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Viva
Viva
Tuve que convencerlas. No todos los días entra a la veterinaria una tipa despeinada, con la mascarilla hecha una represa conteniendo mocos, lágrimas y con un hámster tieso y empolvado metido en el pecho del chaleco. Por favor, ayúdenme, le dije a las dos chicas de la recepción. Mi hija creyó que estaba muerto, lo enterró hace una o dos horas. Lo había encontrado helado en su jaula, inmóvil… no había nada que hacer.
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No me había atrevido a mirarlo, pero su papá sí, confirmando la noticia: la mascota de la niña ya no estaba con vida. Ella perdió el control. Nos concentramos en contenerla, explicarle que la muerte es parte de la vida. Pero la pena de una niña perdiendo su mascota es desbordante, incontable. Sólo podíamos abrazarla, no había espacio para nada más.
En unos minutos ellos partirían para pasar una semana juntos, luego de un mes de distanciamiento físico por cuarentena. Ella pidió enterrarlo antes de partir, ponerle un fin. El cierre necesario ante el apuro del permiso de traslado para visitas de regímenes parentales. Y así lo hicimos, lo enterramos rápidamente, ella se fue y era la razón por la que yo estaba ahí, junto a la tumba, abatida, resignada, respetuosa junto al animal, aconteciendo en solitario su despedida.
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Historias confinadas
Trataba de imaginar las posibles causas de su muerte. ¿Y si lo contagié yo? Me sentí ignorante y responsable o ignorante y culpable, que es como mejor queda el resultado de esa combinación. Hablé con una amiga veterinaria, pero me negó la hipótesis. Tras lo que validé solo mi primer dueto de adjetivos.
No debí regalarle un hámster...
En eso estaba, observando y acariciando la pequeña loma de tierra que había quedado tras su precaria sepultura, cuando vi que la tierra crujió. La tierra se movió porque algo debajo de ella suspiraba cuando yo, conformista y desdichadamente la rozaba...
No me contuve y arranqué de las manos del polvo al animal, mientras profanaba también el ideal del sepulcro. Su cuerpo no se movía, no respiraba. ¿Es que acaso ni la muerte la podría respetar? Ignorante podría ser, pero no culpable, sospeché. Así que me metí al animal entre las ropas y corrí hasta la Alameda para tomar el primer taxi que vi. Segura de que si llegaba con un animal muerto no habría historia que valiera más. Sería sólo yo y el animal arrancado de su tumba. Tenían que creerme.
Al terminar este ciclo narrativo, el hámster ya había recibido tres inyecciones de reanimación, quince minutos de calefacción y masajes cardíacos, a los cuales respondió moviendo sus pequeñas patitas. Después de una hora de microtrabajo de joyería, la pequeña roedora (sí, era chica, no chico como creíamos hasta este punto), abrió los ojos y salió de su particular estado de shock; un paro respiratorio era el origen de toda esta burtoniana experiencia. Con Lazarilla
Cuando el aislamiento nos une | 109
viva, y el permiso para pasear mascotas, nos salvamos de una posible multa de vuelta.
Karin Mabel Astudillo Sánchez
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Historias confinadas