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Crónica
Crónica
El gallo había cantado. No una, sino muchas veces. Durante casi toda la pandemia lo venía haciendo y otros gallos también se habían sumado. Lo hacían nueve veces al día, pues el mensaje debía llegar a todos. Era un llamado oficial y exigía la participación obligatoria de cada representante. Es que no querían que faltara nadie: ninguna. Así llegaron todas a Cañicú a la asamblea extraordinaria de la ANGP: Asociación Nacional de Gallinas Ponedoras. —¡Hemos sido informadas! —aleteó una sobre un ponedero— Se han aprovechado de nosotras y, arbitrariamente, subieron el precio de nuestros huevos en un 66% durante la pandemia. —¡No pongamos más! —gritó una. —¡Huelga de cloacas cerradas! —gritó otra.
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La gallina trató de poner plumas frías, pero el averío estaba molesto. Discutían y se picoteaban, cuestionándoselo todo: la obediencia, su vida confinada, el hacinamiento y el abandono de su plumífera clase trabajadora. La frustración era colectiva y el cotorreo ensordecedor. La más vieja puso orden. Con su sola presencia en el ponedero, todas callaron. Les propuso un plan.
Con votación a ala alzada, decidieron esconder los huevos. A los pocos días, los medios hablaban de su escasez.
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Historias confinadas
Pensaban que el virus también podría estar afectándolas y les enviaron veterinarios para averiguarlo. Ahí descubrieron la súbita verdad: estaban frente a una protesta.
El gobierno intervino y ellas cacarearon su petitorio: no más hacinamiento ni encierro; detener el sobreprecio de sus huevos, pues no había razón para ello; y, además, solicitaban el 10% de su producción. El gobierno no aceptó. Sólo ofreció pactos que las llevarían a dislocar su propio cuello. Entonces, cambiaron de idea. Diariamente, un par de huevos aparecía en cada hogar. La gente estaba contenta. Por fin recibían ayuda —decían— en toda esta incertidumbre. Los empresarios avicultores —sin ventas— pusieron al gobierno entre el corral y la pared, dificultándolo todo. Fue entonces, cuando el parlamento se hizo cargo, tomó las exigencias de la ANGP y las hizo ley: todos conformes. Si hasta el gobierno se subió al carro de la victoria.
En Cañicú, la más feliz de todas fue la gallina clueca que tejía en una esquina. Ahora vivía en un corral espacioso, tenía entre sus alas un porcentaje de su producción, podía empollar hasta escuchar el pío-pío de sus crías. Y, lo más importante, había una historia para contarle a sus polluelos: que gracias a la pandemia ahora su vida era más digna.
Raulo Gutiérrez San Martín
Cuando el aislamiento nos une | 163