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Aprendamos a ver cine X

Y ARTESANOS

REVOLUCIÓN MEXICANA Y CINE

Luis Ignacio de la Peña

Cierto que es necesario recordar Ci los procesos que han hecho que

seamos lo que somos, que han conducido hasta el punto donde nos encontramos en este preciso momento. Y la lucha por la independencia de España y el movimiento revolucionario iniciado en 1910, junto con las intervenciones y la Guerra de Reforma, son dos de los hechos históricos y sociales cruciales para la historia de México. Cierto que hay que remec morar los acontecimientos que merecen evocación irrestricta, pero también m es necesario no sumergirse en oropeles vanos, enfrentar el hecho de que afl oren penas, no precisamente ajenas, que más vale, por el bien de todos, no dejar en el olvido. Aquí me propongo dar la visión personal de cómo la Revolución Mexicana ha llegado hasta la pantalla. No soy especialista en cine mexicano, aunque algo conozco, y tampoco tengo a la mano los profusos tomos de García Riera dedicados a un exhaustivo repaso de lo hecho en el país al respecto, así que de antemano declaro que si algo estuviere mal tratado, sólo culpa mía será.

centrémonos entonces en la Revolución, sin lugar a dudas el suceso que marcó didactismo y su ideologización a la medida, su énfasis en los detalles épicos. En literatura, en todos los sentidos el devenir del siglo XX en como ya han señalado los especialistas, la óptiMéxico. Su incidencia en la cultura y las mani- ca suele ser la del desencanto: Demetrio Macías festaciones artísticas se prolongó con obstina- (Los de abajo), el narrador sin nombre que se dición por décadas y casi podríamos afi rmar que rige al exilio (El águila y la serpiente), el destino era el centro en torno al cual prácticamente todo de los Leones de San Pablo (¡Vámonos con Pancho giraba, ya sea para alinearse a sus premisas o Villa!) o, desde el otro lado, el de Espiridión Cipara mostrar distancia. En pintura tenemos el fuentes luego ser arrastrado por la leva (Tropa muralismo, con su afán de ser un arte público, su vieja). Tan fue la Revolución el soporte de gran

Medio siglo de cine mexicano (1896-1947) , Aurelio de los Reyes, Editorial Trillas, México, 1987.

Por rio Díaz en Mérida, y retrato del ingeniero Salvador Toscano. La película del ingeniero Toscano sobre el viaje de Por rio Díaz a Yucatán en 1906 era un esfuerzo encaminado a dar una idea cabal sobre el viaje.

parte de la narrativa mexicana del siglo pasado que la intensidad de su ciclo prácticamente termina por cerrarse, en la década de 1960, con La muerte de Artemio Cruz –nótese la nada gratuita segunda palabra del título–, de Carlos Fuentes, en la que el movimiento armado se ha transformado en una especie de corporación en la que los viejos y los nuevos ricos conviven perfectamente adaptados a las nuevas condiciones, y Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia, ya muy lejos de acentos trágicos o épicos e instalada en un tono taimado que desmitifi ca y pulveriza cualquier posibilidad de heroísmo.

En cuanto al cine, dejemos a un lado el históricamente muy valioso trabajo documental de los hermanos Alva, Jesús H. Avitia, Enrique Rosas o Salvador Toscano, este último muy conocido debido a la muestra de material reunido por su hija Carmen en Memorias de un mexicano. Fijemos más bien nuestra atención en el cine de fi cción. A rasgos generales el cine ha oscilado entre la visión heroica y triunfalista y el ensalzamiento de fi guras que terminaron por convertirse en lugares comunes histriónicos. Piénsese en la larga cauda de Panchos Villa interpretados por José Elías Moreno o los Rodolfos Fierro en genio y fi gura de Carlos López Moctezuma, el villano por antonomasia del cine mexicano, los viriles personajes de Pedro Armendáriz, con un temple a prueba de cañonazos, o las machorras concebidas no para brindar una imagen plausible, sino para los mohines convertidos en tics y el lucimiento personal de María Félix. Como nota al margen, también se debe asentar que el cine fue promotor de una visión idílica de la hacienda, donde había rencillas y problemas, pero nada que requiriera una revolución para poner las cosas en su lugar con patrones tan comprensivos y peones y capataces tan nobles.

No obstante, también hubo esfuerzos para presentar la Revolución con una perspectiva más seria y alejada de los estereotipos. Apenas en primera mitad de la década de 1930, Fernando de Fuentes realizó tres películas que en

Historia documental del cine mexicano , Emilio García Riera, tomo 1, Universidad de Guadalajara, Gobierno de Jalisco, Consejo Nacional para la Cultura y las Arets e Instituto Mexicano de Cinematografía, México, 1993.

Escenas de ¡Vámonos con Pancho Villa!, de 1936. su momento no fueron bien vistas pero terminaron por convertirse en auténticos clásicos: El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1934) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1936). La primera plantea un drama con detalles tremendistas en el que tenemos como fi gura central a un militar alcohólico, abandonado por su esposa e hijo, quien al estallar la Revolución ostenta el grado de coronel. Responsable del fusilamiento de 13 presos revolucionarios, la familia de uno de ellos le ofrece una gran suma de dinero para dejarlo ir. El militar acepta el soborno y sustituye al preso por un hombre que, se descubre entonces, resulta ser su hijo, a quien no ha visto por años. La segunda tiene como fi gura central a un hacendado que hace lo posible para quedar bien con los federales y con los zapatistas. El destino lo lleva a convertirse en compadre del general zapatista y a traicionarlo por presiones de los federales. La tercera, basada en la novela de Rafael F. Muñoz (quien por cierto actúa en la película), desarrolla una narración en la que los personajes buscan un destino marcado por una entrega absoluta y terminan todos muertos (aunque en la versión que originalmente se proyectó Tiburcio Maya es el único que queda con vida). Son evidentes las llagas que toca cada película: la ruptura y el enfrentamiento de seres con orígenes comunes, el debilitamiento y la cuestión de la conveniencia de los lazos entre semejantes, el lanzarse de cabeza y sin tomar aire para servir a una causa y a un dirigente que termina en sacrifi cios más bien inútiles. ¡Vámonos con Pancho Villa! ha sido considerada una de las mejores películas del cine mexicano de todos los tiempos. Jorge Aguilar Mora, en su prólogo a la más reciente edición de la novela de Muñoz,1 ofrece una demoledora vi-

1 “Una novela el”, prólogo a Rafael F. Muñoz, ¡Vámonos con

Pancho Villa!, Era, México, 2007.

Anuncio de la película El prisionero 13, de 1933.

Historia documental del cine mexicano , Emilio García Riera, tomo 1, Universidad de Guadalajara, Gobierno de Jalisco, Consejo Nacional para la Cultura y las Arets e Instituto Mexicano de Cinematografía, México, 1993.

El actor Luis G. Barreiro (con sombrero) en El prisionero 13.

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La actriz Silvia Pinal en una escena de La soldadera, de 1966, y el cartel de la película.

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sión de la cinta. Son respetables y de tomarse en cuenta los argumentos de Aguilar Mora; sin embargo, creo yo, la película sigue conservando su peso y debe considerarse, si no la mejor, como una de las obras más destacadas de nuestro país. Coincido con él en que la película es infi el al espíritu de la novela de Muñoz y, en ese sentido, sobrarían los ejemplos de obras cinematográfi cas que se alejan de la literatura que les dio origen. Casi podría decirse que es un hecho irreversible el que una buena novela llevada al cine sea un fi asco. Cine y literatura son medios de expresión diferentes, cada uno con sus propias herramientas y visiones, y en eso reside la emergencia de ese fenómeno. Las buenas adaptaciones de obras literarias al cine suelen ser aquellas que transforman el lenguaje escrito en lenguaje visual, muchas veces con ánimos y resultados muy diferentes de los del modelo original, afi rmación que parece de Perogrullo, pero que a la hora de intentarlo plantea grandes y graves difi cultades.

En otra ocasión valdría la pena bordar más fi no el asunto; por lo pronto concluyamos diciendo que a pesar de las manifi estas infi delidades, incluso en el fi nal alterno que se descubrió en la década de 1960, que pretende seguir el hilo de la última parte de la narración literaria y en verdad mina inmisericordemente el sentido de los acontecimientos y agrega un detalle semejante a uno de los de Se llevaron el cañón para Bachimba (la otra novela de Muñoz), queda una obra con personajes fuertes y muy bien dibujados, actuaciones decorosas en general y detalles desmitifi cadores a tomar en cuenta, como el miedo que impide a Villa el acercarse al vagón de los apestados (escena que, admitámoslo, estaba en la novela original). Con todo lo que se le

pueda objetar, la cinta es algo más que las “ridículas imágenes” pergeñadas por el guionista Xavier Villaurrutia y el director Fernando de Fuentes que Aguilar Mora ve, así tenga razón en la evaluación de la personalidad de ambos autores. Y es que el cine, durante décadas, no dio una imagen similar del confl icto, sino que se conformó con el folclorismo, los personajes estereotipados, las situaciones anecdóticas nimias, repetitivas, sin ánimo de calar realmente a fondo, y paren de contar, los espectadores (y con ellos la oportunidad de presenciar una buena película) eran jusilados antes, mucho antes, de viriguar. “¿O a poco no, Chicote?” ¿Para qué ir más allá si basta con el bigote y el gesto adusto del cabecilla en turno, las cejas levantadas de la hembra que demuestra tener tantos pantalones como el que más, qué caray, a sus órdenes mi generala, mi coronela o lo que sea.

Hubo, desde luego, películas que se dejan ver, pero en las que la Revolución era apenas un telón de fondo. Tal es el caso de Enamorada (1946), de Emilio Fernández, una versión de realización impecable, con estilizada fotografía de Gabriel Figueroa, de la Fierecilla domada, para lucimiento, en el mejor de los sentidos en este caso, de sus protagonistas: Pedro Armendáriz y María Félix. Como nota al margen vale la pena mencionar que existió una versión en inglés, llamada The torch (1949), en la que Armendáriz repite el papel, pero como la “doña” nunca quiso aprender esa lengua su parte la interpreta Paulette Godard.

En la década de 1960 surge un nuevo destello con La soldadera (1966), de José Bolaños, y en la de 1970 con Reed, México insurgente (1973), de Paul Leduc, pero también hay caídas estrepitosas como Emiliano Zapata, de Felipe Casals. Al parecer el carismático (pero para muchos incómodo) Zapata, salvo en la cinta de Elia Kazan de la que se hablará más adelante, es el personaje de la Revolución Mexicana más maltratado, empezando por quienes lo han interpretado, que van de malo a peor, es decir, de Antonio Aguilar a Jorge Luke para terminar en Alejandro Fernández, este último en Zapata, el sueño del héroe (2004), un sancocho desaforado debido a Alfonso Arau.

Regresemos a 1966 y destaquemos el sorpresivo surgimiento de una película que representa un verdadero garbanzo de a libra. La soldadera, de José Bolaños, no parece haber sido realizada por alguien que escribió el guión de algo tan malo como La Cucaracha (Ismael Rodríguez, 1958). Sin embargo así es, y el resultado es fascinante. En esta película no hay heroísmos ni didactismos, sólo hay un caos que llega de repente y se come a una mujer que pasa de un bando a otro según van muriendo los hombres

Cartel de la película Reed, México insurgente, de 1973.

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La actriz Dolores del Río en una escena de El fugitivo, de 1947, dirigida por John Ford.

El actor Marlon Brando interpretó a Zapata en ¡Viva Zapata!, de 1952, dirigida por Elia Kazan.

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en turno, de los federales a los villistas, de los villistas a los carrancistas, una mujer testigo que contempla lo que pasa a su alrededor sin entender nada y con un hijo cargado en la espalda va y viene con la idea fi ja de tener algún día una casa. En un tono alejado y de falso documental, está fi lmada como si la cámara también estuviera arrastrada por ese destino de errancia que parece no terminar. El cambio de visión que ofrece La soldadera pone en evidencia el desperdicio que el cine mexicano había hecho del acontecimiento histórico.

Años más tarde, Paul Leduc también escogió para Reed, México insurgente el tono documental, reforzado por el hecho el que el blanco y negro se viró a sepia, a fi n de dar el tono de las fotografías antiguas. El libro del periodista estadounidense sirve de base para ofrecer una imagen diferente de la Revolución, con grandes fi guras como Carranza y Villa (este último encarnado memorablemente por el escritor Eraclio Zepeda), pero se centra más en el desarrollo de las actividades cotidianas y el retrato de los personajes comunes y sus opiniones, en la evolución de la forma como Reed percibe lo que sucede, con poca acción y muchos tiempos muertos. Todo muy lejos de la solemnidad y el almidón característicos de las ocasiones en las que el cine quería ponerse serio al tratar el tema.

Desde luego, el cine extranjero también se ha ocupado de la Revolución Mexicana. Para bien y para mal, pues va de ser un asunto marginal como en La pandilla salvaje (The wild bunch, Sam Pekinpah, 1969) hasta ridiculeces como Viva María (Louis Malle, 1965), Los héroes de Mesa Verde (Giú la testa, Sergio Leone, 1971), Campanas rojas (Sergei Bondarchuck, 1981, donde Zepeda convierte su caracterización de Villa en leitmotiv) o Gringo viejo (Luis Puenzo, 1989). De las que vale la pena destacar, voy a mencionar dos aciertos: El fugitivo (John Ford, 1947) y ¡Viva Zapata! (Elia Kazan, 1952). La primera es una adaptación bien lograda de El poder y la gloria, de Graham Green, cuya acción se desarrolla en una época que fue y ha sido un espacio de incomodidad: la guerra cristera. La segunda, aunque históricamente falsa como un billete de 3 pesos y con la tara de la sobreactuación de Anthony Quinn como Eufemio Zapata (para colmo celebrada por un Óscar), brinda el retrato de un personaje que se convierte en la conjunción de todos, un personaje que va más allá de la mera individualidad y termina por convertirse en una presencia ubicua.

Habría mucho más que decir y muchas omisiones que subsanar. Quede como último comentario Chicogrande, de Felipe Cazals. Al momento de redactar estas líneas (junio de 2010) aún no la he visto, pero los comentarios son elogiosos. Resulta interesante que se centre en la incursión punitiva del ejército estadounidense contra Francisco Villa. En la novela ¡Vámonos con Pancho Villa!, Tiburcio Maya, el último de los Leones de San Pablo, muere tras ser aprehendido por la fuerza invasora y más tarde abandonado para que los carrancistas lo cuelguen. La película de Cazals se basa en un texto de Ricado Garibay, no en Rafael F. Muñoz, pero no deja de ser curioso que fi nalmente se aborde el episodio histórico al que Fernando de Fuentes le dio la vuelta incluso en el fi nal alterno de ¡Vámonos con Pancho Villa!

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