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Sala de comienzos compartidos
Hubo un tiempo común, una pretensión artística y creyente no banal. La procesión de los días criba el evangélico asunto del sentido de ir viviendo no tanto conforme a una idea de Dios cuanto al Dios que adviene a la idea. Dios que mediando encarnación dejó a la vista el amor como previo a todo anterior o más hondo incluso que cualquier pensamiento, cuando visitó lo que somos. Verbo proclamado, a menudo, mediante imágenes para acoger a los iletrados.
Sin olvidar que media cuanto ocurre (cada color, felizmente, da luz impura) y la dinámica experiencia de dar pasos en la construcción del proyecto de Jesús de Nazaret suele padecer a tal extremo mediaciones que quiebras y fracturas acostumbran a serle fiel e inseparable tradición. Vueltos a escucharle para ver, vamos a oírle alabar al Padre (Lc.10,21) situando la frontera entre acierto y fracaso para las revelaciones en la inusual acogida de la locura de Dios como verdadera –salvadora– sabiduría.
Sala 1, con el Mapamundi (Mendieta, 1998)
En esta primera habitación nos valemos de páginas de Beatos de Liébana y de Biblias pauperum a fin de apuntar que los mosaicos y frescos en iglesias comenzaron siendo escritura para los analfabetos. Que en Occidente el acento recayó en estos o sus jerarcas interlocutores (acomodando imágenes al gusto y necesidades de los tiempos) hasta que a partir del Renacimiento se abandona lo esencial evangélico para discurrir por lo coyuntural o meramente estético. Por sus miniaturas, como tesoro artístico, los beatos no tienen parangón; lo circunstancial de miserias acarreadas por paisanaje, por política, cultura y religión medievales, les atañe sin llegar a constreñir. Buscan el cielo acertando a atestiguar que este nos sale al encuentro primero; y que eso primero y lo definitivo coinciden. Desde una razón sensible a lo plural de cualquier interpretación, en general, el conjunto de texto-imágenes se va haciendo con los datos del relato joánico espaciándolos para facilitar la visión. Y lo logra ensayando reconstruir el texto desde la tradición patrística, abriéndola a sobresaltos fantásticos.
Las acrobacias exegéticas de Beato alumbran, asomadas al “octavo día” –aquel del terrible advenimiento–, un desbordante repertorio de visiones con las que el arte románico seguirá profético. Y así, nutriendo el misterio del principio eterno con nuevos sentidos, aceptando que –a pesar de los pesares– la extraordinaria Palabra habita en lo ordinario natural sacudido, cuajaron esos siglos de vivísimas estampas eficientes. Imágenes medievales que aún ofrendan conciencia del necesario discernimiento.
En Oriente y debido probablemente a las acusaciones de idolatría que pusieron en jaque a los iconos –más aún, la veneración con que se celebraban–, tenderían más a teologizarlos y subrayar cuanto permitiese considerarlos en el espacio litúrgico de la palabra de Dios; un argumento, junto a reflexiones lingüísticas y neoplatónicas, clave para su defensa pero que iría mistificándose por sobredosis de interpretación poético-simbólica y malinterpretándose en lo referente al necesario “canon”.
Izquierda, diversas láminas e iconos con una Piedad del siglo XVII en el centro; arriba, Rincón de santa Teresa; abajo, boceto del Mapamundi de Mendieta
En esta página, Madre de Dios Odegitria o que señala el camino (siglo XX); página derecha, Arcángel Gabriel (siglo XX)