8 minute read
heCho hIsTórICo
El Carnaval y los bailes de máscaras en el siglo XVIII
Las ciudades europeas vivían durante el Carnaval un frenesí de bailes de disfraces en los que todo estaba permitido
Advertisement
Los muchos viajeros que llegaban a Venecia en la época de Carnaval –un período que en la república de las lagunas duraba varios meses– quedaban asombrados por el uso generalizado de las máscaras. El francés De Brosses escribía en 1738: «Durante seis meses todos los venecianos van con máscara, incluso los sacerdotes, el nuncio o el guardián de los capuchinos; un cura no sería reconocido por sus feligreses si no llevara la máscara en la mano o sobre la nariz». Se decía que hasta había madres que ponían un antifaz a sus bebés. Todos iban de esa guisa por las calles, a las casas de juego, a los teatros y también a los bailes que algunos particulares organizaban y que constituían una de las diversiones más concurridas. La moda de las máscaras se difundió por toda Europa, sobre todo en la forma del baile de máscaras. En París, desde principios del siglo XVIII, el Carnaval se convirtió en una sucesión de bailes de disfraces que daban diversión a miles de personas durante noches enteras. Así lo certifica Joachim Christoph Nimeitz, un alemán que cuando tenía unos 30 años pasó una temporada en París, poco antes de la muerte de Luis XIV en 1715 y a principios de la Regencia del duque de Orleans (1715-1723), una época en la que el país vivió una explosión de alegría y hedonismo tras las continuas guerras que definieron el reinado del Rey Sol.
Salones abarrotados
Nimeitz explica que los grandes aristócratas organizaban en sus palacios espléndidos bailes a los que asistían cientos de personas, a veces miles, todas con máscara y los más variopintos disfraces. En 1714, por ejemplo, el duque de Berry ofreció bailes a lo largo de tres meses, en los que «todo era majestuoso: la música, los refrescos, las confituras, el servicio. Había más de 3.000 máscaras, entre ellas el duque y la duquesa, todos los príncipes, princesas y otros grandes
anonimato totaL
lOs venecianOs idearon un completo atuendo para embozarse, llamado bautta. Estaba compuesto por un capote negro de seda o terciopelo, provisto de una capucha; por una máscara (el volto) también de seda o terciopelo, o bien de cartón, y por un sombrero de dos o tres picos.
BRIDGEMAN / ACI
baile de máscaras
durante el Carnaval en la mansión de una familia de la nobleza francesa en el siglo XVIII.
señores de la corte y gran número de los principales habitantes de París. Duraban hasta el amanecer». Otros bailes eran los que organizaban el duque de Borbón-Condé, el príncipe de Conti, la duquesa de Maine, el embajador de Sicilia y el de España... El embajador español era el duque de Osuna, y ofrecía bailes dos veces a la semana, en lo que gastó «sumas inmensas».
En algunos bailes el acceso era libre, de modo que las salas estaban abarrotadas. En otros se requería invitación o bien se cerraban las puertas cuando el recinto se llenaba. Como estos bailes particulares no colmaban la demanda de
diversión de los parisinos, el duque de Orleans aprobó la creación de un baile público en 1716, el «baile de la Ópera», llamado así porque se celebraba en el teatro de la Ópera. El edificio se habilitaba elevando el parterre para ponerlo a la altura del escenario; así, la capacidad era muy superior a la de los palacios. Durante la temporada de Carnaval había baile de la Ópera tres días a la semana –lunes, miércoles y sábado– y la entrada costaba un escudo. La gente derrochaba inventiva para la elección de las máscaras y los disfraces con los que acudía a los bailes. Al luterano Nimeitz aquello le sorprendía
Fiesta de disfraces en una casa particular
el óleO reprOducidO sobre estas líneas, de autor anónimo, muestra una fiesta de disfraces en la casa de una familia noble francesa a principios del siglo XVIII. Los participantes han elegido vestirse al modo de los personajes de la commedia dell’arte, las compañías de actores italianos que tenían entonces un enorme éxito en Francia. En el centro de la sala vemos a arlequín, con su característico vestido de rombos multicolores y máscara negra y empuñando un bastón, y a su amante cOlOmbina, con la máscara en la mano. Por la puerta del fondo entra una arlequina y por la de la izquierda Scaramuccia o scaramOuche, con su típica guitarra. Cerca de éste, hablando a una dama, está pierrOt, con vestido blanco, y a la derecha el dOctOr, de negro y con gorguera, apoyándose en el regazo de otra dama.
en la nOche del 25 al 26 de febrero de 1745 tuvo lugar en el palacio de Versalles un fastuoso baile de Carnaval, organizado por Luis XV en ocasión de la boda entre el Delfín y la infanta María Teresa de España. El evento se desarrolló en varias salas del palacio, entre ellas la galería de los Espejos y el salón de Hércules, y reunió, según las crónicas, a unas 1.500 personas; cualquiera que llevara una máscara en la mano era admitido. Se lo llamó bal des ifs o «baile de los tejos», por las figuras de estos árboles que algunos llevaron como disfraz. El baile se hizo célebre porque allí se produjo el «flechazo» entre Luis XV y la joven JeanneAntoinette Poisson, futura marquesa de Pompadour, que se presentó disfrazada de pastora y dejó caer seductoramente su pañuelo ante el rey.
baile de los tejos. grabado por nicolas cochin. Pierrot Tejos
sobremanera: «Aquí tienen libertad de presentarse con todo tipo de máscaras, los hombres con vestido de mujeres, las mujeres con vestido de hombres; con máscaras de todos los países, de todas las edades, de todas las clases, por muy extrañas y absurdas que sean. Aquí todo está permitido, y cuanto más rara sea una máscara, más se la admira». A falta de un disfraz extravagante se llevaba el dominó, un vestido talar con capucha que cumplía la función de ocultar la identidad. Los bailes empezaban a estar animados a medianoche y se prolongaban hasta la salida del sol o más allá. Las salas estaban profusamente iluminadas; la sala de la Ópera contaba con decenas de lámparas, además de candelas y farolillos en los bastidores y pasillos.
Salas abarrotadas
En la Ópera, la orquesta, de treinta músicos, se repartía a ambos extremos de la sala, después de tocar juntos una sinfonía para dar inicio al baile. Se bailaban las danzas de moda en la época: minué, gavota, contradanza... Pero no sólo se bailaba. Como comenta Nimeitz, «durante toda la noche hasta el amanecer,
Los bailes empezaban a animarse a medianoche y se prolongaban hasta la salida del sol o incluso más tarde
la gente se divierte. Unos bailan, otros se quedan sentados y charlan, algunos van a tomar un refresco, otros se ocupan de mil maneras».
De hecho, a menudo debía de resultar muy complicado dar un paso de baile en salas que estaban llenas a rebosar. El mismo Nimeitz dice de un baile que «el número de máscaras era tan considerable que apenas podía uno moverse en las salas. Nos teníamos que quedar quietos allí donde nos encontrábamos, y las máscaras que querían bailar no tenían espacio. Uno se consideraba afortunado si podía atrapar una copa de licor o algún otro refresco en el bufé». Aun así, a la gente le gustaba el apelotonamiento. Entrado el siglo XVIII, el cronista Louis-Sébastien Mercier escribía: «Se considera que un baile es muy bueno cuando a uno lo aplastan; cuanto más tropel, más se felicita uno al día siguiente por haber asistido». Las mujeres, según Mercier, no se incomo-
Parejas bailando Cabezudos
Turco Bruja
p ALAIS / RMN-GRAN ÈLE BELL ot h MIC
daban por ello, al contrario: «Cuando la muchedumbre es considerable, las mujeres se arrojan a las idas y venidas, y sus cuerpos delicados soportan muy bien que los compriman en todos sentidos en medio de la multitud, que ya permanece inmóvil, ya flota y rueda».
Confusión y desenfreno
Los bailes de máscaras contaban con un servicio de vigilancia. El duque de Berry, por ejemplo, en los bailes que organizaba tenía a sus guardias «toda la noche con las armas en mano, tanto para desfilar como para impedir los desórdenes». En cambio, otros descuidaban este aspecto y entonces sucedían «cosas horribles», decía Nimeitz. Por temor a estos incidentes las mujeres acudían siempre acompañadas, aunque no necesariamente por sus maridos o prometidos. Gracias a la máscara cualquiera podía aventurarse en un baile sin temor a ser reconocido, en busca de las emociones que se asociaban con el Carnaval. Las diferencias sociales no importaban, aunque, según Mercier, los gestos y el modo de hablar delataban la clase social de cada uno, al menos entre las mujeres: «Las mujerzuelas, las duquesas y las burguesas se ocultan bajo el mismo dominó, pero se las distingue; se distingue mucho menos a los hombres; lo que prueba que las mujeres tienen en todo matices más finos y más caracterizados».
Los bailes de máscaras daban pie a toda clase de aventuras galantes. Nimeitz cuenta el caso de un hombre que, «queriendo un día buscar fortuna en un baile, abordó a una máscara que no conocía ni por el vestido ni por el habla». Era su propia mujer, que había cambiado de disfraz y de voz e iba también en busca de una aventura. Sin reconocerse, ambos prosiguieron la intriga hasta que «los dos tuvieron motivo para reprocharse mutuamente su infidelidad».
En 1781 un incendio arrasó el teatro de la Ópera, lo que obligó a cambiar la sede del gran baile de máscaras de Carnaval. Al estallar la Revolución Francesa en 1789, las máscaras fueron prohibidas y se rompió la tradición de los bailes de Carnaval. Éstos volverían en 1799, pero, según algunos contemporáneos, ya sin el espíritu festivo de décadas anteriores: «La gente no bailaba; se paseaban platónicamente al son de una música que no escuchaban demasiado. La Revolución había dejado en los espíritus un talante grave que dominaba los caracteres hasta en los momentos de recreo». También se perdió la mezcla social: sólo aparecían hombres y mujeres «de la mejor sociedad».
alfonso lópez
historiador