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Sala en el torreón, más al margen

En las afueras de la periferia podría parecer que cualquier construcción teológica y estética se desvanecerían por la solanera encima de violentas calamidades y el fangal debajo de más espanto y más incertidumbre. La vieja Abisinia, por ejemplo.

Cimentar allí la expectativa salvífica de Jesús y vocearla desde su iconografía, ¿locura, necedad? No, vida, vida a rebosar; analfabeta en parte y en parte torpe, se trata de una manera igual o más enraizada en la Tradición (en el poso de eternidad igualitario) que condicionada por su peculiaridad espaciotemporal.

En el Kebre Negest (Gloria de los reyes) la nostalgia de una herencia singular se revisita y engalana desde legendarios relatos sobre la reina de Saba y el rey Salomón. Para la fundación de Góndar, ciudad corona de palacios, el bautismo –descenso mortal al ahogo de lo pasado y ascenso vital, cristianamente esperanzado– atrae posibilidades inauditas.

La aridez lo enmarca todo, los cueros de cabra con que se revestían los anacoretas y en los que se repetía manuscrita la buena nueva hasta memorizarla, lucen sus iconos rebosantes de ángeles custodios y de cruces como actitud y memoria eficaces. A un tiempo que solo ensalza a los que triunfan, le enfrentan orillados a pozas o escondidos en islas y enriscadas cuevas testigos de que el descenso al infierno no es el final, la serpiente ha sido alanceada y vencida, las propias lágrimas que hospedan el llanto ajeno todavía labran senderos donde Cristo nos sale al encuentro.

Detalle de La fundación de Gondar (siglo XIX); abajo, Reina de Saba, detalle de La reina visita a Salomón (siglo XX)

Epílogo

De regreso hay un último lugar donde Oriente y Occidente volvemos a darnos la paz. Nos ocurre que, si se queda a cenar con nosotros, la comunión está servida. Si repensamos la cruz, todas las cruces, desde Emaús, Oriente y Occidente volvemos juntos a Jerusalén. La nueva Jerusalén, la del “octavo día” de los beatos.

Es así que el retablo homenaje a las víctimas de la guerra civil y religiosa en la vieja Yugoslavia (creación de un escultor vasco prendado del pintor judío más embebido de iconografía rusa) asume lo más radical del vecino fresco serbio de monjes exiliados.

Arriba, Madre de Dios, Monasterio Slanic (Rumanía), siglo XX; derecha, patio interior del santuario de la Virgen de la Peña y vista de la localidad de Graus

Al unísono manifiestan el compromiso de la amistad de Dios hacia los hombres que se abaja hasta la muerte para desenterrar y desterrar de nuestra libertad, sin endiosarla, la maldición de los fracasos históricos: humanizándola, vivificándola, hasta sus raices últimas.

Santa María la Mayor nos remite a los orígenes de la iconografía cristiana y, diez siglos más tarde, a tomar aquella mano para mediar hacia cunetas próximas y distantes orillas buenas intenciones. Se mezclaron moriscos y misiones, jesuitas y pasiones de nobleza, la desconfianza y afanes inhumanos tiñeron al icono de destierro, asesinato y martirio. Fría, la vitrina, al conmemorar al Hijo muerto, guarda el aliento de cuantos le han soñado.

En esa muda y misteriosa profundidad se nos anticipa la propia Comunión y la de cuanto existe con el Dios de Jesús que “quiere que toda la humanidad se salve”. Cada día.

Casi que todo esto estaba en la homilía del Crisóstomo sobre las bienaventuranzas (Mt. 5), allí dice: ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de oro, cuando niegas al mismo Señor el estido necesario para cubrir su desnudez? ¿Qué ganas con ello? Dime si no: si ves a un hambriento falto del alimento indispensable y, sin preocuparte de su hambre, lo llevas a contemplar una mesa adornada con vajilla de oro, ¿te lo agradecerá? Más bien, ¿no se indignará contigo? O, si viéndolo vestido de andrajos y muerto de frío, sin acordarte de su desnudez, levantas en su honor monumentos de oro, afirmando que con esto pretendes honrarlo, ¿no pensará él que quieres burlarte de su indigencia con la más sarcástica de tus ironías? Piensa pues que esto que haces con Cristo cuando lo contemplas errante, peregrino y sin techo, y sin recibirlo te dedicas a adornar el pavimento, las paredes y columnas, del templo con lámparas colgadas de cadenas de plata y te niegas a visitarlo cuando él está encadenado en la cárcel. Con esto que digo no pretendo prohibir el uso de tales adornos, pero si quiero afirmar que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro; es más: os exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el adorno del templo.

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