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Sala de la Resurrección y los infiernos
Sin desvivirse por los que malviven, sin esperar con aquellos de quienes nadie espera nada, librar a los cautivos, denunciar a los poderosos, aborrecer sus alambradas, gestar humildes alternativas a la desconsideración y la exclusión. Sin que la causa de los desvalidos cimente y configure nuestras vidas y la de nuestras iglesias, en ellas otros dioses echan fuera al Dios de Jesús, nuestra hermandad emparenta con la de las mafias y nuestras eucaristías –con o sin iconos– se tiñen de necio hartazgo idolátrico; y entonces, “¡ay! de nosotros”.
En Cristo toda la historia, incluídos también los arcaicos relatos cosmogónicos de viajes al inframundo, se cumple y trasciende a un tiempo. Se ilumina y permite que, partiendo de la renovada clarividencia que supone una mirada enfocada en Él, vayamos desapojándonos de los limitados cristos que con frecuencia nos hacemos: esos pequeños cristos a nuestra imagen.
La Biblia entera, libro a libro, le dice al israelita en apuros que no tema, que si permanece fiel –justo– Dios acudirá a salvarle y le mostrará su rostro. Cuando en el Nuevo Testamento Dios no acude a salvar, no ya al justo sino a su Hijo, al crucificado, ni este se encara con la faz de Dios, sino con su silencio (como un eco de abandono), el escándalo está servido y la piedad resulta desnortada.
San Jorge (siglo XX)
Nuestra fe, sin embargo –y el “descendió a los infiernos” del Credo–, sustituye abandono por entrega para afirmar que el incomprensible silencio de Dios a la vez que escondimiento es manifestación, velo y desvelo, del Dios de Jesús como aquel que está a merced del hombre en la historia (que la padece) en los injustamente ajusticiados donde creemos que resulta presente no en inmutables lejanías sino “anonadado” (piltrafa), no cuestión de impotencia sino de –paternal– renuncia al poder y de cariñosa –espiritual– apuesta por que la libertad humana se haga cargo de la historia.
Nuestro icono remite al fresco de entre fines del siglo XIII e inicios del XIV, sobre el ábside del paraclession, capilla funeraria que se preparó el tan notable intelectual como corrupto primer ministro Teodoro Metoquites, en el antiguo monasterio de San Salvador en Kora (o Chora, los campos o las afueras), de Constantinopla.
Aquella iglesia asemeja al canto del cisne, es el no va más, del aclamado renacimiento paleólogo. Allí, su resplandeciente imagen de la Anástasis o descenso/ ascenso de Cristo resulta la más alta cima de la teología iconográfica ortodoxa de la Resurrección.
Pareciera que la nueva iconografía, en este caso, no hubiese querido arriesgar “ni un dulce paso” por veneración y sin embargo la innovación material y mistagógica se ha cuidado de forzar la manera de luneta, campana o medio pan bendito del fresco en Kora (mezquita, otra vez, de Kariye Camii).
Como apunta san Juan Damasceno en su homilía sobre el Sábado Santo, “El Verbo baja a la fosa de las serpientes, desciende a enfrentarse con el dragón –el apóstata Leviatán–; escondido en su cuerpo como un gusano en el anzuelo de su divinidad captura y arruina al miserable poderoso, al orgulloso en su caverna. Y el infierno se llena de luz, sus tinieblas transformadas en un cielo”.
Se ha transformado el icono subiendo los extremos de la parte baja (el sheol o infierno que en las apócrifas Actas de Pilatos critica al demonio o la muerte por haber introducido allí al Justo) con intención manifiesta de insinuar un ojo bien abierto. Todo invita a la conversión como fruto del evangélico anuncio de velar, de implicarnos animosos y despiertos para, en la luz de Cristo, ir, iniciar y levantar y sostener y remitir a su “Dios de vivos” a cuantos ya participan su necrosis habitando aquellos sepulcros de que surte la desconsideración o tanta exclusión y abusos y atropellos de todo tipo.
Más preocupado por los que duermen en cajeros o entre cartones que por las pesadillas de viejos epulones ya saciados, el icono sintetiza la fe de la Iglesia y el canto en la noche santa de Pascua que repite docenas de veces “Cristo ha resucitado de entre los muertos; con su muerte ha vencido a la muerte y a los que estaban en los sepulcros ha dado la vida”. El Vaticano II citó este tropario (en Gaudium et Spes 22) para hablar de la victoria de Jesucristo sobre la muerte, de que libra a cuantos el infierno encadena y tiene esclavos del miedo a la muerte. Resurrección desata de ese miedo existencial y del desesperante esfuerzo de vivir solo para no morir.
Muy cerca, el espacio dedicado al santo Jorge caballero permite entretener a la chiquillería con historietas más o menos tiernas y truculentas. Vale considerar el ir rodando del héroe antiguo en el imaginario de sociedades sucesivas hasta llegar –desde “hombre divino”– a incansable vencedor de seres malignos en los abisales parajes del yermo y del alma, guía avezado hacia la liberación por áridos vericuetos de uno y otro paisaje.
Santo insumiso expuesto para militar en la aventura de Cristo, a semejanza de otros tanto como él, despojos para esta y necios por la otra vida, valientes mártires y taumaturgos (siempre en las lindes y al margen de lo aceptable) que –ya antes lo hemos apuntado– solían oponerse al orden establecido en una sociedad que procuraban cambiar. Transfigurar.
Convertidos en protagonistas de iconos e historietas a propósito de cómo ser humanos a la divina manera de Jesús. Sus hagiografías e imágenes deliciosas consolaban y acompañaban en las penalidades e incertidumbres de diario, permitían la fiesta con cultos muy populares y, en nuestros días, también sirven bien a reflexionar sobre los legendarios usos y abusos al celebrar el santoral cristiano.
El caso de Siria y Líbano con un desenvolver los iconos de más a más folklóricopopulares sirve, en general, para ejemplificar cómo la pérdida de su fundamento orante-teológico los devalúa, dejando que lo decorativo y anecdótico o solo legendario los impregne en demasía y hasta, más que alguna vez, se llegue a reducirlos a amuleto.
Página izquierda, San Jorge (siglo XX)
En esta página, Madre de Dios entre ángeles custodios (de un díptico con San Jorge, siglo XX); página derecha, tríptico de San Jorge con la Virgen, santos y apóstoles (siglo XX)