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Sala de Teología y algún apunte
Porque en la Tradición teología supone el encuentro en oración con Dios, nos referimos a los iconos como teología en color; y porque para el universo cristiano lo temporal es el sitio en que aparece la eternidad como carisma, como ánimo, nos atrevemos a recibir los iconos como declaraciones dogmáticas que se corresponden con la buena nueva de Jesús.
Mirar para ver, de eso se trata. El pintor de iconos necesita maestría artística y teológica, ha de maniobrar (temer y temblar) y practicar hasta que su planteamiento personal se funda en acción de Dios. Así que va siendo más libre en cuanto va haciéndose más siervo, pero en su anonadamiento no resulta solo responsable de la ejecución, tal que Jesús ensalibando aquel puñado de tierra, puesto que se le exige a su obra ser barro que nos devuelva la “visión”; (al menos) los creyentes, como el de Jericó, queremos ver.
No se trata de hieratismo como inaccesibilidad ni la supuesta rigidez iconográfica aduce una inamovible manera de ver el mundo, aún menos se trata de rasgos que sugieran una sola y adecuada propuesta al seguimiento de Jesús. Para acertar el ritmo y cumplir con su tarea de transmisión de la intuición del universo imbuido de gracia –transfigurado por su misteriosa participación de la divina naturaleza– se valen los iconos de un lenguaje formal particular, una forma de ver acorde al ojo carnal y al “ojo del corazón” que nos vincula con Dios (en favor, desde luego, de la imagen de Dios en el hombre).
Sin palabrería esotérica, la Déesis o Gran Intercesión es la plaza a que nos lleva cualquier calle desde el Santo Rostro, porque el icono primero (fundamento de nuestra fe y el más legendario) del rostro de Cristo nos reúne entre Juan el precursor y la todasanta María para la Comunión. Si Juan y María nos indican el camino que es Jesús; al mismo tiempo, en la fragilidad de su reunión, manifiestan el a dónde nos conduce reconocer a ese Jesús como el Salvador: al verdadero “juntos como hermanos”, ya no más siervos sino amigos. La Déesis propone la comunión de los santos como tarea y anticipo del “porvenir”.
«Amparo» o Milagro de la protección del velo de María (siglo XVII)
Madre de Dios de la Ternura, «Tichvinskaya» (siglo XIX)
Página derecha, Crucifixión de Cristo y San Juan Bautista (iconos del siglo XX)
Todo el privilegiado testimonio evangélico deja claro que no se puede hablar de Dios como Él es en sí y que solo de sus obras cabe narración (con palabras o colores) capaz de traslucir algo de Dios. No llamamos Dios a los iconos y temblamos ante tanta querencia, tan sutiles, hacia actitudes idolátricas. Desde las víctimas en sus estériles campamentos alambrados, las historias descarriadas en inhóspitos callejones sin salida y sus protagonistas desvalidos ahogándose entre basuras de inhumano desasosiego, la “fuerza de lo que tiene que ser”, el Espíritu –una y otra vez– vomita sobre nuestra tibieza.
Entonces ese convencimiento de la nueva iconografía, de poder –desde el iconostasio de una catedral o la pared de una oficina– saciar la sed en este contemporáneo desierto entre luces comerciales, imágenes desacralizadas, realidades virtuales, vías de escape y a la vez fertilizantes de nuestra desquiciada monotonía, ese convencimiento de que en los iconos se anuncia la bienaventuranza sin repugnar ni excitar ni degradar ni complacer, sin idealismo crédulo ni mojigatería, ni aspavientos publicitarios, ni máscaras de vanidad. Se debe a una vuelta al arte teológico (y vivo tanto como el que más de Constantinopla, Sofía, Novgorod, Belgrado, Bucarest o Moscú) en la medida que representa, visibiliza y manifiesta idéntica proclama que las Sagradas Escrituras, los textos de los Padres o las decisiones conciliares, y la pone a merced de comunión en la fraternidad.
En esta página, Madre de Dios Odegitria con «rizza» (funda protectora) (siglo XIX); página derecha, Mandylion con la «Oración de Jesús» (siglo XX)