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Balada del sordo
POR ILIANA HERNÁNDEZ*
Nunca se queja, aunque me encuentre leyendo su diario. Su mirada es comprensiva y se lo toma como ocurrencia de hermanos, no es que importe lo que escribe, es su paciencia el motor de mi constancia por molestarlo.
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El sordo quiere ser mi amigo, se acomoda su aparato de audición con desesperación, tratando de hacerse más grande la oreja para no perder detalle de mi voz y labios. Como si no fuera una carga eterna explicarle todo desde niños; como jugar y armar rompecabezas, lavarse los dientes o rasurarse sus primeros vellos de la barbilla, impacientes a que el sordo oiga su propio cuerpo y termine por atenderse solo.
Rollizo y con anteojos que delatan su pobre vista, ha sido testigo nervioso de mis pequeños asaltos al bolso de mamá, del rapto a las botellas de tequila refugiadas en mi chamarra. El sordo pretende ser ciego ante mis desfalcos domésticos. No por eso me agrada, es un cobarde. ita como un ado u sa, azos,
Pero ya no grita al principio, hoy es perro domesticado por la vida y mi devota ayuda.
Casi me costó un castigo de meses haberlo abandonado en el parque con los ojos tapados, sonreía en su balada silenciosa, estirando los brazos, seguro pensaba que me alcanzaría.
“¡Erick, Erick!” —lo llamé con alegría—, pegándole con el puño en la espalda y el pecho. Al guiarlo, mi frente hervía, el corazón crecido me golpeaba el estómago, sí, lo conduje entre piedras con la intención de que se rompiera los huesos por un desnivel del parque, había arbustos secos, ardillas espantadas y pinos que no podían alertarlo, eran mudos.
Per avi i con ojos ero su cuerpo le visó. El sudor que le mojaba las axilas, el olor del aire enrarecido por mis intenciones, o simplemente confirmó lo que siempre supo, que lo odio. premoniciones@hotmail.com
Se bajó el trapo el que cubrí sus ojos, sin moverse recorrió con la vista los metros de precipicio que estaban frente a él, juro que algo cambió en el sordo, me miró a la altura del cuello y se encorvó, todo él fue un animal herido dando pasos tímidos hasta la casa.
Mamá nos recibió con un pollo recién horneado, papá la observaba acartonado, le sirvió una copa de vino tinto y celebramos sus veinte años de casados, ellos se sonrieron como siempre, con ojos ciegos. Dedicaron algunas palabras de agradecimiento a los presentes. Ellos, envejecidos desde su ropa hasta la vajilla. Fui tan feliz ese día que me libré de un buen castigo (nada habría de saberse, la caída que no sucedió), tan de buen ánimo estuve que le serví ensalada al sordo. Mamá me ladeó su cabeza agradecida, papá me apretó cariñosamente el brazo.
De pronto, llegaron los primos y me jalaron de la mesa; subimos corriendo a mi habitación, los videojuegos nos esperaban. ¡Quién podía tener hambre esa noche de celebraciones!
*Es docente y traductora. Escribe artículos, ensayos, cuentos y poesía