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Escribir, escribir

POR CARLOS-BLAS GALINDO*

“Todavía hasta los primeros años de la década de los años 90 del siglo pasado, tomaba notas (al recorrer una exposición, por ejemplo) y consultaba mis fuentes biblio-hemerográficas para posteriormente elaborar un esquema o índice tentativo”

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Con el riesgo de que esta colaboración para Palabra asemeje una segunda parte de un texto mayor “por entregas”, pues no lo es, aludo a mi artículo Leer cine, publicado en el número de abril del presente año en esta revista cultural de El Vigía. En efecto, el mes pasado afirmé que “leer cine” significó para mí una gozosa práctica de la que obtuve, como ganancia extra, la consolidación de mi capacidad para prefigurar imágenes en mi mente, mismas que con posterioridad he conseguido llevar —con buen éxito, en la mayor parte de las ocasiones— al plano de lo que denominamos realidad tangible (aludo a Matrix —1999, ¡ya casi 25 años!— indirectamente y de manera intencionada). En la presente colaboración me refiero a la manera como acometo escritos de crítica de artes plásticas, visuales y conceptuales para libros o para publicaciones llamadas académicas, muchas de las cuales cuentan con etapas de arbitraje. A título informativo y a modo de introducción, he de confesar que escribo sin haber estudiado para hacerlo. Y he de informar que, invitado por Blas Galindo (1910-1993, mi padre, a quien ya me he referido anteriormente en Palabra y en distintos medios) soy lector de textos de arte, de filosofía, de historia y de literatura, entre otras disciplinas, desde que cursaba mi educación primaria (“leer cine” fue algo ulterior y personal). Ingresé en 1968 al bachillerato de seis años de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que se cursa en el plantel dos de la Escuela Nacional Preparatoria; en mis primeros tres años como estudiante (periodo que equivale al de la educación secundaria), leí o releí para mis clases de literatura lo que se me pidió que leyera, mientras en lo personal disfrutaba a Parménides García Saldaña y a José Agustín, entre otras autorías. Empero, durante mis tres años finales en la prepa dos, procuré (sin mucho éxito, he de confesar) que la lectura y análisis de textos de la llamada “literatura de la onda” fuese algo institucional. No obtuve la anuencia de mi querida maestra de literatura Esperanza Meneses Minor quien, cuando propuse se leyera, como parte de su clase, Lux Aeterna de José Agustín (que yo había devorado gozoso en la revista El Cuento, de la que mi padre fue suscriptor), objetó ese texto calificándolo como “esperpento” Años después yo le contaría a José Agustín esa anécdota, quien me comentó que, de haber elegido un texto literario menos complejo, ya fuese suyo o no, tal vez hubiese conseguido mi propósito.

Cursé mis estudios de licenciatura en la Es- cuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) de la UNAM (su actual Facultad de Artes y Diseño) a partir de 1974, con la intención de devenir autor de imágenes, lo cual he conseguido por fortuna. Como para entonces ya era lector de textos críticos acerca de las artes (amén de serlo de escritos de otros campos), y mi querido y respetado profesor Armando Torres Michúa (1943-1999) conducía en la ENAP un taller de crítica de arte en el que hacía énfasis en las normas de redacción, confié en que, como alumno suyo en la asignatura denominada Seminario de Investigación y Tesis, me remitiría a su taller, donde ejercitaría mi escritura y estaría en posibilidad de elaborar mi tesis. Para mi sorpresa, luego que le entregué el índice tentativo de mi trabajo recepcional y una argumentación escrita acerca del tema que había elegido (el videoarte), ¡me concedió su beneplácito para proceder a la elaboración de mi escrito!, algo del todo inusual en su proceder, dada su estricta observancia de las reglas escriturales y a la amplísima información con la que contaba. Eso constituyó, para mí, un auténtico plácet o agreement (términos utilizados en el contexto de la diplomacia, como se sabe) que, si bien fue muy placentero y halagador, me impidió participar en un taller literario de lo que con posterioridad sería mi quehacer profesional. Armando, quien fuera uno de mis queridos mentores en el camino de la crítica, accedió, además, a fungir como director de mi tesis y, en sus frecuentes viajes a Nueva York, adquirió para mí —por encargo expreso o como generoso obsequio— libros y catálogos con el tema del arte del video. Él me co- mentó que mi incipiente solvencia para escribir se debía a mi condición de lector En cambio, a la mayoría del estudiantado le indicaba de manera enfática: “¡Ponte a leer!” Y le señalaba de cuáles lecturas habría de ocuparse.

Escribo sin haber estudiado para hacerlo, entonces. Publico desde 1982 y únicamente me ocupo de las artes plásticas, visuales y conceptuales (alguna vez escribí sobre danza. A veces reseño libros), así como de temas de políticas culturales. Desde 1988 y hasta 2011 mantuve una columna (semanal, durante los primeros 10 u 11 años) en la sección cultura del periódico El Financiero, a cargo de la cual estuvo Víctor Roura. Para mis textos periodísticos o escritos breves de otra índole defino en mi mente el asunto principal a abordar, así como algunas de las ideas complementarias que deseo sustentar. Una vez que comienzo a escribir (en máquina mecánica, hasta 1988, que fue cuando tuve mi primera computadora y, durante un breve lapso, en procesadores de palabras con impresora incluida), sucede una situación particular: al mismo tiempo que tecleo, voy percibiendo breves anticipaciones de lo que enseguida escribiré. Esto no siempre ocurre con la misma fluidez; empero, en mi caso, invariablemente sucede. En cambio, cuando debo resolver textos de crítica para libros o para publicaciones periódicas especializadas —ya sean arbitradas o no—, así como colaboraciones periodísticas extensas, o bien ensayos, el proceso varía un poco. Todavía hasta los primeros años de la década de los años 90 del siglo pasado, tomaba notas (al recorrer una exposición, por ejemplo) y consultaba mis fuentes biblio-hemerográficas para posteriormente elaborar un esquema o índice tentativo. Tal procedimiento no me resultó de utilidad pues, al acometer cada apartado o sección de ese esqueleto previo, regularmente lo subvertía de tal manera que, a la postre, resultaba inoperante.

Durante muchos años sometí a la consideración de personas que se dedican a lo que se denomina “corrección de estilo” (lo estilístico no se corrige; lo que se hace es aplicar las reglas de redacción y ya) mis textos amplios, antes de entregarlos para su publicación. Mucho aprendí de Elizabeth González González, quien revisaba en mi presencia mis escritos y me explicaba las razones por las que hacía cambios. Carlos Martínez Gordillo ha “pulido” (por aquello del lema de la Academia Española) varios de mis escritos recientes más difundidos. Y la erudita escritora y editora Mayra Inzunza Sánchez (quien lamentablemente ya no vive) accedió a retocar unos pocos de mis ensayos. Hace poco tiempo dejé de recurrir a personas profesionales en el empleo del idioma para que se ocuparan de enmendar mis faltas. Por fortuna Rael Salvador, quien es nuestro escrupuloso editor aquí en Palabra, ha tenido a bien consultarme sobre mejoras para algún escrito que, con el pretexto de la premura, entregué sin observar ciertas normas para la redacción y, finalmente, para la comunicación. Él sabe que cuenta con mi anuencia y mi gratitud, de antemano, para corregir lo que considere necesario, sin que medie consulta alguna. En tiempos recientes, cuando he trabajado para cumplir encomiendas destinadas a entregar escritos algo extensos (de mil 500 palabras o más), he procedido a hacer anotaciones, a mano y con pluma fuente, en hojas de blocks de papel ligeramente amarillento y con rayas guías horizontales. Al releer esas notas, las organizo por temas y subtemas, a veces adjudicándoles un número, sin transcribirlas. En cuanto comienzo a redactar en mi computadora, las voy abordando y desarrollando, como si se tratara de escritos breves que fuesen autónomos, pero teniendo en cuenta, desde luego, la totalidad de la c ual son parte. Una vez que he concluido con esta fase del proceso imprimo el texto, el cual constituye un borrador, mismo que reviso mientras lo leo, cual si fuese mi propio editor. Entonces incluyo correcciones en mi versión guardada en el disco duro del equipo en el que trabajo y repito este paso varias veces, haciendo marcas cada vez con un color diferente, sobre las mismas hojas impresas, aun cuando ocasionalmente requiero una impresión más. Procuro dejar que mi trabajo “repose” mientras me ocupo de alguna otra actividad y, cuando retomo mi escrito, lo escucho en voz del programa Word, lo cual hago por recomendación de la artivista feminista Erika Rascón Márquez, de quien al momento de escribir estas líneas soy afortunado esposo, estatus conyugal que quisiera conservar durante mucho tiempo más. Mientras oigo, anoto en alguna hoja pequeña (casi siempre en papeles tamaño media carta, en su segundo uso), con portaminas, las correcciones finales, las cuales después copio. carlosblasgalindo@yahoo.com

Disfruto mucho escribir Experimento un gran placer mientras lo hago. Y por supuesto que me resulta gratificante concluir cada uno de mis textos. A esto me dedico, aun cuando no haya estudiado para hacerlo, amén de a elaborar imágenes y obras conceptuales (como aquella a la que me referí en mi primera colaboración para Palabra, en su número siete, hace ya casi un año). Continuaré escribiendo, amén de dedicarme a la preparación de alguna antología de textos, tanto inéditos como publicados, asunto sobre el que Erika Rascón insiste en que me ocupe.

*Profesor-investigador de arte, crítico de arte, curador independiente, artista visual y conceptual

JULIO RODRÍGUEZ RAMOS:

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