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Oh sorpresa!, ¡se terminó el gas! | Jazmín Félix pág

Por Olga Aragón*

Con los frutales en flor, el patio de nuestra casa era una explosión de colores, arquitectura vegetal que atraía todas las miradas hacia lo alto, donde los árboles más frondosos embellecían el azul del cielo.

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Junto a las ramas de los duraznos cuajados de florecillas rosáceas y los manzanos luciendo su blanca flor, estallaba un naranja fuego, un carmesí encendido, el granado floreciente que convertía a la hermosura en fruto maduro.

Imposible imaginar que un día encontraríamos en el entramado de raíces, sus secretos subterráneos.

Mamá disfrutaba su pequeño huerto. Su alma campesina era dueña y señora de los tesoros que obsequia la tierra, como aquellos jugosos rubíes de las granadas pechiabiertas.

Pero en todo ello, había algo de magia. ¡Cómo podía aquel árbol que durante los inviernos era un feo gatuño, ser en primavera y verano una de las más grandes bellezas del reino vegetal! ¿Escondían sus raíces el tremendo misterio de su naturaleza?

La entrada de la primavera en esa vieja casona de adobe, construida a la orilla de la ciudad, a unos metros del cementerio, implicaba fatigosas jornadas, de las que no escapábamos mi hermanita Alejandra y yo.

Mamá solía aprovechar el tibio sol mañanero de marzo para limpiar el ahoyado de los árboles, podar las ramas y remover la tierra endurecida por las heladas de enero.

Fue ella quien descubrió, al inicio de un día de intenso trabajo en el huerto casero, aquello que nacía al pie del granado.

Removió la tierra, arrancó yerbajos del excavado del granado y de pronto llamó su atención una plantita desparpajada con brotes de hojas semejantes a diminutos corazones verdes. dudas, decidió no arrancar el escuálido vegetal; al contrario, notó la facilidad con la que el viento lo enjorobaba. Enderzó el tallito lo mejor que pudo atándolo el tronco retorcido del granado con un cordón de estambre.

Al paso de los días brotaron de aquella planta dos bracitos que crecían alocadamente en desesperada búsqueda de sol, ya que el granado arrojaba una sombra eterna.

–¡Qué chistoso!, parece un bebé greñudo –dijo Alejandra riéndose del desparpajo de aquel arbolito que tenía un tronquito más pequeño que sus ramas.

Era verdad. Aquello que creíamos un hijuelo del granado semejaba un chamaco travieso despeinado.

–Pongámosle un nombre –dijo mi hermana, siguiendo la tradición familiar de bautizar a plantas y animales, como si fuesen humanos.

–¡Towí! –dije sin pensarlo dos veces. Y es que aquel remedo de arbolito me trajo a la memoria la imagen de un tarahumarita flacucho y melenudo que acostumbraba ir a la casa a pedir kórima.

Casi siempre veíamos al pequeño rarámuri –como se nombran ellos, los pies ligeros de la sierra Tarahu-

–Jamás creí que un árbol así de pequeño tuviera raíz tan profunda –nos dijo sin levantar la vista. El hoyo excavado tenía casi un metro de profundidad y dejaba al desnudo una raíz cada vez más gruesa a la que no se le veía el fin. –Tendré que tirar parte de la barda. Creo que la raíz va a dar fuera del patio –dijo mamá, enajenada en encontrar el final de tan asombroso enraizamiento. –Por favor, corte ya eso mamá, no vale la pena tanto esfuerzo –le rogué conmovida y asustada por su obstinación. Pero no me escuchó.

Ilustración: Kabeza

mara– caminar colgado de las anchas y coloridas enaguas de su madre. Tiempo después al encontrarse con ella en el camino, la mujer respondía con la cabeza gacha a nuestro saludo chabochi con un kwira ba pronunciado entre dientes

A la luz de la luna con su rostro redondo y luminoso, mamá continuó cavando; traspasó la barda, siguió la ruta larguísima de la raíz y clavó de un golpe el cucharón de peltre despostillado. Un ruido seco reveló la dureza con la que había topado. Con ambas manos extrajo la tierra removida y entonces alcanzó a distinguir algo raro que al principio confundió con piedrecillas blancas. ¡Eran dientes!

–¡Oh, Dios! –gritó horrizada, señalando el lugar donde nacía la raíz…

Casi entrando el verano, los corazones verdes terminaron por abrirse. Fue entonces cuando mamá exclamó: “¡Caray, esto no es un granado… Es un chabacano!”. Y como si el árbol pudiera escucharla le dijo, “ah, sinvergüenza, a ver si explicas de dónde te salió semejante hijo”.

Mientras cavaba cuidadosamente alrededor del endeble tallo, nos explicó la necesidad de trasplantar el chabacanito en otro lugar, o de lo contrario moriría por falta del sol. Si sobrevive aquí un tiempo, nos dijo mamá, será peor para él porque terminará con las raíces estranguladas por el granado. ¡Qué horror!, pensé.

En mala hora emprendió mamá ese trabajo. Poco antes del mediodía empezó a cavar con la punta de un cucharón de cocina, pero al oscurecer aún no había terminado.

La luna iluminaba el interior del hoyo cavado por mi madre. Enmudecimos. Y de modo fulminante supimos la razón por la que hacía tanto tiempo que no se veía al tarahumarita melenudo pedir kórima en las calles del barrio. Comprendimos la profunda tristeza de aquel kwira ba con que su madre contestaba últimamente a nuestro saludo.

“¡Cómo podía aquel árbol que Mamá se santiguó. Las durante los lágrimas asomaron a sus ojos. De la boca de un peinviernos era un queño cadáver sepultado feo gatuño, ser en junto a la barda de nuesprimavera y verano tro patio nacía la raíz laruna de las más guísima del nuevo árbol. grandes bellezas del Un hueso de chabacareino vegetal!” no había germinado en la garganta de ese niño rarámuri muerto de esa manera, asfixiado. arcoalicia@yahoo.com.mx *Periodista y escritora chihuahuense desde 1985. Radica en Ensenada, Baja California. Es directora editorial de 4Vientos.net. Con su obra Nunca más el olvido obtuvo el Premio Nacional Testimonio 1994 de Conaculta

Por Jazmín Félix*

El precio para llenar un tanque de gas licuado de petróleo (GLP) es de aproximadamente 270 pesos en Baja California. se componente derivado del hidrocarburo que revela mágicamente una llama azulada en los quemadores de una estufa, es la responsable de hacer chillar la sartén cuando cocinas a fuego lento o bajo, al voltear una porción de filete –si te alcanza– o, como es mi caso, unas migas con huevo porque tortillas siempre hay en el refrigerador y la proteína animal más económica nunca falta en mi alacena.

Sobre esa emanación de composición química mamá hizo milagros. Cocinó humeantes platillos de todos los colores y sabores para las tres niñas chillonas a sus pies. Por supuesto, también lo hizo para el marido –mi padre–, allá sentado en la mesa, con las manos en el periódico y los ojos en el estómago. Era la réplica de un antiguo escenario de generaciones: su madre guisó en estufa moderna por eso de los años setenta igual que su abuela, a mediados de los cincuenta. A su bisabuela en cambio, al ser mexicana de rancho, además pobre, se las vio un tanto más engorroso cuando preparó alimento para sus hijos y marido en el fogón de una estufa alimentada por leña.

A mí me tocó la convencional estufa. No la eléctrica, eso es para adinerados. Nunca hice magia o resultaron platillos nutritivos ni medianamente buenos, cabe mencionar. Esas imprescindibles habilidades tuvieron objeto una vez que me independicé, exactamente hace seis meses. Todo fue simplísimo antes de eso. Medio año atrás desconocía realmente el precio de una mina de gas. De la misma manera que encuentras utensilios de cocina en los cajones cuando vives con papás, di toda la vida por sentado el objeto cilíndrico ubicado a las afueras de la casa conectado misteriosamente a espaldas de la estufa. Papá era el encargado de proveer y reparar la mecánica externa del hogar, por lo que jamás me detuve a contemplar esa labor obligatoria en la que se ocupaba cada cierto tiempo. Yo sólo encendía el quemador y con un ligero suspiro brotaba la llama. Otra historia resultó al mudarme lejos de casa.

La primera semana que gocé el vivir sola, de nuevo las cosas ocurrieron de forma misteriosa. Saqué de la cartera 270 pesos ganados con el desgaste de mi cerebro, los entregué al repartidor de gas y allí estaba, esa flama color añil calentando todo cuanto ponía sobre ella e igualmente ayudándome a subsistir. Cociné de todo menos maravillas mientras escribía y editaba el periódico, sentada en la única silla funcional de la casa. Después me

harté, vacíe la nómina de una humilde comunicóloga en aplicaciones cuyos nombres ya conocen, pero omitiré por temor a que este texto resulte demasiado millenial. Finalmente, no me alcanzó para mantener ese estilo de vida despilfarrador, por lo que terminé aceptando eso de la cocinada. “A mí me tocó la convencional estufa. Hace un mes el gas se hizo más presente en No la eléctrica, eso mi vida. El prees para adinerados. sidente Andrés Nunca hice magia Manuel López o resultaron Obrador anunció durante una platillos nutritivos de sus utilísimas ni medianamente mañaneras, que buenos, cabe el gobierno llevamencionar” ría al ya monopolizado mercado del hidrocarburo, la creación de “Gas Bienestar”. Esta empresa del Estado mexicano sería suministrada por Petróleos Mexicanos (Pemex), que desde los sesenta no vende gas licuado a pequeños consumidores. Los analistas dicen que Pemex no tiene la infraestructura operativa ni logística para comerciar gas al por menor, también comparan esta equitativa pero no lucrativa –¿o sí? – decisión, con una tortillería que quiere abrir su taquería. Alegan que, pese a ser negocios similares, son dos cosas completamente diferentes.

Como editora de la página nacional en un periódico local que tiene suscripción para utilizar material de, precisamente Grupo Reforma, le di seguimiento a todas las noticias que informaron buenas nuevas acerca de “Gas Bienestar”. Debería decir que siempre las puse en principal porque creí que era tema de interés, pero la realidad es que soy pobre y el asunto en sí mismo me traía bastante ilusión. Sobre todo porque en ese entonces ya los quemadores de mi estufa empezaban a parpadear. Quizá, si tenía suerte, llenaría la mina con gas barato y esos 270 pesos tendrían una disminución de un nada despreciable 30 por ciento en su precio final.

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