologías y publicaciones literarias 131


de diversos países de Europa y Latinoamérica y traducida al italiano, al portugués y al mallorquín. Es licenciada en comunicación, especialista en semiótica, maestra en ceremonial, profesora de yoga y meditación.

132


ENESA MAHMIć

ENESA MAHMIć (Bosnia y Herzegovina, 1989) es escritora de viajes y miembro del PEN. Ha publicado cuatro libros de viajes y poesía. Su obra poética ha sido traducida al inglés, alemán, francés, italiano, esloveno, turco, albanés, y húngaro. Asimismo, ha sido incluída en diferentes antologías de narrativa breve y poesía como Social Justice and Intersectional Feminism, University of Victoria (Canadá), I am strenght (Estados Unidos), IFLAC antiwar and peace anthology (Israel), QUEEN Global voices of 21th century female Poets (India), Writing Politics and Knowledge Production (Zimbabue), Spread poetry, not fear (Eslovenia) We

refugees (Australia), Wood poets (Croacia), Le Voci della poesia (Italia), World for peace, World Institute for Peace (Nigeria), etc.

133


CARLOS PEREIRO

Carlos Pereiro nació en Sarandí en 1953. Publicó: Matar los perros (cuentos, 1983/86), Tres cuatros (nouvelle, 1990), El día para siempre (cuentos, 1995, 2º Premio Fondo Nacional de las Artes), El incidente (novela, 2003), El destino (novela 2006/2012/2018, 3º Premio fondo Nacional de las Artes, Finalista Certamen “Clarín” de novela). Fundó y dirige, desde 1989, Ediciones del Dock.

134


JULIO ANTONIO CORIGLIANO

Julio Antonio Corigliano nació en Buenos Aires en el año 1955 allí reside. Es Licenciado en Filosofía y Maestro. Ha publicado El juglar, el espejo y la fuente (cuentos), así como los poemarios Pequeña quietud de la hora y Luna ascendida sobre el bosque. Ha recibido el tercer premio internacional de poesía entregado por la revista española en formato digital, Katharsis por Entre las hojas del plátano. Ha publicado en la revista de la Universidad del Estado de México el artículo Poesía y silencio. (Hay versión digital). Del mismo, modo artículos filosóficos diversas revistas especializadas.

135


SACCAS

Saccas es el nombre artístico de Manuel E. González López. En una vida anterior nació en Buenos Aires, en 1964. Publicó dos libros de cuentos: Las ramas quebradas (2003) y Caballo negro (2007). Su cuento “La hermana” se publicó en la revista literaria El interpretador, en 2005; en el año 2011, el número 54 de PROSPEKTIVA RIVISTA LETTERARIA incluyó, traducido al italiano, su cuento “Besos en el aire”. Radicado en España desde el año 2003, vivió en las ciudades de Santiago de Compostela y Vitoria Gasteiz. Al margen de las cuestiones literarias, ha realizado extensos viajes en moto en los que ha recorrido España, Italia, Francia y Grecia. En su vida actual, reside en Barcelona y dirige Costanza Revista Literaria.

136


LUIS GARCÍA DE LA TORRE

Luis García de la Torre nació en la Ciudad de La Habana (Cuba) en 1973. Se graduó de Licenciado en Educación en la Especialidad de Español y Literatura (1991-1996) en el Instituto Superior Pedagógico “Enrique José Varona” de La Habana; y de Profesor de Castellano en la Universidad de Chile (2008-2010), en Santiago de Chile. Vive en el sur de América, cerca de la Cordillera de los Andes, desde el año 2004. En Cuba laboró como especialista de la Hemeroteca de la Casa de las Américas (1997-1998). Luego fue contratado por la directiva de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano como Coordinador y Director del Centro de Información y Publicaciones (1998-2004). En la actualidad se desempeña como Profesor de Lenguaje y Comunicación, Literatura y Escritura. Tiene publicado el poemario Rave Party (2001-2002) Ediciones Gran Teatro de La Habana y el libro de ensayos La Familia Loynaz y Cuba (Betania, 2017). Publica en diversos medios según le interesa. 137


LUIGI PIRANDELLO

Luigi Pirandello, Agrigento 1967-Roma 1936. Con su vasta obra ensayística, teatral y novelística es uno de los autores más importantes del del primer tercio del siglo XX, período en el que marcó uno de los puntos más altos del decadentismo. Se desarrolló desde el Verismo regionalista como punto de partida para arribar a una experiencia decadente y cosmopolita. Contribuyó al desarrollo de la novela moderna y a la destrucción de los esquemas del teatro tradicional, con audaces innovaciones. Sus primeras publicaciones fueron libros de poemas tales como Mal Giocondo, 1889 o Pasqua di Gea, 1891. Entre sus novelas se destacan L’esclusa, 1908; I vecchi e i giovani, 1913 y Uno, nessuno e centomila, 1926. Su obra teatral comprende cuatro etapas: un teatro siciliano (La ragione degli altri, 1915), teatro humorístico grotesco (La giara, 1917), teatro dentro del teatro (Seis personajes en busca de autor, 1921) y teatro de mitos (I giganti della montagna, 1937) Escribió cuentos que fueron reunidos bajo el título Novelle per un anno. El proyecto original era la redacción 365 cuentos, uno para cada día del año, que finalmente quedaron en 241, debido a la muerte del autor. A esta serie relatos pertenece El abanico. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1934. 138


COLABORACIONES: Costanza Revista Literaria publica textos de poesía, cuento y ensayo sin restricciones en cuanto a su extensión, generación de sus autores o tema. Quienes deseen enviar sus obras deben hacerlo, aclarando en el asunto del mensaje el género al que pertenece dicho texto, a la siguiente casilla de email: colaboraciones.costanza@gmail.com

139


PrĂłximo nĂşmero: marzo de 2019

colaboraciones.costanza@gmail.com


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