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Aprendamos a ver cine XIX
Y ARTESANOS
SI LO BUENO BREVE…
Luis Ignacio de la Peña
Podríamos decir que dos grandes nombres represen-
tan lo mejor del cine francés en el paso que va de la época muda a la etapa sonora. Los dos se iniciaron con películas mudas que se acercan a las tendencias vanguardistas del momento y luego entraron de lleno en el sonido y todo lo que acarreaba: diálogos, sonido ambiental, música, canciones ex profeso. Los nombres son René Clair y Jean Vigo (excluyo a Jean Renoir porque éste halló su mejor camino en las obras habladas). En esta ocasión de hablará del segundo.
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no soy yo quien lo dice, pero mucho se repitió y el mismo Georges Sadoul, en su voluminosa y panorámica Historia del cine mundial, lo estampa así: “[Jean Vigo] demostró ser un poeta genial, el Rimbaud de cine”. Ha caído en desuso tal comparación y me parece muy bien, pues salvo la visión poética, el carácter rebelde y la muerte temprana de los autores, nada hay en común entre ellos. Para ser más precisos, podríamos decir que el único asidero de tal afi rmación se asienta en el último elemento: Vigo murió a los 27 años, poco después del estreno de su última obra, y Rimbaud casi a los 37, aunque abandonó la escritura a los 21, lo cual admite califi carse como una “muerte artística”. Breve es también la obra de ambos, reduciéndose la de Vigo a dos cortometrajes, un mediometraje y una sola cinta de larga duración.
Vigo, nacido en 1905, fue hijo de un anarquista catalán que murió en condiciones sospechosas en un interrogatorio policiaco en 1917. Luego de la muerte de su padre lo mandaron a un internado con el nombre falso de Jean Sales. Probablemente su experiencia en esa institución fue el caldo de cultivo de la más llamativa de sus películas (y también de la tuberculosis que terminaría por matarlo). Debido a su mal estado de salud fue a vivir a Niza y entró en contacto con el cine al participar en las actividades del cine club de esa ciudad.
Jean Vigo.
En 1929, en colaboración con el fotógrafo Boris Kaufman, hermano del director soviético y teórico del kino-pravda (cine-verdad) Dziga Vertov, Vigo realizó un documental mudo: A propósito de Niza (À propos de Nice). Se trata de un registro de la ciudad en que vivía, bien conocida entonces y ahora como un centro turístico y de descanso de lujo. Y sí, Vigo presenta las playas y los hoteles de Niza, la gente “bonita” y los grandes señores burgueses tomando el sol, leyendo el periódico en una poltrona, paseando por las calles, comiendo en los restaurantes, los veleros que cortan las olas y avanzan como en una coreografía, carreras de autos. Pero no se trata de hacerle promoción a la ciudad para ganar más visitantes, nada de eso, todo lo anterior se coloca una y otra vez en contrapunto con la otra parte de la ciudad, la de las lavanderas, los panaderos, los mozos, los vendedores de periódicos, los callejones, los juegos improvisados de los niños en la banqueta. Empezamos por tomas aéreas y terminamos en un carnaval en que reaparecen constantemente unas muchachas que bailan de manera atropellada, para desembocar en la fábrica donde no hay lugar para la diversión. Se siente la tentación de afi rmar que es una película subversiva, pero resulta que en A propósito de Niza no hay ni un solo llamado a la revolución, de hecho no hay ni una sola palabra, ni un cartón con texto, ni siquiera música. Formalmente llama la atención no sólo por las tomas aéreas, sino también porque en muchas ocasiones los ángulos de las tomas son insólitos, en el mismo tenor que los trabajos del ruso Alexandr Rodchenko, un maestro de foto fi ja de esa misma época, reconocido por sus horizontes caídos y su rebuscado geometrismo. Al parecer, ese efecto visual se debe a que, para realizar la fi lmación, Vigo y Kaufman solían recorrer las calles de Niza, el primero empujando una silla de ruedas y el segundo instalado en ella y con la cámara oculta bajo una manta.
El segundo corto del director francés apenas dura unos nueve minutos y medio, sufi cientes para dejar sin aliento al espectador atento. Y es que nadie podría imaginarse que el tema de ese corto diera para elaborar algo que bien merece la califi cación de obra maestra. Se trata de Taris, rey del agua (Taris, roi de l’eau, 1931), que ilustra las técnicas de Jean Taris, un hombre que fue campeón de natación de Francia en 34 ocasiones e impuso varios récords del mundo. Nuevamente con Kaufman a cargo de la cámara, Vigo deslumbra al espectador con imágenes fuera de serie mientras el sujeto de la acción explica con voz en off la forma en que da las brazadas, el sistema que sigue para respirar, los diferentes esti-
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Escena del documental mudo A propósito de Niza.
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Muchachas bailando en una escena del documental A propósito de Niza.
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Jean Taris en una escena de Taris, rey del agua, de 1931.
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En Taris, rey del agua, Jean Vigo sorprende al espectador con imagenes fuera de serie.
los de natación. Lo que en otras manos hubiera sido un simple y olvidable registro didáctico (útil, sí, pero nada más), aparece ante nuestros ojos como una exposición visual brillante que echa mano de las tomas bajo el agua, acercamientos, iluminaciones de contrastes dramáticos, cámara lenta y un montaje dinámico, que da al todo una agilidad acorde con el tema tratado. Ésta es una de esas obras que sólo si se ve se cree (y menos mal que el cineasta declaró que no le interesaban ni Taris ni la natación).
La primera oportunidad de realizar una película de fi cción la tuvo Vigo con Cero en conducta (Zero de conduit, 1933). En esta ocasión tuvo bajo su control casi todo, menos la duración de la película, que debía ser un mediometraje. Así, en 45 minutos nos presenta una serie de viñetas que desembocan en la rebelión de los alumnos de un internado. Vigo enfrenta el mundo desenfadado y ciertamente anárquico de los niños con la chatura y poca creatividad de los adultos que controlan con disciplina estricta la institución escolar. Y para hacer su retrato de esa escuela, en la que importan más las formas y las ceremonias que la verdadera educación, no se anda por las ramas: el director es un enano barbudo y vociferante que cuando se quita el sombrero lo guarda bajo una campana de cristal, los profesores imponen labores rutinarias y se preocupan más de no ensuciarse del saco que de los alumnos, el abusivo encargado de la disciplina se roba objetos de las mochilas y armarios de los niños, la cocinera sólo prepara frijoles (de hecho la llaman “Mère Haricot”1). Si alguien se salva es el profesor joven y recién llegado porque aún tiene algo de niño, y lo demuestra imitando a Chaplin, presumiendo sus habilidades para caminar sobre las manos y tomándose sus obligaciones con distancia y una
1 En español equivaldría a algo así como “Doña Frijoles”. Escenas de Cero en conducta, de 1933.
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Cartel de la película L’Atalante.
actitud que lo hacen más humano. Para acentuar, el espectador siempre tiene la sensación de que la mirada que rige las viñetas es la de un niño, siempre hay un dejo de extrañeza y abundan los detalles insólitos, como la procesión de aire religioso después de la guerra de almohadazos o el dibujo que realiza el profesor joven y repentinamente se pone en movimiento.
Los niños al fi nal se imponen y obtienen la victoria, logran la desbandada de los asistentes de trajes largos, cuellos duros, corbatas y uniformes militares (algunos de ellos incluso convertidos en monigotes) a una ceremonia orquestada con bombo y platillo en el patio de la escuela. En la última escena celebran en el tejado el triunfo con las manos en alto. Y como podrá suponerse sin invertir mucho esfuerzo, la película caló hondo, y por supuesto, molestó a muchos espíritus solemnes y bien nacidos. Tanto escozor causó que estuvo prohibida en Francia hasta 1946, cuando por fi n se autorizaron exhibiciones públicas.
El último proyecto realizado por Vigo es una historia de amor que no acababa de convencerlo. El guión no lo realizó él y, vista la línea argumental de L’Atalante desde afuera y por arriba, tenía razón, pues trata la sencilla anécdota de un marinero dueño de una chalana que se casa con una muchacha de un pueblito ansiosa de conocer mundo, las desavenencias que tienen, una separación temporal y la reconciliación. Todo eso, en apariencia, apenas daría para conseguir un trabajo convencional y ganarse el plato de sopa. Sólo que cuando hay inquietud y talento lo rutinario adquiere matices que muestran su revés, y eso es lo que en 1934 pudo verse con L’Atalante (nombre de la chalana donde sucede casi toda la acción).
La película se inicia con la procesión que sale de la iglesia luego de la ceremonia de bodas y
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Los actores Michel Simon y Dita Parlo en una escena de L’Atalante.
Escena de L’Atalante en la que Juliette observa las manos en formol que conserva el viejo Jules.
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la sigue cuando internan al campo y terminan en la orilla del río, donde está atracada la chalana. De antemano sabemos, con la premonición del ramo de fl ores destinado a la novia y la gorra del viejo Jules que caen al agua por la torpeza del grumete, que las cosas no serán ideales. Y en efecto, la presencia de la mujer altera por completo la vida que hasta entonces se llevaba en la barcaza: los espacios ya no son sufi cientes, deben adoptarse otros modales y reservar territorios delimitados, buscarse otras maneras de realizar las labores cotidianas. Ella, por su parte, se aburre soberanamente con la rutina y ve frustrados sus deseos de conocer otros lugares, en especial París.
Buena parte de la película esta fi lmada con un estilo que podríamos llamar documental por su búsqueda de objetividad. Sin embargo, hay aquí y allá toques poéticos que dan a la obra su carácter específi co. Baste citar los dos más célebres. El primero de ellos es la mención que hace ella de que se si se mete la cabeza bajo el agua con los ojos abiertos se verá el rostro de la persona amada, cosa que él busca, primero sin éxito en una cubeta para fi nalmente encontrarlo cuando se tira al río luego de que ella ha huido. El segundo es la hermosa secuencia en la que ambos, él en el camarote de la barcaza y ella en una habitación de hotel, sueñan simultáneamente que se acarician uno al otro.
Mención aparte merece el personaje del viejo Jules, interpretado por el actor Michel Simon, quien encontró en él algo muy similar su talante real. Es un viejo marinero, con el torso profusamente tatuado, que se ufana de haber estado en todos los mares y posee un carácter en verdad exasperante, además de imprevisible. Tiene un camarote repleto de chucherías inimaginables (entre ellas las manos de su mejor amigo conservadas en un frasco de formol), ha metido a la barcaza docenas de gatos que se reproducen y pululan en todos los rincones, se enfrasca en monólogos obsesivos y suele comportarse como un patán. Y sin embargo, para bien y para mal (y sin desearlo ni ser consciente de ello) es quien mueve los hilos de la acción, de la misma manera que logra reconstruir y hacer funcionar un fonógrafo artesanal. Es por sus actitudes y acciones necias que la mujer huye de la barcaza para conocer París, pero también se debe a su tozudez el buscarla más tarde para que ella regrese.
L’Atalante, al igual que dos obras de Jean Renoir de ésa época (La perra y Boudu salvado de las aguas, de 1931 y 1932, respectivamente, en las que también actúa Michel Simon) no tuvo al principio éxito de público. Ante eso, los distribuidores, con Vigo ya muerto, reeditaron la película, le cambiaron la música y le dieron un nuevo título: Le chaland qui passe. Aunque circulaban copias apegadas a la versión inicial, apenas en 1990 se obtuvo una restauración más cercana a la idea original de Vigo.
Olvidado durante un par de décadas, a pesar de que en buena medida sentó las bases de lo que fue el llamado “realismo poético” del cine francés, Vigo fue redescubierto en la década de 1950, y los cineastas franceses agrupados como la Nueva Ola le rindieron homenaje. En Los 400 golpes (1959) de François Truffaut es más que evidente su infl uencia. Lo mismo sucede, al otro lado del Canal de la Mancha, con If (1968), de Lindsay Anderson, que narra la rebelión de alumnos de una escuela y fue el debut en cine de Malcolm McDowell. A partir de 1951 se entrega el premio Jean Vigo a alguno de los directores de cine francés más destacados del momento. Entre otros, lo han recibido Alain Resnais (en 1956 por Noche y niebla), Claude Chabrol (en 1959 por El bello Sergio) y Jean-Luc Godard (en 1960 por Sin aliento).