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SubPaisaje abstracto

A veces pasa que hay lugares donde caminas todos los días sin darte cuenta dónde te encuentras… andas entre el color de la vida y, de repente, alguien te empuja y te despierta de ese sueño que Kant hubiera llamado “sueño dogmático”, y, justamente desde ahí, comienza un viaje que te lleva más adentro de ti misma…

Llevo días recorriendo el mismo camino, que quizá sea más una calle que una carretera. Si alguien fuera un experto en carreteras y calles, estoy segura de que se daría cuenta de la diferencia; pero yo no lo soy. Sólo soy una persona que camina mucho. No lo hago ni por ejercicio físico ni por un afán declaradamente ecologista. Simplemente no sé montar en bicicleta, no tengo licencia de conducir y me hago muchas preguntas. Me dan un poco de vergüenza las primeras dos cosas, pero de todos modos vivo bastante bien con ellas. Hay cosas peores, lo reconozco. En realidad, están los autobuses —el servicio aquí es bastante bueno—, pero me siento como el protagonista de la novela que estoy leyendo; él reúne el dinero que le da su madre para el transporte y a final de mes siempre se compra un libro nuevo. Por supuesto, ahora a mí ya nadie me da dinero para el autobús, pero sigue pareciéndome un buen ahorro en mis gastos mensuales, y de vez en cuando también consigo comprarme un libro nuevo. Como el que estoy leyendo ahora, donde, por cierto, encontré esta historia.

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La verdad es que todo cambia. Quiero decir que depende mucho de cómo nos movemos. Creo que es algo que se da mucho por sentado, pero no lo es en absoluto. Y si conociera un antónimo convincente de la expresión “dar por sentado”, lo usaría, pero ninguno me convence. Así que sólo repetiré que es algo que está muy lejos de darse por sentado, porque me parece un concepto importante. Y la gente se mueve todo el tiempo, lo hace de diversas maneras, y sin embargo no creo que nadie piense tanto en el “medio” y en el “cómo” Me hace pensar en esas largas líneas que mi profesora de geometría solía dibujar en la pizarra interactiva cuando funcionaba— para explicar la distancia entre dos puntos. En realidad, no se llamaban líneas sino segmentos (solía regañarme), y al dibujar ese segmento con un falso rotulador negro no decía casi nada, sólo representaba gráficamente esa distancia, negra sobre fondo blanco, aséptica. Pero cuando la pizarra no funcionaba —y casi nunca funcionaba— ella no podía cubrir esa distancia con el rotulador, así que tenía que contárnoslo. Nos decía que la distancia entre dos puntos A y B es la suma de todos los puntos del espacio que separa A de B, que potencialmente podrían ser infinitos —de todas maneras, muchísimos— antes de llegar desde el punto inicial hasta el final. Y entonces yo me imaginaba todos esos puntos, imposibles de ver en la pizarra y de divisar algunos dispersos dentro del segmento negro; me los imaginaba casi vivos, moviéndose dentro de mi cabeza, cada uno diferente del otro, creciendo, expandiéndose hasta que quedaban bien definidos, tanto que podía describirlos. De repente, ese espacio blanco se llenaba, se convertía en un paisaje casi fotografiable. Me gustaba la geometría en esos momentos, pero siempre seguía sacando notas muy bajas, quizá porque exageraba con la imaginación, y normalmente son cosas que no gustan en un instituto científico (salvo a la profesora de filosofía, que de todas formas siempre tenía poca consideración).

Me acuerdo de esto, muchos años después, cuando pienso que viajar por un espacio desde cualquier punto A hasta cualquier punto B, en cualquier medio de transporte que no implique el contacto directo de tu cuerpo con el suelo, es como moverse dentro de ese segmento negro que mi profesora dibujaba descuidadamente en la pizarra. Vas rápido, pero ¿dónde están los puntos? Caminar es contártelos; dentro de una línea descubrir que hay infinitos mundos.

Así que llevo días caminando por la misma carretera, que quizá sea más una calle que una carretera. El punto A es mi residencia universitaria, el punto B es la estación central de Bolonia. Entre A y B más allá de la calle que continúa unos setecientos metros— hay un largo subterráneo; y es de él que yo quiero hablar

Más que un subterráneo, en realidad podría llamarlo subsuelo, porque cumple la función de pasadizo creo que casi sólo para mí, en el sentido de que nadie pasa por él (al menos cuando yo lo hago); probablemente ni siquiera muchos saben de su existencia. De hecho, los escalones que hay que bajar para llegar son como un recoveco en el espacio en el que no habría reparado si no fuese por Google maps, que me sugirió este camino. Y ni siquiera es uno de esos típicos subterráneos —generalmente concurridos— que luego te llevan a las vías, los que construyen para que no pases por ellas. No, sólo sirve para atravesar invisiblemente esta parte de la ciudad y conectar los dos extremos, pasando por la estación. También es un segmento, sólo que subterráneo.

Para mí es la parte más fría de “bolonia” Una “bolonia” con b minúscula, porque podría ser el subterraneo de cualquiera ciudad del mundo. Esa es la belleza de los “subtes”. Bajo por estas escaleras que me parecen sucias, pero quizá esa suciedad esté sólo en mi cabeza, en mi expectativa de que esté sucio, porque quién podría imaginarse las es- caleras de un “subte” limpias, quién podría tocar estas barandillas metálicas que estoy segura de que nadie se atreve a tocarlas de verdad, y por eso quizá estén más limpias que ciertos rincones de mi casa. Me gusta este metro porque me parece una suspensión momentánea de la realidad, de marzo si es marzo, del día si es día; de hecho, entro en él y me siento en otra parte. Aquí la ciudad desaparece. Y afuera todo sigue como antes, pero no te enteras, en el sentido de que puede pasar cualquier cosa mientras estás ahí abajo “y no te enteras”; los autos siguen pasando a toda velocidad, a lo mejor una moto ha atropellado a un transeúnte y ni siquiera se ha parado a preguntarle cómo está, alguien se toca los bolsillos porque cree que ha perdido el cambio de la compra pero sólo eran un par de monedas…, te desprendes del tiempo y te proyectas al otro lado de la ciudad, como en un teletransportador

Pero, “antes”, es un espacio lleno: larguísimo. Una cuerda infinita, como el pasillo suspendido de una casa de todos que no aparece en las planimetrías (si es que aún existen las planimetrías, si es que aún se dibujaban a mano). Y más que una casa, tal vez sería el pasillo de un gigantesco hospital urbano. Te paras sin detenerte porque corres con miedo. Y no sé por qué tengo miedo, si porque me asustan los hospitales o porque hace poco violaron a Mónica dentro de esa película mientras pasaba por el “subte” (y me adelanté en la barra del fondo engañando al tiempo, pero aquí no hay trucos) o si es porque es un espacio estrecho que parece una proyección de sí mismo como en una larga fila de espejos o si es culpa de los anarquistas. Es un túnel que me crea una inquietud gris, y por eso lo persigo, en el sentido de que realmente lo “persigo”, como si fuera algo que puedo ver Como todo lo gris que hay aquí

“Me gustaba la geometría en esos momentos, pero siempre seguía sacando notas muy bajas, quizá porque exageraba con la imaginación, y normalmente son cosas que no gustan en un instituto científico” dentro, esta inquietud se multiplica, su número de exposiciones aumenta con cada otra cosa gris que toca, y que como consecuencia directa rebota hacia mis ojos que se las tragan; y así el suelo gris, las paredes grises, las puertas, las escaleras detrás de las puertas grises, las vías del tren bajo los trenes grises, mis pasos grises y los pasamanos grises, las incrustaciones grises en las paredes grises, los techos grises, las vallas publicitarias grises, el fondo gris de las vallas publicitarias grises. Al final todo es —sólo— gris, más allá de cualquier matemática y de cualquier potencia, y ahora me doy cuenta de que voy allí porque lo temo y quizá siempre lo he sabido, desde que leí esa frase que dice “donde hay peligro crece también lo que salva”, que quizá no tenga nada que ver pero me viene a la memoria mientras camino, o casi corro, y espero realmente poder “salvarme” mientras me pregunto ¿si pusieran una bomba, dónde la pondrían?, porque pienso que si alguien pusiera una bomba la escondería aquí mismo, pero ¿dónde? Y los anarquistas lo dijeron, hablaron que habrá un atentado y por eso estoy segura que éste será el lugar, pero por favor ahora no. Estoy vigilante, muy vigilante. Mi voz es un eco que estoy segura que si alguien estuviera en el fondo del “subte” podría escucharme como si le susurrara al oído, y tal vez alguien muy en el fondo está, “tan en el fondo” que no lo puedo ver, y si eres tú, por favor, ahora no, lo digo entre mis labios, lo digo, “por favor, ahora no”.

Y en medio de todo este gris sólo una línea amarilla, que me parece una esperanza y por eso la sigo (¿pero qué otra cosa puedo hacer?) y vuelvo a pensar en mi profesora, que me hubiera regañado llamándola así, pero esta sí que es una línea, “profe”, y también es amarilla, de vez en cuando se borra, de vez en cuando se rompe —quizás era una pegatina y el pegamento, ya se sabe, con el tiempo...— pero lue- go sigue y yo la sigo todavía, y hay una pequeña bajada por donde sigo andando, ahora está todo muy limpio, ahora la veo bien, y me pregunto ¿quién limpia aquí?, y hay las vías número 11, las vías número 10, atrapadas en las puertas...

Pero, ¿cómo no hablar de la luz? Todavía no he hablado de la luz. De esas luces de neón adentro de rectángulos perfectos, si al menos supiera cómo hacerlo, podría calcular el área, tal vez entonces entendería cuánto ocupa la luz adentro del gris y por qué no es suficiente de todos modos y él, el gris, siempre prevalece: una especie de penumbra de pabellón psiquiátrico, y sí, tal vez estamos en psiquiatría, pregúntame cómo está Marta, que de todos modos no te lo diré, soy la enfermera o soy Marta, y aquí las luces siguen vibrando tanto que mirarlas me deslumbraría —y entonces me deslumbro—, debe haber por lo menos treinta rectángulos dispuestos de lado a lo largo de todo el pasillo y siguen vibrando, oscilan como si quisieran mostrarte el camino, como si no fuera el único, tiemblan justo como las manos de Marta, tendida dentro de este túnel bestial, que tal vez no, tal vez esta vez no se salve.

Y ahora piensas si hubiera un apagón instantáneo. Pero eso es lo que piensas afuera también, así que no, no lo pienses ahora, tienes que seguir adelante, como si esto de poder ver no fuera más una cuestión de mecánica de lo que siempre es.

Y cómo no vas a hablar del olor que hay cuando entras aquí, que sólo lo descubres cuando vuelves. Como cuando dicen “olor a hospital”. Pero, ¿acaso todos los hospitales huelen igual? Los subtes no, yo creo que no. Qué extraña naturaleza tienen los olores, me vuelve ahora a la cabeza mientras lo pienso, este pensamiento sobre los olores que son extraños, y se aplica a todo, se aplica a las sábanas de tu casa, se aplica a tu hermana, se aplica a los objetos de cualquier material, y se aplica a este “subte” que huele a hierro. Pero antes no sabías que olía a hierro, te diste cuenta de que era hierro de verdad cuando volviste y dijiste “sí, ayer también olía así” Quizás a hierro que se calienta porque los trenes pasan por encima de las vías, y los escuchas todos, aunque no sepas a dónde van, pero tienen la misma velocidad que chamusca los raíles y carboniza los adoquines. Y cómo no hablar del frío, que es tan frío como si fuera un nuevo invierno, pero que sólo yo conozco, todas las estaciones desaparecen aquí, tal vez nunca existieron, tal vez si existieran los habitantes de los subterráneos ellos lo sabrían, y tal vez existen pero no se ven, tal vez se esconden cuando alguien pasa y luego salen o se achican y están aquí ahora mientras camino, tal vez pasan entre mis piernas y yo creo que sea una corriente de aire que viene de las compuertas, de las compuertas que protegen de los trenes que pasan a toda velocidad moviendo el aire. Lo cual suena bastante raro porque creo que el aire que mueven está tan caliente que podrías cocer al vapor los raviolis chinos, esos que te gustan, pero en el acto de bajar aquí se descongela y se vuelve muy frío, o quizá es que estamos bajo tierra (de hecho, ni siquiera cogen los teléfonos) y al entrar aquí se congela al instante porque está la humedad de los subsuelos del sotobosque donde crecen los musgos, y si no hubiera este suelo gris, o si estuviera menos tupido de baldosas, a lo mejor empezarían a brotar hierbas, musgos y líquenes entre las juntas, como decían los libros de texto en primaria —todo anécdotas y fotografías— hablando de la vegetación típica de los bosques y de los microecosistemas que a veces se crean en las cortezas de los troncos cuando hay la combinación adecuada de aire y luz, cosas así. Pero ahora, aquí a mi lado, está todo lleno de verjas; para cada vía hay una, como si fueran niveles numerados que hay que desbloquear, pero de mayor a menor como una progresión hacia atrás, así de 11 a 10, de 9 a 8 y así hasta el 1, en una especie de camino de abandono o liberación, un anhelo de minimalismo. Y no se ve exactamente lo que hay detrás de ellas, me pregunto si alguien las abre alguna vez, me interrogo quién tiene las llaves de todas ellas ya que hay un ojo de cerradura para cada una y quién sabe si son iguales o para cada cerradura una llave diferente, y así un manojo de 11 llaves que además deben ser pesadas, desde luego no de esas que puedes enganchar en las trabillas de tu jeans Son verjas muy altas, que en lingüística cognitiva serían el prototipo más “prototipo” de verja en la teoría de los prototipos, lo pienso al pasar por delante de ellas, que para todas las palabras hay varias representaciones mentales, pero si dices verja yo pienso en la verja del “subte”, que es una verja de hierro muy alta, que me gustaría escalar, que si fuera valiente lo haría, para ver mejor lo que hay detrás, arriba, o mejor dicho “más allá” Lo único que se ve desde aquí es una luz deslumbrante, que esta vez es la luz que viene de la estación, como si el Sol residiera allí, como si estas altas rejas de hierro fueran los barrotes de tu fría celda que da al exterior, y no se ve nada más que una sensación de pasos, de frenéticos montones de gente, en cúmulos, como una idea de movimiento hacia algo o alguien que no puedes ver ni conocer, porque a lo sumo desde estas profundidades podrías vislumbrar el acercamiento de dos rodillas contra otras dos rodillas —¿en el acto de un abrazo, un beso, una bofetada?—, todavía dos rodillas cualesquiera que sin el resto del cuerpo se pierden entre todas las demás rodillas que recorren esta estación. Y lo mismo pasaría si subiera estos otros escalones, podría asomarme un poco más, pero sería poco lo que vería, que de todas formas no me basta. Sí, porque hay como otra escalera bloqueada por la verja, lo que me hace pensar en Venecia, no sé por qué, tal vez ciertos canales tenían escalones de bajada y cuando el agua estaba baja se podían vislumbrar, o quizás eran las verjas que estaban a medio camino entre el agua y el no-agua y entonces, de repente aquí, para mí, todo podría inundarse y subir esos escalones sería la única opción que tendría, ni siquiera una cuestión de coraje.

Y todo lo que no se puede ver desde aquí abajo ahora lo imagino y entonces imagino los trenes y los oigo, y todavía oigo los anuncios y uno de ellos que dice, gritando, “el tren regional de las 14:50 para Ferrara, sale del andén 9 en lugar del andén 6 Piazzale Ovest”, y creo que una vez leí una historia muy triste sobre una vieja que solía ir a la estación durante años para oír la voz grabada de su marido que había muerto; ella se iba a la misma hora todos los días, pero quién sabe quién graba estas voces ahora, que todas me parecen voces falsas, y creo que sea mejor así, y que ciertamente yo nunca hubiera tenido el mismo coraje de la mujer ya mayor

Y están los andenes 7 y 6, y en mi opinión esos números están hechos de las mismas luces de neón eléctricas de los rectángulos de arriba, también vibran un poco y un poco tiemblan, y hay otros anuncios con la misma voz anónima de antes, más fría que el frío que siento, y otras personas que imagino corriendo como para no llegar tarde, otras personas que perderán el tren y otras como yo que llegan temprano para un tren que no tienen y lo esperan de todos modos, aunque nunca va a llegar. Creo que todos tienen su destino en los zapatos y los demás no lo saben. Siempre es así y los demás no lo saben. Quién sabe cuál de todos estos destinos escritos en mayúsculas en los carteles de llegada y salida; leo algo mientras sigo caminando, siempre son demasiados, y pienso en cuántos lugares aún no he visto en esta larga lista y así imagínate en el mundo: Lecce, Porretta T. (Via Ravenna), Prato C.le, Brennero, Vignola, Imola, Roveri, Ancona, Poggio Rusco, Marzabotto, Salerno, Trieste C.le, Brescia, Parma. Y son brillantes estas señales, entre blancas y azules, me retrotraen a toda la geografía que desconozco, y ahí están todas las variaciones, de las 14 en una escala ascendente, horarios que probablemente cambiarán porque piensa en lo difícil que es coordinar una estación con 26 vías, “tú” que apenas coordinas dos piernas. Siento que estos trenes siguen pasando zumbando a mi lado, zumbando por encima de mí, zumbando hacia mí, y tantas prohibiciones que gritan “No pasar,” “No invadir”, “No fumar”, hay detectores de humo, aquí no se puede fumar. “¡Qué bien, papá, ya has vuelto!”, dice lo escrito en una publicidad, sería bonito encontrarte ahora en la estación, estás bajando del tren que llega desde Cagliari, llevas un equipaje ligero, pero igual lo llevo yo. Y luego otras puertas cerradas otros parches apretados, y todavía todo igual como en otro espejo donde yo voy avanzando y estoy casi al final como en el pasillo de un videojuego donde me digo que ahora casi lo he conseguido, “no te des la vuelta” , que si me doy la vuelta se acabó, como si fuera Hermes diciéndoselo a Orfeo, mas también soy Orfeo, y entonces me doy la vuelta porque no me queda otra, pero no pasa nada, sólo veo el largo camino vacío de tiempo, vacío de gente, que lo podía haber soñado exactamente así, y en cambio es real, todo hecho de ladrillos de cemento de esas cosas grises de antes, y ya hay escaleras para salir de este despojo de vida que se ha creado, que no sé cuánto duró exactamente ni qué pasó exactamente… Quizá todo esto, aunque no me basten las palabras.

Y Bolonia ahora está toda aquí.

Que sólo ahora me doy cuenta de que tal vez esa fue la larga preparación para este gran espectáculo, una especie de red carpet suburbano donde nadie te mira, y la ciudad se destaca delante de ti, así, a pesar de que todavía no es ciudad, sólo es la “Estación Central” llena de gente, y me parece como cuando sales del metro amarillo de Milán directamente en el Duomo y subes las escaleras, una tras otra, y “Él” se te construye delante de ti cada vez más, siempre es más blanco, siempre es más alto, siempre es más inmenso, quizás porque todo de una pieza… que si nunca lo has visto te dolería el pecho, así que hay que mirarlo despacio, así, darle el tiempo para que se forme delante de ti, dejar que se deslice en tus ojos como para construirlo mientras lo ves, hacerse cada vez más nuevo mientras subes los escalones del metro amarillo —salida Museo del siglo XX— que es realmente un espectáculo raro como esta Bolonia que tengo ahora delante, que no tiene Duomos pero esta acumulación de gente es toda su belleza, como si esto fuera un paso obligado para entrar en ella si nunca has estado aquí, pero también si —como yo— ahora ya vives en ella.

Entonces el mundo ahora está todo aquí. Lo mires como lo mires, todo está aquí. Aquí que hay mil caras, este es un lugar perfecto para hacer un catálogo de las caras de la gente, tomar veinte como muestra, decir “vamos a hacer un experimento social” , las caras más raras y que nadie te haga caso porque todo el mundo tiene prisa, hay policías, hay gente con el pelo teñido de lunares, muchas maletas rojas. Mientras la voz grabada, siempre la misma, la de antes, muy fría (pero quizás ahora un poco menos), sigue repitiendo: “¡Atención!”, ahora casi más viva, en esa repetición de: “¡Atención!”, que casi me lo dice en los oídos otra vez: “¡Atención!”, que se sobrepone a los otros anuncios que no oigo. Sólo pienso que tiene razón, que siempre se nos olvida, y sin embargo hoy Bolonia me lo grita, que debo prestarle atención. Y me detengo, y sólo veo otras líneas en movimiento —que no son segmentos, no “profe”, esta vez debe escucharme—, son todas líneas donde todo a mi alrededor es un punto y no hay pizarras, sólo podemos decirnos que de A a B el espacio no termina, que un punto lleva a otro y desde ahí todavía a otro lugar, que a partir de aquí hay infinitos caminos como las combinaciones de palabras más allá de la definición de la distancia, y otra vez: “¡Atención!”, que me gustaría oír esta voz en todas las calles del mundo, en todas las lenguas del mundo para que todos, pero todos de verdad la entiendan. Entonces: “¡Atención!”, para que luego no se nos olvide. acrichia99@gmail.com

Que al final sólo es eso.

Y no es poco. (Sobre todo, si luego me lo cuentas.)

*Chiara Acri, 1999. Nació en Cagliari, Italia, donde se graduó en Letras Modernas. Vive en Bologna, donde estudia Ciencias Lingüísticas, amando la poesía y las palabras Giampiero Acri (1962, Iglesias, Cerdeña): Entusiasta de la fotografía como herramienta de lectura de mundos posibles, por invisibles y efímeros que a menudo sean.

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