Viva
Tuve que convencerlas. No todos los días entra a la veterinaria una tipa despeinada, con la mascarilla hecha una represa conteniendo mocos, lágrimas y con un hámster tieso y empolvado metido en el pecho del chaleco. Por favor, ayúdenme, le dije a las dos chicas de la recepción. Mi hija creyó que estaba muerto, lo enterró hace una o dos horas. Lo había encontrado helado en su jaula, inmóvil… no había nada que hacer. No me había atrevido a mirarlo, pero su papá sí, confirmando la noticia: la mascota de la niña ya no estaba con vida. Ella perdió el control. Nos concentramos en contenerla, explicarle que la muerte es parte de la vida. Pero la pena de una niña perdiendo su mascota es desbordante, incontable. Sólo podíamos abrazarla, no había espacio para nada más. En unos minutos ellos partirían para pasar una semana juntos, luego de un mes de distanciamiento físico por cuarentena. Ella pidió enterrarlo antes de partir, ponerle un fin. El cierre necesario ante el apuro del permiso de traslado para visitas de regímenes parentales. Y así lo hicimos, lo enterramos rápidamente, ella se fue y era la razón por la que yo estaba ahí, junto a la tumba, abatida, resignada, respetuosa junto al animal, aconteciendo en solitario su despedida. 108 | Historias confinadas