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Memoria de un espacio físico: “El barranco” en la colonia Guaycura a finales de los años setenta

vivimos en “el Guaycura” ese precipicio que nos acompañó por muchos años.

En La historia o la lectura del tiempo (2007), Roger Chartier pretende establecer una línea de contacto en el que se alimentan y establecen puntos de encuentro frente a un hecho dado: historia y memoria. En defensa de la memoria, como fuente de registro válido para la compilación de hechos históricos, Chartier afirma que expresa desde la íntima experiencia de lenguajes, ritos y prácticas del mundo social los eventos de una comunidad. Por lo anterior la memoria se vale de la literatura para dar cuenta de los hechos y fijarlos contra el olvido.

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Según Pierre Nora, Les Lieux de mémoire (1984), “los lugares de la memoria nacen y viven del sentimiento de que no hay memoria espontánea, de que hay que crear archivos, mantener aniversarios, organizar celebraciones, pronunciar elogios fúnebres, labrar actas, porque esas operaciones no son naturales” Esto es que del recuerdo que cada uno ha sembrado en la memoria, nace un rito al que se puede acudir para mantener vivo el espacio del pasado y describirlo a detalle: yo rememoro lugares de mi infancia a través de la narrativa oral para que mis hijas acudan a estos espacios en los que fui feliz. A través de estas pequeñas historias ellas pueden asomarse a otra Tijuana, son capaces de acompañarme a corretear por esas desérticas planicies en las que mi hermano y yo inventamos juegos con palos y piedras.

El espacio físico en el que centraré esta memoria es lo que llamamos en aquellos años “El barranco”, ya que a la distancia puedo darme cuenta de su importancia como un territorio en el que se resolvían múltiples necesidades de vecinos de los alrededores y de qué manera marcó las prácticas de convivencia entre chicos y grandes. Habita pues, en mi memoria y en la de aquellos que

“El barranco” es una sección de aproximadamente cuatrocientos metros de precipicio en la calle Cadeje, debo decir que en la actualidad existe una serie de condominios en su ala derecha, lentamente este barranco ha sido rellenado con materiales, tierra y rocas. Se puede apreciar que los vecinos han cubierto las orillas del despeñadero para adaptar metros útiles como estacionamiento frente a sus casas, hay también algunos pirules que pronostican sombra a futuro.

No hay en la actualidad amontonamiento de basura ni restos de carros, sólo maleza y en la superficie la misma calle de tierra. En 2023 todavía no hay pavimento en calle Cadeje.

Conservo de 1976 una foto en la que mi hermana Vicky y yo venimos subiendo por la calle Calamajué, la llevo de una mano y con la otra sostengo una cuerda que jala una caja de cartón. Subimos la pequeña cuesta a casa, habíamos tirado la basura del día en “El barranco” “El barranco” era el basurero vecinal, pero de eso yo me di cuenta hasta que pasaron muchos años.

Nunca escuché a nadie llamar basurero a nuestro espacio de juegos, a la orilla en la que nuestros vecinos cholos se sentaban a platicar en cuclillas a fumar y escuchar música de The Creedence Clearwater Revival o los Moonlights, todo lo que se desechaba de las casas (que viéndolo bien no era mucho) iba a parar al barranco; partes de carros, ropa, zapatos gastadísimos, mascotas.

“Yo rememoro lugares de mi infancia a través de la narrativa oral para que mis hijas acudan a estos espacios en los que fui feliz”

“El barranco” fue un espacio en el que subía y bajaban chicos y grandes. Recuerdo que mi hermano y yo llevábamos tiras de cartón para deslizarnos desde la orilla más pronunciada y resbalarnos a toda velocidad hasta el fondo; en el trayecto perdíamos bajo nuestras piernas los cartones y no era raro que termináramos llenos de raspones y cortadas. Todo era mínimo porque el juego se repetía una y otra vez hasta que llegaba la noche. Nuestros padres nunca se enteraron que en cada aventura en “El barranco” nos jugábamos también la vida. Los chiquillos no estábamos en nuestras habitaciones sino para dormir o hacer la tarea, no había en mi casa ni en la de los vecinos espacios privados, uno entraba y salía de cocina, sala o habitaciones sin preocuparse por tocar. La mayoría de las familias compartían un solo cuarto, con el tiempo se fue adquiriendo el sentido de privacidad y los padres tuvieron su propia recámara, aunque los menores, fueran pocos o muchos seguían compartiendo una sola habitación.

“El barranco” era un espacio de sociabilidad vecinal porque era depositario de lo que salía todos los días de nuestras casas, pero a la vez era el lugar de encuentro de parejas, ahí se reunían pandillas a beber cerveza, escuchar música. Incluso fuimos testigos de varias tragedias; en tiempo de lluvia las calles del Guaycura eran un pantano lodoso que todo lo entorpecía, cierta noche un carro perdió el control y fue a dar al fondo del barranco, los tripulantes murieron como fallecieron varios drogadictos que amparados en esa cañada de desperdicios se drogaban a cualquier hora del día.

Las familias que recuerdo venían principalmente de Michoacán y Jalisco. Mis padres dejaron su vida y parientes en Nayarit y buscaron lo que los migrantes: un terreno propio, trabajo y oportunidades para sus hijos. Mi hermano Mariano tenía casi dos años y yo 6 meses de vida cuando llegamos a la colonia Buena Vista, mi papá comenzó a trabajar en una tapicería en el centro y muy pronto se enteró de la venta de terrenos por parte de la Inmobiliaria del Estado, le vendió el lote el señor Carlos Martínez, mejor conocido por mucha gente como “El Charlie” quien por ironías del destino, fue mi compañero de trabajo ya que en mi adolescencia trabajé en el Departamento de Trabajo Social de la Inmobiliaria del Estado, en 1990.

Según anota, Pierre Nora, los lugares de la memoria pueden ser lugares materiales, pero también simbólicos. Para mí y para los que crecimos alrededor de ese barranco y las interacciones que ahí se daban fueron parte fundamental de la construcción de nuestra identidad. Provenientes de premoniciones@hotmail.com

Nayarit, a una edad en que los recuerdos apenas se van forjando, mis hermanos y yo no tuvimos el paisaje verde de San Cayetano, o la playa de Guayabitos o ese Tepic en el que mi padre tuvo una panadería heredada de su propio padre; nosotros tuvimos la ilusión de todo lo que fuera estadounidense: la ropa, los tenis, los Levi´s, la música pop, las caricaturas de Bugs Bunny.

Muchos jóvenes pronto fueron consumidos por las maquiladoras que rápidamente se instalaron en diferentes áreas de la ciudad. Las vecinas de “la traila” salían muy de mañana, entraban a las siete y salían a las cinco o seis de la tarde. Me di cuenta que pronto sus ojos se comenzaban a llenar de cataratas, “nube” le llamaban ellas, su vista se cocinaba todos los días bajo lámparas incandescentes que trataban de hacer más accesible el armado de diminutos componentes electrónicos. De niña me parecía que ese debía ser un gran trabajo porque las muchachas gastaban en ropa bonita y pulseras de oro, maquillaje y perfumes. Pronto se casaban con compañeros de las fábricas y comenzaban a tener muchos hijos. Entonces se veían cansadas, tristes y daba la impresión que siempre estaban embarazadas.

La colonia Guaycura semeja esa metáfora del migrante y su búsqueda por comenzar otra vida. Hablo de la Tijuana de los años setenta del siglo pasado, territorio al que llegan familias cargando su cultura pero para quienes que no existe la obligación de sostener el rito o la tradición porque ya no están los otros, los viejos para vigilar que se cumplan.

De mi madre y su abuela heredé el animismo de las culturas indígenas, esa cualidad de “ver y sentir” por los objetos como si fueran personas, creo que eso me lleva a darle al barranco una personalidad; una hondonada amable en la que por muchos años transitamos en el juego a las escondidas, a sentarnos en una de sus piedras a imaginarnos siempre como posibilidades: seríamos cantantes, astronautas, estrellas de Hollywood, bomberos, médicos.

Recuerdo los viernes por la tarde en la iglesia, era un cuartito pequeño de madera donde había función de cine, por un peso pagabas tu derecho a ver la última película de Cantinflas y por otro podías comprar palomitas. En ese pequeño santuario de Nuestra Señora de la Merced y el cine, oramos por varios días para que se salvara la gente que vivía en el cauce donde desembocó el agua de la presa L. Rodríguez.

Entiendo que memoria e historia son senderos que se unen en ciertos puntos y en otros se alejan, estoy de acuerdo que la lupa del historiador debe ajustar cierta bruma que de la memoria nace, pero estoy segura que sin esos lugares simbólicos como, en mi caso, “El barranco”, no tendría la necesidad de entender y poder explicar qué de bueno y malo se puede sacar de las profundidades de quienes me rodean y de mí misma.

“El barranco” es un punto del que me surgen muchas reflexiones, muchas de ellas cuando viajo a otros estados de la república y veo grandes catedrales barrocas, plazas y palacios coloniales que son patrimonio simbólico de sus pobladores porque han unido sus recuerdos a muros y callejones, monumentos y fuentes. La gente elabora su recuerdo, lo fija y transmite a través de estos espacios que si bien son bienes de todos los mexicanos inciden como memoria inmediata en quienes han convivido con ellos de manera cotidiana. Es su herencia intangible.

Alejada en el tiempo y ayudada de la memoria extiendo la noción de barranco como un perfil de tierra que ajusta esa dualidad que nos cimbra a los que crecimos en Tijuana: la posibilidad de recrearnos y la certeza de que también aquí somos herederos de una identidad, que rica y abierta a los demás, nos ha permitido tener un discurso fresco, otra mirada sin prejuicios o lastre del deber ser.

*Es docente y traductora. Escribe artículos, ensayos, cuentos y poesía

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