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VIENTO PACÍFICO
VIENTO PACÍFICO
Vitek Ludvik había planificado navegar por el océano Pacífico con Olivier Laugero y su familia y volar en algunas de las zonas espectaculares de la Polinesia Francesa. Pero cuando empezó la pandemia, se vieron en un confinamiento distinto.
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Texto y fotos de Vitek Ludvik
Aquí empieza mi historia. En 2007, conocí al renombrado fotógrafo de parapente Olivier Laugero mientras trabajaba en la Red Bull XAlps. Nos veíamos cada dos años en ese evento, hasta que la fotografía se convirtió en un inconveniente para Olivier. Empezó a ganar más dinero haciendo biplazas en Chamonix, así que lo visitaba cada dos años durante la carrera.
En 2019, fui a visitarlo nuevamente de regreso de Mónaco. Me mostró fotos de su cruce por el Atlántico en su velero Kagou. Hizo el viaje con su esposa Sophie y su hija Lou de un año. Me quedé impresionado. Cuando les dije que soñaba con cruzar el océano en velero, me ofrecieron ir con ellos por el Pacífico en marzo, desde las Galápagos hasta la Polinesia Francesa. No pude resistir.
A finales de verano, todo parecía muy distante. Después llegó Navidad, dos semanas de esquí de travesía en Japón, dos semanas en los Alpes austriacos y de repente tuve que hacer las maletas para ir al Pacífico. Olivier me llamó para pedirme que les llevara algunas cosas. Me dijo, que solo llevara dos camisetas, pantalones cortos y chanclas. No hacía falta el ala, tenía suficientes en el velero.
El plan estaba claro desde el principio. Nos turnaríamos al timón durante el cruce del océano y cuando llegáramos a la isla Nuku Hjiva en las islas Marquesas, volaríamos y tomaríamos fotos.
Las Galapagos llaman
El viaje hasta las Galápagos el 19 de febrero fue bastante fácil y pasé una noche en un banco del aeropuerto de Guayaquil. Desde ahí, volé hacia la isla Baltra en las Galápagos, después tomé una lancha hasta la isla Isabela para reunirme con el equipo.
Después de una hora saltando de una ola a la otra, llegué a la orilla. Había leones marinos holgazaneando en el muelle mientras pasaban lagartijas Galápagos intimidantes pero inofensivas.
Encontré a Olivier y a su familia sin problema. Este sería nuestro hogar las próximas semanas. En el velero, Lou se mudó a la cabina de sus padres y yo a la suya. Dentro de la cabina doble estrecha solo había espacio para una persona. El resto estaba ocupado con un paramotor y otros juguetes. De hecho, todo el bote estaba lleno de equipos: parapentes, dos biplazas, cometas, una piragua inflable, dos tablas de SUP y una de surf.
Los días siguientes, nadamos, surfeamos y pescamos mientras preparábamos el velero. Uno de los últimos días, navegamos hasta la isla de Santa Cruz y atracamos en la bahía de Puerto Ayora, que se llenaba con yates de Panamá que iban a cruzar el Pacífico, como nosotros. La temporada de huracanes recién terminó y era el momento ideal.
Salimos de Santa Cruz en la mañana del 29 de febrero y entramos inmediatamente en una rutina que no cambió en tres semanas.
Nos turnábamos para vigilar, cambiábamos cada dos horas con rondas con Lou de dos años. Quien estuviera vigilando debía observar lo que sucedía en el mar para no chocar con otro barco o con desperdicios en la superficie del océano. También había que ajustar las velas cuando cambiara la dirección o intensidad del viento.
Solo cruzamos a otro barco dos veces y ambas veces fue el mismo barco pesquero ecuatoriano y ambas veces pasó muy cerca. Es fácil imaginar que si nadie prestara atención sería fácil chocar con algo. Mantuve siempre los ojos abiertos.
Los días pasaron rápido. Cada tres días enviábamos y recibíamos correos electrónicos por teléfono satelital. Después de diez días en el océano, Olivier me despertó a las 4am. Había tenido noticias de su familia y amigos en Francia acerca de un cierre de fronteras y un desastre viral. Me sentí en una película de ciencia ficción.
Cuando salí de República Checa me pregunté, “¿Qué harías si no pudieras regresar?” Qué tontería. Tenía un pasaje de avión. No nos espera nada extremo. Lo único que me asustaba era Lou, de dos años, y por supuesto fue genial.
Pero cuando llegamos a mitad del cruce, seguimos recibiendo malas noticias. Era difícil imaginarse la situación. Hubo un momento en el que todos los aviones estaban en tierra.
Confinamiento
La tierra apareció en el horizonte la mañana del 19 de marzo. Esperaba emocionarme, pero la verdad es que no me faltaba nada en el mar.
Llegábamos a Fatu Hiva, la isla más al sur del archipiélago de las Marquesas. Estas islas sirvieron de inspiración para la obra del novelista estadounidense Herman Melville y fueron hogar del artista posompresionista francés Paul Gauguin y del cantante belga Jacques Brel, así que asumí que llegábamos a un paraíso al final del mundo. Pero no se parecía en nada a mi idea de cocoteros y playas de arena blanca interminables y lagunas azules enormes.
Nos esperaba una isla que salía del océano como una lagartija con púas, acantilados de 300m que llegaban hasta lo más alto de la meseta. Se veían algunas palmeras, pero ninguna playa de arena blanca. Solo acantilados y rocas llenas de arbustos. A mitad de camino, la cresta de la isla descendía a
media altura y se veían los techos de un pueblito. Anclamos junto a seis yates que habían llegado unos días antes y fuimos a la orilla.
Cuando amarramos el dinghy a un muelle de concreto, nos recibió un funcionario en una Toyota Hilux. Después de una conversación corta acerca del coronavirus, caminamos por una calle estrecha en busca de una tienda. Un granjero local nos acompañó y nos ofreció un paseo por su jardín. Luego de un kilómetro llegamos al lugar. Era un paraíso. Cocoteros, plátanos, pomelos, aguacates; llenamos dos carretillas.
Nos pusimos al día gracias a el y a su TV. Dos horas después, cuando regresamos al dinghy, el funcionario en la Toyota nos estaba esperando para decirnos que teníamos que regresar al velero y no volver a la orilla. Esa noche, el granjero vino en secreto en una lancha para traernos huevos, cocos y arroz, a cambio de una botella de coñac de ciruela.
�EXPLORANDO EIAO El Kagou y su tripulación se escapó del confinamiento y se dirigió a la isla deshabitada de Eiao en el extremo noroeste de las islas Marquesas. Pasaron tres semanas explorando la isla, conociéndola, hasta que finalmente volaron por su costa impresionante
La isla de Eiao
Tres días después, cuatro locales en pasamontañas empezaron a pasear por la bahía en un bote diciendo que debíamos irnos. No tenía sentido discutir y no había nada que esperar. Todos los botes anclados en la bahía se prepararon tranquilamente para zarpar. Una orden de las autoridades francesas decretaba que todos los botes provenientes del océano debían ir a Nuku Hiva, la isla principal de las Marquesas, o a Tahití, la isla principal de la Polinesia Francesa. Ahí, había que permanecer en cuarentena durante un mes. Junto dos tripulaciones simpáticas, canadiense y francesa, nos pusimos de acuerdo para ir a la costa oeste deshabitada de Nuku Hiva - donde originalmente habíamos pensado volar.
El bote francés y el canadiense ya habían anclado en una bahía deshabitada cuando llegamos. Estuvimos dos días sin ver un alma hasta que una tarde una familia llegó en una pickup. Los niños jugaron en las olas y los adultos hicieron una fogata y empezaron a asar una cabra salvaje a lo lejos.
Después de un rato, se acercó uno de los padres. Clode escuchó nuestra historia de expulsión y dijo que él también debería estar en casa, pero por el bien de sus hijos vino a esta playa retirada.
Más tarde, regresó con la camioneta llena de frutas y vegetales para nosotros. Nos contó que de vez en cuando llevaba a su familia de vacaciones, a medio camino de mar abierto en una lancha metálica a la isla deshabitada de Eiao, en el extremo noroeste de las Marquesas. Ahí, en esta isla hermosa y salvaje con acantilados de 500m, había construido un refugio sobre un acantilado. Ve, dijo, es el paraíso en la Tierra.
El viaje desde Nuku Hiva nos llevó doce horas. Llegamos justo antes del atardecer y encontramos dos botes más anclados en la bahía. Después de un poco de desconfianza inicial por parte de uno de los capitanes de un catamarán de lujo, nos dijeron que se habían escapado de la cuarentena en Nuku Hiva. Las condiciones eran insoportables, contó, había 70 botes en el puerto y no se le permitía a nadie saltar al agua. Zarparon de noche e ignoraron a los policías locales que les pedían que se detuvieran.
Su experiencia nos convenció de no navegar a Tahití y convertirnos en piratas, burlar la ley y arriesgarnos a que nos dieran una multa de varios miles de euros por quedarnos. No había nadie que pudiéramos infectar o infectarnos.
He viajado mucho, creo. No recuerdo que me haya hecho falta mi hogar. Todo lo contrario. Siempre alargaba el viaje una o dos semanas. Pero ahora, sin poder volver a casa ni a Europa, entendí que siempre había viajado de vacaciones.
Durante los primeros dos días en la bahía, parecía que no nos quedaríamos mucho tiempo. Llegar a la orilla era complicado entre piedras y olas, tenso para todos y ni hablar de la madre y la niña. Pero los humanos se acostumbran a todo, así que después de unos días de escalada, no era grave. Las tripulaciones se convirtieron en una comunidad funcional y nos empezó a gustar.
Pasamos una semana explorando la isla. Clode nos había dicho que había un limonero, cocoteros y un naranjo. Pero nos costó encontrar las frutas; nos llevó una semana descubrir los limones y dos las naranjas.
Dar una vuelta implicaba primero escalar 400m por un acantilado empinado sobre la bahía. El sendero entre los arbustos era casi imposible de interpretar, pero después de una semana lo marcamos con hitos. El tercer día, descubrimos una antigua base militar francesa - Francia planificó pruebas nucleares aquí en la década de 1960. Espantamos a unas cabras, ovejas y cerdos negros.
Por suerte, descubrimos uno de los lugares donde los polinesios extraían piedras para producir puntas de flechas, pinchos y otras herramientas. Las excavaban ahí y ahora se encuentran en Tuamotu, Tahití y las islas Cook, Hawaii y Nueva Zelanda.
Cuando cruzamos al barlovento llegamos a un acantilado enorme y encontramos un claro de hierba pequeño. El despegue perfecto.
Pasaron los días. En la mañana, habíamos yoga en la orilla, después desayunábamos y volvíamos a la orilla a recoger cocos o caminar. En uno de los
botes de la bahía había buen internet y por tanto, previsión meteorológica. Un día, cuando vimos la previsión, había un cambio del usual viento fuerte y vimos que venían tres días de buen clima.
Vuelo en Eiao
Al día siguiente, nos despertamos y estaba soleado y había poco viento. Olivier tenía dos monoplazas y un biplaza nuevo. Tenía un arnés ligero para él y uno viejo para mí. Lamentablemente, después de varios años en el mar se habían dañado las hebillas de aluminio - estaban oxidadas y faltaban algunas. Además, no tenía paracaídas y el ala que iba a volar era muy pequeña, estaba 10kg sobre el máximo. Súmale a eso seis meses sin volar debido a una fractura de tobillo y terreno desconocido. Todo estaba mal.
Subimos a la colina. Las condiciones estaban casi perfectas. Viento suave y nubes esponjosas a 500m. Había fragatas remontando en frente. En pocos minutos, estábamos en el aire. Volé como pájaro.
La isla tiene unos 8km de largo con un acantilado de 500m que va casi de un extremo al otro. El acantilado se inclina en ambos extremos de la isla y tiene unos 550m en el centro. A unos dos tercios de la línea costera debajo de la ladera había una playa rocosa y a un tercio de su longitud las paredes caían directamente al océano. No se podía aterrizar.
El sol calentaba directamente la pared sureste de la isla, por lo que ya había térmicas desde las 10am. Remontamos con las fragatas hasta mil metros, desde donde podíamos ver toda la isla y la bahía donde habíamos atracado. Volamos de un lado al otro, pasando por acantilados enormes sin aterrizajes. Fue emocionante. Lográbamos ver los lugares que habíamos explorado en la isla.
Después de aterrizar en el despegue, estábamos emocionados. El vuelo no pudo haber estado mejor. Para mí, fue como un cuento de hadas después de tanto tiempo sin volar.
Tuvimos que esperar unos días para volver a volar. Había más viento y más térmicas, pero estaba bien para mí - tenía un ala más pequeña, por lo que subía mejor. Jean el canadiense se anotó como pasajero de Olivier ese día. Volé junto a ellos y les tomé fotos. Jean estaba emocionado. Eran muchas experiencias juntas mientras la mitad del mundo estaba encerrado. Y nosotros, en un ambiente perfectamente estéril, teniendo una aventura que no habría sucedido si no nos hubieran obligado a quedarnos.
Vuelo en Nuku Hiva
Unos días después del segundo vuelo, nos enteramos que pronto terminaría la cuarentena en Nuku Hiva. El plan original era navegar y volar ahí, así que decidimos irnos de la salvaje y hermosa Eiao. Zarpamos antes del anochecer y llegamos a Taiohae, Nuku Hiva, a la mañana siguiente, donde más de 70 yates habían estado atracados todo el mes. Afortunadamente, las reglas eran menos estrictas y las tripulaciones podían moverse libremente, por lo que los ánimos mejoraron.
El despegue oficial en Nuku Hiva se encuentra a 830m y tiene una vista magnífica de toda la costa sur. Para llegar, hay que hacer dedo y caminar unos 10km. Solo viven 3000 personas en Nuku Hiva, por lo que fue fácil hacer dedo.
Nuevamente, el despegue era perfecto: una ladera de hierba debajo de la cumbre con una antena. En la cara sur, había un acantilado de 100m y del otro lado, una ladera con helechos y árboles.
El vuelo en Nuku Hiva es térmico, no dinámico como en Eiao. Y a pesar de que las condiciones no eran fuertes, nos divertimos. El aterrizaje está en la playa, en una zona muy pequeña, pero contra el viento, nada difícil. Nos reímos mucho y después caminamos por la carretera de tierra hasta el puerto para comprar cervezas caras y brindar.
Después de dos meses y medio, era hora de partir. Me tomó dos semanas encontrar un barco de carga que me llevara a Tahití y tres más para regresar a Europa y a casa.
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