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Introducción

Años antes del museo, era un taller artesanal que pegaba estampas de iconos, eran días de ecumenismo, eran noticias de guerra en Yugoslavia, eran una religiosa iconógrafa pasando calamidades en su ermita y eran inmigrantes sin papeles discípulos de Ilie Bobaianu (el maestro iconógrafo más grande con que hemos compartido mesa, el más cercano en la nueva iconografía a la sensibilidad paleóloga), eran también tiempos de poder echar una mano a monasterios con talleres o escuela de iconos y sin dinero para retejar sus iglesias o pagar gasoil a su tractor.

Con todo aquello, un hombre –junto a muchos otros– bueno y obispo de Barbastro, don Ambrosio, dispuso este cielo de sitio y santuario que entonces dormitaba abandonado a almacenaje de cochambre, a goterones y pedradas de zagales, para un uso reparador. Del cariño nació (por san Fermín del 98) este museo pobre y para los pobres.

Nos parece que, a la sombra de la divina cuestión del “Caín dónde está tu hermano” –se formule como se formule–, los iconos ponen en evidencia cuánto valen nuestras vidas si las de quienes sufren no valen nada. Por eso sus trazas no pasean por el malestar y las derrotas como estética capaz de recuperar los usos de otro tiempo o de escondernos entre la añorada gloria y disculpar desatenciones a los que gritan de vergüenza y callan por pobreza.

Página izquierda, vista del santuario de la Virgen de la Peña; abajo, Museo de Iconos con la imagen del “Treno” o llanto por Cristo muerto

Nos preocupa decir que los iconos celebran la materia y su cotidianeidad al tiempo que van desvelándolas “preñadas de eternidad”. Que estas imágenes despiertan y alteran nuestra perspectiva con la inusitada luz que “brilla en las tinieblas”, que transmiten la revelación –el misterio oculto antes de los siglos– del Logos encarnado para darnos a conocer y movernos a hacer crecer nuestra participación en la naturaleza divina; aunque no sea más, decir.

A semejanza de las parábolas del nazareno, que podrían no pasar de cuentitos orientales si borramos el calvario y las santas mujeres, los iconos se quedan en solo tablas coloreadas; si “vemos Su rostro y escuchamos Su voz” podemos ir y podemos también predicar (las más de las veces ese “ir”, o dar de comer a los hambrientos e increpar a los hartos, ya lo es).

En este museo parroquial predicamos a partir de los iconos que los encarnizados esfuerzos por una humanidad fraterna, solidaria, transfigurada, o salada y fermentada a la manera de Jesús, son nada si su horizonte no mira (no va de cara) a “los traspasados”.

Abolir las crucifixiones de cada día es inseparable de orar el pan a diario, canturrear el Credo sin bailar en las cunetas es casi desdecirse, solo por eso ya no subrayamos tanto desproporción, hieratismo, rigidez, compostura, crudeza, irrealidad, de los iconos sino la realidad de los despojados, de los que ni dan la talla de nuestras espectativas ni soportamos mirarles a la cara. Sus imágenes, su palabra dada, coinciden con las imágenes evangélicas. No nos abonamos al prestigio de artistas ni a relevancia de escuelas o encomio de naciones, los reconocemos si se precisa pero el incienso en estas salas, básicamente, concelebra con el olor de los pobres reunidos. Festeja la Transfiguración.

No proponemos respuestas, la incertidumbre acompaña a los iconos como las lamparillas, pero animamos a agudizar la mirada para escuchar -se formule como se formule- la divina cuestión acerca de nuestros hermanos.

En las vitrinas del museo hallan refugio vestigios de usos y ritos naufragados

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