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Sala para encarrilar la visita

Con fe, los iconos como los evangelios, igual que el propio Dios de Jesús cuando se cruza en nuestras vidas, resultan duros en su exigencia por que cambiemos y resultan tiernos en su disposición para facilitárnoslo. Sin fe, también asoman rígidos en su venirnos de frente y frágiles en su aparente necesidad de compañía.

A lo mejor por eso las abuelas les ponen paños como mantitas a los bebés, y flores y velas que no tienen que ver con la arcaica costumbre de velar las imágenes de los dioses para evitar que “se apoderaran” de quienes, sin la capacidad o la preparación necesarias, llegaran a contemplarlas.

Vale decir que toda santa iconografía estará proféticamente empeñada, mientras desde sus miradas “pronuncie de viva voz” palabras de denuncia, contra las falsas expectativas con que deshuesan algunos –poderosos, ricos, soberbios– el jamón de lo real; resultará también su vocerío una invitación al cambio (a desatar, desquiciar, al sufrimiento de su carroñera cotidianeidad) y será, sobre todo, chorretón apalabrado dador de esperanza.

Se trata de rostros con la mirada llena de aquella “misericordia eterna” con que, como el salmo 136 canta 26 veces (en sus 26 versículos), el Señor ama a los hombres.

La tarea del iconógrafo consiste en plasmar, cuanto más y mejor le sea posible, aquellas cualidades por las que la persona o escena representadas testimonian la buena noticia del Reinado o actuación salvífica del Dios de Jesús, su presencia, entre nosotros.

Los iconos, en lo fundamental de la temática que les ocupa y del lenguaje formal con que se desenvuelven para resolver artísticamente sus evangélicas preocupaciones, se nutren de la Tradición. En realidad, tratan de recuperar la teología antigua que sirvió para defender las santas imágenes de los ataques iconoclastas, sin embargo, en los iconos criaría el hongo de la idolatría si se desentendieran de la realidad herida o si solo imágenes pretendieran su celebridad.

En esta página, cubierta del tríptico de la Madre de Dios “Odegitria” entre santos con iniciales de “Jesucristo Victorioso [sobre la muerte]” (siglo XX), vista de la sala y Madre de Dios de la Ternura “Donskaya” (del Don) En la página siguiente, San Miguel arcángel, de una Intercesión (siglo XX)

Los Padres de la Iglesia entendieron que el rostro atestigua la imagen de una persona, que no representa su esencia pero sí revela su ser y nos permite reconocerlo, reverenciarlo. Y en lo que a si las reproducciones no cumplen como Abel en ofrendar lo mejor para alabanza y gloria del Creador, solo anotamos que lo mejor o peor en esta cuestión no suele venir tanto por escala de valores cuanto de posibilidades; y con la Tradición, que “la Gloria de Dios es que el hombre viva” pero también que “la vida del hombre es la visión de Dios” [Ireneo, Adv. Haer.].

Tradicionales y modernos, los iconos del siglo XX dependen de la eclesial Tradición pero no adolecen de su “peculiar forma de expresión”, procuran su evangélica tarea –su estar al servicio de– sin servilismos legalistas e integristas.

Junto a los demás instrumentos en la celebración, su función de servicio a la acción del Espíritu de Jesús que nos mueve a la conversión, alienta la comunión y procura nuestra transfiguración para que hagamos de este valle de lágrimas una Nueva Jerusalén. Si valen, si en ellos “el Señor nos muestra su rostro y nos concede la paz” –si dan la cara a la manera de Jesús por aquellos que no merecen la atención de este endiablado mundo–, si el resplandor del creador de las estrellas luce en ellos, si artística y teológicamente echan una mano y se prestan a “dar vida” (como savia, rama, hoja, flor o fruto del madero santo), esos iconos se ahijarán para siempre en la Tradición viva de la Iglesia.

Probablemente, denominar a los iconos de estos últimos cien años como del tiempo de la “nueva iconografía” (seguimos a D. Chizhevsky), pronto resultará poco práctico, pero aún vamos a hacerlo por su uso extendido y la sencillez que Tríptico de la Madre de Dios Odegitria entre santos (siglo XX) supone. Además, para la pregunta nuclear a que este museo propone ensayar respuestas, ¿qué pinta (cuál es su función, qué propone u ofrece) un icono en la pared de una oficina en el s.XX (ahora XXI)? Casi que basta esa precisión de icono antiguo hasta la crisis iconoclasta y poco más (unos quinientos años entre los siglos V y X), icono viejo hasta primera mitad del siglo pasado e icono nuevo en adelante, más o menos del 20 de hace cien años a nuestro 20 y pico ya del XXI. Aunque el enfoque primero o arcaico o bizantino, de una u otra manera, siempre ha sido reformulado y traducido a las condiciones de épocas diferentes, la del pasado siglo y ahora –con rampante neoliberalismo falsario, rabiosa globalización dineraria y licuada conciencia de posmodernidad relativista– en que las imágenes impactan, abruman, se difunden y se devalúan a la velocidad de la luz exige repensar el asunto del icono y su pared, nuestra.

La cuestión de un lenguaje artístico adecuado para escribir aquellas santas imágenes que en diálogo constante, atento y vívido con la Tradición sean capaces de hacer presente ante nuestros contemporáneos toda la creación transfigurada por la luz increada, es la cuestión de iconos prestos a anunciarnos de manera buena y bien coloreada la noticia de Salvación. Imágenes cual proclamas con un decir atrevido y honesto –despojado de cuanto brilla insolidario– por que su mundo de santos rostros y acontecimientos nos mueva a percibir el anticipo del mundo venidero.

A ese fin, tanto la colección de estampas, como la de iconos viejos, arropan en cada sala al depósito de “nueva iconografía” de que este museo se vale para venir a encontrarnos con el verbo que conjuga eternidad, también en estos apresurados días.

Tríptico María Madre y Reina entre santos (siglo XX)

En esta página, Madre de Dios de consuelo de los afligidos o “que atiende a nuestros pesares” (siglo XX) página derecha, dos vistas de la sala 3

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