Noches sin luna
Noches sin luna
Juan Telmo Zรกrate
editorial E d e r
Telmo Zárate, Juan Noches sin luna. - 1a ed. - Buenos Aires : Eder, 2013. 166 p. ; 20x14 cm. isbn 978-987-28478-4-5 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Poesía I. Título. cdd 863
Fecha de catalogación: 11/12/2012 Edición y diseño: Javier Beramendi © 2013, eder Pavón 1923, 7° 4. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Teléfonos (011) 15–5752–3843 editorialeder@gmail.com http://editorialeder.net Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin autorización expresa de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático. Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en Argentina isbn 978–987–284878-4-5
A Susi, mi querida mujer.
Agradezco a Silvia Jurovietzky, su dedicaci贸n did谩ctica y paciencia para ense帽arme, y la correcci贸n de mis borradores.
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PRÓLOGO
Soy farmacéutico industrial, mi vida transcurrió entre laboratorios y plantas de producción de fármacos. Cuando me jubilé, decidí hacer algo para ocupar mis horas libres, y pensé en dedicarme a escribir. No soy capaz de iniciar nada sin haberlo estudiado antes, por lo que tomé clases en talleres literarios. Supe que un cuento debía tener una introducción, un conflicto, y un desenlace. Pensé que tenía algo de teorema matemático: hipótesis, tesis y demostración. También y —¿por qué no?— de química, ya que, para obtener un nuevo compuesto, no se pueden combinar los átomos arbitrariamente, cada uno sólo acepta a otros pocos, como las letras, que no se pueden reunir de cualquier manera, sino de formas establecidas para obtener palabras y oraciones que posean sentido. Algo impuro, contamina el todo, en química y en literatura. Y llegó el 2001, los hijos se me fueron a España con mis nietos. Quise reunirme con ellos, pero mi situación económica, el corralito, la revalorización del euro con respecto al dólar, no me permitieron vivir allá más que dos años y meses. Pero siempre algo positivo se obtiene de las crisis, en Madrid existe una empresa de origen sueco que siempre me atrajo, en ella se encuentran, a precios muy accesibles, diseños novedosos de cosas prácticas para la casa. En ese enorme hipermercado, compré una lamparita. Lo interesante es que se concibió para que ilumine solamente el teclado de una laptop. Desde que la tengo, apago todas las luces de mi cuarto, lo único que veo es el tecla9
do y la pantalla, mi pequeño escritorio y el sillón son negros, la habitación permanece a oscuras. Es entonces cuando me dedico al oficio de mentir, según Abelardo Castillo. En esta situación me encuentro, mientras, en la oscuridad, suelen intrusar mis pensamientos ocurrencias realistas o fantásticas. Me entrego a ellas utilizándolas como disparadores para escribir cuentos breves. Nunca me fallan, sólo esperan a que las transforme, las adapte y las fije en la pantalla. Es así que nacieron mis relatos. Uno, muestra a un ex ejecutivo cazando carpinchos en el Tigre, otro a una mujer que pinta un mural milenios atrás, también a un arquitecto que reconstruye su vida, pioneras del Mayflower, amores árabes, la locura a los pies de mi cama. Y aseguro que a mis personajes los veo, reconozco sus rostros, las formas en que se mueven, sus voces. Acaso ¿esto podría ocurrírseme a pleno sol en una plaza? ¿O entre los parroquianos de un bar, como les sucede a muchos escritores? Seguramente no. Juan Telmo Zárate
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Teatro de operaciones
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NOCHES SIN LUNA
Vivo sobre un río, el Capitán. La casa tiene palaestacada, muelle techado y cinco casuarinas altísimas en la orilla. Navego en una Paglietini con un Mercury de 80 HP. Estoy solo, dejé la profesión, mi casa en Buenos Aires, la familia, lo que se dice todo. He decidido vivir de la caza y de la pesca. Literalmente. Me pudrí de las empresas; donde sos un esclavo de lujo y te faltan el respeto –hasta que terminás puteando al gerente general, te indemnizan, te comprás una casita en el Tigre, una lancha, y al carajo con todo y con todos. Mi casa queda pasando unos quinientos metros la Curva Mala y casi llegando al Paraná de las Palmas. Jamás me hice de amigos. No quería vivir la misma vida del barrio pero a orillas de un río. Mi objetivo era pasarla como un islero. Un poco lujoso, pero islero al fin –en este punto mi computadora me corrige, parece que no se dice islero, se dice isleño, nosotros en el Tigre decimos isleros–. Ya han pasado unos días y hoy me encuentro escribiendo en este bar, con un bolígrafo que me prestó el dueño y sobre este papel de estraza que me hace de mantel. “Era una noche de esas sin luna, una noche ideal para cazar carpinchos. Pensé en descansar por unos días de mi dieta de pescado y me largué a cruzar el Paraná. La noche estaba brava, un pamperito más fuerte de lo normal levantaba un oleaje de temer. Recuerdo cuando 13
Carlos pinchó una ola, desapareció y sólo la lancha volvió a flotar. Tenía que andar con cuidado, aquello sería lo peor que podría sucederme. Llegué a la otra orilla. La bordeé hasta el riacho que me conduciría a la zona de carpinchos. La había descubierto hace un tiempo, casi sin querer, pero aquella vez no llevaba ninguna arma. Giré y me interné con el motor al mínimo. Me aseguré de que la carabina del 22 estuviera cargada. Siempre llevo mis dos únicas armas, ésta, y una automática del mismo calibre. Las balas están carísimas, y de esta forma, compro una caja y tengo para las dos. La automática es para rematar cualquier bicho mal herido. Probé la linterna, es imprescindible no sólo para navegar, la usás para enfocar y entonces, si ves dos ojitos y el hocico que salen del agua, apuntás justo en el medio y… carne para la parrilla. La espera se estaba prolongando demasiado. La noche era fría. Cabeceé dos, tres veces, hasta que los vi, casi pidiéndome que les disparara, apunté, los tenía a nomás de seis metros, tiré. Dos brazos iniciaron un torpe chapoteo. El hombre quedó un instante boca abajo; lentamente, el río lo puso de cara al cielo, flotó con la corriente hasta que su cabeza tocó la lancha. Me miraba. Del pequeño orificio entre las cejas brotaba un hilo de sangre oscura. Sabía que los isleros no nadan dando brazadas, lo hacen como los perros, parece que caminaran sobre el fondo 14
en cuatro patas. Traté de reponerme. Me llevó tiempo, no supe cuánto. Decidí no acelerar, sería muy ruidoso. Giré en redondo y comencé a deshacer mi ruta con el remo. Pensé... remé… pensé... remé. Una mujer con su hijo en brazos me dijo sin forzar la voz, buenas don, ¿no vio a mi marido por ai?, se fue hace poquito pa´ver si había algo e´comer en el espinel. La miré; estaba muy cerca, en la orilla; no tenía muelle, apenas se veía algo parecido a una casa unos metros detrás de ella. No le contesté, no pude. Había matado a un hombre. Conocí a su familia. De ahora en más qué será de ella. La paz me abandonó esa noche, no pude dormir hasta hoy. Yo, el que había soportado por más de treinta años humillaciones en castellano y en inglés, el que nunca fue capaz de sentar de culo a esos hijos de puta, había matado a un pobre hombre, a un verdadero islero que esa noche fría buscaba comida en calzoncillos. Lo maté como a un carpincho”. Ahora le entrego este papel doblado al dueño del bar. Cuando termine con la ginebra, me pegaré un tiro entre los ojos con la automática.
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DEBAJO DEL PAISAJE
Lo vi hace no poco tiempo desde un auto que alquilé para pasar de Paris a Heidelberg por la autopista A4, hasta encontrar el desvío a la A6. Era un cartel que decía Verdun, un campo igual a todos, sin nada que alterara su apariencia ondulada, verde, fresca. El nombre me sonó a escritos de Remarque, a grabados de Dix y a cuentos de ancianos que me hicieron traer a la memoria, en plenas vacaciones, el horror de una guerra que por suerte no viví. La peor de la historia. En ella murieron más personas y se hizo más daño, de lo que nunca antes ocurrió en un conflicto humano. Las bajas de toda la conflagración totalizaron más de veinte millones. La muerte llegó en formas brutales: hombres segados por ametralladoras, destrozados por granadas explosivas, quemados por lanzallamas y aplastados bajo las orugas de una terrible arma nueva, los tanques. Millones de personas postradas por la mala nutrición fueron víctimas de enfermedades mortales. No pude dejar de pensar que en aquel campo, en febrero de 1916, comenzó el peor de los combates de esa guerra. —¿Qué te pasa? —preguntó mi mujer al notar mi semblante. Poco después me hizo estacionar en un de lugar de descanso para automovilistas. Quería ir al baño, y no tuve más 16
remedio que pisar esa tierra, sentir que la profanaba. Debajo de mí, seguramente, se disgregaban miles de osamentas humanas. Nada en el ‘14 hacía presumir que se acercaba un infierno. El ejército los llamó combatientes cuando los campesinos en febrero del ‘16 fueron sacados de sus quehaceres diarios, en este mismo campo, y les hicieron colocar el uniforme de loneta. Sabían que estaban en guerra, pero… ¿Por qué a nosotros? ¿Qué tenemos que ver? En realidad para ellos, febrero era el momento en que se esperaba la primavera abriendo los surcos para la siembra. En esos días, nada de surcos, los hicieron abrir trincheras que, según la oficialidad, eran ideales para esperar a las tropas enemigas en buenas condiciones para el combate. Pero la tierra de esas zanjas se humedecía, o se embarraba si llovía, y si no, adquiría en invierno ese tacto húmedo y helado que la hacía insoportable. Y el invierno llegó muy frío. La loneta de los uniformes no abrigaba. Extrañaban la lana de los civiles mientras esperaban con poco miedo, pero mucho frío y hambre el momento del combate: Sólo les preocupaba la escarcha. Nada más que esas tres cosas, la escarcha, el hambre, y el frío. No sintieron miedo, el sufrimiento les ocupó la vida. “No pasarán” había gritado el comandante Nivelle, golpeando con su puño el escritorio de su habitación tibia. No pasarán, les repiten oficiales y suboficiales. A los campesinos no les importa. Se preguntan ¿y qué ganarán? ¿Unos 17
pocos kilómetros de tierra helada? ¡No pasarán! les gritan. Y un soldado se decía, ¿y para qué querrán pasar? Lo que les daban de comer estaba frío, y no era ni guiso ni sopa. ¡Qué no habrían dado por un plato caliente! Quisieron prender un pequeño fuego para calentar esa inmundicia, y no los dejaron. Ni siquiera podían encender un cigarrillo. Los alertaban sobre francotiradores. No se sabe ni se sabrá cuántos fueron los campesinos que apenas dejado el colegio secundario soportaron esas condiciones en los alrededores de Verdun. Lo que sí se conocieron son las cifras finales del primer ataque que fue aquí: un millón de muertos y quinientos mil heridos entre ambos bandos. Esto era lo que había leído y visto sobre esas iniquidades, no sé bien si en las novelas de Remarque, en los dibujos y grabados de Dix, o si me lo contaron los ancianos. Aquel invierno tan frío de 1916, no obstante, debe haber sido indulgente, me atreví a pensar. Fertilizó la tierra para siempre, después de que la maltrataron obuses, granadas y bombas. Debe haber logrado además, que la abundancia de trozos humanos tardara unos días más en descomponerse y se les pudiera dar sepultura sin repugnancia. Mi mujer volvió del baño y subimos al auto. No comprendía mi humor. —¿Qué te pasa? —me volvió a preguntar—. Nada, busco la A6 —le contesté. 18
SIMETRÍAS
En una aciaga noche de Junio el hombre delgado camina, por momentos a paso muy lento. A veces se apura, sólo busca un buzón. Lo asaltan pensamientos inconexos, recuerda que, hojeando reproducciones de pintores franceses, lo impactó una pequeña historia al pie de La balsa de la Medusa de Gericault. En una esquina cerca de Plaza Constitución encuentra uno y logra echar algunas cartas, aún le quedan varias. La pequeña historia refería que la pintura había tenido éxito y provocado escándalo en plena época napoleónica. Por San Juan y Entre Ríos, un automóvil oscuro merodea el barrio lentamente. El escándalo se debió a que la balsa cargada de esclavos fue abandonada a su suerte en medio del mar —la esclavitud había sido abolida por Bonaparte— y casi los descubren. Sólo dos pudieron salvarse y le contaron al pintor lo ocurrido, de allí surgió la obra. “A la realidad le gustan ciertas simetrías y anacronismos” se acuerda de haber leído. A él también un sobreviviente le inspiró una obra. “Una simetría bastante anacrónica”, ironiza. El automóvil se le aparea, piensa en Vicki y se juramenta: A mí tampoco me agarran vivo, y empuña la pequeña veintidós. —Gritan ¡Alto Walsh! Otra simetría… 19
DOS SOLDADOS
Leandro, un soldado, le habla al padre de Erasmo sobre el cadáver del hijo, su compañero de armas, tendido a los pies de ambos. Señor, quise cumplir mi promesa, hacer de su hijo un soldado del que toda su familia se enorgulleciera, y lo he logrado. Con Erasmo nos habíamos prometido contarles esto durante las libaciones por nuestro retorno victorioso, y no fue posible. Aquí estoy, no obstante, para hacerlo en su nombre. Sólo pude traerle el cadáver. Es uno de los ciento noventa y dos héroes muertos en Maratón, donde matamos a más de seis mil persas. El día en que Erasmo cumplió veinte años, me comprometí ante usted y su familia a apadrinarlo. El padre asiente con una levísima inclinación de cabeza, no puede casi hablar. Sólo llora. Les prometí encargarme de su educación militar, y cuando me pidió ser uno de los nuestros, formar parte de una falange, lo convertí en un guerrero que tarde o temprano caería, como todos nosotros, en un campo de batalla. Lo incorporé a nuestro entrenamiento recomendándoselo a Milcíades. Una vez capacitado, le compré lo necesario para su equipamiento, y cuando lo terminamos de preparar, mientras 20
le pintábamos los colores de su familia a su hoplón, le dije: “regresarás con tu escudo o sobre él”. Tuvimos momentos decisivos en batallas. Los caballeros oligarcas perdieron prestigio, y nosotros, la infantería pesada, solicitamos ser incorporados al gobierno de la polis, donde pudimos opinar sobre temas importantes como estrategias de guerra. Su hijo formó parte de ese gobierno. Un motivo más para que usted y su familia se jacten de poseerlo entre sus descendientes. Recuerdo cuando comenzó la guerra en la que fue defendida la democracia. Las conflagraciones contra el imperio persa comenzaban a ser dominadas en tierra por nuestras falanges. Fuimos los combatientes de una lucha a muerte. Una ciudad-estado griega, Atenas, contra el imperio oriental persa. ¡Qué orgullosos estábamos los hoplitas, convertidos en un ejército al mando de Milcíades! Él nos instruyó en su nueva táctica. Avanzar hacia el enemigo a pasos de carga en un ataque sorpresa. Lanza hacia el frente, escudo en la mano izquierda y la espada en la cintura, atenta a su uso. Siempre quiso que prevaleciera el arma blanca sobre el arco. El padre le indica un banco y se sientan. Cada uno de nosotros en la formación, debía proteger la mitad izquierda del cuerpo con su escudo y la otra mitad 21
con el escudo del hombre que marchaba a su diestra. Los líderes, los más fuertes y más veteranos, éramos los últimos de la derecha, protegidos sólo a medias, y se nos responsabilizaba para que la falange no perdiera su formación. A mi izquierda marchaba su hijo, yo lo cubría. Recorrimos al paso la distancia que nos separaba de los persas profiriendo nuestro grito de guerra: ¡Eleley! Y nos acercamos a poco más de doscientos metros. En este punto comenzamos una carrera en líneas cerradas y levantamos los escudos. ¡Cómo pesaba nuestro equipo! no obstante, corríamos. Esto nos permitió estar el menor tiempo posible bajo la lluvia de flechas de sus arqueros, cuyo alcance máximo eran esos doscientos metros. Las cargas en las que en los últimos metros llegábamos con plena fuerza al corazón del enemigo eran devastadoras. Poco antes del cuerpo a cuerpo, usábamos las lanzas. Y cuando tomábamos contacto, las espadas eran las armas. Así luchamos siempre, uno al lado del otro. Muchas veces protegí a Erasmo si nos atacaban por nuestro flanco. El dueño de casa lo invita con un vaso con agua y vino, derraman un poco en el suelo y recitan ambos una oración. Éramos la mejor infantería, lo demostramos en los llanos de Maratón. Diez mil hoplitas vencimos a un ejército tres veces mayor en número. Los vimos desembarcar, su flota era enorme, parecía que llegaba hasta el horizonte. Una vez en tierra avanzaron la 22
distancia en que los esperábamos formados, en orden de combate. Milcíades nos ordenó: “¡Al ataque!” Y corrimos a enfrentamos con la arquería. Los persas se sorprendieron porque nuestra carga rayaba en la locura. Estaban habituados a que sus adversarios huyeran tratando de ponerse lejos del alcance de los arqueros. Nosotros estábamos instruidos en la nueva táctica. Se sorprendieron, esperaban que fuéramos un blanco fácil y detuviéramos nuestro avance. El choque de las falanges fue devastador, corrimos sin perder contacto, hombro a hombro, nuestros escudos formaron una muralla. La masa de nuestra formación, llegó a una velocidad tal, que el impacto traspasó las líneas persas. Los escudos se entrechocaron y las lanzas enemigas atravesaron algunas armaduras. El padre muestra un rostro alterado. Su centro, compuesto por tropas de élite, melóforos, entre otros, resistió un poco más, y se hundió en la mitad de nuestra falange debilitada adrede. “El mejor engaño es hacerle creer al contrario que va ganando”, nos decía nuestro jefe. El objetivo: que les fuera fácil atravesar una falange hasta que las dos mitades de la misma lograra envolverlos y se hundieran en pleno corazón de la formación en una maniobra de tenaza. Sí, en esto nos instruyó, y lo cumplimos a la perfección. Durante el ataque logramos ver al enemigo que tenía sólo arcos para oponerse, y sus flechas no po23
dían contra nuestros escudos. Se dispersaron. La llanura de Maratón se embarró con la sangre persa. Huyeron hacia las marismas en las que algunos se ahogaron. Se replegaban en desorden hacia sus naves perseguidos por hoplitas. Incendiamos siete de ellas. Los más retrasados fueron aniquilados en el agua teñida de sangre. Logramos la captura de varios barcos, mientras los demás escapaban. Y… señor… éste fue el momento trágico. Erasmo quiso correr y atrapar un trirreme, no pude contenerlo, y lo logró, él y otros lo arrastraban a tierra tirando de un cabo, Erasmo era el primero jalando hacia la costa cuando un tripulante le cortó el brazo con un golpe de su sable. Todo esto quisimos contarle a usted. Leandro se agacha y acaricia la coraza pasando su mano por el bronce que reproduce la musculatura del torso de Erasmo, y besa el cuerpo exangüe. Le habla en voz muy baja, a manera de un rezo: Te prometí amado mío, que te entregaría a tu familia en Atenas: “muerto sobre tu hoplón” y lo estoy cumpliendo. El padre se arrodilla y coloca la moneda dentro de la boca del hijo muerto, es la paga para Caronte.
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POR REYES
La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía, y éste a su vez, sólo halla justificación en esta complicidad. Albert Camus
—¿Quiénes son esos tipos que cada tanto se encurdan con cerveza en la mesa diez? —preguntó Carlos al dueño del barcito de Esquina, mientras saboreaba un Martini acodado en la barra. —Yo estoy tan intrigado como vos. Siempre los mismos doce o trece, se reúnen y, antes del último trago brindan por un tal Reyes. Nunca me animé a preguntarles por qué. —Yo que vos me animaría. —Mirá que se juntan desde hace más de treinta años. —¿Treinta años? es muy raro… treinta años… ¿Cada cuanto lo hacen? —A veces mes por medio, pero a veces pasan como seis meses sin venir. Deben tener el mismo laburo, en alguna fábrica o comercio. ¿Por qué no les preguntás? —Claro, por qué no, qué me van a hacer, ¿comerme? Lo que no entiendo es como vos no fuiste capaz de hacerlo durante treinta años. Carlos se acercó a la mesa. —Hola pibe —dijeron dos o tres a la vez. 25
—Hola —respondió—, ¿son compañeros de oficina? —¡Nooo! somos ex combatientes de Malvinas. Cada dos por tres nos juntamos en este bar, nos tomamos unos litros de cerveza, contamos los cuentos más desvariados, pero, eso sí, tratamos de no hablar de la guerra. Esa mierda, si sirvió para algo, fue para hermanarnos de por vida. —¿Así que jamás hablan de eso? —Nunca. Pero sí, antes de irnos, siempre, siempre, brindamos por Reyes. —¿Y quién es Reyes? —Sentate y te explico. Reyes era un sargento, el jefe de nuestro pelotón. Habíamos desembarcado durante la noche y una vez en tierra firme, las órdenes de los oficiales. Nos distribuyeron en un frente cercano a Puerto Argentino. —¡Mierda! Qué cagaso. —Ya vas a ver. “Desplegarse en el terreno y cavar hoyos de tiradores” gritaba el teniente, y Reyes nos indicó a cada uno la posición que teníamos que ocupar y nos hizo cumplir la orden. Antes que nada dijo: “Alivianarse, colocar los equipos y las armas sobre el paño de carpa”. Mientras algunos tratábamos de cavar, Reyes se avivó de que no teníamos la más puta idea de qué era un hoyo de tirador, jamás habíamos tenido instrucción de combate. Entonces, se puso a cavar junto con nosotros y nos explicó las dimensiones que debía tener el pozo, y el porqué de las medidas. 26
—Che, Mauro, también contale qué porquería era el suelo de turba. —Sí, era una mierda, la pala no entraba, había que deslomarse. Después de unas horas amaneció y cada cual en su hoyo. Ya todos estábamos en posición y el sargento, acuclillándose junto a cada uno, nos fue indicando: “Usá el paño de carpa como piso siempre que no llueva, si llegara a llover, cubrí el hoyo con él, el asunto es mantener los pies secos dentro de lo posible y el cuerpo bien abrigado, nunca dejes de usar la manta-poncho”. —Perdón, ¿manta poncho… paño de carpa… qué carajo son? —Palo, explicale. —Claro, pendejo, vos sos de los que nunca hicieron la colimba. Te explico, la manta poncho es un manta marrón terroso con un tajo en el medio, que tanto se usa como manta o como poncho. Cada uno llevaba en el equipo también un paño de carpa, una tela impermeable que sirve para juntarse de a dos o de a cuatro, o más, siempre de a pares. Entonces, como cada paño tiene unos broches en el borde que sirven para unirlos, con unas estacas y parantes que también vienen en el equipo, nos podíamos armar carpas para dos, para cuatro, siempre de a pares, ¿de acuerdo? —Sí. —Bueno, entonces dejá de preguntar boludeces. Casi todos rieron. 27
—Como te decía, amaneció, y Reyes nos hizo formar en fila, Jorgito ese petiso siempre primero, parate para que te vea Jorje, y nos llevó hasta la cocina de campaña. No me vayas a preguntar qué carajo es una cocina de campaña. “Cada uno con su jarro en la mano para que les sirvan el mate cocido”. Y ordenó a los de la cocina que llenaran su casco de galletas y las repartió. “Si a alguien le falta algo, me lo dice”. Muy de vez en cuando, aparecía el tenientito jefe de sección. Pasaba… observaba… buscando con esa mirada de mierda, tratando de encontrar algo incorrecto; pero… al vernos ocupando nuestros puestos, limpiando los fusiles o mejorando cada hoyo, pegaba media vuelta y se iba. Nadie supo adónde dormía, pero se las tomaba siempre bastante antes de que comenzara la helada nocturna. —Mucho frío, ¿no? —De cagarse, pendejo, ¡de ca-gar-se! —dijeron cuatro al unísono. Fue un primero de mayo cuando comenzaron las acciones. Al comienzo fueron aviones de reconocimiento, hasta que los de antiaérea lograron derribar uno entre aplausos y vivas a la Patria. Pero con las semanas, la cosa se fue poniendo cada vez más brava. Por primera vez supimos de incursiones reales, los aviones ya no reconocían, nos bombardeaban, y nosotros, pibes de veinte o menos, cambiamos nuestras caras, que comenzaron a tomar la palidez del miedo. Los ataques eran cada vez más seguidos y Reyes ya 28
no podía mentirnos que los ingleses no iban a atacar, y que todo se iba a arreglar por la vía diplomática. —Seguísela vos Juan, a mí ya me está haciendo mal. —Ves, pibe, por qué no nos gusta hablar de eso. ¡Mierda de diplomacia! las ofensivas eran cada vez más, y nosotros, cada vez nos mostrábamos más y más julepeados. Pasó un mes. Se hablaba de muertos en el frente, de un hospital de campaña a nuestras espaldas, y que el enemigo se acercaba. Algunos estábamos en malas condiciones, a éste y a aquel, los síntomas del pié de trinchera los habían dejado fuera de combate. —¡Che!, Rengo, mostrale la pata. —¡Me amputaron tres dedos! Mirá. Por suerte, no había ningún herido. Reyes nos fue llevando en brazos hacia el hospital a los dos que teníamos las patas que no las sentíamos. —Y no pudo hacer nada más por el resto, teníamos hambre, y no había un carajo de provisiones. El horizonte era un perpetuo tronar… pero no eran truenos. El trece de junio vimos a los ingleses por primera vez. Avanzaban detrás de fuego de cañones, helicópteros artillados, metralla, y gritos, nunca supimos si eran de dolor o para que nos cagáramos en las patas. Parecía que no estaban lejos. Apareció el teniente, y ordenó una locura. ”Tienen diez segundos para que cada tirador se presente en posición militar al lado de su hoyo con el equipo completo y en condiciones para combatir”. ¿Te imaginás? Estábamos en los hoyos hasta las orejas, ¡nos podían bajar! 29
Fue entonces cuando Reyes gritó: “¡Todos en sus puestos, que nadie se mueva!” El oficialito desenfundó la pistola y apuntándole a la cabeza gritó “¡Sargento, ha hecho desobedecer la orden de un superior en pleno combate; ya sabe cuál es la pena!” Un disparo salió de uno de nuestros hoyos. El teniente cayó como un trapo y con el casco agujereado. Siguieron días duros, pero por suerte no tuvimos oportunidad de intercambiar fuego, el enemigo pasó por nuestros flancos. Una voz muy ronca terminó el cuento. —Fuimos tomados prisioneros. En fila india íbamos dejando las armas en una pila al costado del camino obedeciendo órdenes en inglés que sólo adivinábamos. La columna de pibes se alargaba cada vez más, decenas, cientos. Y así terminó todo. Arriaron el pabellón nacional e izaron el inglés. —¿Y? Reyes ¿Murió? —Nos cansamos de buscarlo, pero le perdimos el rastro después de que nos trajeron. —¿Y… al final quién fue el del tiro? —Carlos vio veinticuatro ojos incrustados en doce caras de póquer que lo miraron a un tiempo. —Aquí no se habla de eso pibe. —Brindemos… ¡Por Reyes!
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CUARTELERA
“El dulce de leche, las mujeres y la patria son las tres cosas más importantes en la colimba, y en este orden”, afirmaba Palito de Yerba (lo llamábamos así porque… nada en el mate… decíamos). Aquella noche en el tanque de agua esperábamos el amanecer y los aviones, según nos había avisado el teniente. ¿A quién, a quién carajo se le habrá ocurrido hacer una revolución justo en septiembre, con la llegada de la primavera? Palito no dejaba de apuntar, nunca supe a quién, pero no dejaba de hacerlo con esa enorme antiaérea que le permitía agarrarse, porque mirar para abajo, la puta, daba vértigo. Después descubrí, no apuntaba… ¡se sujetaba! “Seguro que el sábado, a la salida, nos van a estar esperando las pibas.” Me decía aferrado a la antiaérea. “Seguro… vas a ver”. Me repetía. En la pensión de oferta no nos preguntaban quiénes eran, nosotros siempre dijimos que nuestras hermanas, y la dueña se hacía la que nos creía para mantenernos como clientes. La revolución se la hacían a Perón, el problema era… ¿de qué bando estábamos? Espero que del de Perón que siempre ganó, por lo menos hasta ahora. Palito quiere que un día de estos hagamos la cambiadita. Yo, de acuerdo, pero... las pibas... qué dirán. Por ahí nos quedamos sin el pan y sin la torta. 31
De noche el vértigo era menor, casi no se sentía porque ni se veía el piso,como a treinta metros más abajo. En los cuarteles podrán faltar el morfi, las minas, de todo... pero tanques de agua y bien altos; nunca carajo. Sujetados con vigas de hierro donde hacíamos equilibrio nosotros. Palo, ¿qué dirán si se lo proponemos? Las pibas se dejan y les gusta, pero... para tanto... Vos tenés buenas ideas, un poco locas, pero buenísimas, la cambiadita no estaría mal. -¡Palo despabilate que empieza a amanecer y siento motores, en una de esas vienen! -Carajo, che... justo empezaba a dormirme bien afirmado. Tenían anclas pintadas en las alas, Palito apuntó por primera vez en serio, no para sujetarse, pero al no afirmarse bien, cayó. Los aviones pasaron sin darse cuenta de que existíamos.
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UN EXTRAÑO PODER
Los ojitos vivaces atisban cualquier cosa que se mueve a su alrededor, aún cuando ocurra a sus espaldas, y si sucede, con un solo movimiento la enfrenta para observarla y tomar, generalmente, la decisión de escapar. Su apariencia es monocroma, gris. Los cortos movimientos de su cuerpo lo muestran deslizándose con rapidez por la barriada sucia. Las bolsas de basura son para él objetos de investigación. Siempre hay pan duro para llevar, y luego, más tranquilo, mordisquearlo en algún umbral, sin dejar de seguir escrutando su entorno con cortos movimientos de cuello. Una vez saciada el hambre debe preocuparse por el de su prole. Vuelve a investigar y a guardar más pan duro, verdura, fruta pasada, algo crudo, sucio. Una noche lo encuentra tirado entre dos bolsas. Aún está tibio, huele a pólvora y a muerte. Un Colt 38. Lo guarda en un bolsillo y apresura el paso en dirección opuesta a su madriguera. No vaya a ser que el que lo tiró lo vea y lo siga. Oye una sirena policial dos o tres cuadras a la derecha y comienza a escapar, mientras observa el revuelo: un patrullero que ya está y el otro que llega. Los policías rodean al esposado tirado boca abajo, y al policía boca arriba, con los brazos en cruz. Los oficiales se hacen de otra arma, sin tocarla, la levantan metiéndole un lápiz en el caño. 33
Piensa… el dueño del Colt está prófugo. Esa noche no duerme bajo el puente, lo hace en la plaza más alejada que su jadeo le permite alcanzar. El asunto es perder al delincuente. Asegurarse de que no sepa que él lo tiene, y que si lo vio recogerlo, que no sepa dónde queda su cobijo. Su vida comienza a cambiar, también su aspecto. Camina un poco más erguido y con paso algo más firme. Su andar es lento, seguro. En su bolsillo siente el peso de algo que aun no conoce. Dignidad. De eso que lo protege. Hace una semana que lo encontró, aun tiene cinco de las seis balas sin disparar; y un brillo… un brillo negro, azulado, que lo hace sentirse fuerte mientras lo acaricia. Ya no husmea en la basura. Consigue la comida de otra forma. Aprendió a quién y cómo pedírsela. Se pasea acariciándolo, lo sabe cargado de poder. El tipo lo para de golpe, con una mano lo empuja y le dice, “dame el bufoso, rata”. Es una orden, él ya no es capaz de recibirlas. Sus ojos miran al desconocido con una mirada feroz que lo hace retroceder. Lentamente, su mano derecha empieza a actuar por cuenta propia. Lo empuña firmemente, su dedo se introduce en el arco del gatillo. Apenas lo inclina en un leve ángulo que le permite apuntarlo hacia ese pecho. Siente que se le sacude el brazo cinco veces. El tipo cae. Continúa caminando a paso lento. Luego de dos o tres cuadras, comienzan las sirenas. No se esconde. Sigue a paso firme. 34
UN REMEDO DE JUDAS
Lo vi cuando lo traían, más muerto que vivo. Hace años ya, más de veinte. Tenía el aspecto de un pobre tipo, me recordaba a Cantinflas... o a Cristo. Estaba flaco, hasta medio enclenque. Me le uní cerca de La Higuera. Hablaba de liberación, de que el socialismo era la única manera de lograrla. Largas horas escuchábamos sus charlas. Su tonada era aporteñada. No era fácil, pero cuando nos repetía ciertas cosas y nos las explicaba con lentitud y paciencia, algunos, casi siempre los mismos, —conmigo éramos doce— lo entendíamos. Con el tiempo ya había convencido a más de uno. Se dejaban embaucar. No había venido solo, lo acompañaban cuatro o cinco. Todos extranjeros. Yo estaba convencido de que los comunistas usaban a la gente pobre como a idiotas útiles. Creo que, por suerte, no todos se dejaban usar, Aunque lo que les decía tenía sentido, hasta a mí me habría podido convencer. Hacía ya unas semanas que andaba con él, vestido de campesino no le despertaba sospechas. Un día el porteño peleó. Varias veces se enfrentó con el ejército y peleó; entonces estuve seguro, tenía que ser él. Me convencí cuando lo vi fumando un cigarrillo con un olor raro, de esos para asmáticos. El capitán me lo había advertido. Usa35
ba tácticas militares; no avanzaba sin previamente enviar patrullas y se preocupaba por los alimentos más que por las municiones. Éstas se conseguían más fácilmente que los cerdos o las gallinas en el monte, las balas se las sacaban a los muertos. Mi misión no iba a ser en vano, sin duda era él. Me gané su confianza; hasta llegó a adelantarme, a veces, sus próximos pasos. Esto lo perdió. Yo sabía que el capitán estaba apostado en la escuelita. El asunto era avisarle a tiempo. Se me ocurrió algo. Le comenté que estábamos cerca del pueblo, que yo podía conseguir algunos víveres, siempre y cuando me dejara ir de noche a casa de unos amigos. Lo pensó mucho, más de lo necesario. Estábamos hambrientos y, a pesar de ello, no me autorizó. Habría sido una buena cena. Quizá la última. Tuvieron que combatir nuevamente, la cosa fue brava, él se quedó sin fusil, una bala se lo partió, hasta creo que lo hirieron. En medio del combate logré escabullirme y cuando me vieron las propias tropas levanté el pañuelo rojo. Todo salió bien. Llegó escoltado por los nuestros. A lomo de mula. No podía caminar. Los otros a pie y a culatazos. Lo encerraron en el aula de la escuelita. El capitán y yo estábamos detrás de la puerta cuando el sargento lo mató. Oímos cuando le dijo, “no tiembles, vas a matar a un hombre”. 36
Les avisé a los periodistas que lo teníamos. Estaban ávidos y aproveché: les pedí unos pesos y les dije dónde. Me preguntaron si estaba vivo. Les contesté mi verdad, que no, que murió suplicando, como un cobarde. Cobré el dinero. Han pasado muchos años, y cada día lo comprendo más. Esta es mi historia. Maldígame si quiere.
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AL VALOR
La historia trata de un teniente muy joven, un húsar criollo, que tenía a su mando un escuadrón de caballería, y de un general ricachón y genocida, que lo castigó como a un recluta insurrecto luego de la reunión de oficiales. En esa reunión, el general planeaba cómo arrasar una toldería en menos de un cuarto de hora. El oficial más joven, un teniente de apenas veinte años, intentó disuadirlos diciendo lo que jamás debió haber ni siquiera insinuado: “Como oficiales de carrera no deberíamos combatir a Rémington contra lanza para despojar a la pobre indiada de una lonja de tierra sin valor táctico alguno”. Era la senda elegida por el general para lucirle a los “chilotes” su moderna batería de artillería. Estaqueado en pleno desierto, en el horizonte, los Andes quebraban el monótono paisaje. En la ardiente tierra arenosa, el joven, ese casi adolescente Cristo, se lamía los labios resquebrajados, y mientras trataba de olvidar su piel llagada por el sol, alucinaba al caer la tarde, que bebía té caliente en aquellas five o´clock en la ciudad, y ahora, para no sucumbir al frío de las noches. Al amanecer un pájaro lo sobrevolaba. Apenas podía verlo, ¿un cuervo… un cóndor? (si iba a ser que fuera un cóndor). 38
Cuando el dolor de la espalda se le hacía insoportable, tiraba con sus brazos de las lonjas y apoyaba la nuca contra el suelo, arqueaba el torso y lo separaba de la resquebrajada tierra. Los minúsculos puntos de las niñas de sus ojos al sol, no lograban identificar al ave, (que sea un cóndor…) y se hundía en su coma vespertino. Cuando tomaba conciencia de su delirio pensaba: (el pico del cóndor será más eficaz…) y caía nuevamente en un abismo de nada. Apenas a doscientos pasos, oía a la tropa con los jarros de lata repletos de aguardiente. Cantaban y reían revolcándose con su botín de indias desnudas mientras el horizonte andino toleraba las puteadas. No se sentía ni vivo ni muerto, ya no se sentía. Al amanecer, un enorme cóndor le vació un ojo de un picotazo. El tenientito cobró más ánimo. (Sería un cóndor nomás…).
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CAZADORA DE VIDAS
“No hemos aprendido nada” Pablo Picasso
El paisaje es invernal y el mar no está lejos. El cielo, el más negro que nadie haya podido imaginar. Jamás el ojo humano vio tantas estrellas, y la entrada al taller, quizás algo rústica, muestra un resplandor. Adentro, una mujer, no un hombre —como siempre se dijo— contempla las paredes sentada en el suelo, abrazando sus piernas, y con el mentón apoyado sobre las rodillas. La oscuridad es su compañía. Cuida el fuego, porque es todo un trabajo el encenderlo en este espacio, donde los leños, el carbón y todo aquello que sea combustible posee el tacto blando y frío de lo húmedo. Serán las horas diurnas las que dedicará al hogar y a la despensa. Un frío constante la obliga a arroparse. Siente su cuerpo desnudo y libre sobre la alfombra de pieles y debajo de sus holgados ropajes, también de pieles, los que cuando se sienta la cubren completamente. Está sola, pero siempre la acompañan sus utensilios. Tiene carbón en sus manos y, al deslizarlas sobre la roca, observa trazos. Bosqueja algo sobre el piso con un tizón. Ya pensará un lugar donde su pisotear atareado no lo borre. 40
Ve sombras agitarse sobre las paredes y el techo. Le muestran —como cuando contempla las nubes— montañas, rostros, árboles y animales. No pertenecerá al Renacimiento, ni a los impresionistas, tampoco al surrealismo. Posiblemente, habría tomado partido por los creadores del action painting de carácter gestual. Nada de eso; ella es realista, pisa la tierra, la luna y sus fases la han hecho carnal. Súbitamente, es poseída con violencia. En pleno éxtasis intenta tallas a falta de la perspectiva, y bosqueja en las paredes y en el techo. Dibuja trazos que reproducen la vida de los venados salvajes. Descansa, y en su soñera la atormenta la falta de color. Posee sólo el rojo y el negro, el muro es ocre, tres pigmentos minerales que machaca, pulveriza, mezcla y dispersa en líquidos espesos, orgánicos. Ya posee varios grises, cierta gama de rojos, los marrones y las tierras. Prepara la pared, y se da a su enajenada tarea. Comienza a crear un mundo de libertad que pertenece a la vida que fluye allí fuera. Ve moverse a sus figuras entre las sombras danzantes. Continúa. Intenta otros trazos, palpa, amasa y empasta la pintura contra los muros, da un paso atrás, se da a esa enajenación. Agotada, se acuesta. Siempre junto al fuego, ve moverse los animales en el techo, menearse al ritmo de los claroscuros que produce la fogata. Con el mentón sobre sus rodillas, con sus manos ardien41
tes, casi laceradas de sobar sus pinturas sobre la superficie áspera; contempla con satisfacción, su mural. Cuando salga el sol remendará ropajes, acomodará sus utensilios: rascadores, gubias, cuchillos; todos hechos por ella. En un huequito del piso mantiene ordenadas sus agujas de hueso finamente talladas y los delgados tientos. Oye la vida que se despliega fuera de la cueva, el griterío de los niños que juegan. Los hombres con sus lanzas se preparan para su única tarea, la ruda caza que proveerá el sustento. Vuelve a la cueva y fija su mirada sobre el mural, esta noche serán bisontes y ciervos. Mientras… juega distraídamente con su collar de huesos y nácar. Siente, que seguirá cazando vidas.
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APOSTILLA
Hoy la vida o una ensoñación, quizás quiso premiarme Borges, ya que puedo contarle aquello que presencié a los trece años en los campos de mi terruño natal. Lo hago porque de épica su saber es inmenso y ansío una respuesta suya. Ocurrió una noche en la que creo, lo que presencié me demostró que a lo largo de las generaciones la sangre no lava los atributos de los pueblos. Mi tierra está lejos de ser como su barrio. Ese viejo Palermo de aquella chusma valerosa que, usted afirma, conformó una épica a las orillas del Maldonado. Se llama Villa María y está en el centro geográfico del país, no es más que una ciudad de chacareros. Su burguesía se hizo explotando el campo, preferentemente las vacas holandesas, ordeñadas a mano antes de que las máquinas se ocuparan de ello. Como usted sabe, existe un pueblo en España considerado el más antiguo de Europa, heredero de aquellos primeros valerosos Ibéricos. Los vascos. Hay hijos de ese pueblo en mi tierra. Mis padres nunca se enteraron de aquella vivencia mía porque jamás me atreví a contársela. ¿Por qué será que los adolescentes, cuando presencian cosas terribles, se sienten culpables? 43
Ya vivíamos en Buenos Aires para entonces, y era costumbre de mi viejo pasar las vacaciones en el campo de un amigo de su juventud; era español, Marcial se llamaba. Tenía tambos en Villa María y se los trabajaban unos vascos que solían engendrar hijas preciosas. Recuerdo a una de estas familias cuya hija era una belleza de ojos celestes que me quitaba el sueño. Siempre que podía me escapaba a la siesta cruzaba un campo de girasoles, y era recibido en su casa por sus padres. Cuando llegaba, el padre me invitaba a sentarme junto a él, armaba un cigarrillo y me lo entregaba para que yo lo terminara pasándole la lengua, me lo encendía y fumábamos juntos, lo que yo jamás me habría atrevido hacer frente a mi padre, mientras las dos mujeres preparaban el mate. Aquella amabilidad posiblemente se debía a su relación de dependencia con el dueño de la casa donde yo me hospedaba, pero creía que era sólo por mí, lo que me hacía sentir más adulto ante los ojos de la vasquita. Una siesta de las que aproveché para acercarme a la casa, el tambero, que siempre mateaba a esa hora, me invitó a un baile. Dijo que lo hacían unos paisanos suyos de la zona. Me indicó dónde iba a ser, y agregó que me esperaban el domingo por la noche. Le pedí a Marcial prestado el sulky, le até el zaino, y esa misma tarde me adelanté como precaución, ya que el domingo a la noche y sin luz me iba a ser casi imposible encontrar el lugar. Llegué, y estaban en plenos preparativos. Era un espacio de campo de unos treinta por quince 44
metros, al que las guadañas lo estaban privando de yuyos. Lo habían rodeado con alambres atados a postes y sobre los alambres colgaban bolsas de arpillera. En la mitad de uno de los lados más cortos, habían improvisado una especie de pequeño tablado donde, me explicaron, se ubicaría la orquesta. El domingo, luego de vestirme con traje y corbata, y cuando el sol ya se ponía, trepé al sulky y me dirigí al pasito hacia el lugar, bajo aquel degüello de soles, como dice la samba. No sé si usted la conoce, Borges, pero estoy seguro de que la metáfora le agrada. La noche ya se tragaba el campo y no me permitía ver el cerco de arpilleras. Me guiaron los sones de una chacarera y la luz de unos “sol de noche”. A la orquesta la integraban una verdulera, un violín y un cantor. Eran unas diez o doce familias, cuyo vascuence pasó a ser castellano cuando saludé a los padres de la vasquita. Me impresionó el respeto de esa gente mayor, cuyos hombres cuando cerraban las manos dejaban ver unos puños que parecían cabezas, hacia mí, un imberbe adolescente de la capital. Al ratito nomás ya bailaba chacareras y boleros deslumbrado por los ojos de la vasquita. De vez en cuando tocaban algo parecido a un tango “en honor al porteño que nos acompaña”. No se ría, Borges; cada tanto, el polvo que se levantaba al bailar casi no nos dejaba respirar. Unas señoras con bal45
des de agua, esparcían un riego con las manos para que el baile continuara. Todo era fiesta y súbitamente se produjo un silencio de muerte. Vi entrar a un paisano jetón y morochazo, de tosca tonada cordobesa que a todas luces, no había sido invitado. Se dirigió a un vasco de unos veinticinco años y luego de intercambiar dos o tres palabras que no alcancé a oír bien, se golpearon el pecho el uno al otro y quedaron a unos dos pasos de distancia. El vasco joven apretaba los puños y pensé: si le asesta una trompada le arranca la cabeza. Pero el desconocido mostró un arma en su mano derecha, era un puñal de unos veinte centímetros de hoja. El vasco no retrocedió porque alguien lo armó también a él, y adelantó su diestra con un arma muy menor, un cuchillo de mesa que algún invitado, seguramente, se lo alcanzó de al lado de algún plato. Comenzaron a dar pasos lentos, girando. Los rodearon. Nadie intentó separarlos. No eran pasos de baile Borges, como los que usted describe en aquellos duelos palermitanos. Eran pasos torpes, y cuando alguno de los dos enfrentaba un “sol de noche” levantaba el antebrazo para no encandilarse. Esos antebrazos desnudos, sin un mísero poncho. Evidentemente, era un duelo pobre, un duelo chacarero. Los contrincantes, uno acostumbrado al ordeñe y el otro quién sabe a qué, no mostraban grandes destrezas, sí coraje. Mi piel estaba húmeda y fría. Yo, que no había sido 46
invitado aún a los bailes de quince en la ciudad, no podía creer lo que presenciaba. Quise irme, pero la vasquita observaba atenta… cómo me iba a ir. Tampoco visteaban, como le habría gustado a usted. De pronto se lanzaron el uno sobre el otro, se tomaron de las cinturas con sus brazos libres y sus diestras buscaban el contacto. Se oyó un quejido y se separaron. El vasco sostenía en una mano unos intestinos sanguinolentos. Pareció no importarle porque mantenía aún el cuchillito amenazante en su diestra. Escuché entonces lo que nunca creí que iba a oír Borges. La voz de un hombre mayor que decía, casi ordenaba: ¡No afloje m´hijo, no me afloje ahora! Giré, caminé unos pasos y apoyé la frente en el tablado para vomitar. Dígame, Borges, ¿fue esto una gesta?*
* …No entiendo cómo alguien puede sentirse orgulloso de ser vasco…; por lo demás han producido unos pintores execrables y un escritor insoportable como Unamuno. Lo demás que han producido son buenos pelotaris… no han hecho otra cosa en la historia que ordeñar vacas… una historia sin vascos sería como una historia sin esquimales… Jorge L. Borges Carlos R. Stortini: El diccionario de Borges, Ed. Sudamericana, (1986)
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DE A PIE
Cierta vez imaginé a una mujer de las cavernas como autora de las pinturas rupestres más inspiradas y sutiles. Hoy, aquello que sólo existió como una ficción, se está corroborando. Jamás habrían podido ser aquellos hombres, brutales al extremo, capaces de tal estilización y belleza. En esos tiempos, diez, doce mil años atrás, el hombre sólo se dedicaba a la caza para el sustento familiar, y a luchar con tribus que le disputaban la tierra. ¿Qué hacían rutinariamente esos guerreros cazadores? Llevaban, por ejemplo, un gamo muerto a la cueva y se lo daban a la mujer. Desde ese momento, ella se hacía cargo y comenzaba una nueva faena diaria. Antes, ya había dedicado el día a confeccionar ropajes de cuero con agujas de hueso y finos tientos. Estos, utensilios domésticos también hechos por ella. Se había ocupado de la prole y a todas las tareas domésticas, de las cuales la más importante era mantener encendido el fuego. Entonces tomaba la presa, la cuereaba, carneaba, y comenzaba a cocinarla. Mientras… el hombre quedaba abstraído mirando fijamente la fogata, esperando el momento de comer. Los cazadores, con el pasar de los siglos, persistieron en el mismo rol: matar y guerrear. En los días actuales, el hombre llega a su hogar, entrega a su mujer el sueldo y queda una vez más abstraído hasta la 48
hora de alimentarse, pero no mira el fuego, mira la televisión, que ha tomado el lugar de la fogata. Es la esposa la que conoce todo aquello que gira alrededor de la familia: paga cuentas, hace las compras, cuida que el salario alcance, controla que sus hijos hagan los deberes, habla de vez en cuando con las maestras o maestros con el fin de vigilar el avance de los conocimientos o la conducta de la prole, se encarga de los impuestos, asea la casa, va a las reuniones de consorcio, y también trabaja para terceros, ayudando al sostén de la familia. Son cada vez más las que dedican su tiempo a la política, a la ciencia y a las empresas. Algunas, hasta fueron fundadas por ellas. Llegaron a gobernar países, dirigir al FMI, y ganar premios Noveles. Si hasta se ejercitan en el arte de guerrear… los institutos militares ya son mixtos. Mientras tanto, los hombres miran la televisión. Cazadores: nadie duda de que hoy la mujer esté presente en la mayoría de las decisiones que hacen a la conducción de vuestras vidas. Es hora de que tomen conciencia y comiencen a revertir el rol que la historia les concedió. ¿O prefieren quedarse en el papel de zánganos, sirviendo a su reina cada vez que ella se los pida? porque hasta esta iniciativa han perdido. Basta de fútbol y demás zonceras, y de cuidar esmeradamente a la cuatro por cuatro que ha reemplazado a las cuadrigas. Es hora de comenzar a revertir esta imposibilidad cuasi-genética. Traten de alterar este estigma que les ha otorgado la naturaleza, o no sé bien quién. Es 49
posible que sus antepasados, al sentirse amenazados ante peligros que los acosaban, decidieran cuidar a sus mujeres por ser ellas las responsables de prolongar sus existencias, sus futuros hijos, y eran consideradas las más débiles. Pero ahora no hay excusas, comencemos por lo más elemental. Están pidiéndoselos. Cambien los pañales, cocinen, limpien la casa y háganlo con alegría ya que les están reservando un lugar en la historia, uno nuevo, que los permitirá luchar junto con ellas. Cuando digo historia me estoy remitiendo a la verdadera, no a la de las estatuas de guerreros, ni a la de los monumentos que recuerdan sus hazañas, no a la escrita por los vencedores, la que algunos estudiosos nos contaron. Las personas de a pie, en apariencia insignificantes, son las propulsoras de los grandes momentos de la historia. Sin corcel alguno vivían en esas épocas y eran quienes sufrían los acontecimientos. Las mujeres, niños y ancianos, no aptos para la pelea, continuaban sus vidas en los hogares. Sobre todo las mujeres que acogían a veces, si es que tenían suerte, a sus maltrechos maridos, los curaban y de esta manera contribuían a mantener la especie. Pensemos, la humanidad tuvo siempre su historia, sin necesidad de que nadie la contara. La historia la hicieron los débiles, los desconocidos, no unos pocos elegidos. Eran seres en apariencia insignificantes, personajes de a pie. Estos fueron los verdaderos héroes de la Historia, así, con mayúscula. Aquellos que a base de sufrimientos hicieron lo imposible, posible. 50
EL VEREDICTO
El viaje va a ser corto, veinte jodidos minutos. El taxi derecho a lo del médico y él con el sobre del resultado en sus manos. El Jardín Botánico, los jacarandaes celestes; no es como antes, ya no me recuerdan que en noviembre nació mi hijo que está en Europa y… ¿lo volveré a ver? No hay mal que por bien no venga, decía la vieja. Este puto vino por mal, minga por bien, y capaz que me mata, Garibaldi y aquel pedacito de columna del Foro Romano en el que estuve dos o tres veces y quizás nunca más. El negro Falucho, el viejo me explicó su significado cuando tenía apenas… ¿cinco? y el cuartel de granaderos, el hospital militar, más jacarandaes, Barrancas, ¿porqué esa réplica de la Libertad de Nueva York? La sala de la espera interminable, la secretaria con su sonrisa dibujada y sus dientes sucios de rouge, y yo con el sobre de la biopsia en la mano, que cada vez me pesa más. La primera sala de espera junto a la vieja que me salvó de una peritonitis; la otra, la de mi clavícula quebrada a mis ¿siete años? Sí, a los siete el camión de la panadería y las de mis chequeos anuales, ¡Je! no hay mal que por bien no venga, estoy jovato, y llevo en mis entrañas esa cosa de vida o de muerte. Mi apellido, entro, saludo, me siento, el escritorio, el médico comienza a abrir el sobre, lo lee despacito, me mira a los ojos, veo a un juez y con la rara serenidad de los condenados espero resignado. 51
PIONERAS
Nadie en este pueblito del sur de Nueva Inglaterra conocía la verdadera historia de las tres ancianas. Sabíamos que ellas estuvieron aquí desde siempre, que fueron las primeras en construir, sembrar y cultivar. Las adoptamos como si fueran nuestras madres, hasta los pequeños las llaman abuelitas, las cuidan, miman y reverencian. Son las aristócratas del lugar. Los niños se deleitan con sus cuentos. Hasta que una noche una de ellas nos relató su historia: “Lo que les voy a contar data de la época en que muchos inmigrantes decidimos buscar en las tierras de América, lo que la persecución religiosa no nos permitía en las nuestras. Poco más de un centenar de puritanos anglicanos, cruzamos el Atlántico en un barco, el Mayflower, y tratamos de establecernos en el noreste. Una vez en tierra firme, no todos iniciamos la travesía en forma organizada, en caravanas. Unos pocos, más jóvenes y temerarios, nos lanzamos individualmente en nuestras carretas hacia lugares desconocidos, más al sur, tratando de establecernos sobre tierras fértiles, e iniciar cuanto antes nuestras nuevas vidas, construyendo las cabañas, sembrando las semillas, plantines y bulbos que traíamos. Esta es la pequeña historia, de nuestros jóvenes matrimonios que lo intentamos de una manera audaz, no cre52
yendo en los peligros de los que nos habían advertido de estas tierras semisalvajes, pobladas de indios y bandoleros. Al tiempo de andar, nos atrapó la tragedia. Fuimos asaltados por tres maleantes. Nuestros esposos fueron vilmente asesinados, y nosotras tres ultrajadas de obra y palabra hasta niveles inconcebibles. Se apropiaron de nuestra carreta y de nosotras, como si fuéramos un botín de guerra. Los buitres revoloteaban en círculos cada vez más bajos, sobre los tres cadáveres que nos hicieron dejar atrás, al sol, sin sepultura. Nosotras continuamos nuestro peregrinar sin destino conocido, obligadas a sentarnos en el pescante de a una por turno, conduciendo, y las otras dos bajo la lona con los malvivientes. No obstante, algo nos daba una pequeñísima sensación de esperanza. Los forajidos nos ofendían, nos golpeaban, lastimaban y nos obligaban a satisfacerlos. De lo único que se cuidaban era de no dejar sus armas a nuestro alcance. No teníamos fuerzas para resistir. Sólo rezábamos cuando se podía y nos comunicábamos sólo con nuestras miradas. El hambre los urgía y nos exigían cocinar los animales que ellos cazaban. Obedientemente, cocimos sus pucheros y, para hacerlos más apetecibles, se los condimentábamos con nuestros bulbos, y algunas hierbas que reconocimos y juntamos del camino. Los maleantes se relamían, no nos los dejaban terminar, y se los zampaban casi crudos. 53
Nosotras esperábamos. Sólo dejábamos de oír el constante golpeteo de los monótonos cascos, en los altos que hacíamos para cocinar. Las inmundas bocas barbadas tragaban sus presas y, por momentos, un sopor que no los dejó burlarse más, comenzó a invadirlos. Continuamos alimentándolos. Fue en uno de esos sopores cuando cada una tomó un arma. Dos de nosotras dispararon, una a las piernas, la otra al estómago, y yo, le abrí el vientre a uno, lentamente con su navaja. Disfruté, Dios me perdone, de aquel tajo. Los cuerpos quedaron atrás, al sol. Los buitres revoloteaban cada vez más bajo, aún los cuerpos se movían cuando comenzaron a devorárselos. Nuestro destino dejó de ser incierto cuando logramos ver en el horizonte estos árboles, y este verde esperanzador”. Dicen los lugareños que las tres viejitas jamás dejaron de ir al servicio religioso de los domingos.
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ENCUENTROS
Nada busca romper la monotonía del paisaje, ni descubrir cierta razón de ser en este campo gris que huele a pasto frío de otoño. El portal de hierro forjado divide; de un lado, acequias secas y heladas, soledad y muerte. Vida del otro. La mujer le pide al chofer que la deje un poco más lejos, lo despacha, y deshace el camino a pie. Apoya su mano sobre las rejas, observa, y como cada año, el mundo de su adolescencia le trae recuerdos. Un paso, el que la hará cruzar el pórtico, será el del nuevo encuentro. Martita monta la tobiana y se lanza al galope tendido –el peón no conoce otro andar y no es cuestión de perderle el rastro–, ella sabe muy bien dónde lo encontrará. Hay un lugar en la estancia que, pese a estar siempre a la vista, ni siquiera es tenido en cuenta por los peones. Sólo las torcazas sobrevuelan de tanto en tanto el montecito. Cuando ella llega, Pablo ya está sentado en el tronco, a la sombra, mordiendo un yuyo y mirándola con picardía. Nunca ata al moro que se queda a su lado con las riendas sueltas, esperando que él se decida a montarlo. Ese dominio sobre los animales es lo que Martita admira. La fascina el poder de los hombres de campo. Los brazos de Pablo le parecen esculpidos por el artista que talló el mármol de la sala y destacó uno por uno, los músculos del atleta griego. 55
Jamás su madre le hizo sentir ningún tipo de prejuicio hacia los criollos que la sirven. Por el contrario, le exaltaba sus destrezas en las tareas que les asignaba, le hacía notar siempre esa superior habilidad sobre los puebleros, y que lucían sin alardes. —Tu padre nunca pudo comprender esto —le decía—, por eso prefirió permanecer en su estudio, y dejó la estancia a mi cargo. Una vez, después de la cena, Martita decidió confiarle a su madre sus sensaciones cuando ésta le daba las buenas noches. Lo hizo simplemente, con inocencia, algo se estaba despertando dentro de su piel de trece años: —Ma… ¿sabés una cosa? Me parece que los hombres y los potros se parecen. —¿Cómo?, ¿de dónde sacaste eso Martita? —De la caballada, del mármol del cuerpo desnudo del comedor, de los músculos de Pablo. —¿De Pablo? —Sí… se le parecen. —Mirá, Marta, decime en qué anduvieron Pablo y vos. —Corriendo carreras hasta el monte, como siempre. —Una cosa son los amigos y otra la peonada. Vos sos una mujer de casta. —¿De casta? —Nuestra fortuna la heredamos de tu bisabuelo. Tu padre es un profesional destacado. En lo único en que se parecen los caballos a los peones es en su forma de 56
aparearse. Lo hacen como los animales. Preguntale a Pablo qué edad tiene la madre y vas a ver que lo tuvo a los quince años o menos. Preguntale quién es su padre, lo más probable será que ni lo conozca. Esto significa ser un bastardo. Las chicas de tu clase social se casan después de los veinte años con muchachos de su mismo nivel. —¡Mamá!… ¿Qué me estás diciendo?... —La semana que viene te vas a Buenos Aires a la casa de tus primos. Terminarás tus estudios y algún día, cuando conozcas muchachos de tu posición social, seguramente te pondrás de novia y te casarás como es debido, con un hombre de bien. —¡No… por favor! Te prometo que voy a terminar mis estudios, pero quiero pasar las vacaciones acá, al menos las de invierno que son más cortas. —Acá se hace lo que yo digo y basta. Ni ella ni Pablo comprendieron cómo pudo ser que aquellas emociones placenteras fueran indignas a los ojos de la madre. Tampoco el por qué de la nueva actitud de la patrona hacia él. Desde aquella noche lo trató ofensivamente, como al más incapaz de sus servidores. Lo hizo avergonzarse; y le prohibió a Martita su amistad. La falta de comprensión se tornó en odio, un sentimiento compartido cuando años más tarde, la joven fue entregada en matrimonio a un primo de la capital. Y Marta se fue de luna de miel a París. 57
Ese odio inconfesable los hizo concebir la venganza. Lo lograron sin despertar sospecha alguna. Sólo Pablo y Martita conocieron el origen de la carta que la patrona envió a su marido desde Europa, abandonándolo para siempre y pidiéndole que no la buscara. La mujer de cabellos cenicientos dirige su mirada al montecito que se recorta contra el horizonte, a la derecha del casco de la estancia. Siempre su forma le pareció la misma. Nunca lo vio más grande ni con más follajes con el transcurrir de los años. Para ella es el cofre de sus memorias; ese diario íntimo que nadie pudo profanar. Lo más importante de su vida transcurrió bajo esos paraísos, álamos y sauces plantados por la mano del tiempo, que esconden una fosa secreta, sin lápida. Se arrepiente una vez más, como cada otoño, de que Pablo sólo haya sido un instrumento de sus caprichos: Se despertó en ella aquel deseo cuando lo volvió a ver, musculoso como el atleta, al regreso de su luna de miel. Entonces no pudo sofrenar sus deseos de conocer el verdadero sexo, como el de los potros, y se entregó a Pablo, que se le prodigó como ella quería. Los brazos de él estrangularon la patrona y cavaron la fosa. Las manos de ella escribieron la carta que justificó su ausencia. Junto al portal, siente que lo peor que heredó de su madre fue ese espíritu casi feudal. 58
La feroz ansia de venganza, fue compartida y el joven también le obedeció. Conoció el amor salvaje que se repetía todos los otoños. Siempre se sintió en deuda con su capataz; sabe que no le retribuyó adecuadamente el haberla rescatado del maltrato materno. Esta, quizás, es la causa de los reencuentros de sexo animal que se suceden año tras año. Empuja la puerta de rejas y el rechinar oxidado le suena a bienvenida. Se miran y Pablo cumple con la ceremonia; le ofrece el brazo, y ambos caminan hacia la escalinata. La servidumbre está presente para saludarla. Ellos dos sonríen con complicidad. Pablo inclina su cabeza gris y le muestra el camino extendiendo su brazo hacia la puerta de roble.
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YAMILE
Cuando comencé mis exámenes universitarios durante el verano de los cincuenta, ya habíamos descubierto a Bergman en el cine y a Sartre en La náusea. Por primera vez en mi vida alterné con compañeras de estudios. Parecerá trivial, pero empecé a ver a las mujeres de otra manera, no como a las compañeritas de tercer grado. Yo estudiaba siempre en un banco del Jardín Botánico. En ese lugar se respiraba un aroma fresco… vegetal. No voy a hablar de su belleza porque seguramente seré injusto. La conocí allí, pasaba, todo en ella era poco común, su vestido suelto, blanco, que hacía intuir sus formas y resaltar su cabello renegrido. Fue por eso que no pude evitar aproximarme. Le pregunté su nombre. Me lo pronunció, Iamilé, poco después aprendí su caligrafía Yamile. Tendría quince o dieciséis, y creí sentir algo jamás conocido. Debieron ser amor y deseo juntos. A los dieciocho uno no puede distinguir la diferencia. Caminamos unos minutos y nos despedimos. Ya estábamos al tanto, yo, de su ascendencia árabe, ella, de mis estudios de abogacía. Cuando se iba le dije, con cierta oculta esperanza, que leía en ese banco todos los días. La mañana siguiente percibí aroma a jazmines, levanté la vista del libro y, sonriendo, posó sobre mi texto una flor 60
de su ramo y se sentó a mi lado. Todos mis sentidos latieron. Oí mi voz diciendo: —Hola preciosa. Sus ojos relucieron intensificando el verde profundo de sus irises. No supe más qué hacer ni decir. Colocó su mano sobre la mía. —Hola —respondió, sonreímos, y nos besamos. Fuimos novios. Aprendí que Yamile quería decir belleza. Todo en ella era eso, belleza. Sí, definitivamente era amor lo que yo sentí. Conversábamos de todo lo que se habla a esas edades. Mi predilección era indagar sobre sus costumbres tan distintas a las mías. Nunca me animé a hablarle de sexo. Fue ella la que comenzó con el tema. Una tarde en El Galeón, lugar de nuestros encuentros café de por medio, ella comenzó… —Los árabes —me dijo, mientras sus pupilas se dilataron levemente. —Tenemos conceptos acerca de las mujeres y el sexo que ustedes jamás comprenderían. Para nosotros la mujer está hecha básicamente para el placer. Me agradó la suavidad, y poca picardía con que lo dijo. —Explicame más sobre eso. —Nuestras madres nos instruyen cuando nos hacemos mujeres. 61
Hice silencio, dejé que continuara. —Por ejemplo, seguro que cuando nos besamos por primera vez, no asumiste lo mismo que yo. A ver… decime qué pensaste. —Sentí que comenzaba a hacerte mía, el estar tan juntos me excitó. —En cambio, yo pensé que te estaba haciendo un homenaje. Evidentemente, éramos muy distintos. —Explicame mejor eso, no lo comprendo. —Si tuvieras un lugar adecuado en donde encontrarnos, podría demostrártelo. —Sí, tengo un departamento que un amigo me presta de vez en cuando. —¿Cuándo nos encontrarnos? —Pronto, Yamile, te voy a avisar muy pronto. Llegó el día, quedamos en reunirnos cerca, en Godoy Cruz y Santa Fe. Caminamos dos cuadras y entramos. Quise besarla y me apartó con suavidad. Yo profeso el Kamasutra dijo. —¡Pero eso es hindú! —El Kamasutra Al-Makhaoumi es árabe, un ritual. Tranquilo… relajá todo tu cuerpo, mientras voy a llenar la bañadera. 62
Luego comenzó a desnudarse y yo, a imitarla. Surgió en mí un remedo especular, repetía todo lo que ella hacía. La quise abrazar y nuevamente me tomó de la mano y me condujo al baño. Pidió que me sentara enfrente de ella, el agua tibia apenas le tapaba los pezones. Me pasó una de las dos esponjas que había dejado en la bañera, y yo, a imitarla. Primero por el cuello y las mejillas, muy blandamente, luego el pecho, los brazos, el vientre. Nuestras piernas pasaban a nuestros costados. Unos olores exquisitos nos invadieron. —Estos aromas de esencias y especias —dijo. —Multiplican el placer durante el mayor tiempo posible. —Sí… Nos lavamos los genitales mutuamente, mi tensión, aunque parezca increíble, retrocedía, sólo me concentraba en lo que me indicaba. Apenas tenía dieciséis años, y era demasiada mujer para mí. Nos secamos, siempre con sutileza y fuimos a la cama, sin apuro, yo, copiando su proceder, sentía estar caminando sobre nubes. Nos acostamos, ella encima de mí, tomó con su mano mi sexo enhiesto y se lo puso adentro, su vagina hervía. —Me pidió que tratara de mantener mis músculos relajados, que eso retardaría nuestros orgasmos. 63
La dejé hacer, nunca sentí nada igual, no gritó, sólo gimió suavemente. Jugaba a apretarme unos puntos detrás del maxilar que me producían un embotamiento, un mareo temporario, y cuando cesaba la presión, me invadía una sensación de plenitud. Su vagina succionaba como si fuera una boca. El clímax fue simultáneo, enorme, nos besamos largamente, y nos abrazamos para dormir. Proseguimos nuestra relación hasta que un día le dije: —Nunca pretendí ser el primero en tu vida, pero pido, es más, exijo, ser el último. —¡Eh, parecés uno de mi colectividad! —me contestó con sorna. Así continuó nuestra vida. Amándonos y gozando como locos. No podía existir otra mujer igual, era muy fácil serle fiel. Habían pasado dos años en nuestra relación cuando me presentó a su madre. Era muy joven. Nunca pude sonsacarle una palabra acerca del esposo. Mi vida había cambiado, logré trabajar en un juzgado lo que me permitió alquilar un departamento. Quise llevarla a vivir conmigo. Fue imposible. La madre se opuso terminantemente. Me pregunté: ¿Una madre que fue capaz de introducir a su hija en semejantes conocimientos, cómo puede ser que no nos permita convivir? 64
Existe un fantasma que siempre merodea a los enamorados, y se me presentó una tarde. Mientras tomaba un café en un bar frente a Tribunales, los vi, ella y el otro bajaban las escaleras del subte, su delicada mano sobre ese hombro, y el infame tomándola por la cintura. Esa misma tarde la increpé, y recibí la peor de las respuestas. —Te lo iba a decir hoy mismo. Sí, estoy enamorada de alguien. Y por toda explicación me dio la peor, la que más duele. —He dejado de amarte. Confundido, al borde de las lágrimas, fui a su casa para pedirle consejo, o no sé realmente qué, a su madre. Ella la había formado como la mujer que era. Yamile debía tener alguna razón para dejar de quererme. La señora tenía algo menos de cuarenta, pero no los aparentaba, algo en ella me hacía recordar a Yamile, no su aspecto físico, no sé, cierto ritmo en su lenguaje... Me recibió con la amabilidad de siempre. Le dije lo que Yamile me había hecho. Sonrió y me hizo sentar a su lado. Mientras servía té de un samovar comenzó a hacerme comprender lo que para mí era inexplicable. —Pobre Yamile —dijo—. Quizás la culpa fue mía. El martirio del padre, la afectó, y quizás la llevó a ese proceder. 65
—No entiendo. —Nosotras tributamos el Kamasutra a nuestros hombres, y por esto es por lo que quizás ella se perturbó. Nuestra tradición califica de mártir a quien muere por amor, mi marido fue uno de ellos. El Islam glorifica el sexo dentro del matrimonio como un derecho y un deber. —¿Su padre murió por amor? Quizás ella quiera que yo también… —¡No… no! Yamile sería incapaz… ya habló conmigo. Además, yo me ocupé de que ustedes no se casaran. De lo que sí estoy casi segura es que el suicidio del padre la afectó, y mucho. Yo le fui infiel a mi marido. Él no supo cumplir conmigo según lo manda nuestra religión. Para el Islam la sexualidad es un acto de fe, y el placer, un derecho absoluto. El Corán anima la excitación de la pareja previa al acto sexual, siempre en el contexto del matrimonio, alentando así ciertos juegos. “Es bueno que el creyente juegue con su esposa antes de mantener relaciones sexuales para aumentar el deseo y que ella obtenga tanto placer como él”, son palabras del Profeta. Mi esposo no cumplía con ese consejo de Mahoma. Por eso no me juzgué adúltera. Emigré a este país porque me hubiera sido muy difícil demostrar la falta de mi marido, se necesitaban cuatro testigos, era práctica66
mente imposible, seguramente hubiera sido condenada a ser apedreada hasta morir. Y por eso el padre se vio obligado a matarse, no quería verme lapidada por su culpa. Mi hija decidió hacerlo sin pensar que en que usted no tenía culpa alguna, según me lo confesó. Simplemente lo hizo en busca de más placer, la convertí, sin quererlo, en una mujer insaciable. Ella sí hubiera cometido adulterio si se hubieran casado, y merecería ser lapidada allá, en mi tierra. Me sirvió otra taza de té y mientras me acariciaba una pierna prosiguió. —Pero usted no ha perdido para siempre el amor que le supo dar Yamile. Sé que lo debe creer único, que jamás podría conocer una mujer capaz de hacerle disfrutar como ella. —Siempre traté de complacerla. Jamás voy a encontrar una mujer igual, no existen. —Te puedo asegurar que las hay. —Me miró fijamente y volví a notar ese leve aumento en sus pupilas. Acercamos nuestros rostros, sin darnos cuenta, permanecimos unos segundos extasiados, y nos besamos. Sí… besaba como Yamile. Tomó una de mis manos y me llevó al dormitorio. —Esperame unos minutos, relajá todo tu cuerpo mientras voy a llenar la bañadera. 67
MONÓLOGO DEL MAQUINISTA
¡Boludos! Nunca lo van a comprender, es lo más jodido que me pasó en la vida y llevo casi treinta años en esto, me voy a volver loco si no lo entienden, y es tan fácil carajo; tan fácil. ¡La cara del médico cuando se lo dije!, a que me cambia de puesto, y todo mi laburo de una vida, el empleo más importante en la Empresa y se puso a preguntar de más, me callé, pero el muy hijo de puta algo habrá alcahueteado porque me licenciaron, parte médico por un mes y sin un resfrío ni una mísera línea de fiebre. Nunca lo comprenderán mierda, no, jamás lo van a entender; la sensación la sensación es lo jodido, la sensación que te da cuando te cruje el culo sobre el asiento duro, en los dedos sobre el botón de la bocina, en los huesos, en la carne, en todo todo todo se siente ese crujir jodido. Seguro que este boludo me hace perder el puesto que ya tuvo mi padre en La Fraternidad y que yo conseguí siguiendo toda la escala sin acomodos, ¡puta madre, qué mierda es todo! si a veces me da ganas de suicidarme pero no tengo huevos para hacerlo, no como esos que sí los tienen. ¿O estarán chiflados? Una mujer y dos hombres uno casi pendejo, ni piensan en uno que es tan víctima como ellos, y si… están locos… pero no entiendo. ¿Le habrá pasado también al viejo? Qué mierda le va a pasar en esas bestias a vapor de toneladas de fierro con los 68
que te tragabas una casa y ni la sentías, a veces me decía que lo peligroso eran las vacas por el cuero duro y refaloso que te podía descarrilar. Pero con estas eléctricas sos capaz de sentir hasta si pisás un sapo, así son de livianitas, eso, livianitas, por eso se siente todo. Durante la noche en la cama lo vuelvo a sentir, y eso que me tienen dopado. Fueron tres veces y no fue culpa mía, pero qué sé yo, es lo más jodido que le puede pasar a uno, sentís cómo triturás los huesos cómo explota el cráneo, porque explota lo juro explota explota carajo ¡explota!
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EL MANDATO
Los pequeños pueblos de la pampa semejan barcos que navegan en un mar vegetal. Todos sus habitantes se conocen y ayudan como si fueran sus tripulantes. Pero, cuando algo realmente grave o inesperado ocurre, pareciera que se desentienden en un incomprensible “sálvese quien pueda”. Quizás los que viven en las ciudades no sepan lo que es un juez de paz. Por lo general son vecinos, muchas veces legos, elegidos por sus comunidades. Su tarea es encargarse de problemas territoriales en los pueblos que, por su tamaño, no poseen juzgados. El protagonista de esta historia es un juez de paz en un pueblito de menos de mil habitantes en el que un día se escondió el coronel Morquio, famoso por sus crímenes en uno de los campos de concentración de la última dictadura militar. Parecía que en “El Morquio” se hubieran reunido los placeres de las torturas, de los crímenes y las desapariciones, en fin, todas las lacras del período. Desde el juzgado llegó la orden de apresarlo. El juez de paz marchó a buscarlo con dos agentes y el comisario. El militar se les entregó manso, temeroso, sin luchar ni oponer resistencia alguna. Lo esposaron, y lo llevaron al juzgado. El juez sonrió cuando lo entregó, y su sonrisa salió retratada en la primera plana de los periódicos. Lo que más ultrajó al militar, fue que su acto de cobardía se hiciera conocido en todo el país y, lo que era peor, por sus superiores. 70
Finalmente, El Morquio fue juzgado y condenado, como casi todos los genocidas, a cadena perpetua. A partir del incidente, al juez no le alcanzaba el tiempo para atender las amables requisitorias de las familias con niñas casaderas. Tenía cuarenta y dos años y se convirtió en el hijo predilecto del pueblo, un verdadero héroe, allí, donde nunca pasaba nada importante. Una, la familia más encumbrada del pueblo fue la que lo logró. El juez se casó nada menos que con la hija del médico. Esta niña, como toda su familia, era fervientemente católica, al extremo de que por hacerle caso a su cura confesor, llegó a perdonar la desaparición de un hermano suyo en manos de la dictadura. El casamiento fue, como era de esperar, divertido y con abundantes brindis, música y bailes. El clima repentinamente se quebró, ¿la causa?, un gesto del suegro cuando se le acercó el comisario y le dijo algo al oído. Su rictus hizo que se congelara el festejo. Se aproximó al novio, y en voz baja le dijo: —Un escuadrón de los “mano de obra desocupada”, acaban de liberar al Morquio en un feroz tiroteo y vienen hacia aquí, según dicen… a matarte. —¿Cuántos son? —Creo que cuatro, contando al coronel. —No se preocupe, doctor. Entre el comisario y sus agentes los vamos a detener. —Llegarán en el tren de mañana a las once. —Bueno, será cuestión esperarlos. ¿Por qué se inquieta? 71
Aquí podemos armar un buen contingente policial que no los dejará bajar ni siquiera los tres escalones de la estación. Deje que yo y el comisario nos encarguemos, mientras tanto, usted vaya avisando al juzgado. —Es que en el juzgado no se han enterado, estamos con los milicos, como antes… a la buena de Dios. El joven juez de paz se dirigió hacia la comisaría. El comisario no estaba. Pidió hablar con quien estuviera a cargo y se le apersonó el cabo. Le explicó la situación y la respuesta fue. —Ya estamos al tanto. —¿Y? —No es cuestión nuestra. —¿Y de quién si no? —Exclusivamente suya. ¿Quién lo mandó a meterse en camisa de once varas? ¿Acaso no sabe de lo que son capaces? no se puede andar jodiendo con los milicos. —Aquella orden vino de arriba, y el comisario y dos de ustedes me ayudaron. —El comisario no vuelve hasta mañana a la noche, y nosotros sólo acatamos las órdenes de él. —No se preocupen, voy a armar un contingente con los del pueblo. A ellos… pelotas no les faltan. —Oiga… El portazo casi dio en la nariz del cabo, y el juez se encaminó hacia el centro del poblado. Nunca en su vida percibió algo parecido, ni un alma en la calle principal, oscura, 72
polvorienta, bajo una luna de enero donde solamente él era quien esperaba, lo habían dejado solo. Tocó timbres, golpeó llamadores. Nadie abrió. Encontró al cantinero en el bar. No soy el único —pensó—, y le preguntó: —¿Qué pasó con la gente? —Y… usted sabe bien… en cuanto se enteraron de que el coronel y otros más venían por usted, se refugiaron en sus casas, son cobardes, tienen miedo de que usted les pida ayuda y haya que poner el cuerpo. —Eso es lo que vine a hacer, entonces… ¿nadie será capaz de darme una mano? —Usted sabe bien, señor juez, lo que es el miedo. Yo le aconsejaría que se ausente por unos días, o que cambie de pueblo. Pero si no se va y me acepta, yo tengo un viejo 3030 en buen estado. Le agradeció, pegó la vuelta y volvió a su casa. Mi mujer, es lo único que me queda y tampoco voy a poder contar ella. Jamás aceptaría que mate a esos asesinos, y en esta situación lo más probable será que yo sea el muerto —pensó. —Querida, todos en el pueblo nos han abandonado, se acobardaron y no quieren ayudarme contra esos que vienen a… —Mi amor, tenemos que irnos, no nos podemos quedar, recién nos casamos y tengo miedo, vayámonos ya mismo. 73
A la mañana siguiente cargaron el coche sin hablarse. Estaban a unos dos kilómetros del pueblo cuando el juez sintió el mandato, no supo explicarse de dónde provenía, fue una especie de voz interna. No pudo seguir, y le dijo: —Querida, me vuelvo. Vos seguí. Nos veremos después de que todo haya terminado. No quiero pasarme la vida escapando como un cobarde. — ¡No… no! No hubo respuesta. Le hizo señas a un camionero y se volvió hacia el pueblo. Al llegar consultó el reloj. A las once llegarán y ya son casi las diez —masculló. Dicen los vecinos que en la comisaría consiguió prestado un viejo Colt. Eso fue todo. También cuentan que vio llegar el tren de las once. Parado en la calle principal, y a unas tres cuadras de distancia pudo verlos. Eran tres y El Morquio. Uno de ellos se escondió en un galpón. El juez, que conocía bien el lugar, se escurrió por un pasadizo, logró entrar al tinglado por detrás, y pudo dispararle dos balazos en la espalda. Otro trató de parapetarse en el bar sin saber que alguien lo esperaba detrás del mostrador, también fue muerto después de intercambiar disparos con el cantinero. Del tercero también se encargó el juez. Relatan los pueblerinos que al cantinero y al muchacho sólo se les escurrió el coronel, lo perdieron de vista y, cuando estaba a espaldas del joven, apuntándole para dispararle, se oyeron dos perdigonadas. Al sentir los disparos el juez se 74
dio vuelta y la vio. Su esposa aun mantenía en sus manos la escopeta humeante detrás del Morquio caído. También comentan que todos salieron a la calle para festejar, y que el juez de paz les firmó, ese mismo día, su renuncia al cargo. Siguen viviendo en la misma casa. Él se dedica a la carpintería, y ella atiende la enfermería del padre.
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HERMANOS
Abraham Lincoln promulgó en 1863 la “Proclamación de Emancipación”, en la que se ordenaba que fueran liberados todos los esclavos.
Tom llegó un día de verano. No al paso, había corrido todo el día. Parecía poseído. Se arrojó al suelo y descansó horas. Sus crispadas motas no se empapaban de sudor, sí, su piel, que resplandecía al sol. Sus pertenencias eran unas pocas herramientas y una escopeta de tan poco calibre, que servía más para hacerse matar que para defenderse. Encontró el lugar y se dio a la tarea de construir una vivienda. Ocupó sus horas en acumular ramas y clasificarlas por su grosor. Cada tanto miraba a su alrededor. Una laguna cercana le había hecho elegir el lugar. Recorría la orilla buscando alimento. Trató de pescar. Fue inútil. Los primeros días no logró nada. Al tercero divisó un torbellino en el agua. Esta vez no recorrió la orilla, se acercó arrastrándose y permaneció boca abajo mirando el disipar de las ondas. Esperó horas y se hicieron ver. Salían y se reunían apoyadas en sus patitas traseras como en un conciliábulo. Tom sabía de caza, pero nunca había visto una nutria. Se arrastró lentamente hasta que llegó casi a tocarlas, saltó y agarró una. También logró su primer fuego 76
el que conservó con desvelo. Devoró esa carne que al asarla desprendía olor a barbacoa de amo. Pudo continuar con su choza. Y logró unas frutas que nunca se atrevió a comer. Parecían ciruelas silvestres. Una mañana lo despertaron graznidos en el cielo. Saltó con su escopeta y tiró al grueso de la bandada. Cayeron dos, sus rezos no habían sido en vano. Sobreviviría. Llevó los patos en la bolsa al inconcluso cobijo, avivó el fuego y la vació en el suelo. Uno resucitó cojeando. Dos perdigones le habían quebrado una pata y un ala. Antes de desplumar su almuerzo curó al sobreviviente. A los pocos días ya no cojeaba tanto, pero jamás pudo volver a volar. El pato devoró las ciruelas silvestres. Al día siguiente fue solito a comer más. Le había obsequiado, sin quererlo, el postre. Se hicieron compinches. Lo bautizó, Rengo le puso. Ya eran dos y podían convivir. En algunas ocasiones el pato lo despertaba cuando se acercaban las bandadas alegrándole sus tiempos de ayuno. Así fue cómo estos dos ermitaños vivieron en su tosca morada en el corazón del bosque. Ambos sin poder volar, ambos mutilados en lo más importante de sus vidas, su albedrío. Durmieron bajo techo al fin. El pato sobre la almohada de paja de Tom, siempre esperando la aventura del próximo día. Una madrugada Rengo despertó sobresaltado, eran relinchos. Tom dudó por un segundo, y saltó del jergón. Ya era tarde, el remedo de puerta cayó violentamente contra 77
el piso, muchos pares de ojos no le dieron tiempo a nada. Lo insultaron y lo arrastraron hasta la soga que colgaba de una rama, el nudo esperaba. Lo sentaron en un caballo; él mantenía sus brazos cruzados contra el pecho, como en actitud de orar. Le colocaron el nudo al cuello. Tom llegó a decir “déjenme rezar una oración”, un fuerte latigazo espantó al caballo. De entre sus brazos se desprendió un torpe aleteo.
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DIALÉCTICA DE CAFÉ
Dialéctica: “Impulso natural que guía a la razón en la búsqueda de la verdad”.
Carlos y Jorge revuelven el café y pareciera que nunca van a terminar de hacerlo. Jorge inicia el diálogo. —¿Sabés una cosa? nunca pienso en la muerte propia, sí en las de los demás. Creo que el avión que yo tomo no es el que caerá, quizás lo sea el próximo o el anterior. —Jorge, creo que este sentido de la inmortalidad es propio de niños o adolescentes. Si así vivís tranquilo, puede ser que te sirva, pero además de inútil, me parece que no es ético eso de endilgarle a otros tu propia muerte. —Te parece… entonces ¿qué es la ética para vos? —Creo que la ética, es frecuentemente confundida con la moral. Para mí la ética es propia de cada individuo, mientras que la moral es impuesta por la sociedad. La moral cambia, la ética no. —¿Cómo, Carlos? ¿Qué es eso de que la moral cambia y la ética no? —Imaginate, por ejemplo, un matrimonio a prueba en los tiempos de nuestros abuelos. Sería inaceptable por considerárselo inmoral. Ahora bien, las parejas que lo hacían en aquellos tiempos entendían que su proceder no era según ellos, inmoral. A esto me refiero cuando considero 79
que la ética está en cada uno de nosotros, es nuestro pensamiento el que nos dicta lo que está bien o está mal. —Yo creo que la moral está impuesta por las religiones. Todas tienen mandamientos para ser cumplidos, y si no te apartás de ellos te salvás. —La humanidad en su gran mayoría, pretende que haya algo después de la corrupción. Dichosos de ellos, creen en una religión que da paso a la esperanza de la vida infinita, y junto con ella los sacerdotes, los templos, las iglesias, los sacrificios, el vivir de acuerdo a mandamientos. —Sí, casi todos pretenden que haya algo después de la muerte. —Entonces, te darás cuenta que más importante que las religiones, es la ética. —Sí, creo que la ética es individual, que no está escrita. El individuo ante una disyuntiva siempre sabe cuando obra bien o cuando lo hace mal. —Por supuesto. ¿Sabés? Tenemos el hábito de juzgar las cosas por sus consecuencias. Esto no es correcto, porque cuando uno obra, nunca sabe si el resultado será el bien o el mal. —Pero Carlitos, en qué quedamos, ¿no decís que uno siempre sabe si lo que hace está bien o está mal? —Sí, pero como las consecuencias del acto son infinitas, algunas buenas y otras malas terminarán habiendo tantas consecuencias malas como buenas. —¿Entonces todos tendemos a juzgar los actos inmediatamente, y llegamos a disculpar, o no, crímenes, guerras, 80
hasta torturas, si cumplen con un cometido éticamente justificable? —El ser humano no es ético si sólo cumple con los mandamientos de su religión. Esto no lo justifica como tal, ya que hay mandamientos no escritos que, en su fuero íntimo, rechaza por inaceptables… A Jorge no le quedan muchas palabras. —¿Sabés, Carlos? Creo que tenés razón, y que el café se me enfrió. —A mi también. Pedite otro que yo lo pago, pero vos al menos dejá la propina, así procederás éticamente. . .
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TRANSFORMADORES
Trabajan en familia, como en el medioevo. Desde los más pequeños hasta el patriarca. Como meticulosas hormigas, no descansan. Hacen rodar cientos de kilos detrás de sus espaldas encorvadas. No son siervos de la gleba. Sólo tratan de lograr su reinserción en una sociedad desalmada, que los considera ciudadanos despreciables. Insensible, porque no quiere saber de sus padecimientos. Hipócrita, los acusa de robar, porque la basura es propiedad privada. Incesantes cosecheros no aceptan limosnas, ni son indigentes, son simplemente ejemplos. Tampoco inventaron su oficio, se lo ofrecimos sin darnos cuenta, sin proponérnoslo. ¿Qué categoría de trabajadores son éstos cuya labor depura nuestros barrios sin pedirnos nada a cambio? Desde nuestro primer encuentro, todas las noches, reúno los papeles descartados en el cesto de mi escritorio, se los reservo y ofrezco junto con revistas, diarios, propagandas, envoltorios, guías telefónicas, cajas, y algún frustrado poema. No les teman, sólo nos están transformando.
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EL CHOLO
Tilcara, y a varias leguas Alfarcito, donde comienzan los cerros y perdida entre ellos, en medio del viento que corta la cara, la que fue mi escuelita. Montañas rojas y azules, frío y calor, y siempre… siempre… viento. Nunca olvidaré cuando vimos en el horizonte la polvareda, no era un remolino como los de siempre, era una camioneta desconocida. Bajaron con grandes bultos que aumentaron nuestra intriga. Cómo te llamás, nos preguntaban, y, cuando llegaron a mí, Cholo, les dije, no me animé con el apellido Balinchay. Y comenzaron a abrir los paquetes, cuadernos, lápices de todas clases, libros. Me sentí feliz cuando vi las zapatillas y la pelota. Vinieron de Buenos Aires, no pude imaginarme cómo sabían que existía la escuelita, aquí, perdida en la quebrada, pero llegaron, y la visita se repitió año tras año. Los esperábamos a comienzos de marzo, junto con la señorita nos sentábamos a mirar el camino desde el primer día del mes, hasta que, por fin… la polvareda. Nos subíamos a una pirca, todos con los guardapolvos muy blancos y planchados, y los recibíamos dando vivas y agitando los brazos. Uno de ellos se llamaba Daniel, era buenísimo. Cada uno teníamos a un preferido, Daniel era el mío. Yo le preguntaba de Buenos Aires, y él me contaba del fútbol, de los estadios… era de River y yo también me hice hincha de Ri83
ver, quería ser como él. También me hablaba de la Plaza de Mayo, de la Casa Rosada, del Congreso y de los rascacielos. Algún día los vas a conocer, me dijo. La señorita Trini tenía un burro. Ella venía desde Tilcara y nos iba llevando de a dos por vez en la grupa, para que no nos camináramos la legua entera. Nos enseñaba a todos al mismo tiempo, en un aula los siete grados. En la primera fila de bancos estaban los de primero, en la segunda los de segundo y así las siete hileras. Sueltos, jugando siempre, los de tres y cuatro años que empezaban a aprender el idioma. Todos sabíamos leer y escribir en castellano, al comienzo, regla de tres compuesta y quebrados los de los últimos bancos. Todavía siento ese amor por Trini, con sus enormes trenzas negras que le rodeaban el cuello. Fue la que me dio el primer empujoncito. Cuando terminé séptimo, Daniel apareció una tarde de verano en el rancho de papá y mamá, y les pidió permiso, junto con Trini, para llevarme a estudiar a la capital ¡a Buenos Aires!... no lo podíamos creer. Daniel ya era médico, se había casado y me invitó a vivir con él. Después me enteré de la que me había recomendado fue Trinidad. La esposa era lindísima, y tenían una nenita de tres meses. Fui como un hijo más en la familia. Mi primer día en Buenos Aires, Daniel me llevó en un ómnibus sin techo, a mostrarme la ciudad. No sabía si reírme o llorar, lo vi todo, hasta me mostró el Monumental. 84
Después vino lo más bravo, el secundario. Dani era mi apoyo, me ayudó en todo lo que me costaba, con la esposa me hicieron recibir sin llevarme ninguna materia. “Grande Cholito”, dijeron, y me hicieron una fiesta. Después, la carrera, que eligiera una Facultad. De Medicina dije, igual que Daniel. Durante varios años, fui uno más de los que llegábamos en la camioneta a la escuelita. Y todo se repetía, la escuelita ya era un lujo, pudimos hacerle instalar un molino que la provee de agua potable, esa agua era una bendición, y la escuelita y sus alrededores se vistieron de verde. Trini ya esta jubilada y yo siempre la visito, sus trenzas, ya grises, y su risa blanca, muy blanca, me dicen que está orgullosa de mí. Me recibí y decidí quedarme. Instalé el consultorio y una sala de primeros auxilios en Tilcara, voy a la escuelita con mi maletín en el jeep y, si hace falta, de vez en cuando interno algún changuito en casa. Si alguna vez pasan por Tilcara y quieren conocerme, pregunten por el Cholo, y cualquiera les dirá dónde queda mi consultorio.
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TRAICIONES
Hubo años en Chicago en que una mafia gobernaba. Fue durante la ley seca. Ésta era conducida por Al Capone, sanguinario capomafia. En esa época bandas de adolescentes hacían fechorías, tratando de alcanzar una quimera: la de ser hombres de confianza de Capone. Esto les aseguraría dinero y futura seguridad. San Telmo no era muy distinto a Cicero, un barrio de Chicago: Abundaban los Ford A, los cabarets de mala muerte, las pensiones sucias, y las peleas a muerte, el barrio hedía a delito. De Chicago vino a refugiarse un secuaz de Capone. Al, no amenazaba en vano. Lo suyo fue traición, y como eso no se perdona, supo que lo perseguían para matarlo. Su nacionalidad, no era común en este país. Rocky, su compinche incondicional desde la infancia, le aconsejó tomarse el primer barco advirtiéndole que él sería su único contacto telefónico. Rocky ya conocía el lugar porque había hecho un trabajo para Al en el barrio. La principal dificultad era el idioma, algunos chapuceaban algo de francés, el inglés era infrecuente. El plan en San Telmo era salvar su vida y el dinero ganado a costa de aquella infamia. Apenas llegó, algo le decía que aún lo tenían en la mira. En cada hombre veía, o creía ver, a un esbirro del capo. 86
Lo primero que necesita un hombre joven y solo en un país extraño es una mujer. Rocky lo ayudó, le dijo que en algún piringundín no le sería difícil hacerse de alguna prostituta. ¿Piringundín? repitió, nigth club, tradujo Rocky. Y lo aconsejó: “en La Mosca de San Telmo hay algunas putas que algo de inglés parlotean, es su trabajo. La música era tango, el humo espeso, y el champagne barato. Ocupó una mesa, pidió un whisky doble y a los pocos segundos ya se le había sentado, muy cerca, casi apoyada en él, una piba que le hablaba al oído en ese idioma que ya empezaba a empalagarlo como el perfume a talco barato. Pardon mi, contestó con mala leche, y la piba le dijo esperá, con un gesto de su mano abierta hacia delante. Comenzaba a saborear su whisky cuando se dejó ver Margareth. Así dijo llamarse. Era la más linda del lugar, muy escotada y transparente de tules. Su inglés se podía entender sin hacer mayor esfuerzo. Él le preguntó su verdadero nombre –si se lo daba era posible que se la llevara a casa–, Margarita, le contestó. Valió la pena decirle que Margareth no quería decir Margarita, y de ahí en más la llamó Daisy y se la llevó a la pensión, previos cincuenta pesos en el escote. Daisy y el Gringo, –así lo bautizó ella–, pasaron de ser dos pobres ratas, a vivir de esos raros billetes, que ella nunca había conocido, y que, pensó, podrían asegurar su futuro. Tu barrio tiene que ser San Telmo, le había aconsejado Rocky cuando era su contacto; –hacía más de veinte días 87
que no se comunicaban– no hagas alarde de dinero, y no te vayas a mudar a un barrio lujoso. Le pareció sensato y este último fue el único consejo que cumplió al pié de la letra. Pero le resultó difícil no gastar sus dólares junto a Daisy. Comenzó por comprarse un forcito, y regalarle vestidos y joyas. Se había enamorado. Vivían la vida de un verdadero matrimonio. Ella trataba de complacerlo en todo lo que a él le gustaba. Ese verano hicieron más de cuarenta grados y lo invitó: –Gringo, cerca de La Mosca dicen que se toma buena cerveza, tirada de barril, como a vos te gusta. –OK, vamos. Sentados en el bar, los dos bebían la cerveza y las gotas de sudor le rodaban por las caras. Una aureola debajo de las axilas le daba al Gringo el aspecto del trabajador que nunca fue. Las gotas de ella semejaban lágrimas. Los ojos de Daisy lo dijeron. No lo vio. Una corazonada le avisó al Gringo quién era. Fueron dos balazos por la espalda. El cuerpo rubio y despatarrado era tarea cumplida. Rocky se calzó el treinta y ocho al cinto y tomó a Margarita por el brazo. –A la pensión y nos vamos con los dólares de Al, ya vas a ver, Cisero se parece a San Telmo. Margarita levantó una pierna al salir… para no pisarlo.
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DESTREZAS
A Jorge lo enorgullecía la habilidad de sus manos. De chico se destacaba del resto de los alumnos en las tareas que la maestra les encargaba. Cinturones de macramé, complicados poliedros de cartulina, alfombras tejidas sobre cañamazo, y los trabajos de calado sobre madera terciada. Las manos lograban portarretratos que eran una verdadera filigrana, a fuerza de darle a la sierrita durante horas y horas, siguiendo el contorno de los dibujos previamente calcados. También repisas, y toda clase de adornos de casi total inutilidad y de dudoso gusto. Había algo que lo cautivaba, que no le permitía calcar previamente su obra, la plasticidad de la masilla: ella le mostraba el producto del amasado y la imaginación. Con éste material había logrado, no sólo el reconocimiento de la maestra, sino el de la directora y hasta premios intercolegiales que Jorge lucía en las horribles repisas de su cuarto de niño. Siempre quiso ser cirujano, creía que su destreza manual le permitiría salvar vidas. Años después logró diplomarse como médico y abrazó la cirugía como especialidad Así fue que probó con las intervenciones toráxicas, abdominales, plásticas reparadoras, pero todas le resultaban toscas. Constantemente sentía que sus manos le pedían, le suplicaban, mayores destrezas. Y le surgió la neurocirugía. Quería adentrarse en los enigmas que el cerebro ocultaba a todos sus colegas. Esa 89
masa de infinitas neuronas que los desafiaba a ser dilucidada. El razonamiento de Jorge era: “la masa encefálica es comparable a una pelota de fútbol de hierro macizo, y nosotros, los neurocirujanos, recién estamos aprendiendo a rascar apenas su pintura; deberíamos indagar más en sus profundidades”. Ahora eran las sutiles pinzas, y no sus manos, como ellas hubieran querido, quienes se adentraban, sólo a veces, más allá de la duramadre que preservaba de invasores a esa impenetrable ciudadela. No podía quedarse impasible ante esta suerte de barrera de contención que la membrana le oponía. Las manos querían más, deseaban conocer la intimidad, como lo habían hecho antes con los músculos, intestinos, huesos, pulmones y todas las vísceras. Muchas veces, ante un hematoma subdural difícil de extraer, habían tenido éxito sus dedos desnudos al retirarlo, —luego de prescindir de los molestos guantes—. Y allí iban, sutiles, diestros, a eliminar, hasta su último vestigio, el coágulo. Algunos colegas dijeron —pero esto es sólo un trascendido— que alguna vez Jorge hasta utilizó la lengua para no dañar zonas muy delicadas. Sus manos jamás se lo perdonaron. Y el desafío les llegó, un tumor de muy difícil acceso: había que extraer gran parte de la calota, y dejar al descubierto una buena zona de encéfalo. Comenzó por recordar sus trabajos en madera terciada, y la sierrita empezó entonces a tallar en forma prolija el cráneo. Los médicos 90
ayudantes se maravillaban de la obra, casi de orfebrería, que realizaba. Apareció por fin la masa encefálica pero no el tumor. Entonces las manos recordaron sus mayores habilidades, pensaron en aquella masilla modelada, y, ante la perplejidad de todos comenzaron a amasar el palpitante cerebro que se fue transformando en algo informe y sanguinolento. Los dedos escudriñaban su interior, palpaban, desmenuzaban, hasta que alguien gritó —¡Basta, lo está asesinando! Mientras lo llevaban, sus ojos fijos, parecían no ver. El rostro esbozaba una mueca que se asemejaba al desconcierto. Debajo de las mangas ensangrentadas del guardapolvo, las manos colgantes seguían amasando pedacitos de tejido gris rojizo. Aun buscaban el tumor.
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Mi maldita biblioteca
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MI MALDITA BIBLIOTECA
Estoy comenzando a odiar mi biblioteca, y sé que esto no debe caerles nada bien a los amantes de la lectura. Los oí una noche, se deben haber dado cuenta porque desde entonces obran a hurtadillas, mientras creen que estoy dormido. La primera vez que los escuché —Cronopios burlándose de cuchilleros, y Famas tratando de moderar la cosa— me levanté, fui a la biblioteca y entonces el silencio y la oscuridad lo cubrieron todo. Supe que eran Cronopios por sus vocecitas ridículas, si hasta cantaban su Catala tregua tregua espera… Catala tregua espera tregua, y dejaban ver algún que otro resplandor verdoso, de esos que emiten cuando están contentos. A los Famas los reconocí por simple deducción, quiénes si no, se iban a ocupar de poner orden. Mi biblioteca está compuesta por libros de autores famosos en castellano o traducidos. Y, como los descubrí hablándose, estoy por decidirme a quemarla, ya que comienzo a tenerle miedo. Las noches que los escucho desde mi almohada, ya son incontables. A veces ríen, las más discuten acaloradamente sobre temas casi incomprensibles para mí, claro…cómo Russeau se iba a quedar fuera de una discusión entre Flaubert y Sartre sobre la verdadera personalidad de Madame Bovary. Podría haber tomado nota de esos diálogos, pero 95
en la penumbra me es imposible y, en cuanto prendo la luz… se hace el silencio. Es por esto que los detesto, creo que el miedo ya se transformó en animadversión. Un Fama, Borges, —su hablar resulta inconfundible— explicaba que no fueron las tablillas de arcilla de la Mesopotamia, ni los grabados en piedra de los hebreos, los que les dieron su nombre. Tampoco los papiros con jeroglíficos del Egipto, ni los pergaminos griegos. Quizás comenzaron a aproximárseles los chinos y sus papeles… cuyos textos guardaban enrollados. Sí, fueron los códices romanos quienes lograron nuestra forma actual, plana, tetraédrica, con tapas y hojas rectangulares. Cómo, ¿hablan de nuestra forma? Evidentemente se consideran libros… he oído hablar de hombres-libro, pero justo aquí, ¿en casa? Siempre a medida que adquiría o me regalaban volúmenes, los acomodaba azarosamente, jamás por autores ni por temas. Cuando saco alguno para releerlo, lo ubico luego en cualquier lugar libre, pero, créanmelo, ellos se encuentran, se ingenian, no sé cómo y cada noche me despiertan con sus charlas y luego se me burlan callándose. Debe de ser la desmesuradamente antigua prosapia de los libros lo que les hace fácil sus encuentros, aunque no estén tapa contra tapa. Algunas veces me parece comprender sus diálogos, pero, sólo en ocasiones. Ellos se entienden siempre. Por lo menos en mi biblioteca sólo oigo a mis autores predilectos, me cuesta imaginar lo que será una biblioteca pública de noche 96
con miles de ejemplares, la Biblioteca Nacional por ejemplo, con más de setecientos mil… un caos. ¿Serán capaces de encontrarse?, ¿los agruparán según sus nombres o temas?, ¿harán sus conciliábulos por separado? Averigüé, y me dijeron que están organizados de tal forma, que yo asumí, que no se deben prestar al delirio como en la mía. Los ubican por orden alfabético. Esto, seguramente los llevan a situaciones distintas. Por empezar las enormes distancias que los separan harán que no puedan oírse. Entran en contacto celebridades con recién iniciados que, a veces ni siquiera hablan el mismo idioma, y seguramente los famosos ignoran a los novatos. En mi colección, cada autor adquiere distintas personalidades de acuerdo a sus personajes, esto hacen que las discusiones sean alocadas. Es más; he llegado a oír a Don Jacinto Chiclana discutiendo nada menos con Louis Armstrong. Ambos en castellano, Louis hablaba en un perfecto español como en La vuelta al día en ochenta mundos, y Don Jacinto estuvo a punto… pero le perdonó la vida. Recientemente, y esto me hizo entrar en pánico, Gregorio, el insecto metamorfoseado de Kafka, quiso entrar en mi dormitorio. Llegué a ver sus antenas tanteando adentro de la habitación, de un brinco cerré la puerta y le puse llave. Quedé encerrado, asqueado. Hace como dos días que estoy preso, y estoy seguro de que era lo que querían. Han entablado un conciliábulo constante, creo que están tomando la casa entera, y yo, aquí, confinado al dormitorio, preparo la antorcha. 97
EL LIBRO IMPOSIBLE
Hay lectores omnívoros, que no dejan de buscar los libros que siempre ansiaron descubrir y se pasan la vida recorriendo librerías de viejos. Juan Beltrán era uno de ellos. Tenía apenas veinticuatro años y en todo momento libre disfrutaba la calle Corrientes recorriendo esos negocios que poseen el agradable aroma del papel amarilleado por los años. Fue un sábado de invierno cuando encontró un libro. El nombre del volumen no viene al caso, sí, su autor. Juan lo reconoció de inmediato, se llamaba Juan Beltrán. Hasta que no vio su retrato en la primera solapa, creyó tener en sus manos un autor homónimo. Pero no, era él, aunque cargado de años, pelo blanco y lentes. Lo que más lo impresionó fue leer Juan Beltrán 2009-2088, y a continuación, la simplificada biografía de costumbre. Lo conmovió conocer la edad en que moriría, pero más aún, los premios a recibir y hasta las fechas en que le serían otorgados. Eran muchos, y ganaban en importancia a medida que pasaban sus años. Comenzó siendo publicado en modestas antologías por haber obtenido algunas menciones de honor, segundos y terceros premios, y casi al concluir la semblanza aparece el Premio Formentor, otorgado por el Congreso Internacional de Editores, el Premio Nacional de Literatura, el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, y hasta el Premio Cervantes. 98
Juan siempre tuvo vocación por la literatura, pero nunca se había animado a enfrentar la pantalla en blanco de su computadora. No podía creer lo que tenía entre sus manos. ¿Sería posible que se transformara en un escritor? no sólo eso, ¿en un autor de tantos méritos como para ser laureado en semejante forma? Fue durante esos días en que se decidió a escribir, era la única manera de no alterar el resto de sus días. Nunca lo había intentado antes. Frecuentó talleres literarios. Sus primeros textos fueron bastante vapuleados por los profesores. Llegó a pensar que todo era una farsa, que jamás lo lograría. Debería quemar ese volumen que corrompía su futuro. Acaso ¿no podía seguir tranquilo con el sosiego que su existencia le había regalado hasta los veinticuatro años? Ese volumen debía ser una patraña, de esas que el destino se empecina en colocar en el camino de los seres para hacerles perder la razón, para llenar de obstáculos el curso de sus vidas hasta hacerlos terminar en el diván del analista, o, lo que es mucho peor, en una clínica psiquiátrica. Sí… lo haría desaparecer entre las llamas, una solución simple. Pero… ¿el fuego sería una solución?… y de su mente… ¿cómo borrar el detestable objeto que no lo abandonaría jamás? No iba a ser posible. Decidió intentar lo más lógico: no alterar la que posiblemente sería su futura existencia. Esa noche enfrentó la computadora, se presentaría a su primer concurso con una extraña sensación: posiblemente, su primera mención de honor lo esperaba. 99
EL RESTAURADOR
Todos los humanos tienden a sentirse inmortales, pero su real deseo es sólo trascender. A través de la vida eterna o la reencarnación, todas las religiones les otorgan a sus fieles esta posibilidad, la que los hace no perder la esperanza y seguir siendo fieles. Un arquitecto había estado leyendo a diferentes autores sobre lo cíclico de la historia de Platón a Nietzsche, acerca del eterno retorno. Esto lo persuadió a embarcarse en una aventura asombrosa. Nunca había tenido éxito recuperando viejos edificios. A tal punto, que se consideraba un verdadero fracaso en esa muy temprana vocación, que jamás supo por qué eligió. Su lugar de trabajo era una mezcla de sala de lectura y estudio de arquitecto. Como en toda oficina donde se desarrollan proyectos había un gran tablero de dibujo, enorme cantidad de planos, escuadras, reglas “T”, maquetas… Las paredes, cosa poco común en estos sitios, estaban ocupadas en su totalidad por bibliotecas. Jamás pudo recordar cómo llegó a sus manos aquel libro que lo deslumbró, y marcó para siempre su equívoca vocación, él creyó que era la arquitectura, pero, en realidad hizo que lo ganara la lectura, una lectura incansable. Sus lecturas lo hacían descubrirse en otras vidas, hasta que su imaginación no tuvo límites y se le ocurrió algo insólito, lo que en un principio le había parecido una quimera, restaurar algo inusual, para desafiar 100
a los simples y ordinarios restauradores, al menos así los veía él. Restaurar su propia vida. Todas sus obras tenían el mismo comienzo. Si lo que iba a restaurar era una vieja iglesia, empezaba por instruirse, cuál fue la idea primigenia que tuvo su constructor, qué elementos de edificación existían en su tiempo. Pero… tarde o temprano, el fracaso se le hacía presente. Por lerdo, hacían que le cancelaran los contratos de sus obras y quedaban inconclusas, alguno que otro derrumbe… en fin. Esta nueva tarea que me he impuesto debe poseer una planificación organizada pero distinta, pensó. Hasta ahora había tratado de restaurar edificios. Fue por esto que decidió preparar un método sistemático, no el acostumbrado, y trató de proyectar en forma distinta su nueva idea. Comenzó por lo que más fácilmente recordaba, la facultad en la que había estudiado, y se encaminó hacia la misma. Mientras iba, recordó sus luchas contra la enseñanza libre y a favor de la reforma, de lo que no se habla más hoy, pero al llegar no le pareció, sino que escuchó realmente aquellas proclamas, eran las mismas de su época. Más adelante se encontró con el que había sido su profesor de Composición, ya un hombre mayor. Fue aquí que tropezó con su primera experiencia. Su ex profesor no sólo lo reconoció, sino que le recordó que debía corregir su última entrega. —Mirá que no lograste lo que te propuse... ¿Cuándo vas a mejorar? Esto lo confundió. 101
En el bar de la esquina lo atendió el gallego; aquel mozo al que habían apodado “Mercurio” por lo lerdo, tenía alitas en los pies acostumbraban bromear. El pobre estaba más lerdo que nunca, y le preguntó: —¿Para vos lo de siempre? Todos lo reconocían, ¿estaría volviendo a vivir sus días de estudiante? El tiempo, reflexionó, quizás posea ciertos pliegues… y yo me encuentro en uno de ellos. Entonces mi utopía no es tal, es una posibilidad real. Algo similar le ocurrió en el secundario, la siguiente etapa de su plan. Cuando se encontró con su primera novia y amante. La reconoció inmediatamente. “Nina…” le dijo, tomándole la cara entre las manos y besándola en la mejilla, muy cerca de los labios, sintiéndose enamorado nuevamente, sin poder ver en ella a una mujer madura, casada y con hijos, con su silueta algo engrosada, un rostro que no ocultaba alguna que otra arruga, y hoy profesora en ese colegio. Ella por el contrario lo vio, y con cierto horror retrocedió diciéndole —¿Sos realmente vos? Y tapándose el rostro con ambas manos le dio la espalda y sollozando casi gritó —¡Qué horror! No pudo explicarse lo que sintió, una combinación de triunfo y aprensión. Fue esta la razón que le hizo cambiar su tercer paso. Quería ir nuevamente a la escuela donde aprendió las pri102
meras letras, ver a su maestra de primer grado inferior, ¿viviría?, y en el caso de que fuera así, no quería a someter a la anciana a la experiencia traumática de volver a ver en él a un niño. Decidió ir solo. Reconoció inmediatamente su aula, el banco donde se sentaba. Quiso ocupar nuevamente aquel pequeño pupitre. Mi primer escritorio, pensó. No le costó trabajo, lo logró sin que sus piernas se tuvieran que extender incómodamente a los costados. Una vez ubicado, vio el tintero de losa blanco, el pizarrón, y descubrió las iniciales que había grabado con su cortaplumas. No estaban ocultas bajo las múltiples manos de barniz que veía en los otros bancos. Las sintió recién hechas, con sus bordes aún vivos… ásperos… y su manito las acarició. En un extraño estudio, un niño que trataba de entender el uso de las reglas “T”, de los tableros de dibujo y las maquetas, no pudo resistirse a la tentación de llevarse un libro de unas bibliotecas, en su tapa tenía lo que para él eran cosas sorprendentes y bellas: pirámides, monumentos, columnas, peristilos… El tiempo podrá medirse en años, o… quizá en lustros. En una universidad, un joven que se presentó a examen de ingreso ya poseía una marcada vocación: algún día, pensaba, seré un gran restaurador.
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LA CREACIÓN
El artista había convertido un trozo de madera noble, en el ser que siempre había soñado. Lo sedujo cuando la imaginó habitando el corazón del leño, antes de dar el primer golpe de talla. La bosquejó y la sintió suya al iniciar la tarea. Surge luego de meses de áspera faena. La minuciosa gubia avanza corrigiendo formas, casi desapercibidos detalles: las expresivas manos, los delicados dedos. Entre los pliegues de la túnica leñosa luchan por abrirse paso el rostro, los convexos senos, las caderas y las piernas finales. Mientras termina la obra y le pule el rostro, sus miradas se enfrentan. El artista, en éxtasis, la estrecha en sus brazos y le susurra: “Soy tu creador, vive mi amor, vive… “ De la talla comenzaron a brotar ramas… hojas… raíces…
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LOS INMORTALES
…será que no estoy hecho a estar muerto… Diálogo de muertos - El Hacedor
Fue casi a orillas del lago Leman, en el corazón de la Vieille Ville, una mañana de Junio de 1986. Maurice caminaba por las callejas de la gris, pulcra y casi perfecta ciudad, “la más propicia a la felicidad”, según su amigo de la adolescencia. Hablaba en voz muy baja, apenas susurraba: Aquí, a pocos metros de la iglesia ortodoxa rusa, fumamos los primeros cigarrillos, vicio que cultivé toda mi vida y en el que también fracasaste. “He fracasado en todos los vicios que cultivaban los jóvenes de mi época”, sueles decir. Probaste el hachís y preferiste las mentas. Opinábamos acerca de Laforgue y Baudelaire, de las sombras que supieron habitar esta ciudad y que aún hoy, creo, la habitan, (Rousseau, Amiel, Ferdinand Rodler) mientras otros hombres desconocidos se mataban cerca, detrás de los Alpes. Juntos descubrimos las cosas que averiguan los jóvenes: el imperfecto amor, la ironía, el deseo de ser el príncipe Hamlet. Siempre agradecí íntimamente tu orgullo de ser mi mejor amigo junto con Simón Jichslniki. “Maurice Abramowicz”, me decías, “occidente es, gracias a los griegos, romanos y judíos”. Y hasta alardeabas de poseer tu gota de sangre hebrea. 105
Bueno mi querido Georgie, varios de tus amigos, los que dejamos el mundo antes, comprobamos que aquella inmortalidad de la que hablamos tantas veces, existe. Es más; te debemos la nuestra por el sólo hecho de haber sido tus camaradas, ya que jamás la hubiéramos logrado si no fuera porque figuramos en tus escritos. Cierta gente no muere, al menos en cuerpo y alma, como lo quería tu padre, eso nos impediría este reencuentro que tanto esperé. Ahora para mí, la espera no existe, el tiempo ha perdido todo su sentido. Recuerdo que te habitaba el terror a la perpetuidad, pero no a ésta, la que llamabas cósmica; en la que seguiremos siendo inmortales. Más allá de nuestra muerte corporal quedará nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedarán nuestros hechos. Ésta es la que lograste definir con precisión profética. No la que le endilgaste al pobre Homero, y a los trogloditas. En este preciso instante estoy viendo el portal de la que fuera tu casa, pronto también lo verás, porque debes saber que no existe para nosotros incapacidad alguna. Era nuestro lugar de encuentro para ir a la escuela ¿recuerdas?, la fundada por Calvino, el heresiarca. En todos estos años jamás renegaste de los que en aquella época considerabas tus maestros, Heráclito y Swedemborg. Con uno indagaste el tiempo y el otro te explicó el ese mundo, aquel tan aburrido de ángeles discurriendo eternamente sobre teología y filosofía, que por suerte no será el 106
nuestro. Estabas convencido de lo que él decía acerca de la salvación, que no sería sólo ética sino también intelectual. Sé que siempre dudaste del lugar de tu muerte, pero quisiste, estoy seguro, de que fuera aquí mismo, en la Vieille Ville que se mantiene tal cual; como si te esperara. Hace varios días, como dirían los mortales, te vi pasar del brazo de María. Estuviste hace poco con ella e Isabelle, mi mujer, en un restaurante cercano a la colina de Saint Pierre. Si supieras cómo les agradecí que la acompañaran. Te vi levantar la copa. Juraría que fue recordando aquellos tiempos. Seguramente ya has sentido la presencia de aquella vieja amiga, como nos sucediera cuando la convocamos en nuestra adolescencia, y casi sucumbimos a la tentación del suicidio. Sé cual es la causa de tu regreso. Considero, pero esto sólo es un parecer, que lo has sentido a este barrio más tuyo que a Palermo. Siempre pensé que se podría deber a que te espera intacto, como lo conociste en el catorce, con sus campanas y fuentes, con su mismo aspecto, las mismas piedras que te presenté aquella primera vez, con su lago, y esta perfección de la que disfrutabas tanto. En cambio, Palermo cambió tanto su fisonomía, que hasta aquel arroyo del que me hablaste, fue entubado y hoy es una prosaica avenida. También demolieron la cárcel amarilla con almenas. Yo decidí quedarme aquí hasta mi muerte. Fue antes que la tuya. Pero ya verás, dentro de poco, hoy mismo, 107
cuando también seas inmortal, la palabra barrio carecerá de sentido, también las palabras mundo, universo. —Bueno mi viejo amigo, ¿volvemos a recorrer las orillas del lago?, prometo no recitarte a Baudelaire otra vez.” —Ya estoy viéndote Maurice… perdona la tardanza… será que no estoy hecho a estar muerto todavía.
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PÓQUER
El viejo murió, y hace ya más de cinco años que rompí el juramento.Nunca, hasta hoy, pude a comprender lo que me hizo repetir, siendo un médico de prestigio en nuestro pueblo, mientras ponía en mis manos la caja con aquellos espejuelos: “Jamás los emplearé con fines que no sean altruistas, bajo castigo de quedar atrapado en sus tinieblas”. Él me enseñó la manera de usar los anteojos y de poder usufructuar sus poderes. En la primera clase que me dio, pude ver, a través de aquellos cristales oscuros, la primera página de un libro sin necesidad de abrirlo. El disfrute de su magia requería esfuerzo, y era necesario adiestrarse. Fijar la vista, concentrarse y recitar mentalmente invocaciones. Cumpliendo con estos requisitos se podía ver a través de los objetos. El esfuerzo debía ser mayor cuanto más grueso fuera el espesor de lo que se quería traspasar, y mucho más aun cuando se requería de cierta precisión. El ejercicio que mi padre me hacía practicar, era leer un libro sin abrirlo. Recién al cabo de meses pude leer en orden correlativo las primeras treinta páginas de un antiguo volumen. Lo más arduo no era el simple hecho de ir de una página impar a la subsiguiente impar, sino el ir de una página impar a la siguiente par —leer su reverso. El viejo los usó para salvar vidas logrando increíbles auscultaciones, y yo, para hacer trampas con los naipes. 109
Por los sesenta, un cantante inglés impuso el uso de anteojitos antiguos, oscuros, pequeños y redondos. Esta moda me permitió comenzar a utilizar los míos sin despertar sospechas. Fue así como inicié mi carrera de fullero. Me resultaron simples los logros en el póquer y en no mucho tiempo acumulé una pequeña fortuna. No sólo conseguí dinero, paralelamente logré una indigna reputación de tahúr. Una noche un jugador me amenazó con un arma para que le devolviera el dinero que le había ganado. “No fue en buena ley”, dijo. Estoy seguro de que jamás imaginó cómo lo hice. Debido a estos percances tuve que cambiar varias veces de poblado hasta que me radiqué en la gran ciudad. En esta nueva vida tan distinta, donde casi nadie se conoce, pude desempeñarme a mi gusto. Logré frecuentar los garitos de más oscura fama, turbios de humo, de pocas y pautadas palabras, ruido de fichas, corazones, tréboles, dinero manoseado, de diamantes, picas y manos sudorosas sobre el paño verde. Ya no era un ignorado pajuerano. Me conocían como buen feligrés de aquellas noches de azarosa rutina. La fajina del juego fuerte me llevó a conocer un garito ignorado aún por algunos personajes de este mundo indecente. En él existía una mesa donde se practicaba un juego siniestro. La primera vez que observé una partida, descubrí que no se jugaba por dinero. Los que se sentaban alrededor del paño no parecían humanos. Sus caras estaban grotes110
camente deformadas por el vicio y jugaban lo que para mí eran sólo quimeras. Apostaban sueños. Una noche, uno de ellos, de fofos belfos, decidió apostar la felicidad infinita que aseguraba poseer. Los otros cuatro de la mesa dudaron y pidieron explicaciones. Le dijeron que si él era poseedor de semejante tesoro, cuál era el motivo que lo llevaba a jugárselo. La respuesta fue brutal, dijo que solamente deseaba gozar del sufrimiento que iban a padecer los contrincantes durante la partida, ya que seguramente sabrían que iban a perder. ¿Contra qué sería capaz de apostar ese don?, le preguntaron. “Contra la fortuna completa de cada uno de ustedes y a una sola mano”, fue la respuesta. Enmudecieron, pidieron un tiempo para pensarlo; fumaron, se consultaron, bebieron, y no aceptaron la apuesta. Yo había oído todo desde un rincón apartado. Estaba seguro de mi ventaja. Nadie podía imaginarla. Me le acerqué tímidamente y consentí la apuesta. No quedó conforme con mi declaración de bienes, luego de menoscabarlos y humillarme con voz pastosa y ronca, me invitó a sentarme a la mesa con desprecio. Inmediatamente el resto de los jugadores hicieron un círculo alrededor nuestro. Mi contrincante pidió un mazo nuevo y me lo entregó para que lo abriera. Rompí las fajas y desplegué las cartas boca abajo, en abanico. Las veía como si estuvieran boca arriba. Estaba seguro, no fallaría. Volví a unir el mazo y se lo devolví para que mezclara. Sería la partida de mi vida, mi pequeña fortuna pagaría nada menos que la felicidad infinita. Me pasó el mazo para que 111
repartiera, lo sopesé y con el dedo pulgar deslicé las primeras cartas, su calidad era excelente. Lo planté sobre el tapete y le dije que cortara. Di vuelta la primera carta de una de las pilas; una reina. El otro hizo lo mismo, al ver su carta esbozó lo que se suponía era una sonrisa; y mostró un as. Él debería repartir. En el preciso instante en que la primera carta llegaba a mí —en el aire alcancé a ver un rey de picas— me di cuenta de mi despropósito. A una sola mano no podría utilizar mi don, dependería sólo de mi suerte, y la de mi adversario, se suponía, era enorme. Cambié entonces de táctica. Vi mis cartas antes de darlas vuelta (un par de sietes). “Servido”, dije sin tocarlas. Mi contendiente se desconcertó —su rostro sudoroso lo delataba— dio vuelta sus cartas, eran un proyecto a escalera real. Le faltaba uno de los sietes que yo poseía. Pidió una carta y se la sirvió. No la levantó y dijo, prepotentemente, que mostrara mi juego. Le contesté que ya le había ganado y mostré mi par. Un murmullo cubrió la mesa. Apretó las fauces, estaba seguro de tener su escalera, pero al ver mi siete se dio cuenta de que había perdido; ni mostró las cartas. El silencio fue total. Se le contrajo el rostro y yo le requerí el pago. “Ya lo posee…” me contestó. No puedo explicarlo, pero sentí que así era. La felicidad no es lo mismo para todo el mundo. Con el tiempo supe que la que había ganado era insoportable. Me daban asco los vicios que le habían otorgado deleite a ese hombre. Así conseguí, y perdí mi don. 112
ARALIA
La conocí una noche en un bar. Desde un rincón oscuro su belleza iluminó mis ojos y recurrí aviesamente a mis conocimientos de botánica cuando me le acerqué, y logré que me confiara su nombre. —Aralia —me dijo —Aralia elegantísima —completé. Ella ni se inmutó, hasta creo que asintió sutilmente, con un movimiento de cabeza. Le expliqué que la aralia elegantísima es una planta siempre verde que se utiliza para adornar jardines sombríos y quitarles el aspecto tenebroso, ya que la aralia no necesita del sol para vivir, crece muy bien en la penumbra. —Si, así es —me respondió a secas. Pasamos unos días encontrándonos, Aralia tenía muchos de los atributos armoniosos y bellos que uno busca en las mujeres: un cabello de color indefinido, los ojos, las piernas. La consideraba casi una mujer ideal. Yo intentaba encontrar en ella otras condiciones: cordialidad, gustos e ideales compartidos. Comencé a buscarlas y fracasé. Había algo en ella que me turbaba, su comportamiento era como el de la aralia vegetal; le huía al sol, prefería los paseos nocturnos al aire libre, disfrutaba por demás de la oscuridad. Traté de convencerla, de llevarla al teatro, al cine, la invité a bailar a algún boliche y ella insistía con sus paseos por 113
los bosques de Palermo, su lugar predilecto, eso sí, siempre de noche. Siguieron seduciéndome el tono que cobraban sus cabellos y sus ojos —verdes a la luz de la luna— su forma de atraerme, suave, sigilosa, como si quisiera poseerme. Le pregunté qué perfume usaba. —Ninguno, —respondió. Olía a fresco, la envolvía una nota como de pasto recién cortado, llegué a dudar de que realmente fuera humana. Lo que me hacía insistir en ella era más la curiosidad que el amor. Y llegó nuestro primer encuentro carnal, en la pieza de un hotel que me preocupé por que fuera elegante. Todo se alteró cuando a pedido de ella apagué la luz. Nos desnudamos, se oía música, comenzó a tocarme y me preguntó —¿Te gusta? —Sí, el jazz melódico me encanta. —No… no me refiero a la música. —Bueno… —¿Y así? —Y… no. Sus caricias me desagradaban. Eran frías, húmedas, hasta un tanto ásperas. Al tratar de devolvérselas su piel me resultaba poco tersa. Poseía algunas rispideces incomprensibles, detalles que me apartaban cruel, brutalmente, del momento erótico. Al pasar mi mano nuevamente por su cuerpo tropecé hasta con espinas. No obstante ahue114
qué la palma y la retiré cuando encontré nuevamente esas cosas que me perturbaban. Traté de mirarla a los ojos y su aliento era inexplicable. Me sentía envuelto, atrapado. Encendí la luz y al mirarla su rostro era una mueca. Clavó sus ojos con enojo. Me trató como a un cretino impotente. Sus pupilas ya no poseían encanto alguno. Quise abandonar la cama y me atrapó una maraña de rizomas que se adhirieron a mi cuerpo y lentamente comenzaron a lamerme, me licué y comencé a ser absorbido, todo oscureció y no supe más. Quisiera interpretar cabalmente el medio en que me encuentro. Eso sí, estoy seguro de que todo es real, tan escrupulosamente real, como que ahora renazco todas las primaveras, sé lo que es desechar el oxígeno y brotar nuevamente si alguien me amputa. No necesito defenderme, mis espinas se encargan de ello mientras disfruto de la penumbra.
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PROFUNDIDADES
El dueño del pub, mostró un gesto de extrañeza cuando se le presentó Donovan como el propietario del terreno en el que estaba construyendo su hogar. —¿El terreno es suyo o lo compró? —le preguntó. —Lo heredé de un pariente lejano —le mintió. —Usted sabrá lo que hace al edificar al lado del lago, en él ocurren ciertas cosas que le podrán parecer inexplicables. Donovan ya había oído esas supercherías, parecía que en Irlanda todo estaba encantado, por esto no le dijo la verdad. En realidad, no lo había heredado, era el sitio elegido por él y Patricia, durante la primera visita que hicieron al pueblo. Los había fascinado el paisaje del bosque junto al lago, por lo que decidieron vivir allí una vez que se casaran. Le dio un cheque a Patricia, y le dijo que su tarea de hoy en más sería la de comenzar a ocuparse de los muebles, cortinajes, adornos, bibliotecas, y todo lo necesario para que una vez terminada, la casa luciera como siempre lo habían imaginado. En Irlanda cada pueblito posee su leyenda. La de éste era la de ciertos habitantes del lago cuya profundidad era tal que nadie jamás había podido calcularla. Era maravilloso, sus aguas verdes, cristalinas, permitían ver cualquier objeto que cayera en él hasta perderse de vista bastante más allá de los veinte o treinta metros. 116
Le comentaban, y Donovan oía fingiendo respeto, que el lago siempre devolvía lo que se llevaba, hasta ciertos habitantes del lugar que habían desaparecido en sus aguas en el pasado retornaron vivos. Estos y otros acontecimientos que comentaban que habían ocurrido en el lugar, les hicieron dudar de seguir viviendo en la casona, y luego un hecho increíble los convenció de habitarla para siempre. Una vez terminada la construcción, disfrutaba viendo a Patricia haciéndola amoblar y ubicando los adornos y antigüedades que había comprado en Londres. Un invierno no muy frío decidieron el día de la boda. La invitó a merendar a orillas del lago, y le hizo entrega de un anillo que su abuela había lucido durante toda su vida. No tenía mucho valor, era de oro, y llevaba engarzada una piedra semipreciosa. Donovan había hecho cincelar en su parte interna “Patricia”. Al querer colocárselo se le cayó y fue rodando hacia el lago, corrieron detrás de él y pudieron ver cómo se iba perdiendo en las aguas. Lo reemplazó por uno más valioso. Pero ambos hubieran preferido el antiguo por su valor afectivo. Ya casados, comenzaron a conocer a los vecinos y él hizo amistad con varios de ellos. Contó lo que les había ocurrido, y algunos hasta le dijeron que era un buen augurio. También conoció a Paddin. No sólo en Irlanda cada pueblo posee su idiota, creo que esto es común en casi todo el mundo. Paddin era tartamudo, se babeaba y su escasa estatura, lo hacía más niño que adulto, pero en esa 117
apariencia poco digna, se ocultaba un corazón bondadoso, siempre dispuesto a dar algo de sí. Se enteró de la pérdida y se ofreció para recuperar el anillo. Donovan le dijo que no era posible, pero como insistió por demás le prometió, en tono de broma, que si lo recuperaba lo recompensaría con diez guineas. Saltando de contento se alejó a la carrera y se zambulló. Vio a Paddin sumergirse y nadar hacia lo profundo hasta que se perdió de vista. Al instante corrió a comunicarle lo sucedido a la policía, la que intentó rastrearlo sin suerte. Aquí quien más o quien menos, confía en que la naturaleza es protegida por duendes, gnomos y hadas. Que ciertos milagros se producen gracias a ellos. Donovan descreyó de estas supersticiones. También le contaron que sus profundidades eran habitadas por náyades, unas mujercitas muy bellas, que se ocupaban de evaluar las virtudes que habían tenido en vida los que caían en sus abismos y, si lo merecían, los devolvían a su vida habitual. Para Patricia, gnomos, hadas, y ahora náyades ya era demasiado. —Mi querido —le dijo—, no puedo creer que ya te hayan convencido tan pronto, apenas llevamos unos meses viviendo aquí. Bien sabes que todas esas leyendas no son más que eso, o acaso ¿alguien que conozcas vio alguna vez un duende? —Pero mi amor, se trata de leyendas antiguas, hay que tomarlas como lo que son, mostrarle respeto a los vecinos, 118
ellos creen en ellas desde hace generaciones, nada de malo tiene el oírlas. —Sin embargo, la forma en que me lo repites, me da la sensación de que comienzas a creer en ellas. —¿Nunca oíste hablar sobre Elfos, Hadas y Duendes en Cork? —Bueno… si… pero como seres mitológicos… de fantasía. —Me dijeron que en el cementerio existe la tumba de una mujer que volvió viva luego de haber desaparecido en el lago. —¿Y tú realmente fantaseaste que esa mujer se ahogó y volvió viva? —Porqué no, lo dicen personas respetables del pueblo y…. —¡Y… qué! —Sé que estos son mitos transmitidos por centurias. También que a ciertos personajes, a través del tiempo, les han atribuido orejas puntiagudas, largas barbas, cierta vestimenta y todo lo que sabemos. Pero… ¿de dónde nacieron estos agregados?, quizás de alguien real que el pasaje de los años fueron transformando. Por ejemplo, Paddin, ¿No podría haber sido hace muchísimo tiempo uno de esas personas reales, que por su bondad y generosidad, la imaginación y los siglos hubieran modificado y transformado en duende? Sólo pido que lo pienses. —Bueno… pero prefiero no hacerlo. Y cansada le propuso a Donovan volver a Cork, su ciu119
dad de origen, en la que vivirían más tranquilos al margen de esos tenebrosos mitos. Fueron necesarias esas huellas de agua hasta la mesita de noche y las gotas alrededor del anillo de la abuela sobre el cristal para convencerlos. Han pasado años y Donovan, cada vez que sale a pasear por el bosque juega distraídamente en uno de sus bolsillos con las diez guineas que una vez, prometió a un duendecito. Está seguro de que Paddin tuvo un encuentro feliz en las profundidades del lago.
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UN TESTIMONIO CREÍBLE
Vincent van Gogh pasó los dos últimos meses de su vida en Auvers sur Oise, a una hora de tren de Paris. Recién salido del manicomio de Saint Rémy llegó allí por consejo de un pintor amigo de su hermano. Le recomendó el lugar debido a la tranquilidad del pueblito, rodeado de una plácida campiña, donde vivía un médico amigo suyo que podría vigilar la convalecencia del desdichado Vincent, se refería al doctor Gachet,, médico y dibujante aficionado. La etapa de Auvers fue breve pero increíblemente fecunda. En sólo dos meses y nueve días Van Gogh produjo setenta cuadros y una treintena de dibujos, poco antes de acabar con su vida dándose un tiro. Esto nos hará comprender, aquello que oí en Madrid, en el año dos mil tres, cuando me autoexilié, de boca de mi amigo francés Jean, descendiente directo del doctor Gachet. Su relato me turbó, y, sin embargo, no pude dejar de creerlo. En esos días, casi ciento treinta años después de la muerte de Vincent, se exponían en un museo de Madrid una treintena de aquellos últimos lienzos pintados en Auvers. Jean visitó la exposición. —Me conmoví como casi todos los concurrentes —me dijo— al estar parado a menos de un metro de distancia frente a los cuadros. Pensé, que a esa misma distancia había 121
estado el genio. Mi emoción sobrepasó a la de todos los demás visitantes y rompí a llorar tan desconsoladamente que alguien cercano me dio un pañuelo para enjugar las lágrimas. Cuando lo bajé pude verlo, era Vincent que me había puesto una mano en el hombro, y en un francés de tonada áspera me dijo “tu ne pleures pas il n’a été il arrête tellement” (no llores no fue para tanto).Todos los visitantes hacían caso omiso de la presencia, parecía invisible a ellos, sólo yo la podía ver, oír, tocar… Estaba rasurado, nada de su barba roja, pero mantenía su pipa apagada entre los dientes, y la cicatriz al costado de su cara lo hacían incuestionable. “Siempre pensé, y se lo escribí a Theo, que los mercaderes esperan la muerte de los artistas para hacerlos famosos, por eso me maté, y la esposa de mi querido hermano heredó, ya que él murió pocos meses después que yo, lo que pagaron por mis cuadros, ya algo valorizados, y con ello pude devolverle, en algo, todo lo que él gastó en lienzos, pinturas, e internaciones, para que yo pudiera seguir.” Me miró a los ojos, sonrió, y no lo vi más. Al día siguiente de escucharle visité el museo. En un rincón casi inadvertido, estaba expuesto un dibujo de van Gogh en su lecho de muerte firmado por el doctor Gachet. En él se lo veía rasurado. Estoy convencido de que esta historia es cierta. Quién sabe si algún día volverán a verse.
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AUTORRETRATOS
Ciertas noches Honorio siente algo cuando se acuesta en la cama, poco antes de dormirse lo aqueja un temor, éste aumenta con el transcurso del tiempo, sabe que a la mañana sucederá. Comienza el seantimiento que no puede apartar de su mente, dejar de ser Honorio para transmutarse en Lázaro, un infame. Esas mañanas temidas, se baña, afeita y dirige su mirada al placar. Se viste con la ropa del otro. Una camisa falsa, de una supuesta marca importada, luego un traje con pretensiones, corbata de rayón imitación seda, y ya es Lázaro, el que irá al otro extremo de la ciudad, para comenzar su día. Otras veces, al despertarse, recorta su barba cada tres o cuatro jornadas; bluyines, remera, sube la por escalera de caracol para dedicarse a sus pinturas en el atelier de Palermo Viejo. Una vida apacible, que disfruta con sus condiscípulos del Bellas Artes, invitándose a sus atelieres y criticando sus trabajos, mientras toman cerveza y ríen. Jamás pudo confesárselos, tiene la certeza de que si lo hiciere, su vida, mejor dicho, sus vidas, se esfumarían dejándolos a ambos en un temido limbo: el de la inexistencia. En sus jornadas, Lázaro se dedica a estafar delincuentes semianalfabetos, drogadictos y casi siempre menores de edad. También hace muy buenos negocios con la policía 123
de aquel barrio apartado, donde instaló un escritorio de gusto estrafalario, que lo hace respetable en ese ambiente de fábricas, riachuelo maloliente, villas miserables, y prostitutas que ejercen en sus casillas, ofreciéndose al que pasa en presencia de los hijos que juegan en esos patios. Lo llaman doctor, suponen que es abogado. En realidad las oficia de reducidor, dealer y, cuando le conviene, entregador. Más de una vez tuvo que rendirle cuentas a algún retobado, con sus propias manos, mejor dicho, con su nueve milímetros. Honorio se debate entre pensamientos suicidas y religiosos: El suicidio, piensa, merecería perdón, conmigo moriría también un condenado. Pero para la Iglesia, ¿esto será pecado?, un suicidio y un crimen simultáneos. Se dedica a la imposible tarea de terminar su autorretrato. Lo comenzó hace meses, pero, siente que otra mano mueve la suya, un gesto en el rostro del lienzo lo hace abandonar la obra ya recomenzada varias veces sin éxito. Sus compañeros le dicen que es una sombra, sutil, pero mal ubicada. Él sabe bien que no es así, ese gesto es el del perverso, percibe bien de quien se trata. Varias veces lo ha retocado, pero el retrato lo mira con odio. Decide no verlo nunca más, y lo pierde entre sus óleos. Sabe que esto tiene que ver con su pesadilla, más aún, que Lázaro le ha propuesto una verdadera competencia. Una noche Honorio tiene una nueva sensación al acostarse, no siente temor, por el contrario, desea hundirse en un sueño que adivina será suave, hasta deseado. Una sensa124
ción de bienestar lo cubre de a poco, y se duerme, soñando con que es un Lázaro distinto, que se niega a delatar a un adolescente que le merece pena y culpa. Lázaro había asesinado a su padre, —lo iba a delatar a la policía por sus actividades de dealer— y se lo hizo pagar con un tiro en la nuca. Por primera vez en su vida siente algo que lo hace proceder de otra manera. Prohíja al pibe, le encomienda tareas simples, poco arriesgadas. Siente que algo de Honorio está obrando en él. El pibe, no tardó mucho en vengarse delatándolo a la policía y lo hace caer en una emboscada mientras transa. Hubo disparos y Lázaro y Horacio mueren juntos. Los amigos del Bellas Artes jamás comprendieron esa insólita muerte de Honorio en un enfrentamiento con la policía en Isla Maciel. Sí, los alegró el descubrir, entre las obras del muerto, su autorretrato, perfectamente logrado.
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PHYLAKTERION
“Aquiles asedió Troya de nuevo; las mismas religiones, las mismas ceremonias renacerán; la historia humana se repite; nada es que no haya sido ya.” Lucilio Vanini, Sobre los secretos de la naturaleza.
Soy Julio Lucas Beltrán, y desde que me jubilé como profesor de Física del secundario (lo que completó mi empobrecimiento), jamás me senté a la computadora para algo que no fuera escribir o hacer solitarios. Lo primero era puro placer y esperanza –llegar a ser un escritor– pero comencé demasiado tarde. No obstante, no puedo quejarme, luego de mi primer premio literario, las recompensas y los halagos no dejaron de sucederse, y la consiguiente fama me fue impuesta sin yo haberla jamás buscado. Un día, aquella cosa me cambió la vida. Mientras yo escudriñaba estantes en una librería, que olía gratamente a papel viejo, en la calle Corrientes, pegada al bar al que aún hoy concurro casi a diario, cuando retiré un diccionario que lo ocultaba, brilló y me encandiló. Era la luz que radiaba entre las hojas que lo escondían en un libro de encuadernación rústica. Sin ver de qué trataba, lo retiré del estante, –aquello dejó de brillar–, y compré el libro. Ya en el bar vi lo que era, un texto de física de quinto año del nacional. Entre dos de sus hojas descubrí aquel prodigio. Una muy 126
delgada lámina metálica marcada por algo punzante. Pensé en una escritura exótica y la revelé en mi escritorio frotándola con un trozo de grafito. La escritura no era copta, aramea, nada que me ilusionara, era un castellano adolescente, –el dueño anterior había estudiado física de quinto año–. Decía que lo regalaba por algo que no pude descifrar en los garabatos finales. El joven no terminaba de explicarlo. Era un talismán. Sí; yo tampoco creía en la existencia de los talismanes ni en sus virtudes; sin embargo estoy convencido de que fue ese objeto el que me buscó. Supe que se trataba de un amuleto días después de encontrarlo. Esa cosa permanecía juntando polvo sobre mi escritorio. Cada vez que la veía no dudaba de que tenía algo de sobrenatural. Nunca volvió a brillar. Sólo lo hizo aquella tarde en la librería. La única persona en el barrio a la que los vecinos reconocían como entendido en eventos inexplicables, era Oleg, el zapatero. Había oído decir que el ruso (así lo llamaban) había practicado con éxito exorcismos a casas que se creían embrujadas, que hasta la policía lo utilizó para buscar un cadáver y se los hizo encontrar. Recurrí a él; y una vez en su tendejón, impregnado por penetrantes olores a suela y pegamento, al enterarse de que no había ido por ninguna compostura, me ofreció pasar a la trastienda. Me convidó con una taza de té que sirvió de un samovar, lo que me aplacó la náusea que me produjeron los olores. Su conversación era amable y yo la fui llevando, sutilmente, hacia mi punto de interés: sus extrañas facultades. 127
Cuando le toqué el tema no se incomodó, por el contrario, comenzó a explayarse. ¿Usted sabe lo que es un chaman? Me preguntó. Le respondí con una negativa. Se dijo descendiente de mongoles y que su padre idolatraba a Gengis Kan. Al ver mi mirada, un tanto suspicaz, me explicó lo que era el chamanismo. Si bien la mayoría de los mongoles son budistas, me dijo, en el noreste de Siberia se practica una antiquísima religión, sus fieles pertenecen a un pueblo llamado Chukchi, y sus sacerdotes son los chamanes. Aquellos sacerdotes dicen poseer el don de comunicarse con los dioses. Me parece haber recibido algo de ese don. No sé si me comunico con los dioses, pero a mis invocaciones, a veces me responden otorgándome ciertas gracias. Esto es todo; concluyó. Le expliqué acerca de mi hallazgo y prometió ayudarme en lo que pudiera. Le pregunté sobre sus honorarios, y percibí un dejo de ofensa en sus ojos que emergían del rostro barbado, lo que me obligó a disculparme e invitarlo a cenar al día siguiente. Aceptó gustoso, creí que más por la posibilidad de hacer un nuevo amigo, que por lo que yo le había comentado acerca del objeto. Luego de la cena se lo puse en sus manos. Lo observó con detenimiento y con asombro me mostró lo que yo creía un garabato al final de la escritura y sentenció:”esto tiene mucho significado, no es un garabato, aquí dice phylakterion, amuleto en griego antiguo; creo que se trata de un amuleto astrológico o de un talismán”. Y agregó; “el uso 128
de estos objetos es una práctica casi generalizada en todo Medio Oriente, aunque tuvo su origen en el antiguo Egipto, hace como tres mil años. Si es lo que sospecho, usted se beneficiará al conservarlo. Dicen que no sólo dan suerte a quienes los poseen, sino que también hacen que se cumplan sus deseos. Es de práctica regalarlo a un ser querido, o a quien se le esté especialmente agradecido una vez que el poseedor cumplió sus deseos”, y agregó, “el regalo debe hacerse en forma anónima y sin que el obsequiado sepa sus virtudes, ya que debe ser él quien las descubra. El talismán se encargará del resto, y no olvide que desde hoy deberá buscar a quien merezca heredarlo, y lo más importante, la forma en que deberá obsequiarlo, ya conoce las reglas”. Uno nunca deja de sorprenderse. A su muerte, mi tío Julio me nombró su heredero universal. El día que tomé posesión de su casona, pude palpar realmente sus méritos. Yo creía conocerlos, ya que los diarios publicaban asiduamente laudatorios conceptos sobre él, sé que hasta rozó el Novel. En mi facultad presencié una de sus conferencias, “Poe, un desdichado hombre de genio”, la que fue aplaudida de pié. Nunca había tenido una idea de la importante trayectoria del tío. Su fama le llegó en el ocaso de su vida, pero, no obstante, logró ser un afamado hombre de letras. Las paredes de la casona estaban atestadas de libros y marcos con diplomas que hablaban de premios literarios, de doctorados honoris causa en idiomas extranjeros otor129
gados por las más célebres universidades, los que mostraban en letras inglesas y góticas: “por cuanto Julio Lucas Beltrán a sido…”, vitrinas con condecoraciones, y en una de ellas no pude dejar de fijarme en un cofre decorado con profusión. Lo abrí y contenía una lámina metálica grabada toscamente. Hasta hoy nadie me supo explicar qué es esta lámina, pero algo me dice que debo seguir indagando; ya que si no tuviera valor alguno, mi abuelo no la hubiera guardado en semejante estuche. Continuaré investigando.
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MITOLOGÍA PATAGÓNICA
“Ya no pretendían seducir, tan sólo deseaban atrapar.” El silencio de las sirenas.Franz Kafka
¿Quién fue el que dio vida a esta fábula, o leyenda, en este pequeño puerto del sur patagónico? Unos viejos marinos me la contaron y me hicieron conocer a su protagonista, don Pedro. Lo vi fumando su pipa en la borda del viejo Pegaso. El anciano ya es parte del paisaje del puerto. El pelo, las cejas y la barba se disputan la cara correosa, curtida por los implacables vientos. Hace años que no navega y, sin embargo, viste como si fuera a embarcarse. Cuando acaricia la pipa se confunde entre sus manos que parecen talladas en madera de bosque añoso. Saborea el humo dulzón y me dicen sus amigos que siempre cae como en un letargo que le hace revivir un suceso de su niñez, cuando apoyado en la borda del Pegaso, se produjo el encuentro con la sirena. Esto lo hace buscar todas las noches, escudriñando las oscuras aguas de la ría. Quizás, sea aquel milagro pagano el que logra que la rústica camisa de loneta se mueva más de prisa sobre su pecho. Alguien le oyó decir que aún era un niño cuando la vio una noche de invierno, asomado a la borda de su barco fondeado. En las aguas sin trazas de luna, las escamas destellaron fulgores que jamás había visto. Se reflejaban en los 131
largos cabellos adornados con algas. Dijo que pasó ondulando su cuerpo, casi a flor de agua. Se hizo hombre y patrón del barco. Y cada vez que el Pegaso enfilaba su proa hacia el mar; esperaba volver a verla bajo la plana superficie, o en la concavidad de cristal con que las olas bravas solían cubrir, a veces, la embarcación. La rutina de a bordo le deparaba días de alegría al comprobar que la bodega se preñaba de pesca, y, de tanto en tanto, otros de angustia, sosegada por la destreza, en esos vendavales que ponían a prueba las estructuras del barco y de su tripulación. Me cuentan que en las jornadas buenas, don Pedro siempre tenía un momento de agradecimiento hacia ella con un brindis, durante los festejos en la taberna del puerto, y que en las no tan buenas, se negaba a aceptar que ella no lo tenía más en cuenta porque habían pasado casi una vida sin verse. Fue durante una tempestad en que ya nadie a bordo pensaba que el Pegaso lograría tierra firme y que sólo les esperaba el naufragio, cuando don Pedro elevó su mirada hacia las olas que los sobrepasaban y volvió a verla. Uno de los pescadores oyó su pedido por la tripulación, y el milagro se produjo. La tempestad amainó, junto con los gritos eufóricos de los marineros. También dicen que aún la espera, ya no en el mar, sino en su alma de hombre viejo. Qué extraña circunstancia, me pregunto, ha hecho de don Pedro, aquí, en este confín del mundo, una especie de Ulises criollo. 132
ENTRE REFLEJOS
La conocí hace más de medio siglo, al fin de la secundaria. Jamás pude imaginarla con piel de pergamino, silueta abovedada y paso cansino. Siempre la recordé con sus diez y siete años, esbelta, bella, ansiosa a la espera de nuestro encuentro. Mi primera novia amante me entregó su virginidad casi sin darse cuenta, durante un día en que comenzaba la primavera bajo la tenue lluvia que filtraban unos naranjos. Nos sorprendió aquel nuevo amor, intenso, carnal, único. Éramos tan jóvenes que nos daban pena los mayores, nuestros amigos y padres, ya que los imaginábamos carentes de nuestro tesoro. Sólo nosotros —estábamos seguros— éramos los poseedores de este nuevo sentir que se iba transformando en algo desaforadamente loco en poco tiempo, que no podíamos imaginar lo que podría llegar a ser al promediar nuestras vidas. Algo se interpuso entre nosotros, la infidelidad. Sí, descubrí a ese fantasma sin querer y mi juventud no lo pudo aceptar, no supe perdonar ni pelear por reconquistarla. Fue así como la perdí. La traición destruyó nuestro paraíso. Hace pocos días la vi como entonces, en su adolescencia. La llamé por su nombre. Se detuvo. Me le acerqué. —Te conozco, le dije. 133
Me miró con un ceño de reproche. —Soy la que ayer despreciaste, —respondió. Pedí perdón y le propuse una cita el domingo en nuestro bar. Aceptó. Enfrenté esa noche al espejo y su reflejo me devolvió, despiadado, al anciano. El domingo, desde la mesa del bar la vi acercarse, con su uniforme de La Misericordia. La mano que sostenía mi café era firme, el reflejo en el cristal no mostraba canas.
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Pasajeros del tiempo
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EL LUGAR DE MI NIÑEZ
Rodillas sucias raspadas, no se usaban todavía los bluyines protectores, los largos se merecían después de los dieciséis, cuando los pelos mostraban que nos hacíamos hombres. Mariposas atrapadas en redes de ramas y hojas que en los frascos terminaban como trofeos de caza. Fumando zarzaparrillas a escondidas de los viejos, robadas de aquellos setos que rodeaban los jardines. Azufre, carbón y algunas pastillitas de clorato, que en el botiquín estaban por si el dolor de garganta, todo en polvo, bien mezclado, en chapitas de refrescos, eran la gloria explotando en las vías del tranvía. Y las rústicas alianzas de carozos de duraznos, bien secos y bien gastados, raspados en las paredes que las pibas de la escuela mostraban en testimonio, de noviazgos onceañeros. Rango, fulbito, y cuidado con el cana que se afana la pelota. Fotos porno, muy ajadas, Memorias de una Princesa escondida en la alacena, catecismo, comunión y después el secundario, la facultad, las trifulcas apoyando la Reforma, y en medio de todo aquello mi niñez se me extravió.
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VERGÜENZAS
Muchas veces lo espiaba por el balcón que daba a la vereda. Era pintor, pero de esos que son artistas, no de los otros. Un día me invitó a entrar. ¿Te gustaría pintar? me dijo. Si, contesté medio con vergüenza. Había un cuadro contra la pared, apoyado en el piso, como los demás. Era de la esposa, la que me convidaba con galletitas. La había pintado desnuda. Yo la miraba y veía el cuadro. Era ella. A mí me daba vergüenza. Cuando jugaba en la vereda y la ventana del pintor estaba cerrada, yo pensaba si ella estaría otra vez desnuda y él pintándola. Siempre me pasaba lo mismo. Me habría gustado ser pintor, pero no de esos que copian lo que ven, sino de los que pintan lo que se imaginan. Las mujeres desnudas no son para estar mirándolas. Me avergüenza decirlo pero lo pienso. Me empezó a gustar la pintura y Mami me llevaba a lugares con muchos cuadros, las galerías. Pero en todas había cuadros de mujeres desnudas. Y dale con las mujeres desnudas, pensé. Una vez fuimos al Bellas Artes. Ahí por fin vi un cuadro que me gustó. Así quiero pintar le dije. —¿Cómo Miró? Pero tenés primero que aprender a dibujar. —¿Qué, hay que aprender acaso para hacer redondeles y rayas gruesas de colores lindos? Yo me animo a hacer cua138
dros como ese, le dije, y se rió. Mis amigos una vez me dijeron: tu vieja está preñada. Esa palabra me sonó a animal. No podía imaginar a los viejos haciendo eso. Y la panza le crecía y le crecía. Y nació mi hermanita. Y se murió a los dos días. Mamá, cada vez que se acordaba se ponía a llorar. No sabía qué decirle para consolarla. Hubiera querido hacerlo como lo hacen los grandes que la visitan, pero me daba vergüenza.
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LA GRIEGA
I. Aún pibes, estábamos llegando a los dieciocho, cuando una tarde apareció Carlitos con su descubrimiento. —¡Muchachos no tienen una idea de lo que conocí! La cara de Carlitos, más redonda que nunca y sus ojos desorbitados, nos anunciaban algo que nos iba a marcar las vidas. —Margarita se llama; y es extranjera, no tienen idea. —De qué no tenemos idea, gordo. —Es una puta de nuestra edad. —Dejate de joder… las putas son todas veteranas. ¿De nuestra edad? No es puta, es una piba que se dejó y chau. —Sí, y me cobró cincuenta mangos. —¡Cincuenta! —Sí, cincuenta, pero jamás mejor gastados. —¡Contá carajo contá! —Resulta que pasé por un barsucho en Paraguay entre Araoz y la de más allá… la que le sigue. —Julián Álvarez. —Sí, esa, y no saben cómo me la levanté. Al principio me pareció que era hija del dueño, pero el dueño era gallego y ella, cuando la oí hablar, tenía una tonada rara, extranjera, pero rara. No servía ni atendía la caja, andaba entre las mesas. Me miró con unos ojos divinos, celestes, y yo, sin saber qué hacer, le señalé una silla de mi mesa ¡y se sentó! Le pregunté cómo se llamaba, y me dijo Perla. 140
—¿No era Margarita? —Sí, pero después me explicó que margarita en griego quiere decir perla. Tiene un cuerpazo que no saben…unos ojos enormes, piernas largas, cinturita angosta y unas tetas que ni se imaginan. Yo empecé a trabajármela de noviecito, pero ella acortó la conversación y me dijo que por cincuenta mangos, no saben con qué tonadita, que por cincuenta mangos podíamos ir a un mueble. Le dije que no los tenía encima pero que si venía a casa —mis viejos estaban en el laburo— se los daba. Y vino, muchachos ¡vino! —¿Y le bajaste la caña? —No, ella me la bajó a mí. No saben lo que fue eso, ¿se acuerdan del Kamasutra?, bueno, esta lo dejó más chato que cinco e´ queso. Lo que más me gustó fue cómo gritaba, era una radio, ¡cómo gozaba! las chanchadas que decía. Con decirles que cuando terminamos me hizo ver si no había nadie en el pasillo porque le daba vergüenza que la vieran los vecinos, que seguro, según ella, la habían oído. No saben lo que fue eso, no saben… no tienen ni la menor idea. —¿Le hablaste de nosotros? —¡Y qué carajo le iba a decir! —Que tenés unos amigos, que… —Callate, si ni siquiera me dio el teléfono. —¿Y? —Me dijo que ella me va a llamar, y que además siempre para en el mismo bar. Fue así como comenzó todo para Carlitos, Emilio y yo. 141
II. Me fui a buscarla al día siguiente. El bar era una miseria. Quise preguntarle al dueño, pero no sabía si por Perla o por Margarita. Me senté, pedí una cerveza, y esperé. Al ratito apareció. No podía ser otra, Carlitos se había quedado corto. ¡Perla! la llamé. Vino sonriendo y se sentó. —¿Cómo sabés mi nombre? —Soy amigo de Carlos. Mientras nos fumábamos un pucho boca arriba en la cama de la amueblada, le pregunté qué hacía en Buenos Aires una piba griega. Me contó su historia: Vivía en Atenas, en un barrio del que yo no tenía idea, la Acrópolis dijo, donde está el Partenón. Un tío de ella se venía a probar suerte a la Argentina, iba a poner un kiosco de fasos y golosinas. El padre se la recomendó porque quería que la piba siguiera estudiando, que se recibiera de algo, y se consiguiera un muchacho de la colectividad para casarse. Le hizo jurar que se la iba a cuidar. Una vez aquí, el tío alquiló una pieza. Dice que el tío en su cama, se daba vuelta contra la pared cuando ella se desvestía por la noche. Eso no duró mucho. Una noche el cretino se le tiró encima. Ella se defendió, y terminó teniendo que abandonar la pensión. Sola, en la calle, fue a lo de su única amiga, la que conoció el la Pitman, ella estudiando taquigrafía y Perla castellano. Tenía que conseguir un laburo, y la amiga le presentó a una señora. Resultó ser la madama de un quilombo de 142
lujo, y en cuanto le oyó su tonada, le dijo, “a partir de hoy, vos no sos más griega, sos francesa y te llamás Ivonne”, y la empleó. Perla perdió así su virginidad con el primer cliente, y pronto, según ella, comenzó a sentir lo que la madama le tenía prohibido. La pasión, el placer del sexo. Al poco tiempo, se convirtió en la más cotizada, y las otras, por celos o competencia, le hicieron la vida imposible hasta que se tuvo que ir. Así fue como, buscando laburo, conoció al dueño del bar. Se le ofreció como camarera y el gallego la tomó como mujer exclusiva para él. Unos meses después le propuso su actual trabajo, ella se levantaría algunos clientes… el gallego los contaba… y al término del día tenía que rendirle el cuarenta por ciento. Los tres terminamos enamorándonos de Perla. En los cincuenta éramos una avanzada. Habíamos formado un cuadrilátero amoroso. A mí no me cobraba. Fue cuando le pusimos “nuestra putita griega”, así, cariñosamente. Ese amor nos duró dos años. Ya estábamos en la facultad, cuando un buen día se nos desapareció. Carlitos fue al bar y el dueño le dijo que se había casado, creía que con un guitarrista español que trabajaba en la Avenida de Mayo, y que se la había llevado a España. La habíamos perdido definitivamente.
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III. Más de medio siglo después, mis hijos se fueron a vivir a Madrid, por suerte todos en el mismo barrio, y yo, ya jubilado, me fui tras ellos. Me dediqué a mis nietos, los llevaba al colegio, a misa, y a jugar a la plaza. Un día a la salida de la iglesia, vi a una señora elegante, con porte distinguido. Pasó delante de mí. Sí, era ella. ¡Perla! casi grité. Me miró con sus ojazos celestes y me reconoció inmediatamente. La invité a un bar de copas cercano y nos contamos nuestras vidas. Ella había enviudado, y vivía en un barrio bacán, en una casa propia eredada sobre la avenida Arturo Soria. Por supuesto reanudamos nuestras relaciones. Me contó que no era a mí al único que no le cobraba, que a ninguno de los tres, que le encantaba cómo la respetábamos, y que nunca nos olvidó. Perla seguía con su ardor, hasta había aislado acústicamente las paredes del dormitorio. IV. Un día cayó a visitarme Emilio con su mujer. Tenían un hijo en París y de paso para Buenos Aires se les ocurrió darme la sorpresa. El alegrón me duró poco. El mismo día, en un aparte, la mujer me dijo que en realidad se estaba despidiendo, un cáncer de mierda se lo estaba morfando vivo. Después de lagrimear juntos, me dijo que Emilio le había prohibido que me lo dijera. Lo invité a tomar un café. Estábamos solos en el bar, y le conté de mi encuentro. Por primera vez desde que me 144
visitó, logré ver aquel brillo de la adolescencia en sus ojos. Gracias Perla, —pensé. —¡No te puedo creer! —Viste. Y lo llevé a lo de Perla. Allí quedaron. Yo me vine a casa. Luego de unas horas volvió. —Está mejor que nunca. —Viste. —¿Sabés una cosa?, fue como en los viejos tiempos, me sentí un pibe de nuevo —Viste.
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RECUERDOS DEL TROIKA
Sucedió cuando era casi un pibe, en la esquina donde desde hace más de de cuarenta años se encuentra “El Viejo Almacén”. En ese mismo lugar de San Telmo existía un boliche de una rusa gorda: el “Troika bar”. Seis metros por cuatro, más o menos, unas cinco mesas, y yo apenas veinte años. Una noche me levanté a una piba que caminaba delante de mí por el bajo, se contoneaba de tal forma que no pude menos. Ni bien le hablé me invitó a entrar al Troika. — ¿Lo conocés? —le dije. —Sí —respondió sonriendo. El ambiente era oscuro. Un grandote ocupaba una mesa y en otra nos sentamos los dos. La piba era más o menos de mi edad. La rusa se acercó y me dijo: —Qué tomar. —No sé... respondí. Reapareció con dos vasitos y nos los dio. —Vodka bueno. Y se empotró, no sin esfuerzo, detrás del mostrador. Tomé un trago y me salió un ¡ca-ra-jo! La piba me miró, tenía ojos verdes, volvió a sonreír y me advirtió. —Ojo… la rusa te quiere encurdar, fijate bien cuando te cobre. —¿Sos de acá? —¿Estás loco? Trabajo por mi cuenta. 146
Resultó ser una de esas, me acariciaba el pelo. Le puse una mano en el hombro y le pregunté si quería otra vuelta. —Un té. —Estás loca. Señora… dos whiskys por favor. —¿Estás solo? pobrecito… —No me hables así, como si fuera un pendejo, vos debés tener no más de veinte, seguro. — Acertaste, pero todavía no sos un hombre como ése —y señaló al grandote. —¿Lo conocés? —Se llama Bela, es de un país raro… noche por medio se encurda, no quiere saber nada conmigo. Lo supe tiempo después, esa fue su primera mentira. —Señora, otro por favor; y vos terminá de una vez con ese whisky. —¡Eh che! ¿Estás tan apurado? —No… quiero que nos encurdemos ¿no te gustaría? —¿Y después? —Qué sé yo… —¿Sabés una cosa? me estás gustando. —Andá… siempre les debés decir lo mismo a tus clientes. Nos fuimos como una hora después, agarrados de la mano Y nos perdimos en la neblina del bajo haciendo zigzags. La habitación en que me desperté olía a humedad agria, el desorden era total: ropa de mujer tirada por todos lados, platos sin lavar, sábanas sucias, porquerías por todas partes. Mis prendas habían formado un camino desde la puerta 147
hasta la cama. La piba calentaba café sobre un Primus. —¿Cómo te llamás? —Ivonne. —No… el verdadero. —Margarita. Tenía una idea borrosa de lo que había pasado durante la noche, estaba desnudo y ella en bombacha y corpiño. —¿Cuánto me cobraste? —Si la rusa no te dejó ni un mango. Así comenzó lo nuestro, eso que no sabía bien qué era. A los dos días me llamó por teléfono. —Bela quiere verte. ¿Nos encontramos esta noche en el Troika? El grandote no estaba en curda. Me le acerqué y se me presentó. Resultó ser rumano, y su castellano era perfecto. Hablamos, y cuando le dije que yo trabajaba de camionero para una droguería, tiró la cabeza hacia atrás, pensó, y se quedó callado un tiempo. Mientras, le pidió dos whiskys a la rusa y comenzamos una conversación. —Así que en una droguería. —Sí, ¿y qué? —Nada. Siguió pidiendo whiskys hasta que quedó en trance. Fui a la otra mesa con Margarita. —¿Qué te propuso? —Nada ¿acaso tenía que proponerme algo? Vámonos, pero a mi pensión. 148
Sus ojos verdes parecían reflejar vida, o… no sé… todo, menos ese laburo de mierda. Pasamos muchas noches juntos, terminábamos sudados y abrazados. Me pareció —pero me negaba a aceptarlo— que la empezaba a querer. Era linda, me seguía tratando como a un hijo… lo que empezó a gustarme. Bela, la noche siguiente, me preguntó qué clase de mercadería transportaba. Le dije que de todo lo que los laboratorios pidieran. Fue cuando me lo propuso: —Podríamos hacer negocios, o no te gusta la guita ¿te alcanza con lo que ganás? —Qué me va a alcanzar… me explotan… como a todos. —Mirá, necesitamos amoníaco y acetona, pero en cantidades grandes. — ¿En tambores de 200 litros? —Eso, en tambores. — ¿Y? —Vos nos avisás cuando los transportes… —No pretenderá que los robe. — ¡No pibe! te los van a robar a vos. Nos indicás la ruta y te asaltan. ¿Cuánto tenés que trabajar para ahorrar diez mil pesos? —Qué sé yo, meses, años. —Pensalo y me avisás cuando quieras. Diez mil. Soñaba despierto, no podía dormir, nunca había visto tanta guita junta, no dudé más y me decidí. Margarita no me habló del asunto, estaba —creí— fuera de 149
todo. Se nos hizo costumbre encontrarnos en el Troyka los tres, Margarita y yo esperando a que Bela pidiera el cuarto whisky. Cuando cargué dos tambores de acetona y uno de amoníaco le avisé. Al día siguiente se me adelantó un camión que me venía siguiendo. Me encerró y mientras uno me colocaba un caño en el cuello, los otros dos cargaron los tambores. Cuando se los estaban llevando, el que me encañonó me dijo “perdoná” y me encajó un terrible culatazo. Quedé grogui, no sé cuánto tiempo. Al levantar los párpados estaba rodeado de canas. Primero me compré un departamentito, y me la quise llevar a Margarita a vivir conmigo. No aceptó. Le pedí que no siguiera ejerciendo, pero no me hizo caso. Después del segundo culatazo, me compré mi primer auto. Modelo bacán para la época, usado, pero en buenas condiciones. Me sobró algo de guita. Tuve que ocuparme de que no se enteraran los de la droguería. El dueño y la policía empezaron a sospechar: dos robos casi calcados, con el mismo procedimiento, yo ileso y en la misma zona, siempre amoníaco y acetona. Era hora de abrirme y se lo dije a Bela. No le gustó ni medio. Alguien empezó a amenazarme por teléfono: “si te encanan seguro que cantas, ojo porque te liquidamos”. Tenía que tomármelas. Me di cuenta de que yo no me había levantado a Margarita, ella había sido, sabían de mi laburo y me la mandaron. 150
Conduje por caminos desconocidos hacia el Oeste. Atravesé mucha pampa, hasta que el paisaje se fue poniendo cada vez menos verde y, por primera vez en mi vida, vi los Andes. Alquilé una cabaña. Pasé noches a la luz de una estufa a leña, pensando en ella. Me sentía un hombre, como Margarita quería. Pronto vendrían por mí. Los secuaces de Bela, o la policía. Por suerte fue la cana, Unos meses en galera y todo arreglado. La otra noche fuimos con mi esposa y unos amigos extranjeros, mayores como nosotros, al Viejo Almacén. Querían oír tangos. Mientras Rivero cantaba, desde mi mesa yo no podía apartar mis ojos del rinconcito oscuro que una vez fue el “Troika”.
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YO Y LA LOCURA
Mi primer encuentro con la Locura fue hace menos de media hora. Se presentó y me habló desde los pies de la cama. Tardé unos segundos en terminar de despabilarme y allí estaba, una mujer semidesnuda, orinando de pié sobre el suelo, y sonriendo, quizás, por mi incomprensión. Al instante supe quién era. Yo que creí que jamás hubiera aceptado despropósitos, la recibí con naturalidad, como siempre: es que la Locura y yo hemos vivido años juntos sin tener conciencia de que nos amábamos. Cuantas veces la sentí y jamás pude poseerla. Fuimos una pareja que convivíamos, estábamos siempre juntos. Éramos la incoherencia aceptada con naturalidad. Quién pudiere aparecer de golpe vestido con su cordura y decir que todo es un disparate, pero es real y jamás podríamos dejar de convivir, es más y creo que si me faltara moriría, o creería morir —nada se concreta en este mundo de la insensatez en el que yo resido. La Locura y yo somos la misma cosa, tal para cual. Le hago un ademán para que se duerma aquí, acurrucadita a mi lado.
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MI RINCÓN
Hay una habitación en casa, que mi mujer y la doméstica se empeñan en decirme que es la mía. Allí leo novelas y busco temas cuando intento escribir literatura. Estas mujeres me hacen dueño del cuarto, aunque, dista mucho de ser mío. Lo hacen, porque en él logré un rincón para mi pequeño escritorio. A las paredes restantes las plagué de fotos y láminas, como marcando territorio, y colgué, casi pegados a mi mesita de trabajo, algunos diplomas que recibí en mi vida. Los usos de esta pieza, la más amplia, fueron: primero, dormitorio de mis hijas, luego, cuarto de huéspedes para cuando nos visitaban, de a una, de vez en cuando, después de que se fueron a España, casadas y con hijos. Ahora casi no nos visitan. Luego pasó a ser donde se plancha y cose. A la izquierda de mi sillón giratorio hay un televisor en el que solíamos ver películas con mi mujer, pero debo admitir que la mayor parte del tiempo yo lo usaba para disfrutar de eventos deportivos y documentales, cosas que mi esposa aborrece. Compré dos más y los instalé en el dormitorio de la doméstica, y en el nuestro, éste último para mi esposa. De esta forma logré que no me critique mis gustos televisivos. Pensándolo bien, creo que tienen razón; un rincón de este cuarto, ya es mío. Recién al jubilarme, me di cuenta de que no tenía un sitio en mi casa. 153
Mi verdadero lugar, fue una importante oficina. Nada que ver con este innoble recoveco que poseo ahora. La vivienda había sido ocupada, qué digo, tomada, durante mis cuarenta años de trabajo: por mi mujer y mis hijos primero, luego por ella y la doméstica. Han logrado que sus vidas transcurran en la cocina, el patio, el living, la mayoría de los placares, las tres piezas, la que era de mis hijas, la de mi hijo, el lavadero, el jardín y el comedor, donde las amigas de mi esposa, divorciadas todas ellas, suelen beber té la mayoría de las tardes, y hablar de temas que, alguna que otra vez, llegan a mí muy cuidadosamente cernidos. Pasé entonces de mi amplio escritorio con vista a un enorme jardín, en el que era muy bien asistido por una eficiente secretaria; al bar de la esquina, donde desayuno, y me atiende una camarera, siempre la misma, que me trae, ya sin que lo pida, un cortado en jarrito con una medialuna, y, cuando los termino, el Clarín, para hojearlo y hacer las palabras cruzadas. Mientras tanto, el dúo femenino se ocupa de poner en orden la casa, la que no desordeno, ni ensucio, sólo arrugo la cama y dejo olor a cigarrillo en mi rincón. Vuelvo cuando calculo que concluyeron con el ruido de la aspiradora, cosa de no molestarlas —siempre estoy estorbando el paso de alguna— y para darles un poco más de tiempo, charlo de fútbol en la puerta con el portero. Cuando entro, ya todo reluce y mi rincón huele a pino. Esta es mi vida desde que la vejez comenzó a rondarme. Cambié una secretaria por una camarera y me di cuenta de 154
que no tenía un escritorio. Me hacía falta uno para guardar mis papeles y documentos, escribir y leer, no más temas técnicos, si, lo que me dé la gana. No olvidaré la cara de estupor de las dos mujeres cuando les pregunté adónde podría instalar mi mesa de trabajo, la computadora y una biblioteca. No tenían la más mínima idea, ni lo habían previsto. En ese momento tomé conciencia de que la frase “el hombre de la casa” no era más que un muy ajado lugar común. No me resigné, y logré lo que hoy tengo, este rinconcito, sí, el ex gerente técnico para latinoamérica logró un rincón desde donde ni puede pedir un café, porque como es parte del lugar de planchar y de coser, sólo puedo usarlo en silencio durante la noche, después de la cena, y calentarme mis cafés en el microondas de la cocina. ¿Y los libros? —pregunté— y me dieron parte de un pasillo frente al baño, donde pude instalar una biblioteca, chica, y poco iluminada. Una de esas noches, en las que no hago nada más que pensar, abrí un placar y encontré las cajas donde teníamos guardadas las fotos de nuestra vida. Las comencé a vaciar, y repasar con mirada triste a una por una. Impensadamente separaré unas cuantas, sólo para verlas más a menudo, ya que en sus cajas estaban condenadas a un ostracismo invisible o, lo que sería mucho peor, a perderse. Siempre sentí que las fotografías son memorias, conexiones con el pasado, momentos congelados en el tiempo. Recordé que una 155
vez en España tuve el mismo sentimiento y compré tres marcos, a los que guardé debajo de nuestra cama. Entré sin hacer ruido al dormitorio —mi mujer dormía— los retiré a oscuras, utilicé como portarretratos a los tres y fui pegando las instantáneas en cada uno en forma azarosa. Los marcos son iguales, de menos de un metro por más de medio, los colgué en la pared, uno al lado del otro, sobre el televisor. Cada vez que me siento en mi rincón para escribir, en alguna pausa giro el sillón hacia mi izquierda, no puedo dejar de verlos y recordar la ocasión en que cada situación fue captada. Qué momento de nuestra vida transcurría en aquella fracción de segundo, cuando la luz lo fijó pasando a través de un objetivo. Calculo que son unas ochenta. En blanco y negro, en colores otras, y de muy variados tamaños. La primera, en la que estoy recién nacido en brazos de mi mamá —nunca supe por qué los hombres debemos decir mi madre— después las de cuando era ayudante de cátedra, la siguiente de novios, otra mostrando a mi mujer embarazada, mis hijos en el zoológico, y las últimas, en las que nosotros alzamos —de la misma manera en que mi mamá me sostenía a mí— a nuestros nietos. Recién me dí cuenta de que el orden en que las había puesto no era nada azaroso. Cada vez que reparo en ellas, me doy cuenta de que no son sólo el momento en que un disparador fue apretado, son mucho más, casi toda nuestra vida en esos pequeños trozos de imágenes químicas, que cuando nosotros dos no estemos, serán tan sólo eso, imágenes. 156
C贸mo saber si los portarretratos ser谩n atesorados por nuestros hijos, no creo que ninguno de ellos lo haga, es muy posible que se repartan los marcos para pegar sus propias fotos, y condenen nuevamente las nuestras al olvido de alguna caja.
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DIGNAMENTE
Me habían estado preguntando si no estaba muerto de miedo, a lo que yo respondía con un dejo de displicencia y ante el asombro de todos, ¿qué me puede pasar, morirme? Me había propuesto ante ellos conservar el honor, y demostrarles que yo era un tipo íntegro aun ante el peligro. Que con este temperamento sería capaz hasta de afrontar, si era necesario, a un pelotón de fusilamiento. Esto me hacía sentir bien. Esa mañana me bañé, me afeité y perfumé con una fragancia importada. Mi consigna: no perder la dignidad. Llegué al sanatorio en taxi, la operación no iba a ser tan grave —ya me había informado por Internet— así que, decidí enfrentarla demostrando mayor coraje que mi mujer y mis amigos. Ellos se asombraban de mi tranquilidad. Y la dignidad fue lo primero que comenzaron a robarme ni bien puse un pie en ese maldito sanatorio. Una vez en mi habitación, apareció una enfermera que me preguntó —¿Ya se bañó? —Por supuesto. —¿Con este desinfectante? Y me mostró un enorme frasco lleno con un líquido color yodado. —¿Cómo? 158
—Utilícelo como si fuera jabón. Y se fue. El olor era a yodo puro, y, una vez bañado mi perfume pasó a ser ese nauseabundo olor medicamentoso. Decidido a recuperarme, me coloqué mi pijama de seda natural. No habrían pasado cinco minutos cuando nuevamente apareció la enfermera con unos adminículos y con su voz monocorde me pidió, más bien me ordenó. —Quítese toda la ropa y colóquese este camisolín, este gorrito y estas botitas estériles. El gorrito era una cofia similar a la que usan las mujeres para bañarse sin mojarse el pelo, las botitas eran del mismo material de la cofia (una especie que lindaba entre el papel y la tela) y el camisolín…(ya el nombre me resultó ridículo) tenía unas mangas cortas que se calzaban desde adelante hacia atrás y se acababa un poco arriba de las rodillas; había que atárselo detrás de la cintura con dos cintitas, pero, como no cruzaba, el culo quedaba a medio tapar. Con este aspecto quedé hasta que nuevamente la enfermera me ordenó: —Acuéstese de costado y coloque la pierna izquierda sobre la derecha. Ni bien tomé la posición indicada me zampó el enema. Luego, me mandó al baño y quiso constatar que evacuara. La saqué con cajas… la saqué cagando yo a ella. Dos enfermeros llegaron para trasladarme al quirófano. Al subirme a la camilla, quedé prácticamente al descubierto de atrás y de adelante. Así llegué a la verde, aséptica y lúgubre sala de operaciones. 159
Había mucha más gente de la que yo imaginé. Médicos, enfermeras, todos hablando entre sí, con sus caras cubiertas. No pude reconocer a mi médico, aunque alguien me habló como si me conociera, era un hombre, quizás mi cirujano… o el anestesista. Tenían una tonada alegre, si no hubiera sido por esas máscaras, diría que hasta sonreían. Uno de ellos se estaba, me pareció, levantando a una enfermera, por los ojos que le alcancé a ver a ella por sobre su barbijo. Me ataron de pies y manos, siempre muy animosos y sonrientes. Yo estaba boca arriba y desnudo, debajo de una serie de lámparas que me encandilaban. Sentí un frío en el vientre, me lo estaban pincelando con un líquido, frío, muy frío. Creo que me taparon en parte, me pincharon la muñeca derecha, logré ver que me estaban conectando a una bolsa con un líquido. También me apretaron suavemente el dedo índice como con una pinza y me colocaron unas ventositas por el pecho. Comencé a sentir un bip… bip… rítmico. Me dijeron que recitara algo o que contara al revés. Cultivo una rosa blanca / en julio como en enero / para el amigo sincero / que me da… su… maaannno…franc… Se rieron de mis versos. Se reían de la primera poesía que aprendí en mi vida; me la enseñó mi maestra de primer grado inferior. No estaba dormido, más bien dejé de existir por un momento largo, creo que demasiado largo. 160
Luego los seguí viendo, odiándolos. Cortaron mi vientre, metieron sus manos dentro de mí, no les importó nada mi dignidad. Y se asustaron. Todo iba in crescendo. Corrieron de un lado para otro. Uno gritó, otro me fulminó varias veces con unos electrodos, y yo me les fui muriendo… de a poco… dignamente.
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¿QUIÉNES ABANDONAN EL TIEMPO?
Son los muertos. La muerte significa no ser más pasajero del tiempo. Antes de mostrarnos a la vida; en la edad de piedra o quizás en la revolución francesa, no éramos parte de él. El tiempo transcurría sin nosotros. Nos estaba vedado navegar en ese río cuya esencia es la memoria. Nacimos y nos involucramos sabiendo que algún día desembarcaríamos. Recién ésa será nuestra muerte, un desembarco. Y él seguirá fluyendo, incansable, histórica y minuciosamente, brindándoles recuerdos a quienes circunstancialmente le pongan proa.
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Índice P rólogo ......................................................................9 Teatro
de operaciones
Noches sin luna............................................................ 13 Debajo del paisaje........................................................ 16 Simetrías...................................................................... 19 Dos soldados................................................................ 20 Por Reyes...................................................................... 25 Cuartelera.................................................................... 31 Un extraño poder......................................................... 33 Un remedo de Judas..................................................... 35 Al valor........................................................................ 38 Cazadora de vidas......................................................... 40 Apostilla....................................................................... 43 De a pie........................................................................ 48 El veredicto.................................................................. 51 Pioneras....................................................................... 52 Encuentros.............................................................................. 55 Yamile.......................................................................... 60 Monólogo del maquinista............................................. 68 El mandato................................................................... 70 Hermanos.................................................................... 76 Dialéctica de café.......................................................... 79 Transformadores........................................................... 82 El Cholo....................................................................... 83 Traiciones..................................................................... 86 Destrezas...................................................................... 89 163
Mi
maldita biblioteca
Mi maldita biblioteca................................................... 95 El libro imposible......................................................... 98 El restaurador............................................................. 100 La creación................................................................. 104 Los inmortales............................................................ 105 Póquer........................................................................ 109 Aralia......................................................................... 113 Profundidades............................................................ 116 Un testimomnio creíble.............................................. 121 Autorretratos.............................................................. 123 Phylakterion............................................................... 126 Mitología patagónica.................................................. 131 Entre reflejos.............................................................. 133
Pasajeros
del tiempo
El lugar de mi niñez................................................... Vergüenzas................................................................. La Griega................................................................... Recuerdos del Troyka.................................................. Yo y la locura.............................................................. Mi rincón................................................................... Dignamente............................................................... ¿Quiénes abandonan el tiempo?.................................
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137 138 140 146 152 153 158 162
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