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El taller como lugar del juego del arte por Alfons Freire

El taller como lugar del juego del arte

Alfons Freire Coordinador de Tantas Imaxes y Espazo CUBO

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IG: @alfonsfreire

Para pensar el taller podríamos utilizar una de las muchas imágenes que nos ofrece nuestra tradición cultural. Desde la chora —el espacio originario— donde un demiurgo crea el mundo sensible como imagen de mundo inteligible y que aparece en el Timeo de Platón1, un diálogo abstruso y difícil, escrito en la vejez del filósofo, hasta el parergon —el marco-membrana— que utiliza Derrida para escribir, también de forma abstrusa y difícil, sobre la pintura desde sus márgenes.2 También podríamos utilizar alguna de las mútiples imágenes de un Borges preocupado por alcanzar el infinito con su prosa como es el caso del Aleph3 o, por supuesto, desarrollar la figura del heterotopos de Foucault, que ya se ha mencionado en diversas ocasiones en este mismo cuaderno.4

Sin embargo, la idea de juego siempre me había parecido una imagenmetáfora muy efectiva y rica para entender el quehacer artístico y, por lo tanto, para acercarse a la comprensión del papel del taller, como espacio donde tiene lugar el juego del arte. Recuerdo haber trabajado la cuestión hace ya muchos años. Había leido un par de libros clásicos sobre la noción de juego. Obras que tienen muchos años pero que, curiosamente, con todas sus deficiencias históricas, todavía tienen una cierta vigencia de punto partida en la actualidad. Se trata de Homo Ludens (1939) de Johan Huizinga, reeditado en castellano una y otra vez, y Los juegos y los hombres de Roger Caillois, publicado veinte años después (1958) y que no ha tenido tanta suerte en ese sentido, por lo

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4 Platón, Timeo. Gredos, Madrid, 1992. Derrida, Jacques, La verdad en pintura, traducción de María Cecilia González y Dardo Scavino, Paidós, Barcelona, 2001. «Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.» Jorge Luis Borges, El Aleph «Ahora bien, entre todos esos lugares que se distinguen los unos de los otros, los hay que son absolutamente diferentes; lugares que se oponen a todos los demás y que de alguna manera están destinados a borrarlos, compensarlos, neutralizarlos o purificarlos. Son, en cierto modo, contraespacios. Los niños conocen perfectamente dichos contra-espacios, esas utopías localizadas: por supuesto, una de ellas es el fondo del jardín; por supuesto, otra de ellas es el granero o, mejor aun, la tienda de apache erguida en medio del mismo; o bien, un jueves por la tarde, la cama de los padres. Pues bien, es sobre esa gran cama que uno descubre el océano, puesto que allí uno nada entre las cobijas; y además, esa gran cama es también el cielo, dado que es posible saltar sobre sus resortes; es el bosque, pues allí uno se esconde; es la noche, dado que uno se convierte en fantasma entre las sábanas; es, en fin, el placer, puesto que cuando nuestros padres regresen seremos castigados.» De la conferencia radiofónica pronunciada por Michel Foucault el 7 de diciembre de 1966 y titulada Utopias y heterotopias.

Bottega de Tintoretto

menos en lengua castellana.5 Los dos autores reflexionan sobre el juego y coinciden, a pesar de sus múltiples discrepancias, que una de sus características más esenciales es que es improductivo, es decir, que el juego no genera nada exterior a sí mismo. No produce. Por eso, al inicio de su libro, Caillois dice claramente que el arte no es un juego. La suma de las pérdidas y las ganancias del juego dan un resto igual a cero. Ese es, para él, el auténtico juego, un ámbito cerrado que se consume en sí mismo. Por supuesto, que el juego tiene consecuencias sociales o culturales más allá de él, pero «eso» ya no es juego, y pervierte su misma imagen. Callois pone el ejemplo de los futbolistas que cobran por su trabajo, en ese caso ya no juegan al fútbol, trabajan el fútbol, por así decir. En definitiva, el Homo ludens se opone al Homo faber.

En una posición opuesta y anterior en el tiempo, el juego es un concepto fundamental en la filosofía de Schiller, el dramaturgo y poeta alemán, precursor del Romanticismo. Schiller fue muy prolífico en el campo del ensayo. Sus reflexiones sobre la estética son de un nivel extraordinario y, en el centro de todo ello, encontramos una teoría del juego. En sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, que tienen un carácter revolucionario y emancipador, Schiller nos advierte de que «el ser humano sólo juega cuando es libre en el pleno sentido de la palabra y sólo es plenamente hombre cuando juega».6

Por lo tanto, tenemos dos tradiciones opuestas sobre la relación del juego con la actividad artística. Una, más moderna, que niega toda vinculación y otra,

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6 Huizinga, Johan, Homo ludens, Alianza Editorial; Caillois, Roger, Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo, Fondo de Cultura Económica, México. Schiller, Friedrich, Cartas sobre la educación estética de la humanidad. Hay una bella versión en El acantilado.

antecesora del Romanticismo, que equipara juego y arte.7 No tomemos partido y avancemos un poco más.

La idea intuitiva del juego Parece evidente que todos tenemos una noción, aunque sea intuitiva, de lo que es jugar, porque, en mayor o menor medida, todos hemos jugado y seguimos jugando. Tenemos, sin ninguna duda, un conocimiento de primera mano. Hemos experimentado lo que es jugar y, por lo tanto, si el tema que estoy tratando es el juego, todos ya tenemos algo qué decir al respecto. Todos hemos jugado y seguramente jugamos.

También parece evidente que, de una manera general, podemos considerar que el juego se opone a la seriedad, al trabajo productivo, al rendimiento económico y a todos esos objetivos que marcan de forma, incluso perentoria, nuestra manera de vivir, tal como nos decían Huizinga o Caillois. La expresión «no estoy para juegos» nos indica inmediatamente que nuestro interlocutor se toma el asunto que estamos tratando de una forma seria y que espera una respuesta parecida de nuestra parte. Y, por lo tanto, aquí se podría sacar la conclusión de que si que hay una afinidad entre el juego y el arte, entonces el arte no es algo serio. En consecuencia, para evitar esta derivada sería mejor pensar que el juego y el arte no tienen nada que ver, ya que muchos defenderán que el arte es algo serio.

Pero, a pesar de que el juego no forma parte de esa vida seria, jugar es algo serio. Metidos en el juego, cualquier juego, se toman las cosas con intensidad. Se aceptan las reglas sin cuestionarlas y se actúa en consecuencia. Podemos decir que no hay reflexión, no hay crítica. Incluso se da una situación ambivalente en la que, aun sabiendo que estamos jugando y que nos movemos en el territorio del «como si», por lo tanto, fuera del «mundo real», actuamos en ese momento «como si» ese mundo real, en realidad, no existiera. Nos volvemos anfibios en esa duplicidad del doble «como si». El niño usa un palo como si fuera un caballo como si no supiera que es un palo.

El fenómeno del juego se nos presenta como un suplemento de la «verdadera vida». Algo que pertenece al mundo infantil y que luego se va perdiendo, porque maduramos, y al que únicamente se vuelve en determinados momentos, en paréntesis cada vez más alejados y menos convincentes.

7 Aquí dejo de lado toda la tradición hermeneútica alemana que, influida por la fenomenología, ha dedicado grandes páginas al tema del juego. Me refiero especialmente a Eugen Fink, El juego como símbolo del mundo (no hay versión en castellano) y a George Gadamer en algunas páginas del clásico Verdad y método (Sígueme, Madrid). Así como el artículo seminal de Martin Heidegger El origen de la obra de arte (la última de una buena serie de traducciones es la de Arturo Leyte Coello y Helena Cortés Gabaudan, publicada por La Oficina de arte y ediciones). «Play is a fundamental phenomenon of existence, just as primordial and independent as death, love, work and ruling, but it is not directed, as with the other fundamental phenomena, by a collective striving for the final purpose. It stands over and against them, as it were, in order to assimilate them to itself by portraying them.» Eugen Fink

La reina egipcia Nefertari jugando al senet. Pintura en su tumba (siglo XIII a. C.).

Resumiendo: el juego no es serio, no es obligatorio, no es auténtico, es un mero capricho, y no tiene propósito. Esta visión, sin embargo, solo es posible «fuera» del juego ya que para el jugador, como he indicado, sí que hay un propósito, un objetivo. El interior del juego está lleno de autenticidad, obligación y seriedad. La diferencia es ese «dentro»: sólo en la misma lógica del juego se da ese propósito. Nos encontramos aquí pues con las categorías dentro/fuera como si estuviéramos de nuevo en Barrio Sésamo.8 Al jugar el juego se crea un espacio imaginario y simbólico dentro del espacio físico real. Podríamos decir que se crea un mundo. Ese mundo es el contenido y, entonces, el taller es el continente. Nos acercamos ya algo al centro de lo que es el motivo de este número de Tantas Imaxes.

Las partes del juego Si rememoramos nuestro propio juego infantil u observamos el juego de los niños, nos percatamos de la existencia de una serie de componentes que estructuran las condiciones de posibilidad de lo que sería el propio juego. Por

8 En este sentido, el libro Hiding Making/Showing Creation. The Studio from Turner to Tacita Dean avanza en esa duplicidad del dentro y fuera del taller. El artista, al considerarse un materializador de ideas y no un artesano que trabaja con las manos, se oculta dentro de su taller. La obra, sin embargo, tiene que exponerse, mostrarse, para poder continuar con la lógica económica. Como señalaré más adelante: el trabajo del artista, su obra, es una cosa dentro y otra muy distinta fuera del taller, aun siendo la misma. La obra se trasmuta para convertirse inevitablemente en mercancía. En ese sentido, espero poder poner en marcha un número de estos cuadernos con el título: ¿Arte o mercancia? para estudiar las tensiones que habitan en este binomio. El libro que cito fue editado por Rachel Esner, Sandra Kisters y Ann-Sophie Lehmann y publicado por Amsterdam University Press en 2013. Se puede encontrar una versión digital por capítulos en la web www.jstor.org

El estudio de Francis Bacon.

un lado, descubrimos diferentes elementos físicos más o menos abundantes. Hay un espacio dentro del cual se juega el juego como acabamos de observar. Este espacio puede ser de características muy diferentes, un lugar concreto o un tablero, pero su condición inicial es que marca unos lindes más o menos claros, un dentro y un fuera, del que hablaba hace un instante. Además se dan unos objetos físicos con los cuales jugar, estos elementos se manipulan dentro del espacio del juego y tienen una clara carga simbólica, es decir, tienen un valor concreto o significado dentro de ese mundo. Ocupan una posición. El tercer elemento, junto con el espacio de juego y los objetos, pero en un plano alejado del mundo físico, son las normas inherentes al propio juego que marcan, con más o menos claridad, una serie de relaciones. Esas relaciones son inicialmente a) los límites del espacio lúdico —el dentro y el fuera—, b) los valores estáticos de los objetos del juego, su aspecto y su ubicación física, imaginaria y simbólica en el juego y c) los valores dinámicos que marcan las reglas de relación e intercambio con el resto de objetos.

El último elemento del juego es, naturalmente, el jugador o jugadores. Habitualmente la figura del jugador se acepta acríticamente como sujeto. En este sentido, se sobreentiende una jerarquía muy tipificada en la que el jugador es la parte activa del juego, un agente, y el resto de los componentes —tablero, piezas y normas— son la parte pasiva. Me gusta pensar que eso no es así exactamente, especialmente en el juego infantil. En el espacio, los objetos o las normas son maleables, tienen una plasticidad extrema, pero también el jugador que se deja alterar jugando. Es por ello que hay que considerar a todos los elementos que hacen posible el juego como agentes y no solo al jugador. En muchos casos, los objetos del juego o las normas son los que marcan ciertas derivas y cambios en lo que se está jugando. La dureza de un material o la aparición accidental de un nuevo objeto impulsan al jugador en una nueva dirección. Por lo tanto, es imprescindible aceptar una dinámica activa de todos los componentes del juego. Desde el espacio hasta el jugador.

Johannes Vermeer, De Schilderkunst, 1666. Kunsthistorisches Museum, Viena (Austria)

Si tomamos como referencia un juego clásico como el ajedrez, los diferentes componentes del juego están claramente fijados y son inamovibles, pero nos han de servir para visualizar esas condiciones de posibilidad del juego con una mayor claridad. Tenemos, pues, un espacio (el tablero), unos objetos físicos (las piezas), unas normas (el valor de las piezas, sus movimientos, las relaciones entre ellas y el objetivo del juego). Finalmente, tenemos dos jugadores que, utilizando todos estos componentes, se incluyen dentro de ese mundo especial, ajeno al mundo general, y que aceptan ese tablero, esas piezas y esas normas como algo aislado y coherente en sí mismo. Lógicamente, el ajedrez es improductivo en el sentido que señalábamos al principio: no genera nada, no tiene un rendimiento tangible externo, en definitiva, no produce una mercancía. Por supuesto que una partida entre dos grandes jugadores reconocidos mundialmente va a generar una expectación y un buen movimiento económico pero eso, creo que estaremos de acuerdo, son consecuencias que no están en el mismo juego, sino más allá de él. Que todo acaba siendo mercancía es evidente, y quizás podemos ahora reivindicar precisamente que el juego es una acción revolucionaria al poner en cuestión básicamente el beneficio económico. El juego del arte En el caso del quehacer artístico vemos que es inevitable aplicar esa visión del juego. Por un lado, tenemos un tablero que sería el espacio físico, el espacio circundante que permite el propio juego. A ese espacio lo podemos llamar taller y con ello vamos mucho más allá de una construcción amplia, bien iluminada y con un uso específico. El taller puede ser simplemente una mesa o un espacio exterior. En ese espacio habitan las piezas físicas como pueden ser determinados utensilios, herramientas, soportes, tintes o medios que el artista utiliza. Finalmente existen unas normas que, en este caso, como en muchos casos del juego infantil, genera el propio jugador y que pueden ser más o menos estrictas, más o menos cambiantes, en función del propio existir del juego.

El artista se instala dentro de ese espacio, lo habita, y juega. Y ese juego produce una obra, un resultado. Tangible o no, efímero o persistente. El arte como juego se sitúa, pues, más allá de la valoración que luego pueda tener ese «excedente» del juego, la obra. Todavía no es mercancía. En el juego de la actividad artística el mecanismo del doble «como si» funciona como un reloj. Genera un mundo más allá de la realidad real, una ficción, encapsula al jugador que sabe que está jugando pero que hace «como si» no lo supiera. ¿Estamos delante de un simulacro? Ciertamente. Pero un simulacro que se aleja de las reflexiones de Baudrillard respecto a ese sujeto o a la misma condena platónica.9

9 Baudrillard, Jean, Cultura y Simulacro (1978). Editorial Kairos, Barcelona. Platón, El sofista, Gredos, Madrid, 1992.

Thomas Eakins. The Chess Players, 1876. Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

El simulacro que genera el juego va en la dirección contraria. Crea alternativas, nuevas visiones y no lo mueve el engaño o la falta de verdad. Es un simulacro que va más allá de la evidente verdad. De aquella que se nos presenta ante los ojos (e-vidente). De aquella que se instaura en la tecnociencia.

Y, como decía, todo esto tiene lugar en el taller. Un espacio que, como anunciaba en la presentación, puede ser físico, pero que es, sobre todo, imaginario y simbólico. Un espacio performativo que interactúa con el artista en una relación de ida y vuelta.10 Para acabar con otra imagen-metáfora que también le convendría a este taller como espacio performativo, podríamos recoger el concepto de nicho, tal como lo tematiza el biólogo chileno Humberto Maturana11. Así el taller sería un ejemplo fascinante de autopoiesis.

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11 Consultar Pérez Jiménez, Ruth, El taller del artista como entorno performativo de la obra. www.hipo-tesis.eu | 2018 | ISSN 2340-5147. En este artículo la autora reflexiona sobre el ejemplo de cuatro talleres Piet Mondrian, Kurt Schwitters, Louise Bourgeois, Anselm Kiefer Quizás el libro más conocido de Humberto Maturana y de su discípulo Francisco Valera sea De maquinas y seres vivos. autopoiesis: La organizacion de lo vivo en la editorial Lumen Humanitas. Las reflexiones de estos dos biólogos, al margen de iniciar nuevas vías en su especialidad, son fundamentales para campos tan diversos como la ética o la misma práctica artística.

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